En realidad, de Tati me había despedido mucho antes. Desde que mi padre nos comunicó que dejábamos Cádiz, en realidad sólo tenía una idea en la cabeza: verla y decírselo. Así que me inventé que tenía que ir a la Facultad, para estar en Jerez e intentar verla y hablar con ella. Sería la última vez.
Ella no se había atrevido a desembarazarse de Tono sino ya entrado el verano. Aún éramos lo bastante críos tanto ella como yo como para dar por interrumpido nuestro proyecto de romance con la vacación. La distancia que separaba Jerez de Cádiz se nos antojaba infranqueable. Así que no supe prácticamente hasta finales de junio que Tati había dejado a Tono. Y, para entonces, yo ya sabía que me marchaba a Canarias. Una noche me encontré con ella y con otros integrantes del grupo de los cafés en la Playa de la Victoria. Entonces ya lo sabía todo, lo suyo y lo mío. Ella estaba muy alegre, gracias al alcohol. Me moría de ganas de llevármela de allí, pero ya había decidido amortizar toda mi vida en Cádiz. Por entonces yo era un petimetre muy serio, y ni se me había pasado por la imaginación tener con Tati un simple rollo para dejarla después. Yo no quería eso, y sí quería cosas muy serias y muy profundas, sin estar muy seguro, supongo, de lo que esas cosas tan serias y tan profundas eran, en realidad. Pero, ¿no ha sido siempre así con los jóvenes? ¿No quieren vivir la vida hasta el fondo, aún sin saber bien en qué diablos consiste vivir?
Así que estuve allí un rato, y luego regresé con mis amigos. Tati estaba demasiado bebida, y demasiado afectada por su ruptura con Tono. Se veía que le había dolido, a pesar de que era evidente que no estaban bien. Pero Tati había querido estar bien con Tono. Fue Tono quien, con su despego y su falta de atención, acabó enajenándose poco a poco el amor de su novia. Más tarde, cuando me despedí de ella, Pepi me dijo que Tati había tenido un verano “loco”: que si había ligado con éste, con aquél otro. Fue dura con ella: la tildó de fulana, y la criticó de esa forma despiadada que en las mujeres es habitual, por dejar a Tono. A mí me supo mal esa falta de solidaridad entre ellas. No es que me hiciera gracia que Tati se hubiera liado con unos cuantos una vez dejó a Tono y en mi ausencia. Por entonces yo era muy nuevo en todo, y las noticias que me daba Pepi me dejaron desconcertado. Pero, sea como fuere, yo estaba enamorado de Tati. Y eso significaba que, si ella se descontrolaba un poco en sus reacciones, era porque no tenía cerca una influencia benéfica como la mía. Pero ya era tarde para pensar todas aquellas cosas, porque ya no iba a tener ocasión de ejercer ninguna influencia sobre Tati, ni benéfica ni maléfica. Me marchaba al día siguiente.
Más que de una despedida, se trataba de una explicación. Pero ni siquiera eso pude hacer bien: no llegó a haber encuentro. Tomé el tren, temblando, pensando que sería la última vez que la vería. Cuando llegué a Jerez, mi corazón se revolvía en mi pecho y amenazaba salirse por mi boca. Estuve en la Facultad, haciendo ni siquiera recuerdo qué cosas, y al cabo de veinte minutos estaba caminando por la calle, bajo un sol tremendo, que me inundaba de calor y hacía centellear el propio suelo, las aceras y el pavimento de la calle. Debatía conmigo mismo. Debía llamarla y quedar con ella. Debía pedirle por favor que se viera conmigo, que era importante. Pero ¿qué iba a creer ella que le iba a decir cuando nos viéramos? Con semejante introducción, probablemente esperaría que me declarase. Pensando ahora en ello, probablemente se habría negado a verme. No se puede llamar a media mañana a una chica en su casa, sabiendo que está en bata, sin ducharse y sin arreglarse, y pretender quedar con ella en veinte minutos, y menos para declararse, y menos aún sabiendo que ella sospecha que es para eso. Lo lógico habría sido que me dijera que no podía, y que si no podíamos vernos en otro momento. Eso me habría matado, lo admito.
Pero yo ni siquiera pensaba en eso. Sólo pensaba en que era horrible llamarla para decirle que quería hablar con ella, verla llegar tan ilusionada, creyendo que por fin le iba a decir que sí salíamos y eso, y luego espetarle así, a lo bestia, que no podía haber nada, que me marchaba a Las Palmas. Me parecía horrible, y de pronto mi imaginación fue asaltada literalmente por el rostro de una Tati descompuesta, hundida por mi anuncio. Yo mismo no lo iba a soportar. Iba a ser una escena de un patetismo insoportable. Me hundí. No podía quedar con ella. Pero no podía marcharme, sin más. Medio cegado por el sol, encontré un bar de gitanillos. Pedí el teléfono público y línea, y la llamé. Estaba. ¡Dios mío! ¡Tati!
- ¿Sí?
- ¡Tati! ¡Soy Víctor!
- ¡Hola, Víctor! ¡Qué tal! – la notaba rara, parecía seria.
- Bien. Mira. Yo te llamo…
Este es el momento en el que suceden las cosas y uno no sabe cómo han sucedido. El caso es que las palabras fueron saliendo de mi boca. Llamaba para despedirme. Me marchaba a Canarias. Mi padre había sido destinado allí. No había probabilidades de que regresara a Cádiz. Ya ni recuerdo cómo nos despedíamos por teléfono en aquella época ¿Qué nos decíamos? ¿”Hasta luego”? ¿”Chao”? “¿Un beso?”. Creo que era “un beso”. Nos despedimos con “un beso”. ¡Que irónico!. Ella tenía la voz ronca por los esfuerzos que estaba haciendo por no sollozar. Yo estaba nerviosísimo. Debí haberlo mandado todo a la mierda, y haberle pedido vernos de todas formas. Pero no tuve valor. Por entonces ni siquiera lo entendí, pero se trataba de la primera de una larga serie de derrotas que la vida había dispuesto para mí a partir de los veinte años. Las alterné con algunos triunfos, pocos, de orden profesional. Pero mi vida a partir de aquel momento se pareció a un buque semihundido. Una parte de él afloraba sobre la superficie de las olas, pero el resto estaba sumergido, y se podía ver que bastaba un golpe fuerte de mar para que se fuese a pique definitivamente.
Es mi último día con Tati. Hemos quedado para dar un paseo por la playa. Los días de este mes de septiembre son plácidos y templados, como los de aquel otro septiembre de 1986, veintiún años atrás. Ella ya me está esperando en el vestíbulo. Va vestida con una camiseta de tiros y unos culottes que dejan claro que no existe ni un centímetro de celulitis en sus caderas. En la cabeza, una gorra blanca de visera, y unas gafas de sol de Roberto Verino. Un extraño pensamiento me asalta en aquella mañana. “Estoy mirando un fantasma. Se conserva en buena forma, pero es una vieja. Como yo. Si se le acerca una joven de veintiún años, el hechizo se romperá y yo quedaré libre”. Me acerco y nos besamos.
- ¿Vamos? – invita ella.
- Vamos – confirmo.
Comenzamos a caminar por la playa. No son más que las diez de la mañana. A esas horas no hay más que desocupados: jubilados, parados, madres que acaban de dejar a los niños en el cole, y algunos chicuelos que se han fugado de clase. Caminamos, y estamos en silencio. La situación me parece absurda. ¿Qué hago yo, yendo a caminar por la playa con una mujer a la que no he visto en veintiún años, a la que en realidad ya no conozco, de tanto como ha cambiado, con la que no he tenido nada que ver en siglos y con la que sigo sintiendo que no tengo nada que ver tras todos esos siglos? Hemos llegado a la muralla de La Cortadura. La miro. Me mira.
- ¡Bueno! – dice ella.
- ¡Bueno! – respondo yo.
- ¡Ha sido tan inesperado!
- ¡Ni que lo digas!
- Me ha gustado mucho volver a verte, Víctor.
- Y a mí volver a verte a ti, Tati.
Nos damos un abrazo. Pero es uno de esos abrazos que se dan las personas que sólo se conocen superficialmente, pero quieren aparentar recíproca confianza. No ha sido ella. No he sido yo. Hemos sido los dos. Me doy cuenta. Podríamos intentar decirnos algo profundo, sentido. Pero ambos comprendemos que no merece la pena. La vida nos separó hace demasiado tiempo. Ahora ya no somos nada el uno para el otro. Nada.
Cuando llegamos al hotel, le deseé buen viaje. Ella me deseo suerte en mi regreso. Ni siquiera nos dimos los teléfonos. Nos despedimos con dos besos, y nos fuimos cada uno a nuestra habitación del hotel.