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martes, 28 de julio de 2009

MUSICA DE PALABRAS

- ¡Te voy a matar de un tiro! -gritó Will.
- Calla, calla - dijo su madre.

El padre levantó la mano y dijo:

- Escuchad.

Entonces su casa se vio arrastrada al mismo corazón de la tormenta.

Josie quedó quieta como un animal y pensó aterrada en el futuro..., el día claro en que correría por el campo llevando los tallos de vara de oro cogidos apresuradamente y las cálidas flores arrancadas como obsequio para alguien. El futuro era ella misma llevando regalos, la temporada de los regalos. ¿Cuándo llegaría el día en que el viento amainaría y se sentarían en silencio en el borde de la fuente, una vez acabados los juegos, y los niños cascarían las nueces con el tacón de sus zapatos? Si pudieran recuperar el tiempo, ella no perdería nada de lo que le fuera dado y guardaría las nueces como una ardilla.

Por primera vez en su vida pensó: ¿Puede que no se repitan las mismas maravillas? ¿Era cada maravilla única y original como una estrella fugaz y cuando caía se enterraba fuera donde se la buscaba? ¿Debería albergar la esperanza de ver nevar dos veces, y a la profesora correr de nuevo a abrir la ventana, extender su capa negra para cogerla al caer y luego ir de arriba abajo por el aula a toda prisa para enseñarles los copos?


Definitivamente, las mujeres escriben de otro modo. No voy a decir la mentecatez que algunos quizá esperen. Simplemente diré que hay, o había, mujeres, que miraban el mundo a su alrededor como mujeres que eran, y como mujeres que eran lo plasmaban en el papel, y si hay algún hombre lo bastante valiente como para atraverse a mirar el mundo a través del cristal de color de la obra literaria de una mujer como la que ha escrito el párrafo con el que comienzo este artículo, ese hombre sabrá entonces que es verdad que las cosas pueden ser diferentes de como un hombre las ve.


Josie no se habría regocijado más si en lugar de sonidos hubieran salido flores de la corneta. Estaba embargada de placer. Los sonidos que tan trémulamente brotaban con el esfuerzo de los labios le resultaban dulces y agradables. Entre ella y la corneta alzada no había ninguna barrera; sólo el aire rancio y expectante del viejo refugio de la tienda. La cornetista era hermosa. Allí estaba, el resplandor flamígero que de algún modo era irreal, venida de muy lejos, y parecía que la antigüedad del mundo la envolviera. Vestía toda de blanco, matizado de azul, como una reina, y permanecía erguida, mirando hacia arriba, como el mascarón de proa de un barco vikingo. Mientras la canción continuaba, Josie advirtió la lenta aparición de una fina vena en su mejilla. Cuando la cornetista alcanzó la nota alta, sus párpados cerrados parecieron vibrar y al mismo tiempo permanecer inmóviles, como las alas de un colibrí. Respiraba de forma asombrosa, y cada vez que tomaba aire se levantaba en su pecho un pequeño medallón. Josie escuchaba con creciente atención, cada vez más intrigada, como si la interpretación la llevara en una dirección; como si le estuviera enseñando un destino. No muy lejos de allí, con cara de exaltación, estaba Cornella, también escuchando, pero se encontraba sola. Alertada por algo, Josie se volvió y buscó con la mirada a sus padres, pero estaban al fondo, entre la gente; ellos no la vieron. No estaban escuchando. La habían dejado libre, y al volverse otra vez hacia la cornetista, que estaba paralizada bajo su instrumento, se inclinó despacio hacia delante y cerró las manos sobre las rodillas*.

Un segundo. Esto es lo que da de si un segundo en manos de una maga de las palabras, de una compositora de música de palabras.


*Fragmentos tomados del cuento titulado "Los vientos", incluido en el imprescindible volumen de Cuentos Completos de la escritora norteamericana Eudora Welty, editados por Lumen.

sábado, 25 de julio de 2009

VIAJE CON VENUS

¡Era tan cálida, suave, entre sus brazos! Sintió su cabeza en el hombro, el pelo se vertió en su brazo y lo calentó. Bajó emocionado la cabeza para mirarla, vio los ojos que reflejaban las estrellas. Ese mar del cielo, que se hundía allí dentro, lo mareó. Perdido, se inclinó a beber. Y le pareció como si una flor con pétalos de carne, aterciopelados, le sorbiera los labios como en un sueño.
Angelos TERZAKIS, Viaje con Venus, Rey Lear, 2008, pág. 168.

martes, 16 de junio de 2009

TODO ME PASA EN LA CALLE PEREGRINA...

Es oficial: últimamente todo lo que me ocurre, me ocurre en la calle Peregrina...

Hace unos días contaba una historia mínima sobre dos borrachos y un bar. Los borrachos circulaban por esa calle, el bar estaba en esa calle.

Hoy me abordó alguien en la calle.

Fue en la calle Peregrina, mientras me daba mi primer paseo matinal, antes de entrar a trabajar.

Siempre ando quejándome de lo deshumanizada que está la vida en las calles de esta ciudad. La gente se cruza la una con la otra, y nunca se traba ni siquiera un conato de relación entre ellos. Sólo se saludan los que ya se conocen de otro sitio, porque o bien son familia, o son amigos del instituto, o son o han sido compañeros en algún centro de trabajo, o se han conocido en un "asadero", que es como se llama por aquí a las parrilladas o barbacoas que es costumbre organizar cada vez que se quiere reunir a un número importante de conocidos para darse una buena juerga.

Admitamos que soy un asocial. Hace mil años, por lo menos, que no participo en ninguno de esos "asaderos". Ni que decir tiene, en mi vida se me ha pasado por la cabeza organizar uno. En consecuencia, supongo, soy el habitante de esta ciudad con menos derecho a quejarse por la deshumanización de su vida callejera. Soy el más inhumano de los habitantes de Las Palmas.

Y, aún así, no puedo por menos de sorprenderme, de extrañarme, de espeluznarme incluso, de las cosas que llegan a sucederle al viandante solitario. Si andas solo por la calle, te expones a toda clase de vejaciones. Señoras sin educación y con pretensiones imperialistas consideran apropiado dirigir sus pasos en tu trayectoria y chocar contigo, incluso si la acera es ancha y no está atestada de gente. La maligna intención oculta tras este comportamiento absurdo es conseguir que te apartes de lo que ellas han decidido que es su trayectoria. Es sumamente habitual para el viandante solitario chocar, incomprensiblemente, con el bolso de una señora de digno porte que se dirige contra tu humilde corporeidad mirando absorta el interior de algún escaparate. Ni que decir tiene, estas señoras-panzer no piden perdón, ni siquiera como puro formulismo.

Otras veces, el incidente adquiere tintes peligrosos. Doblar una esquina puede resultar peligrosísimo. En una ocasión un sujeto estrambótico se materializó a la vuelta de una de esas esquinas. Iba avanzando con la cabeza vuelta hacia algún punto del piso segundo del inmueble de enfrente, y abría sus piernas y sus brazos al caminar como si se tratara de las aspas de un molino. Una de sus manos se proyectó a meteórica velocidad... ¡contra mi entrepierna! Me llevé un golpe ciertamente desagradable en mis partes nobles. El sujeto masculló un "perdón" pronunciado en un tono no más grave que si estuviera pidiendo paso, y siguió su compleja trayectoria con movimientos de traslación y rotación. Lo llamé, aguantando el dolor de mis bajos, y se volvió a mirarme, con el miedo pintado en la cara.

- Acércate un momento - solicité.
- ¿Por qué? ¡Ya pedí perdón! - respondió con voz de pito, agudizada por el miedo; evidentemente, pensaba que quería aflojarle un guantazo, y ganas no me faltaban, la verdad.
- Porque quiero decirte una cosa y no quiero decírtela a gritos - ni a hostias, quizá hubiera debido aclarar.
- ¡Ya pedí perdón!
- ¿Y tú te crees que eso te da derecho a ir haciendo el chulito por ahí?

El hombre-molino no encontró nada sarcástico que responder y, volviendo la cara, salió a escape del lugar en que había conseguido situarle por unos breves instantes. ¿Que qué lugar? La dichosa calle Peregrina.

Y, por fin, el asunto de hoy: sentada en una terraza, a primera hora de la mañana, había una mujer. Me inspiró curiosidad. Yo es que soy muy curioso, ¿sabéis? Muy curioso y muy mirón. Me gusta mirar a la gente. Estudio sus expresiones y trato de imaginar a qué obedecen, cómo son sus vidas. Es un vicio, y a veces sale caro.

En este caso, no salió exactamente caro, pero sí raro. La mujer había captado mi mirada, y ello la impulsó como un resorte a una cadena de reacciones que mostraron que no estaba en sus cabales. Me alejaba yo de ella en dirección a la ¡calle Peregrina!, y cuando ya llevaba recorrido un tercio de la longitud de esta calle, comencé a oir que alguien llamaba con estas palabras:

-¡Oye! ¿Eres tú? ¿Quién eres? ¡Quítate las gafas! - Debo aclarar que suelo llevar puestas las gafas de sol mientras es de día, pues la radiación solar es muy alta en Canarias y mis ojos son muy sensibles.

En un principio no reaccioné. De hecho, pensé que aquella voz no me llamaba a mí. Pero su tono y lo que a mis oídos llegaba de las extrañas palabras en que consistía me alertaron. Pronto volví a oir esa voz, y el mensaje llegó esta vez a mis oídos con toda nitidez. ¿Era posible que me estuviera llamando a mí? ¡No! ¡Qué va! ¡A quién se le puede ocurrir decirme semejantes locuras!

Al poco comencé a oir los pasos de alguien que, calzado con unas ligeras sandalias, corría en pos de mí. De nuevo la voz habló: ¡Oye! ¡Detente! ¿Quién eres tú? ¡Espera! Esta vez no había duda de que se dirigía a mí. Antes de que pudiera decidir si huir o enfrentarme a la voz, tenía a su propietaria a mi lado. Era la mujer que había suscitado mi curiosidad unos minutos antes, sentada sola en aquella terraza a una hora tan temprana de la mañana. Me dirigió una mirada extraviada, y con voz suplicante, me repitió su letanía en forma de pregunta:

-¿Quién eres? ¿eres un espíritu? ¡quítate las gafas!

Lo primero que se me ocurrió contestarle fue un "Vete a casa, chiquilla", pero me insistió en que me quitara las gafas de sol, y al final accedí. La miré a los ojos, y entonces fui plenamente consciente de lo perdida que estaba la mente de aquella pobre mujer. Dulcemente, le repetí: "Anda. Vuélvete a tu casa" y seguí mi camino.

Todo esto sucedió en la salida de la calle Peregrina. Qué tendrá esa calle...

martes, 9 de junio de 2009

HOMBRES SALMONELA EN EL PLANETA PORNO

-¡Fuego! ¡Fuegooo!
Cuando se oyó este grito, yo estaba haciendo el amor con Yasuko Ono por tercera vez. Para entonces, un humo negro ya se estaba filtrando por debajo de la puerta de la habitación, como si fuera una lengua achatada. Aparté el brazo de Yasuko, que al parecer no había oído nada por el clímax de unos momentos antes, y, a pesar de que ella no quería soltarme, me levanté.
De "Estoy desnudo", en Estoy Desnudo y otros cuentos, Gerona, Atalanta, 2009, pág. 11


La primera vez que tuve noticia de la publicación en España de obras del japonés Yasutaka Tsutsui fue bajo el impactante título que doy al post. Pensé que un escritor que era capaz de inventarse un título así debía ser un escritor interesante. No me equivoqué.



Empecé comprando Estoy Desnudo y Otros Cuentos. Allí me encontré con la maravilla del tratamiento desacomplejado de los tópicos más hirientes. En "El día de la pérdida", un oficinista obsesionado con perder la virginidad hace toda clase de estupideces el día en que una hermosa compañera de trabajo le propone una cita sexual. O qué decir del increíble relato titulado "La embestida del autobús loco": dieciocho individuos, todos con idéntica cicatriz en la frente, disputan entre sí, a bordo de un autobús, por alcanzar el micrófono y tener la voz cantante en una conversación con una mujer (no lo destripo más, diré simplemente que es una alegoría deliciosa del cortejo).

También me encontré con relatos de un hilarante efectismo macabro, como "Líneas Aéreas Gorohachi", en el que el autor juega con la amenaza constante de un vuelo de locos en medio de un tifón para acabar matando al personaje más prudente del relato de una muerte absurda y totalmente imprevista; o en "Maneras de morir", donde se introduce un Oni, un monstruo - fantasma propio de la mitología japonesa, que organiza una escabechina en una empresa, ninguno de cuyos empleados merecía en realidad vivir; o en "La Ley del Talión", donde un honesto ciudadano se venga de un delincuente que ha secuestrado a su familia, secuestrando a la de aquél. Otros, como "El peor contacto posible", podríamos calificarlos como de risa-ficción: un emisario es enviado desde el planeta Tierra a otro mundo en el que las personas han perdido la costumbre de hablar y se comunican haciendo crujir sus articulaciones.

Tsutsui se me reveló como un buen escritor y un humorista inteligente, además de como (algo muy japonés, me parece) un violador de tabús. Quizá, si sus obras fuesen escritas aquí, parecerían ridículas, pues muchas de ellas son inteligibles en el contexto del conjunto de convenciones sociales que imperan en Japón. Aún así, creo, los escritos del japonés llegan al público extranjero por su humor negro y por su maravilloso sentido del absurdo.




Terminé Estoy desnudo y otros cuentos y me lancé sin vacilar a la lectura de Hombres salmonela en el planeta porno. En este volumen me encontré ya con historias que abordan temas que son comunes a nuestra sociedad globalizada: el abuso de los medios de comunicación, la banalización de las noticias y la labilidad de la fama (en "Rumores sobre mí") el ostracismo contra la crítica del poder (en una "El mundo se inclina" una ciudad flotante, gobernada por un partido feminista, se escora en el mar y amenaza volcar, pero la alcaldesa prohibe propalar tan malas noticias), la estupidez convertida en moda e impuesta coactivamente (así, "El último fumador") y finalmente con el relato que da título al libro, "Hombres salmonela en el planeta porno", que es un mixto de humor "verde" (no negro) y ciencia ficción: una misión expedicionaria llega a un planeta peculiar, en el que todos sus habitantes, tanto animales como vegetales, han evolucionado hacia formas y comportamientos que en la Tierra son considerados obscenos.

El libro termina con una interesante entrevista realizada al escritor en la que, los que quieran, tendrán el consuelo de comprobar que la vida no es fácil para unos y difícil para otros, sino difícil siempre para los mismos, vivan donde vivan. Señores: resulta que en Japón existe la censura. ¿Qué oigo? ¿que en España no existe?

-¿En qué se inspira para crear sus obras? Antes me ha comentado que los sueños le han proporcionado una buena parte de sus personajes e historias...

-Sí. Eso es así en parte, pero también, por ejemplo, se me ocurren cosas cuando leo un libro. Sin embargo, no me suele pasar cuando leo una novela. Lo que más me inspira son los libros de Ciencias Sociales, de Psicología, de Zoología, etcétera. Y también, claro está, lo que más me ha servido de base son los montones de películas cómicas que he visto, sobre todo las de Estados Unidos, que me encantaban. Todas ellas eran de serie B. Pero el argumento estaba muy bien urdido y el clímax muy conseguido, y su desarrollo lógico era muy claro. Eso es lo que más me ha inspirado. Según dicen los críticos, yo suelo sacar las ideas para mis obras de los libros. Hay quien dice que por eso soy un bookish [un bibliófilo]. Pues sí, es cierto que lo soy, aunque al principio creía que me llamaban bukitcho [torpe, desmañado] y me enfadaba mucho [risas]. En fin, que soy muy de libros, pero también me inspiro mucho en el cine. Claro que, por otro lado, conozco bien la vida de la sociedad, ya que durante una época fui asalariado [trabajó en la importante empresa Nomura Kôgeisha dedicada al diseño].

- ¿Le interesa la literatura clásica japonesa?

- Como no tenía intención de ser escritor, no tengo ninguna formación literaria. Así pues, apenas he leído la literatura clásica japonesa.

- ¿Conoce la literatura española o latinoamericana?

- Sí, conozco a Blasco Ibáñez. Sale en mi último libro [Kyosen Berasu Retorasu, "El trasatlántico "Bellas Letras"].

- Sí, estuvo en Japón en el año 1923.

- Así es, al parecer le gustaba mucho. También se hizo una película con su obra Sangre y Arena, protagonizada por Tyrone Power. De los clásicos, he leído Don Quijote... Y por lo que respecta a los escritores latinoamericanos, Garcia Márquez (¡sobre todo El Otoño del Patriarca!), Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Manuel Puig... ¡Ah! Y Donoso. Me encanta José Donoso. Bueno, me gustan todos, la verdad. En Latinoamérica la fantasía es increíble. El obsceno pájaro de la noche [1970] es una historia apasionante [risas]. Me encantaría haber escrito cualquiera de esas obras...

-En el verano de 1993 dejó de escribir, en parte por una reacción a las protestas de la Asociación de Epilépticos de Japón, que no vieron con buenos ojos su relato Mujin Keisatsu ("El robot policía"), y en febrero de 1997 volvió a la actividad literaria con Jaganchô. ¿Cree que es duro escribir en Japón? ¿Hay mucha censura?

- Es evidente que hay presión, pero es una presión que se puede combatir. Lo bueno es que no hay pena de muerte por eso [risas]. Yo no le doy ninguna importancia. Ahora bien, sobre las protestas de la Asociación de Epilépticos de Japón, no hay nada malo en ello. Tienen todo su derecho y libertad para protestar, y yo también tengo libertad para escribir sobre ellos. Lo que es intolerable es lo que hicieron los medios de comunicación al meterse en medio. A su capricho decidieron crear palabras discriminatorias, autolimitarse. Mis protestas no iban dirigidas contra la Asociación de Epilépticos, sino contra la autocensura por parte de los medios de comunicación. Y es que éstos no recogieron mi opinión, sino que sólo tuvieron en cuenta la de la Asociación de Epilépticos de Japón. Eso era discriminación... Por eso me encolericé. Fue una protesta dirigida contra los medios de comunicación.

Extracto de la entrevista a Yasutaka Tsutsui que aparece en Hombres Salmonela en el Planeta Porno, Gerona, Atalanta, 2009, págs. 176-177.



viernes, 13 de marzo de 2009

IMPORTANTES PALABRAS SOBRE EL AMOR DE CARSON McCULLERS

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y autosuficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya un abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una chica desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia unloco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y cualidad de todo amor.

Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.
Carson McCULLERS, Balada del Café Triste, en El Aliento del Cielo, Barcelona, Seix Barral, 2008, 327-388, págs. 349-350.



Es gracias a Firmin que conozco la obra de Carson McCullers. Bueno, acabo de empezar a conocerla. Los lectores de los blogs de Firmin seguro que habréis leído cosas sobre El Corazón es un cazador solitario en Paralajes 365. Allí hay un extracto de esta obra. Yo he empezado por la recopilación de sus cuentos y sus nouvelles, y estoy francamente maravillado ante la rara perfección de la narrativa de esta autora estadounidense.

El pasaje que transcribo me llamó la atención, en primer lugar, porque coincide con reflexiones que yo, y supongo que todos, nos hemos hecho alguna vez. Revolviendo en mi diario, me parece que hay algun pasaje de contenido parecido al que reproduzco al principio.

(01/05/05)
"...usualmente la causa de la atracción que otra persona ejerce sobre uno está en uno mismo, casi tanto o más que en la persona deseada. Si buscas en tu interior, con seguridad encontrarás la raíces de la impresión que el mundo exterior te produce. No es acertado olvidar que en la atracción no hay un sujeto atrayente y un objeto atraído, sino que usualmente el sujeto atraído es el activo, y el atrayente lo es más en calidad de objeto que de sujeto. Basta modificar una pequeña partícula de la actitud de uno hacia el mundo exterior, y el atractivo del otro puede desaparecer con la misma facilidad con la que surgió".

Naturalmente, no es exactamente lo mismo. Tampoco reclamo los laureles de la genialidad por haber escrito esto tiempo atrás. Sólo se parece, y por eso me llama la atención el texto de McCullers. Pero, lo mejor, en mi opinión, no es tanto el contenido (que es profundo, y merece detenerse a reflexionar detenidamente sobre el) como la forma, perfecta, en que está escrito.

domingo, 1 de marzo de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (6)

-Bien, Señor Tach, ¿cómo se explica usted el éxito extraordinario de sus obras en todo el mundo?
-No me lo explico.
-Vamos, seguro que habrá tenido tiempo de pensar en ello e imaginar las respuestas.
-No.
-¿No? ¿Ha vendido millones de ejemplares en China, y eso no le ha hecho reflexionar?
-Cada día, las fábricas de armamento venden miles de misiles en todo el mundo, y eso tampoco les hace reflexionar.
-Eso no tiene nada que ver.
-¿Usted cree? El paralelismo, sin embargo, salta a la vista. Esa acumulación, por ejemplo: se habla de carrera armamentística, también debería hablarse de "carrera literaria". Es un argumento de peso como cualquier otro: cada pueblo enarbola su escritor o sus escritores como si fueran cañones. Tarde o temprano me enarbolarán, a mí también, y le sacarán brillo a mi premio Nobel.
-Si lo cree así, estoy de acuerdo. Pero, gracias a Dios, la literatura resulta menos nociva.
-No la mía. La mía es más nociva que la guerra.
-¿No se estará adulando a sí mismo?
-Alguien tiene que hacerlo, ya que soy el único lector capaz de comprenderme. Sí, mis libros son más nocivos que una guerra, ya que dan ganas de morir, mientras que la guerra, ella, da ganas de vivir. Después de leerme, la gente debería suicidarse.
-¿Y cómo se explica que no lo haga?
-Esto, en cambio, lo explico muy fácilmente: se debe a que nadie me lee. En el fondo, puede que ésta sea la razón de mi extraordinario éxito: si soy famoso, querido, es porque nadie me lee.
-¡Menuda paradoja!
-Al contrario: si esos infelices hubieran intentado leerme, me habrían tomado ojeriza y, para vengarse del esfuerzo que les habría infligido, me habrían condenado a las mazmorras. Mientras que, al no leerme, les parezco relajante y, en consecuencia, simpático y digno de éxito.
-He aquí un razonamiento extraordinario.
-Pero irrefutable. Mire, tomemos a Homero: nunca ha sido tan famoso como ahora. Sin embargo, ¿conoce a muchos lectores que de verdad hayan leído La Ilíada y la auténtica Odisea? Un puñado de filólogos calvos, nada más, porque no irá usted a considerar lectores a los raros estudiantes dormidos que aún balbucean a Homero sobre los bancos del instituto pensando exclusivamente en Dépêche Mode o en el sida. Y, precisamente por eso, Homero es la referencia.
-Suponiendo que eso sea cierto, ¿le parece una buena razón? ¿No le parece más bien penoso?
-Excelente, insisto. ¿Acaso no resulta reconfortante, para un auténtico, un puro, un gran, un genial escritor como yo, saber que nadie le lee? ¿Que nadie ensucia, con su grosera mirada, las maravillas que he dado a luz desde lo más recóndito de mi ser y de mi soledad?
-Para evitar esa mirada grosera, ¿no habría sido más sencillo no editar nada en absoluto?
-Demasiado fácil. No, mire usted, la cima del refinamiento es vender millones de ejemplares y no ser leído.
-Sin contar el dinero que habrá ganado.
-Es cierto. Me gusta mucho el dinero.
-¿A usted le gusta el dinero?
-Sí. Resulta fascinante. Nunca le he encontrado utilidad alguna, pero me encanta mirarlo. Una moneda de cinco francos es hermosa como una margarita.
-Nunca se me habría ocurrido semejante comparación.
-Normal, usted no es premio Nobel de Literatura.
-En el fondo, ese premio Nobel, ¿mo le parece que desmonta su teoría? ¿Tendrá que admitir que, por lo menos, ej jurado del Nobel sí le ha leído?
-Nada es menos seguro. Pero, en el supuesto de que los miembros del jurado me hubieran leído, crea usted que eso no cambia en nada mi teoría. Hay muchas personas que llevan la sofisticación hasta el extremo de leer sin leer. Como hombres-rana, atraviesan los libros sin mojarse lo más mínimo.
-Sí, ya habló de eso en una entrevista anterior.
-Son los lectores-rana. Constituyen la inmensa mayoría de los lectores humanos y, sin embargo, no descubrí su existencia hasta muy tarde. Soy tan ingenuo. Creía que todo el mundo leía como yo; yo leo igual que como: no significa únicamente que lo necesito, significa sobre todo que entra dentro de mis cálculos y que los modifica. Uno no es el mismo si ha comido morcilla que si ha comido caviar; uno tampoco es el mismo si acaba de leer a Kant (Dios me preserve de hacerlo) o a Queneau. Por supuesto, cuando digo "uno" debería decir "yo y algunos más", ya que la mayoría de la gente emerge de Proust o de Simenon sin inmutarse, sin haber perdido ni un ápice de lo que eran antes y sin haber adquirido un ápice de más. Han leído, eso es todo: en el mejor de los casos, saben "de qué se trata". No crea que exagero. Cuántas veces he preguntado a personas inteligentes: "¿Ese libro le ha cambiado?" Y me miraban con los ojos muy abiertos y con aspecto de decir: "¿Por qué quiere usted que cambie?".
-Permítame que me sorprenda, señor Tach: acaba de hablar como un defensor de los libros con mensaje, lo que no parece propio de usted.
-No es usted muy listo, ¿no es cierto? ¿De verdad cree que son los libros con "mensaje" los que pueden cambiar a un individuo? Pero si son precisamente los que menos lo cambian. No, los libros que marcan y metamorfosean son los otros, los libros de placer, los libros de genio y, sobre todo, los libros de belleza. Tomemos, por ejemplo, un gran libro de belleza: Viaje al final de la noche. ¿Cómo continuar siendo el mismo después de haberlo leído? Pues bien, la mayoría de los lectores logran superar esa proeza sin dificultad. Después, le dicen a uno: "Ah, sí Céline, es estupendo", y regresan a sus asuntos. Evidentemente, Céline es un caso extremo, pero podría hablar de otros. Uno nunca es el mismo después de leer un libro, aunque sea del modesto Léo Malet; un Léo Malet le cambia a uno. Después de leer a Léo Malet, uno ya no mira a las chicas con impermeable como las miraba antes. ¡Ah, pero no crea, es muy importante! Modificar la mirada: ésta es nuestra gran obra.

Amélie NOTHOMB, La Higiene del Asesino, Barcelona, Circe, 1996-2002, págs. 54-57.
Y podría seguir, como me ocurrió en el último post. Uno no sabe cuánto más le gustaría seguir copiando para un post, cuando entra en un libro de Amélie Nothomb. Es brillante, es profunda, a ratos, es divertida, siempre, es oscura y al mismo tiempo resplandeciente. Y es autorreferencial. Apenas si he leído un libro suyo en el que no hable de sí misma. Claro que, ¿a qué escritor no le pasa eso, más o menos? Pero en el caso de la Nothomb resulta ostensible. No es que ella sea este horrible Prétextat Tach, premio Nobel de Literatura, obeso hasta la invalidez, glotón asqueroso, moralmente depravado, ególatra y autodestructivo a la vez, dotado, según él mismo afirma en esta obra, con una sola virtud: la capacidad de amar, pero hasta extremos grotescos, horribles, delictivos y absurdos. No. Nothomb no es Tach, pero sí que respira a través de Tach. Respira cuando el protagonista habla de literatura, como lo hace en el párrafo transcrito. Y también cuando habla de sí mismo, de su proceso de autodestrucción a través de la comida (Nothomb fue anoréxica en su adolescencia, y Tach es un glotón desde su preciso paso a esta edad).

Esta es la primera novela publicada por la autora, hace ya trece años. Es brillante, y aunque resulte obvio, es inmadura. Esta alegoría de su vocación literaria y de su vida tiene un final que, a mi sentido del gusto de lector, le sabe un poco a plástico. Algo parecido me sucedió al leer Acido Sulfúrico, y algo debí decir en el post correspondiente.

He leído ya casi todo lo que esta escritora ha publicado. No me falta más que un título o dos (que recuerde, La Metafísica de los Tubos). Supongo que ya me estoy formando una impresión de conjunto de su obra. Y esa impresión es que el arte actual está en una condición tal que los artistas acaban siempre mirándose el ombligo. ¿Habremos perdido la capacidad de contar la vida de la gente? ¿Sólo podemos escribir bien, o hacer buen cine, o musicar, sobre cosas que sólo interesan a los artistas?

No lo sé.

sábado, 28 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (5)

Un fin de semana de mediados de diciembre, me marché sola al campo. Rinri había comprendido que resultaba inútil intentar acompañarme a un territorio semejante, en el que me convertía en un ser inaccesible. Hacía tiempo que no me marchaba sola y la perspectiva me atraía. Ansiaba sobre todo poder practicar, por fin, el montañismo nipón bajo la nieve.

Bajé del tren a una hora y media de Tokio: era un pueblo situado en el fondo de un valle desde el cual empezaba la ascensión al poco conocido Kumotori Yama. Una montaña de menos de dos mil metros, lo cual, para una primera excursión en solitario por la nieve, me había parecido razonable. Sobre el mapa, el paseo se me había antojado muy accesible y prometía inmejorables vistas sobre el monte Fuji, al que ya consideraba un amigo.

El otro criterio de elección fue su nombre: Kumotori Yama, que significa "la montaña de la nube y del pájaro". De entrada, un topónimo de estas características contenía una estampa que soñaba con explorar. Y más teniendo en cuenta que la promiscuidad de la vida de Tokio generaba fantasías eremíticas para las que la altitud constituía la mejor válvula de escape.

Nunca se destacará lo suficiente hasta qué punto Japón es un país montañoso. Por eso dos tercios del territorio están prácticamente deshabitados. En Europa, las montañas son lugares muy frecuentados, a veces la antesala de fiestas mundanas proporcionadas por la presencia de innumerables y esnobs estaciones de esquí. En Japón, hay muy pocas estaciones de esquí y ninguna población sedentaria habita la montaña, convertida en reino de la muerte y de las brujas. Esa es la razón por la cual el Imperio sigue siendo un salvajismo al que los testimonios no hacen bastante justicia.

Yo misma tenía que superar mi miedo al aventurarme sin escolta. Cuando era pequeña, mi bienamada aya nipona me contaba historias de Yamamba, la más malvada de las onibaba (brujas), la que reinaba en las montañas, donde atrapaba a los paseantes solitarios para convertirlos en sopa -la sopa de los paseantes solitarios, potaje rousseauniano donde los haya, atormentó tanto mi imaginario que estoy segura de conocer su sabor.

Sobre el mapa, había localizado un refugio no demasiado alejado de la cima donde tenía previsto pasar la noche, siempre y cuando Yamamba no me echara antes en su caldero.

Abandoné el pueblo en dirección al vacío. El sendero ascendía afablemente por la nieve, y enseguida constaté, con una estúpida alegría de sultán, que estaba virgen. Aquel sábado por la mañana, nadie me había precedido en aquel repecho. Hasta los dos mil metros de altura, el paseo fue una delicia.

El bosque de coníferas y árboles frondosos se detuvo bruscamente para señalarme la presencia de un cielo cargado de advertencias a las que yo no atendí. Ante mí se desplegaba uno de los paisajes más hermosos del mundo: sobre una larga ladera en forma de falda acampanada, un bosque de bambús bajo la nieve. El silencio me devolvió, intacto, mi grito de éxtasis.

Siempre he sentido un desaforado amor por el bambú, esa criatura híbrida que los japoneses no clasifican ni como árbol no como planta y que combina una delicada flexibilidad con la elegancia de su abundancia. En mis recuerdos, sin embargo, el bambú jamás había alcanzado el singular esplendor de aquel bosque nevado.Pese a su finura, cada silueta presentaba su propia carga de nieve y su cabellera almidonada de blancura, a la manera de jovencitas convocadas prematuramente para realizar alguna misión sagrada.

Crucé el bosque como quien recorre otro mundo. La exaltación había sustituido el sentimiento de duración, ignoro durante cuánto tiempo me vi absorbida por el ascenso de aquella ladera.

Al llegar, divisé, trescientos metros más arriba, la cima del Kumotori Yama. Me pareció muy cercano, menos, sin embargo, que la pesada nube de nieve que se extendía por su flanco izquierdo. Para acabar de justificar su nombre, sólo faltaba un pájaro: yo iba a convertirme en ese ser volátil y despreocupado del peligro. Caminé a vuelo rápido hacia aquella cima demasiado accesible, pensando que mil novecientos metros de altura eran buenos para los blandengues y que yo jamás caería tan bajo.

Apenas hube llegado a la cumbre cuando, reconociendo mi naturaleza aviaria, la nube me alcanzó para cumplir con el destino etimológico de la montaña. El nubarrón llevaba la tormenta en su seno y, de repente, no se vio más que un torbellino de copos de nieve. Maravillada, me senté en el suelo para presenciar el espectáculo. Había subido a toda velocidad, me moría de calor y resultaba exquisito ofrecer mi cabeza desnuda a aquel gélido maná. Nunca había visto nevar con tanta fuerza: el estallido era tan intenso y sostenido que resultaba difícil mantener los ojos abiertos. "Si quieres conocer el secreto de la nieve, es ahora cuando tienes que observar: estás en el corazón de la fábrica y del cañón al mismo tiempo". El espionaje industrial no fue posible: nada es tan misterioso como lo que ocurre delante de uno.

No sé si la nube se había encariñado conmigo o con la cima: ya no se movió de allí. De repente me di cuenta de que tenía la cabellera tan blanca como la helada barba que decoraba mi barbilla: debía de parecer un anciano eremita.

"Me resguardaré en el refugio", pensé, y casi inmediatamente caí en la cuenta de que no había visto ningún refugio. Sin embargo, el mapa indicaba su existencia, ligeramente más abajo. Era del año anterior: ¿habría destruido Yamamba aquella cabaña desde entonces? Enseguida inicié su búsqueda. La tormenta de nieve se había intensificado hasta cubrir el macizo entero: no conseguí salir de la nube. Descendí en espiral alrededor de la cima, para estar segura de no equivocarme de objetivo. A duras penas lograba ver la punta de mis manos tendidas hacia delante. Aquel sonambulismo estando despierto no se acababa nunca.

Mis dedos tropezarpn con algo duro: el refugio. "¡Salvada!", grité. Avanzando a tientas alrededor de la casita encontré una puerta y me precipité en su interior.

No había nada ni nadie. El suelo, las paredes y el techo eran de madera. En el suelo, una vieja manta debajo de la cual se escondía un kotatsu: mis ojos se abrieron de par en par ante la visión de semejante lujo y grité de alegría y de estupefacción al descubrir que aquella estufa estaba encendida. Bizancio.

El kotatsu representa más un modo de vida que la calefacción: en las casas tradicionales, un boquete cuadrado ocupa un amplio rincón de la estancia y el centro de dicho hueco alberga una estufa metálica. Te sientas en el suelo, con las piernas colgando en esa piscina llena de calor y, con una inmensa manta, te proteges del baño de aire tórrido.

He conocido japoneses que maldecían el kotatsu: "Te pasas todo el invierno encarcelado debajo de esa pelliza, eres cautivo de ese hueco y de la presencia de los demás, estás obligado a padecer la ineptitud de las chocheces de los ancianos".

Yo tenía un kotatsu para mí sola, ¿sola? ¿Quién se ocupaba de aquella estufa?

"Mientras el guardia no esté, aprovecha para desvestirte", pensé. Me quité la ropa empapada de sudor y de nieve y, como buenamente pude, la tendí a mi alrededor con la finalidad de que se secara. En mi mochila llevaba un pijama que me puse mientras me burlaba de mí misma: "Un pijama, ¿y por qué no un vestido de noche, ya puestos? Habría estado bastante más inspirada si me hubiera traído una muda". Cómodamente instalada debajo del kotatsu, me comí las provisiones escuchando el bramido de la tormenta exterior: mi situación me llenaba de júbilo.

Estaba impaciente por que volviera el dueño o la dueña del lugar: sin duda, él o ella debía de pasar por allí cada día para abastecer de combustible la estufa. Imaginaba la conversación que podía mantener con esa persona, a la fuerza extraordinaria.

Brusca constatación: pipí. Tendría que haberlo pensado antes. Lo más cómodo era la montaña. Salir en pijama en plena tempestad equivalía a perder mi última ropa seca, y tampoco iba a volver a ponerme la empapada. No había demasiadas alternativas: me quité el pijama, respiré hondo y corrí hacia fuera como quien se lanza al vacío. Descalza en la nieve, acuclillada en cueros, procedí con una mezcla de horror y de éstasis. La oscuridad era absoluta y no se veía la blancura de los remolinos de nieve, sólo se percibía a través de otros sentidos: aquello tenía un tacto y un gusto blancos, aquello olía a blanco, aquello sonaba a blanco. Ebria de dolor, regresé al refugio y me sumergí debajo del kotatsu, aliviada de que el guarda no me hubiera sorprendido en esa postura. Cuando la estufa consiguió secar mi piel, volvía a ponerme el pijama.

Me acosté debajo de la manta e intenté conciliar el sueño. Poco a poco, me di cuenta de que como consecuencia de la excursión gímnica al exterior, me resultaba imposible entrar en calor. Por más que me enrollé dentro de la manta y me acerqué cuanto pude a la estufa, seguía tiritando. La dentellada de la tormenta me había penetrado tan profundamente que no conseguía expulsar de mi cuerpo sus gélidos colmillos.

Acabé cometiendo una locura, pero no tenía otra elección: entre la quemadura de segundo o tercer grado o la muerte, elegí la quemadura. Me enrosqué alrededor de la estufa, directamente del metal encendido, con un pijama y los faldones de la manta como única protección. Fue entonces cuando constaté la gravedad del problema: no sentía absolutamente nada. Mi piel no tenía ninguna percepción de lo que debería haberla abrasado.

Sin embargo, con la punta de los dedos podía comprobar el buen funcionamiento de la combustión: sólo mis falanges disponían aún de terminaciones nerviosas. Era un cadáver que vivía únicamente en el extremo de sus falanges y en su cerebro, el cual había activado una inoperante señal de alarma.

¡Si por lo menos hubiera podido estremecerme! Mi cuerpo estaba tan muerto que se negaba a sí mismo ese saludable reflejo. Seguía siendo de plomo helado. Por fortuna, sufría: llegué a bendecir aquel dolor, que constituía la última prueba de mi pertenencia al mundo de los vivos. Aquel martirio resultaba sospechoso, ya que había invertido las sensaciones: la estufa me quemaba de frío. Pero era mejor eso que el terrible e inminente momento en el que ya no sentiría nada.

¡Y pensar que había temido acabar en el caldero de Yamamba! Mi aya de entonces había subestimado la crueldad de la bruja de la montaña. No convertía a los paseantes solitarios en sopa sino en congelados -quizá pensando en una sopa futura-. Aquel pensamiento me hizo reír y esa reacción nerviosa provocó que las otras resucitaran: el escalofrío. Mi cuerpo se puso a temblar como una máquina.

No por ello disminuyó el suplicio: saber que sobreviviría hizo que la noche fuera más larga, que durara diez años. Envejecí un siglo: agarrada a la estufa, cuyas quemaduras no sentía, pasé intermiables horas escuchando. Primero escuchando la tormenta de nieve que se encarnizó largamente sobre la montaña y dejó, después de marcharse, un silencio de un inquietante espesor.

Luego, escuchando, con la esperanza más animal del mundo, el advenimiento de ese milagro conocido con el nombre de mañana: ¡cuánto tardó en llegar!

Tuve tiempo de prestar el siguiente juramento interior: "Cada vez que se te dé la oportunidad de dormir en una cama, por humilde que sea, ¡bendícela y llora de alegría!. Hasta hoy nunca he cometido perjurio a aquella palabra dada.

Mientras esperaba las primicias del alba, me pareció escuchar unos pasos en el refugio: no tuve valor para asomar la nariz fuera del kotatsu, nunca pude comprobar si los ruidos provenían de mi imaginación electizada por el frío o de una presencia real. Mi miedo era tan intenso que temblé con más violencia todavía.

Resulta muy improbable que fuera un animal, sus pasos producían un sonido humano. Si había alguien allí, debía de estar contemplando mi ropa esparcida y sabía que estaba debajo del kotatsu. Yo podría haber dicho algo para indicar que no dormía, pero no encontré las palabras adecuadas: el espanto me enviscaba las facultades.

El ruido se desvaneció, suponiendo que hubiera existido alguna vez. De repente, reteniendo la respiración, escuché en el exterior ese ahondamiento del silencio, el sagrado aliento del universo que precede a la aurora.

Sin la sombra de una duda, salté del kotatsu: no había nadie, ni rastro de nadie. Me esperaba una desagradable sorpresa: mi ropa tendida se había helado. Lo cual da fe de la temperatura que reinaba en el interior del refugio. Hundí los pies en las perneras del pantalón como quien se abre camino sobre el hielo. El peor momento fue el contacto de mi espalda con la camiseta escarchada. Afortunadamente, no tenía tiempo para analizar aquellas sensaciones. Marcharse era una cuestión de vida o muerte: tenía que expulsar aquel frío que no dejaba de devorarme hasta lo más profundo.

Nunca podré expresar el impacto que experimenté al abrir la puerta: era arrancar tu propia tumba para desembocar en el misterio. Durante unos momentos, permanecí estática ante aquel mundo desconocido: la tormenta, que me lo había escondido la víspera, lo había enterrado bajo metros de nueva blancura. Mi oreja no se había confundido: el alba balbuceaba el día. Ni una pizca de viento, ningún grito de pájaro de presa, únicamente el silencio glaciar. Ni rastro de pasos en la nieve: suponiendo que existiera, mi visitante nocturno sólo podía ser Yamamba, llegada para comprobar si su trampa para paseantes solitarios había funcionado y evaluar, a través de la ropa tendida, la naturaleza de su presa. Estaba en deuda con ella: no habría sobrevivido sin el kotatsu. Pero si quería seguir sobreviviendo, no podía entretenerme: las cinco y diez de la mañana.

A toda velocidad, me inserté en el paisaje. ¡Qué maravilloso resultaba correr! El espacio, suprema liberación. Ni un tormento que se resista al propio desparramamiento del universo. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría que el mundo fuera tan grande? La lengua no engaña: largarse rima con salvarse. Si te estás muriendo, lárgate. Si estás sufriendo, muévete. No existe más ley que la del movimiento.

La noche me había encarcelado en los dominios de Yamamba, al devolverme la geografía, la luz del día me liberaba. Me sentía exultante: no, Yamamba, no tengo alma de sopa, soy un ser vivo y lo demuestro, me largo, nunca sabrás lo indigesta que puedo resultar. Mi insomnio ha sido blanco como la nieve de los alrededores, pero tengo la increíble energía de los supervivientes y corro por la montaña demasiado hermosa para permitirme morir aquí. Cada vez que llego a la cima de una ladera, descubro un mundo magnífico y tan virgen que casi da miedo.

Miedo, sí. Siempre debería haber reconocido un paisaje visto la víspera. Nada de eso. ¿Tanto ha metamorfoseado el universo la tormenta de nieve? Cojo el mapa y marco la referencia de orientación: el monte Fuji. Está muy lejos de aquí, pero cuando lo vea significará que voy en la dirección correcta. Mientras tanto, por fin he encontrado el lugar nipón desde el cual no se ve el monte Fuji: es aquí donde estoy. Corramos hacia otra parte.

Me pierdo. Extraviarme me embriaga, así que corro todavía más deprisa. Yamamba, te la he pegado, ningún ser humano ha venido aquí donde estoy. Fanfarroneo para disimular mi terror. Esta noche me he librado de la muerte, y ahí está, persiguiéndome. Estaba escrito que abandonaría este mundo a los veintidós años en las montañas japonesas. ¿Encontrarán mi cadáver?

No quiero palmarla, corro. ¿Cómo se puede correr tanto? Las diez de la mañana. El cielo es la máxima expresión del color azul, sin la sombra de una nube. Es un día hermoso para no morir. Zaratustra salvará el pellejo. Mis piernas son tan largas que devorarán las cimas una tras otra, no podéis imaginar cuánto apetito tienen.

Pero corro y no encuentro nada. Cada vez que llego a lo alto de una ladera, ruego para que se vea el monte Fuji, lo llamo como se llama al mejor amigo, acuérdate, hermano, me acosté junto a tu cráter, grité para saludar la salida del sol, soy uno de los tuyos, te lo suplico, reconócelo, reconóceme, formo parte de los tuyos, espérame en la cima de esa ladera, renegaré de todos los dioses para creer sólo en ti, estate allí, estoy perdida, sólo tienes que aparecer y estoy salvada, llego a la cumbre, no estás.

Mi energía se ha convertido en la energía de la desesperación, sigo corriendo. Se acerca el mediodía. Pronto llevaré siete horas perdida y agravando mi situación. Mi máquina carbura sin sentido, llegará la noche y me ahogará en su nieve oscura. Es el fin de mi carrera sobre esta tierra. Me niego a creerlo. Zaratustra no puede morir, sería lo nunca visto.

Nueva ladera. Ya no me quedan esperanzas pero sigo subiendo. No tengo nada que perder, ya estoy perdida. Mis piernas trepan sin la energía de tener hambre. Cada paso se paga muy caro. Allí está la línea de la cima, una nueva contrariedad, sin duda. Corro los últimos metros.

Allí está el monte Fuji, delante de mí. Me desplomo de rodillas. Nadie sabe lo grande que es. He encontrado el lugar desde el que se lo ve entero. Grito, lloro, ¡eres inmenso, tú que me anuncias la vida! ¡Qué hermoso eres!

El saludo me fulmina súbitamente las entrañas, me quito los pantalones y procedo a vaciarme. Monte Fuji, aquí te dejo un testimonio imperecedero que te demuestra que no tienes que vértelas con una indiferente. Río de felicidad.

Las doce en punto. Miro la línea de cresta, sólo tengo que seguirla, mis ojos calculan seis horas de marcha hasta el valle. No es nada cuando uno sabe que va a vivir.

Corro a lo largo de la cima. Durante seis horas de soly y de azul del cielo, voy a tener al monte Fuji para mí sola. Esas seis horas no bastarán para contener mi éxtasis. La exaltación actúa en mí como un combustible: no hay otro mejor. Nunca Zaratustra había corrido tan deprisa y con tanta embriaguez. Tuteo al Fuji, bailo sobre la cumbre. Resulta sublime, quisiera que no terminara nunca.

Esas seis horas son las más hermosas de mi vida. Mi alegría es una marcha. Ahora sé por qué una música triunfal se denomina marcha. El monte Fuji llena el cielo, hay para todos, pero lo tengo entero para mí solita, los ausentes siempre se equivocan. Nadie como yo sabe lo grandioso y soberbio que es el Fuji, lo que no le impide ser el más agradable de los compañeros de ruta. Es mi mejor amigo. Zaratustra no se codea con cualquiera.

Allí está el valle y el alba. El regreso se ha desarrollado demasiado deprisa, a mi pesar. Me inclino ante mi mejor amigo y salto al valle, desde el que ya deja de ser visible. Ya lo echo de menos. Corro cuesta abajo a la velocidad de la luz declinante. Nunca más encontré paisajes como los de la víspera. Debía de estar realmente perdida. Llego al pueblo al mismo tiempo que la oscuridad.
Amélie NOTHOMB, Ni de Eva ni de Adán, Barcelona, Anagrama, 2008, págs. 120-132.

miércoles, 25 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (4)


Jamás era el país en el que vivía. Era un país sin retorno. No me gustaba. Japón era mi país, el que yo había elegido, pero él no me había elegido a mí. Jamás me había designado: era súbdito del estado de jamás.

Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objeto de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas saben a los sesenta y tres años.

De todo esto no habría que deducir que los habitantes de jamás son tristes. Al contrario, no existe un pueblo más alegre. Las más minúsculas migajas de gracia sumergen a los jamasianos en un estado de embriaguez. Su propensión a reir, a disfrutar, a gozar y a maravillarse no tiene parangón en este planeta. La muerte les acecha con tanta fuerza que tienen por la vida un delirante apetito.

Su himno nacional es una marcha fúnebre, su marcha fúnebre es un himno a la alegría; es una rapsodia tan frenética que la simple lectura de la partitura hace estremecer. Y, sin embargo, los jamasianos tocan todas sus notas.

El símbolo que adorna su blasón es el beleño.

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Aquél fue mi primer comienzo de curso serio. El Liceo Francés de Nueva York no era lo mismo que la Pequeña Escuela Francesa de Pekín. Era un establecimiento esnob, reaccionario, displicente. Altivos profesores nos explicaban que debíamos comportarnos como una élite.

Semejantes sandeces me dejaban indiferente. La clase rebosaba de niños a los que miraba con curiosidad. Había una mayoría de franceses pero también americanos, ya que, para los neoyorquinos, matricular a su progenitura en el Liceo Francés era el colmo de la sofisticación.

No había belgas. He observado este mismo fenómeno en el mundo entero: siempre era la única belga de la clase, lo que me valió ser el blanco de torrentes de burlas de las que yo misma era la primera en reírme.

En aquel tiempo mi cerebro funcionaba demasiado bien. Era tan consciente de mi exactitud, que me bastaba menos de un segundo para multiplicar números irracionales, cuyos decimales contaba con aburrimiento. La gramática me salía por los poros, la ignorancia era para mí como hablar en chino, el atlas era mi carnet de identidad, las lenguas me habían elegido como torre de Babel.

Hubiera (sic) resultado odiosa si al mismo tiempo no me hubiera importado un bledo.

Los profesores se extasiaban y me preguntaban:

-¿Seguro que es usted belga?

Se lo garantizaba. Sí, mi madre también era belga. Sí, mis antepasados también lo eran.

Perplejidad de los profesores franceses.

Los niños me observaban con suspicacia, con cara de decir: "Aquí hay gato encerrado".

Las niñas me echaban miradas cariñosas. El monstruoso elitismo del Liceo influía sobre ellas y me declaraban sin tapujos: "Eres la mejor: ¿Quieres ser mi amiga?" Era para desanimarse. Semejantes modales hubieran (sic) resultado inconcebibles en Pekín, donde los únicos méritos estaban relacionados con la guerra. Pero no podía negarme: los corazones de las niñas no se rechazan.

A veces, una súbdita de Costa de Marfil, un yugoslavo o un yemenita pasaban por allí. Me impresionaban esas nacionalidades tan accidentales como la mía. A los americanos y a los franceses siempre les parecía increíble que uno no fuera americano o francés.

Llegada dos semanas después del comienzo de curso, una pequeña francesa me quiso mucho. Se llamaba Marie.

Un día, en un arrebato de pasión, le confié la terrible verdad:

-¿Sabes? Soy belga.

Marie me dio entonces una hermosa prueba de amor; con una voz contenida, declaró:

-No se lo contaré a nadie.


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Una noche, tuve una revelación. Desplomada en el sofá estaba leyendo un cuento de Colette titulado "La cera verde". Aquella historia no venía a contar nada concreto: una joven muchacha lacraba unas cartas. Sin embargo, aquel relato me cautivaba sin que pudiera explicarme por qué. A la vuelta de una frase que no aportaba demasiadas informaciones suplementarias, se produjo un fenómeno increíble: un influjo recorrió mi columna vertebral, mi piel se estremeció, y pese a la temperatura ambiental de treinta y ocho grados, se me puso la carne de gallina.

Estupefacta, releí el fragmento que había provocado aquella reacción, intentando descubrir su origen. Pero allí sólo se hablaba de cera en fusión, de su textura, de su olor: o sea de nada. ¿Entonces por qué aquella emoción espectacular?

Acabé por averiguarlo. Aquella frase era hermosa: lo que había ocurrido era la belleza.

Por supuesto que me recordaba los discursos de los profesores: "Analizad el estilo de este escritor", "Este poema está muy bien escrito, por ejemplo la vocal tal aparece cuatro veces en el verso", etc. Semejantes disecciones resultan tan pesadas como un enamorado detallando a un tercero los encantos de su bienamada. No es que la belleza literaria no exista: sólo que es una experiencia tan incomunicable como los encantos de la Dulcinea para quien no era sensible a los mismos. Hay que apasionarse uno mismo o resignarse a no entender nunca nada.

Para mí, aquel descubrimiento equivalía a una revolución copernicana. La lectura constituía, junto con el alcohol, la parte esencial de mis días: en adelante, sería la búsqueda de esa insoluble belleza.
Podría seguir copiando fragmentos sin fin de esta Biografía del Hambre. No voy a intentar emular a los deplorables críticos cuyos vagidos estropean la contraportada del libro. Sólo diré que he disfrutado intensamente cada línea de este libro.

jueves, 19 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (3)


Mi cliente de una noche fue un industrial que llevaba sombrero en invierno y en verano. Esa idea me perturbó. Si el bombín absorbía la explosión de un cráneo, ¿cómo asegurarme del éxito de mi misión?

Era necesario lograr que se descubriera. el hombre ya tenía una edad, y debía de tener sus costumbres. Resolví disfrazarme de dama de la mejor sociedad. Teniendo en cuenta mi físico de descargador de muelles, iba a resultar divertido. Afortunadamente, en esta ocasión tenía unos días por delante.

Lo más difícil fue encontrar mi número de zapatos de tacón alto, y luego aprender a deambular de esta guisa. Debía tener el aspecto de una dama que llama la atención: y no cabe duda de que, caminando con semejantes cacharros, se consigue. Un traje de chaqueta entallado logró proporcionarme una silueta. Una peluca y la oscuridad se ocuparían del resto.

Mi cliente retiró su sombrero por espacio de un cuarto de segundo, y apenas lo levantó. Mi gesto fue de una prontitud apabullante.

Sus últimas palabras fueron: "Buenas noches, señora".

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Un asesino es un individuo que se implica todavía más en sus encuentros que el común de los mortales.

¿En la actualidad, qué es una relación humana? (sic) Mortifica por su pobreza. Cuando ves lo que hoy denominamos con el bonito nombre de "encuentro", se te cae el alma a los pies. Conocer a alguien debería constituir un acontecimiento. Debería conmover tanto como cuando, después de cuarenta años de soledad, un ermitaño ve a un anacoreta en el horizonte de su desierto.

La vulgaridad de lo cuantitativo ha culminado su obra: conocer a alguien ya no significa nada. Existen ejemplos paroxísticos: Proust conoce a Joyce en un taxi y, durante esa entrevista única, sólo hablan del precio de la carrera: todo ocurre como si ya nadie creyera en los encuentros, en esa sublime posibilidad de conocer a alguien.

El asesino va más allá que los demás: se arriesga a liquidar a aquel que acaba de conocer. Eso crea un vínculo. Si en aquel taxi Proust hubiera asesinado a Joyce, nos sentiríamos menos decepcionados, pensaríamos que ambos sí se habían conocido.

Es cierto que eso no es suficiente, sobre todo en el caso del asesino a sueldo, que no tiene derecho a saber a quién liquida. Pero algo es algo. De hecho, la citada prohibición es una contradicción en los términos: cuando matas a alguien, lo conoces.

Es una forma de conocimiento bíblico: el que es asesinado se entrega. Uno descubre del otro esa absoluta intimidad: su muerte.

Amélie NOTHOMB, Diario de Golondrina, Barcelona, Anagrama, 2008, págs. 40-41 y 49-50.

¿Narrativa ensayística? ¿Narrativa, o ensayo? Mezcla de ambos géneros, ¿verdad? Parecería que la literatura presente confluye toda en una especie de género total; la novela moderna tiende a ser a cada género literario lo mismo que las grandes superficies son al comercio a pequeña escala. El escritor de novelas actual tiende, en cuanto le dejas, a soltarte un discurso. Yo mismo me reconozco en esta muestra que doy, tomando apoyo en la novelita de la Nothomb.

Soy absolutamente incapaz de juzgar si se trata de un recurso literario lícito o ilícito, si resulta o no abrumador para el lector, o por el contrario viene a satisfacer una necesidad insatisfecha de toda persona medianamente cultivada, desde que dejamos de escuchar los sermones de los curas, los discursos, cada vez más banales, de los políticos, desde que la voz de los "intelectuales" dejó de sonar en el espacio catódico, sepultada por ese alud de inanidad que es la telebasura. Supongo que seguimos necesitando discursos, sermones, arengas. En fin, seguimos necesitando una doctrina que nos permita explicarnos este mundo inexplicable.

Y la Nothomb parece dispuesta a proporcionarnos una. Bueno, quizá no se trate de una doctrina, sino de una protorreligión. Volvamos a creer. ¿En qué? En lo de siempre, por supuesto. La doctrina subyacente vendría a decir lo siguiente: por absurdo que se haya vuelto nuestro mundo, el poder de lo pequeño sigue siendo infinito. Vean si no cómo una simple golondrina muerta redime a un psicópata in statu nascendi como el protagonista de esta novelita de poco más de cien páginas.

Por cierto que no entiendo la mayor parte de las críticas (elogiosas a la par que abstrusas) que, a modo de promoción de la novela, la editorial reproduce en su contraportada: Por ejemplo, un tal Baptiste Liger, que escribe para Lire, compara elogiosamente a la Nothomb con Hitchcock. Si me lo permiten, eso es lo mismo que comparar a Fidias con Velázquez. Si a lo que se refiere el crítico es a la perfección de las tramas, las de Hitchcock eran simplemente mejores. Y ello por una razón obvia: no intentaba, ni siquiera por la retambufa, colarnos una protorreligión. Sólo suspense sin pretensiones, eso es Hitchcock. Nothomb será o no será buena escritora, pero una cosa es indudable: pretende algo.

Pero prepárense a leer esto otro: "El cerebro estalla contra las paredes en una atmósfera de comedia cruel, de guiñol gamberro. Como se dice en lenguaje nothombiano (¡sic!), es el triunfo de la "higiene del asesino", el kitsch morboso, el cine palomitero, las indecencias de los barrios bajos. Estamos de lleno en el "gran grotesco triste"... Amélie Nothomb denuncia el camino hacia la muerte de nuestra sociedad, sus diversiones bárbaras, su cínico desorden, pero, como Alfred Jarry, ríe, inventa, caricaturiza el horror. Y como Voltaire en su Cándido, hace el inventario de todas las miserias de este mundo desde una gran, inmensa carcajada".

Esto lo dice un tal Jacques-Pierre Amette en Le Point. Pues bien, señores: yo no me he reído ni una sola vez leyendo esta obrita. No me ha parecido estar asistiendo a ninguna "comedia triste", a ningún "guiñol gamberro". Tampoco me ha parecido que caricaturice nada, aunque evidentemente, simplifica los mecanismos del horror. Pero eso no es caricaturizarlos. Quizá los banalice, para expresar así que el horror en nuestra sociedad se ha convertido en algo banal, sobre todo porque es algo que vemos en la tele, y la tele es banal por definición.

Tampoco he visto unos "fulgures deliciosamente absurdos" en los diálogos de la novela, al contrario que la elegíaca Anne Berthod que le hace la crítica para L'Express. Los diálogos son buenos, sí, pero yo no llegaría a considerarlos "deliciosos" en ninguna acepción o advocación posible.

Pues bien: a mí la literatura de la Nothomb me va gustando, a pesar de que sus críticas más favorables me parecen de una memez espeluznante, y de que la traducción, sin llegar a horrible, se queda en correcta (propongo, a ver si levanto alguna ampolla, que las traducciones al castellano queden en manos de castellanohablantes, cosa que sospecho no es el traductor Sergi Pàmies; es como si se las encargásemos a portugueses; hablar y escribir muy bien -supongo- en la lenguas hermanas del castellano no es garantía de hacer lo propio en la lengua de Cervantes, tan abandonadita en general hasta que tocamos el chollo de las traducciones...). No sé qué es, pero tiene algo que me convoca, que me apela; creo que es que trata de ser literatura de ahora mismo, creo que intenta reelaborar los viejos tópicos en referencia a la circunstancia presente, y eso proporciona una sensación de continuidad con el pasado que resulta de lo más tranquilizadora en un tiempo en que parece que todo es nuevo, y que carecemos de asideros mentales para hacer frente al mundo, porque los antiguos ya no sirven. Nothomb intenta demostrar que sí sirven, siempre que sean objeto de adecuado aggiornamento.

viernes, 13 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (2)


La primera vez que Zdena vio a Pannonique, hizo una mueca.

Nunca había visto nada parecido. ¿Qué era? A lo largo de su vida se había cruzado con mucha gente pero nunca había visto nada igual a lo que había sobre el rostro de aquella joven. En realidad, no sabía si era sobre su rostro o en el interior de su rostro.

"Puede que las dos cosas", pensó con una mezcla de miedo y repugnancia. Zdena odió aquella cosa que tanto la incomodaba. Le oprimía el corazón como cuando comes algo indigesto.

De noche, la kapo Zdena volvió a pensar en ello. Poco a poco, se dio cuenta de que no pensaba en otra cosa. Si le hubieran preguntado lo que eso significaba, habría sido incapaz de responder.

Durante el día, se las apañaba para estar lo más a menudo posible cerca de Pannonique, con el objetivo de observarla de reojo y de comprender por qué aquella apariencia la obsesionaba.

Sin embargo, cuanto más la examinaba, menos comprendía. Guardaba un recuerdo muy borroso de las clases de historia de la escuela, cuando tenía doce años. En el libro de texto, se reproducían cuadros de pintores del pasado, le habría costado lo suyo decir si se trataba de la Edad Media o de un siglo posterior. A veces reproducían imágenes de damas -¿vírgenes?, ¿princesas?- cuyos rostros tenían aquel mismo misterio.

Siendo una adolescente, había pensado que se trataba de algo imaginario. Semejantes rostros no existían. Lo había comprobado en su círculo íntimo. No debía tratarse de belleza ya que, en televisión, las que se suponían [
sic] que eran guapas no eran así.

Y he aquí que ahora aquella desconocida presentaba aquel rostro. Así que existía. ¿Por qué uno se sentía tan incómodo cuando lo veía? ¿Por qué daba ganas de llorar? ¿Acaso ella era la única que experimentaba eso?

Zdena acabó por no poder dormir. Cada vez tenía más marcadas las ojeras. Las revistas decretaron que la más animal de las kapos tenía, cada vez más, cara de bestia.


Amélie NOTHOMB, Acido sulfúrico, Barcelona, Anagrama, 2007, págs. 21-22.


Acido Sulfúrico es una alegoría. En ella, la barbarie, representada por Zdena, zafia, fea y brutal, una de los verdugos de Concentración, el nuevo reality-show en el que se reproducen las condiciones de los Lager alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, se enamora de la civilización, representada hasta lo sublime por Pannonique, estudiante de Paleontología, bella, culta y de noble espíritu, uno de los prisioneros capturados para deleitar a la masa con el espectáculo de su martirio. Es por amor, y no por ningún motivo más noble, que la kapo Zdena acaba liberando a todos los prisioneros del campo. Y es utillizando ese sentimiento como Pannonique consigue su propósito sin llegar a la degradación de acceder a su demanda sexual.

Acido sulfúrico es una alegoría optimista. Optimista, porque en ella la civilización sublimada puede sobre la máxima barbarie. Optimista, porque en ella el Cristianismo puede sobre el nihilismo. Pannonique se ofrece en sacrificio por todos sus compañeros, emulando a Jesucristo. Y así, todos acaban salvados. Bueno: todos excepto los débiles, los perversos, los niños y los que tuvieron mala suerte. Es decir, que la civilización salvó a lo que quedaba de la humanidad tras varias oleadas de salvaje barbarie. Exactamente como en la vida real.

O quizá no. A mí, personalmente, no me gustó el final que Nothomb da a la que, por lo demás, me parece una pieza literaria interesantísima. Si lo leen, o si lo han leído, sabrán a qué me refiero. Es lo que yo llamaría un final digno de una teleserie norteamericana. Una mezcla de McGiver y Mujeres Desesperadas. No sé. Quizá exagero. Yo habría preferido un final más sombrío y creíble. Probablemente vendería menos entre el público de la Nothomb, por lo visto principalmente juvenil. Es una pena.

Como lo es la atropellada traducción, salpicada de gazapos que estropean el placer de la lectura. Véase, si no, en el fragmento reproducido" (las que se suponían [sic] que eran guapas no eran así) o en la página 127 (Se produjo una auténtica mobilización [sic] de los medios de comunicación...). Y hay más, no muchos, pero sí más.

Y, con todo, me quedo con ganas de leer más cosas de la Nothomb...

viernes, 23 de enero de 2009

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

15

...Entonces lo comprendí: todos los hambrientos son, en cierto sentido, caníbales. Consumen su propia carne, sólo les quedan huesos, devoran su grasa hasta el último gramo. Luego se les enturbia la razón: también se han comido el cerebro. Se han devorado por completo.

Pensaba además que cada hambriento muere a su manera. En una cabaña están en guerra, se vigilan los unos a los otros, se arrebatan las migas. La mujer se vuelve contra el marido, el marido contra la mujer. La madre odia a los hijos. Pero en otras casas el amor es inquebrantable. Conocí a una mujer, tenía cuatro hijos. Les contaba cuentos para que se olvidaran del hambre, aunque apenas podía mover la lengua; los cogía en brazos, aunque no tenía fuerzas para levantarlos. Y es que el amor vivía en ella. La gente se dio cuenta de que allí donde vencía el odio, morían más rápidamente. Aunque el amor tampoco salvó ninguna vida. El pueblo entero murió. La vida desapareció.

Me enteré más tarde de que en nuestro pueblo se hizo el silencio. Ya no se oía a los niños. No necesitaban ni juguetes culturales ni caldos de pollo. Ya no gemían. Nadie. Supe que enviaron a tropas para segar el trigo. Sin embargo, a los soldados del Ejército Rojo no les permitieron entrar en el pueblo, estaban acantonados en tiendas de campaña. Les explicaron que había habido una epidemia. Pero se quejaban de que del pueblo llegaba un hedor horrible. Los militares también segaron el trigo de invierno. Y al año siguiente trajeron a nuestros colonos de la provincia de Oriol. Sabes, la tierra ucraniana es tierra negra, mientras que en Oriol siempre hay malas cosechas. A las mujeres y a los niños los dejaban en unas barracas cerca de la estación mientras que a los hombres los llevaron al pueblo. Les dieron horcas y les ordenaron entrar en las cabañas a retirar los cadáveres: los muertos, hombres y mujeres, yacían algunos por el suelo, otros en las camas. El hedor en las isbas era espantoso. Tapándose la nariz y la boca con pañuelos, los hombres comenzaban a sacar los cuerpos; pero se deshacían en trozos. Luego enterraron los restos fuera del pueblo. Fue entonces cuando comprendí qué era eso del "cementerio de la escuela rigurosa". Cuando retiraron todos los cadáveres de las isbas, llevaron a las mujeres para que fregaran los suelos y encalaran las paredes. Lo hicieron todo como es debido, pero el hedor no se iba. Dieron una segunda mano de cal y rebozaron los suelos con arcilla, pero el hedor persistía. En aquellas cabañas no pudieron comer ni dormir, se volvieron a Oriol. Pero las tierras no quedaron abandonadas, naturalmente: eran tierras muy ricas.

Fue como si no hubiesen vivido. Pero habían pasado muchas cosas. Amor, mujeres que abandonaron a sus maridos, hijas entregadas en matrimonio, peleas entre borrachos, visitas de amigos, pan recién horneado. Cuánto trabajo y cuántas canciones habían cantado. Y los niños iban a la escuela... Y el cinematógrafo ambulante llegaba al pueblo; también los más viejos iban a ver películas.

Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo.

Ahora te hago una pregunta: ¿cómo ha podido pasar todo esto?


FIN DE ESTE EXTRACTO

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

14


... Esto es lo que he comprendido. Al principio el hambre te echa de casa. Primero es un fuego que te quema, te atormenta, te desgarra las tripas y el alma: el hombre huye de casa. La gente desentierra lombrices, arranca hierba; ya lo ves, incluso se abrieron paso hasta Kiev. Y todos se van de casa, todos. Luego llega el día en que el hambriento vuelve atrás, se arrastra hasta casa. Esto significa que el hambre le ha vencido, aquel hombre ya no se salvará, no sólo porque ya no tenga fuerzas: le falta interés, ya no quiere vivir. Se queda tumbado en silencio y no quiere que nadie lo toque. El hambriento no quiere comer, orina todo el rato, tiene diarrea; está somnoliento, no quiere que le molesten: quiere que le dejen en paz. Así, acostado, agoniza. Lo mismo explicaban los prisioneros de guerra: si uno de ellos se echaba a dormir y no extendía la mano para coger la ración de comida era que su final estaba próximo. Pero algunos campesinos habían enloquecido, sólo hallaban paz en la muerte. Se les reconocía por los ojos, brillantes. Estos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían, mataban a sus propios hijos y se los comían. En ellos se despertaba la bestia cuando el hombre moría en ellos. Vi a una mujer, la habían traído bajo escolta al centro del distrito. Su cara era la de un ser humano, pero tenía los ojos de un lobo. Dicen que a éstos, los caníbales, los fusilaron. Pero ellos no eran culpables; culpables eran los que llevaron a una madre hasta el extremo de comerse a sus hijos. Pero ¿crees que se puede encontrar al culpable? Ve y pregunta... Es por hacer el bien, el bien de la humanidad, que llevaron a las madres hasta ese punto.

jueves, 22 de enero de 2009

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

13

... Del campo llegan arrastrándose los campesinos. Las estaciones están acordonadas, se inspeccionan todos los trenes. En las carreteras hay controles de militares por doquier, el NKVD; pero los campesinos siguen llegando a Kiev: se arrastran por prados, tierras vírgenes, pantanos y bosques para evitar los controles en las carreteras. No se puede poner puertas al campo. Ahora ya no pueden caminar, únicamente pueden arrastrarse. La gente de la ciudad tiene prisa, va a la suya: unos van al trabajo, otros al cine, los tranvías circulan, y los hambrientos se arrastran entre la gente: niños, hombres, chicas; ni siquiera parecen seres humanos, se diría que son una especie de gatos o perros repulsivos, a cuatro patas. Y aún quieren comportarse como seres humanos, aún tienen viergüenza. Una chica hinchada se arrastra, parece un mono: gañe, pero se endereza la falda, se avergüenza, se esconde el cabello bajo el pañuelo. Es una campesina que ha ido a Kiev por primera vez. Pero sólo los afortunados han logrado arrastrarse hasta allí, uno entre diez mil. Y aún así no hay salvación para ellos: yacen hambrientos en el suelo, piden con un susurro, pero no pueden comer, tienen un mendrugo de pan al lado, pero ya no lo ven, están a un paso de la muerte.

Por la mañana, los carros de plataforma, tirados por caballos, recogían a los que habían muerto durante la noche. Vi uno de esos carros donde estaban amontonados los niños. Tal como te los había descrito: delgaditos y larguiruchos, con carita de pájaros muertos, picos puntiagudos. Hasta Kiev han volado aquellos pajarillos, ¿para qué? Entre ellos había alguno que aún gimotea; las cabecitas, como llenas de líquido, se bambolean. Le pregunté al cochero, hizo un gesto desdeñoso con la mano y dijo: "Antes de que llegue a destino, se callarán para siempre".

Vi a una chica curzar la acera arrastrándose; un portero le dio una patada y ella rodó hasta la calzada. Ni siquiera miró atrás, se alejó a rastras rápidamente, afanosa, aunque ya no le quedaban fuerzas, y aun así se sacudió el vestido cubierto de polvo, imagínatelo. Aquella mañana había comprado un periódico de Moscú, leí un artículo de Maksim Gorki; decía que los niños necesitan juguetes culturales. ¿Es posible que Maksim Gorki no estuviese al corriente de aquellos niños que los caballos de tiro llevaban a descargar? O tal vez lo sabía y también se callaba, como hacían todos. Y escribía de la misma manera que los que escribían que aquellos niños muertos comían caldo de pollo. El cochero me dijo que donde había más muertos era al lado de los puntos de venta de pan: basta con que uno de esos pobres hinchados mastique un trozo de pan, y se acabó. Se me ha quedado grabado en la memoria aquel Kiev, aunque sólo pasé tres días allí.

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

12

... La hambruna era absoluta, la muerte se abatió sobre el pueblo. Primero niños y ancianos, luego personas de mediana edad. Al principio los enterraban, después dejaron de hacerlo. Había cadáveres por todas partes, en las calles, en los patios; los que murieron los últimos se quedaron acostados en sus isbas. Se hizo el silencio. Todo el pueblo murió. No sé quién fue el último. A nosotros, los que trabajábamos en la dirección del koljós, nos devolvieron a la ciudad.

Primero fui a parar a Kiev. En aquellos días se comenzó a vender pan en el mercado libre. ¡Ni hecho a propósito! La noche antes se formaban ya colas de medio kilómetro. Como sabes, hay muchos tipos de colas: en unas, la gente espera su turno, ríe y come pipas de girasol; en otras, te dan un trozo de papel con un número; en unas terceras, donde nadie bromea, te escriben el número en la palma de la mano o en la espalda, con una tiza. Allí, sin embargo, eran especiales: colas así no las había visto en mi vida. Se cogían de la cintura y permanecían así, unos detrás de los otros. Si alguien daba un traspiés, toda la cola se tambaleaba, como si una ola les pasara por debajo. Parecía que estaba a punto de comenzar un baile: un paso aquí, otro más allá. Y cada vez se tambaleaban más. Tienen miedo de que les fallen las fuerzas y no puedan mantenerse agarrados al de delante, y que las manos se suelten; por ese miedo, las mujeres comienzan a gemir, y así toda la fila solloza. Parece que se hayan vuelto locos, por eso cantan y bailan. A veces la chusma irrumpe en la cola después de haber observado cuál es el punto débil por donde se puede romper fácilmente. Cuando la chusma se acerca, todos comienzan a gemir de nuevo, de miedo; parece que estén cantando. En la cola para comprar el pan en el mercado libre se encuentra la gente de ciudad: los privados de derechos, sin pasaporte, artesanos o gente de la periferia.

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

11

... El pueblo gemía al ser testigo de su propia muerte. Todos gemían, no con el pensamiento, no con el alma, sino como las hojas que susurran al viento o la paja que cruje. Y entonces estallé de rabia: ¿por qué gimen tan lastimosamente? Ya no son hombres, y sin embargo emiten aquel grito lastimoso. Hay que tener el corazón de piedra para comer una ración de pan escuchando aquel aullido. A veces me voy al campo con mi ración, aguzo el oído: gimen. Me alejo un poco más, y ahí, ahí parece que no se oye nada; sigo avanzando, y de nuevo los oigo: es el pueblo vecino el que gime. Pero si Dios no existe, ¿quién les escuchará?

Uno del NKVD me dijo un día: "¿Sabes cómo llaman a vuestros pueblos en la región? El cementerio de la escuela rigurosa". Al principio no comprendí aquellas palabras.

¡Y qué buen tiempo hacía! A principios de verano habíamos tenido lluvias, de esas impetuosas y repentinas, que se alternaban con un sol ardiente, por lo que el trigo se alzaba exuberante como una pared; se necesitaba un hacha para cortarlo, y su altura superaba la estatura de un hombre. Cuántos arcos iris vi aquel verano, y tormentas, y lluvias tibias; cíngaras, las llaman.

Durante el invierno todos habían hecho conjeturas: ¿tendremos cosecha? Preguntaban a los ancianos, se ponían ejemplos, todas las esperanzas estaban puestas en el trigo de invierno. Las esperanzas tuvieron su recompensa, pero ya no pudieron segarlo. Entré en una isba: algunos respiraban a duras penas, otros ya no; gente tumbada, algunos sobre las camas, otros sobre la estufa; y la hija del dueño, a la que conocía, estaba tirada en el suelo en una especie de delirio, royendo con los dientes un taburete. Y lo más espantoso es que al oír que yo entraba no se giró sino que gruñó como hacen los perros si te acercas mientras roen huesos.

miércoles, 21 de enero de 2009

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

10

... ¿Por dónde iba? Ah, sí. Antes de perder todas las fuerzas, cruzaban los campos a pie hasta la vía del tren, no hasta la estación, allí había guardias que no permitían acercarse, sino directamente a las vías del tren. Y cuando pasaba el expreso Kiev-Odesa se hincaban de rodillas y gritaban: "¡Pan, pan!". Algunos aupaban a sus espantosos hijos. Y a veces los pasajeros lanzaban trozos de pan, sobras varias. Pasado el estrépito del tren, la polvareda se estacionaba y el pueblo entero se arrastraba a lo largo de la vía en busca de un mendrugo de pan. Pero después se emitió una orden: cuando el tren pasaba a lo largo de las regiones asoladas por el hambre, los guardias debían cerrar las ventanillas y correr las cortinas. No permitían a los viajeros que se acercaran a los cristales. Por lo demás, los campesinos habían dejado de ir, ya no tenían fuerzas no sólo para ir hasta las vías del tren, sino para arrastrarse fuera de casa.


Recuerdo a un viejo que llevó al presidente del koljós un trozo de periódico; lo había recogido en las vías. Allí se leía una noticia breve: había venido de visita un francés, un famoso ministro, y lo habían llevado a la región de Dniepropetrovsk, donde causaba estragos una hambruna peor aún que la nuestra: allí se comían los unos a los otros. Así, llevaron al ministro a un pueblo, al pequeño jardín de infancia del koljós, y él les preguntó: "¿Qué os han dado hoy para comer?". Y los niños respondieron: "Caldo de pollo, empanadillas de carne y corquetas de arroz". Yo misma lo leí. Lo veo como si fuese ahora mismo, ese recorte de periódico. Pero ¿qué era eso? Estaban matando a escondidas a millones de personas y engañaban al mundo entero. ¡Caldo de pollo, escriben! ¡Croquetas! Y se habían comido hasta la última lombriz. Y el viejo le dijo al presidente: "En tiempos del zar Nicolás, los periódicos hablaban de la hambruna al mundo entero: '¡Ayudadnos, los campesinos se mueren!'. Y vosotros, monstruos, haciendo teatro".

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

9

... La nieve se había derretido ya cuando la gente comenzó a hincharse; les había sobrevenido ya el edema del hambre: rostros inflados, piernas como cojines, agua en el vientre, se orinaban todo el rato encima, no les daba tiempo a salir para hacerlo fuera. ¡Y sus hijos! ¿Has visto en los periódicos los niños en los campos alemanes? Idénticos: cabezas pesadas como balas de cañón, cuellos delgados de cigüeña, en las manos y en los pies se veía cómo se les movía cada huesecito por debajo de la piel, esqueletos envueltos en piel, una gasa amarilla. Niños con caras envejecidas, atormentadas, como si llevaran en el mundo setenta años, y hacia la primavera no tenían ni siquiera cara, más bien la cabecita de un pájaro con su piquito, o el hocico de una rana, con esos labios largos y finos; otros parecían gobios, con la boca abierta. No eran caras humanas. Y los ojos, ¡oh, Señor! Camarada Stalin, Dios mío, ¿ha visto alguna vez esos ojos? Tal vez no lo supiera, después de todo fue él quien escribió "el vértigo del éxito".

Qué no se llevaban a la boca: cazaban ratones, ratas, víboras, gorriones, hormigas, lombrices, comenzaron a moler los huesos para hacer harina, a triturar la piel, las suelas, las viejas pellizas pestilentes para hacer una pasta, cocían la cola. Cuando creció el pasto se pusieron a desenterrar las raíces, a hervir las hojas y los brotes; prácticamente todo era bueno para hacer un caldo: dientes de león, bardanas, campanillas, epilobios, angélica menor, cardillos, ortigas, uvas de gato... Secaron las hojas de tilo e hicieron harina, pero teníamos pocos tilos. Las galletas de tilo son verdes, mucho peor que las de bellotas.

¡Y nada de ayuda! Además, por entonces ya ni se pedía. Aún ahora, cuando me paro a pensarlo, siento que se me va la cabeza: ¿es posible que Stalin repudiara a toda esa gente? ¿Que se cometiera ese asesinato tan horrendo? El hecho es que Stalin tenía grano. Por tanto condenó a esa gente a morir de hambre porque así lo quiso. No quisieron socorrer a los niños. ¿Era Stalin peor que Herodes? Me pregunto si es posible que hayan sustraído el pan y el grano para matar deliberadamente de hambre a la gente. No, algo así no pudo ser. Pero luego pienso: ¡así fue, así fue! Y enseguida: no, no puede ser...

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

8

...Los hambrientos se quedaron solos; el Estado los había abandonado. La gente comenzó a vagar de pueblo en pueblo, cada uno pidiendo limosna al otro, los pobres a los pobres, los hambrientos a los hambrientos. Los que tenían menos hijos o estaban solos habían guardado algo para la primavera; y los que tenían muchos hijos iban adonde ellos, a pedir. Y algunas veces recibían un puñado de salvado y dos patatas. Los del Partido, en cambio, no daban nada, no por codicia o maldad sino porque tenían miedo. El Estado no dio ni un grano de trigo a los que se morían de hambre; ¡y pensar que éste se sostenía con el trigo de los campesinos! ¿Estaba al corriente Stalin de esto? Los ancianos recordaban la hambruna que se había producido en tiempos del zar Nicolás. Aún entonces se ayudaban entre ellos, se concedían préstamos; los campesinos iban a las ciudades a pedir limosna en nombre de Cristo, se organizaban comedores, los estudiantes hacían colectas. Pero bajo el Estado de los obreros y los campesinos no se daba ni un grano. Las carreteras estaban bloqueadas por las tropas, la milicia y el NKVD: a los hambrientos procedentes del campo no los dejan entrar, no pueden acercarse a la ciudad, las estaciones están rodeadas de guardias, incluso los apeaderos más pequeños. ¡No hay pan para vosotros, que alimentáis la nación! Sin embargo, en la ciudad, con la cartilla del pan, a los obreros les daban ochocientos gramos por cabeza. Dios mío, ¿es posible imaginar tanto pan? ¡Ochocientos gramos! Y para los niños del campo ni siquiera un gramo. Igual que los alemanes, que ahogaban a los niños judíos con gas: no tenéis derecho a vivir, sois judíos. Pero ¿aquí? No se comprende: soviéticos contra soviéticos, rusos contra rusos; y el poder es de los obreros y los campesinos. ¿Por qué ese exterminio?

Cuando la nieve empezó a derretirse, el pueblo se encontró sumido hasta el cuello en la hambruna.

Los niños gritan, no duermen: también de noche piden pan. La gente tiene la cara terrosa, los ojos turbios, ebrios. Caminan como sonámbulos, tanteando el suelo con los pies, con la mano se apoyan en la pared. El hambre los hace tambalearse. La gente empieza a caminar menos, a quedarse más tiempo tumbada. Y todo el tiempo tienen la impresión de oir el chirrido de un tren: es Stalin, que desde el centro del distrito envía harina para salvar a los niños.

Las mujeres se revelaron más fuertes que los hombres, se aferraban a la vida con más rabia. Y a ellas les tocaba la peor parte: es a las madres a quien los niños piden comida. Algunas madres intentaban hacer entrar en razón a sus hijos, les besaban: "Venga, no gritéis, resistid, ¿dónde queréis que os encuentre pan?". Otras se ponían hechas unas furias: "¡No gimotees o te mato!", y les pegaban con lo primero que encontraban a mano para que dejasen de pedir. Y otras, aún, huían de casa, se escondían donde los vecinos para no oír los gritos de sus hijos.

Para entonces tampoco quedaban gatos ni perros: los habían matado. Y eso que cazarlos era difícil: los animales tenían miedo a las personas, cuyos ojos se habían vuelto salvajes. La gente los cocinó, pero eran sólo tendones resecos. Con las cabezas hacían gelatina.