En el pueblo, el Alcalde había desplegado las fuerzas de la policía local, rodeando la casa de Luis Ignacio. Había ido a verle por la mañana, y le había advertido formalmente de que debía tomar medidas inmediatas, o de lo contrario entraría por la fuerza en su redil y procedería a sacrificar el ganado enfermo. El pastor lo recibió de muy malos modos. Le dijo que él no debía entrometerse en sus asuntos, que sus ovejas estaban bien atendidas, que tan sólo estaba esperando el regreso de su perro pastor para que pudieran salir al prado, y que se marchara y le dejara tranquilo. El Alcalde se llevó una muy mala impresión del vecino. Llevaba días, se notaba, sin ducharse ni afeitarse. Estaba sucio y olía mal. Comprendió que era inútil seguir concediéndole plazos, pues había enloquecido, y resolvió prontamente llamar a sus técnicos de sanidad animal y a la policía, por si se producía algún tipo de resistencia violenta por parte de Luis Ignacio. Este, al ver que el Ayuntamiento en pleno venía a por él, salió de su casa, provisto de una estaca, con la que pensaba defender su propiedad. Era su primera muestra de actividad desde la marcha de Hocicudo, y se reveló tan inútil que quizá habría sido mejor que hubiera seguido sentado en su sofá, delante del televisor.
El Alcalde ordenó la detención de Luis Ignacio, quien fue conducido al calabozo del cuartel de la Guardia Civil del pueblo. Todos le conocían, y todos sentían compasión por aquel hombre echado a perder. Su intento de agresión no tenía gran importancia, y probablemente se saldaría con una multa. Pero su vida entera estaba deshecha. Un día recibió la visita de Leocadia, una prima suya que vivía en otro pueblo. Durante un tiempo se dijo que los dos se entendían, y se especuló con una boda inminente. Sin embargo, no sucedió nada. Leocadia conoció a un transportista de la capital y se casó con él. Habían tenido tres hijos. Uno de ellos murió de sobredosis. Los otros dos emigraron a Alemania. Ahora ella y su marido vivían solos en la capital. Al enterarse de los tristes acontecimientos en la vida de su primo, Leocadia decidió que era tiempo de hacerle una visita. Cuando lo vio en el calabozo, gordo, sucio, desastrado y con la mirada perdida, no reconoció al hombretón con el que tiempo atrás había salido.
- Pero ¿qué es lo que te ha pasado? – la pregunta brotó espontánea de sus labios, sin mediación reflexiva.
- No sé.
- ¡Descuidar así tu medio de vida! ¡Y enfrentarte a la policía con una estaca! ¿En qué estabas pensando?
- No pensaba.
- Y ¿no te parece que ya va siendo hora?
- No sé.
Luis Ignacio miraba a la que un día fue su novia: gorda, envejecida, con el pelo teñido y unas gafas horrorosas que afeaban un rostro que en tiempos fue bello. No se le ocurrió pensar otra cosa sino “¡De buena me he librado!”
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jueves, 18 de septiembre de 2008
martes, 16 de septiembre de 2008
MUERTE, MUERTE, MUERTE
- ¡Hombre de Dios! ¡Tienes que hacer algo!
A Luis Ignacio a frase le sonaba de algo, aunque no recordaba de qué. Sus compañeros pastores parecían sinceramente preocupados por él. Pero él no entendía muy bien el motivo. Hocicudo se había marchado, sí. Pero volvería. Sus ovejas podían esperar a que su perro regresara. El no podía sacarlas del redil. Ya lo había intentado. Sólo tenía que esperar a la vuelta de su perro, y todo se arreglaría. Despidió a sus amigos, y regresó a su sofá, en el que había pasado gran parte de la tarde.
Al principio, los demás pastores del pueblo, extrañados de que aquel día las ovejas de Luis Ignacio se hubieran quedado en el redil, decidieron, entre vinos, dirigirse a casa de su amigo, a ver que sucedía. Lo que encontraron al llegar les pareció raro, aunque no pensaron que hubiera verdaderos motivos de alarma. Creyeron de buena fe que todo volvería a su cauce al día siguiente. Decidieron no dar importancia al comportamiento de su amigo y confiar en su sentido de la responsabilidad. Pero pasaron los días y Luis Ignacio seguía sin hacer nada. Las ovejas balaban desesperadas por el hambre. Empezaban a enfermar, pues nadie mantenía la higiene dentro del corral. Si no se hacía algo, pronto morirían todas, creando además un grave problema de salud pública en el pueblo. Los amigos del pastor habían tratado de convencerlo para que, al menos, les permitiera a ellos hacerse cargo de sus ovejas. Sin embargo, nuestro pasivo héroe obeso e hiperglucémico se opuso enérgicamente a los ofrecimientos de sus colegas. Hocicudo debía de estar al llegar, y entonces todo se solucionaría. Con Hocicudo en casa, volvería a ser posible salir con las ovejas al prado todas las mañanas, y regresar por las noches a la taberna del pueblo a agotar las existencias de hamburguesas y cocacola.
Pero Hocicudo no regresó, y las ovejas comenzaron a morir. Del redil de Luis Ignacio ya no salían más balidos desesperados, pero sí el hedor de la podredumbre. Las reses que no habían muerto ya estaban tan debilitadas por el hambre y la enfermedad que apenas si podían levantar el careto del suelo. Pronto el rebaño se convertiría en carroña, y el alcalde del pueblo empezó a preocuparse de veras. Hasta aquel momento, los compañeros de Luis Ignacio habían conseguido calmarlo con promesas de que se harían cargo del problema. Pero no habían hecho nada, y ahora el problema, enormemente aumentado, lo tenía que asumir él. Se puso su chaqueta y le dijo a su secretaria que salía. Se dirigía a la casa del pastor.
Hocicudo corría aquella noche tras Ligeia y Licaón. Subía el monte con ellos, sin pensar en el peligro mortal que le acechaba. Ya nada importaba. Sabía que no regresaría nunca al pueblo. Sabía que seguramente no sobreviviría a aquella aventura. Pero ya no quería volver a pastorear ovejas. No. Hocicudo quería fundar su propia jauría. Quería ser su patriarca, y tener a Ligeia por compañera. Quería criar cachorros, mestizos de perro pastor y lobo, fuertes, ágiles, inteligentes, conocedores de las tretas y mañas del hombre, indómitos y dominadores, y devolver a su raza la altivez y la nobleza que una vez, hace milenios, la caracterizaron, y que perdieron por acercarse demasiado a esa raza de bípedos ruidosos y sucios, para vivir de sus restos, de sus basuras, de lo que ellos despreciaban de sus presas. Sueños. Sueños absurdos y mortales que tenía Hocicudo.
Cuando vio el primer lobo, su sorpresa fue mayúscula. Aquél le oteaba subido a una peña. Vio pasar al perro pastor a su lado, asustado, ladrando con miedo, y comenzó a seguirle, sin prisa, con la paciente determinación del cazador que sabe que dispone de una técnica infalible. Hocicudo se revolvió contra él. Debía hacerlo ahora, y no esperar a que fuera toda la jauría la que se lanzase contra él. Era un ejemplar magnífico de lobo gris. No creía, sin embargo, que fuera el jefe de la manada. Se lanzó furioso contra él, pero aquel lobo cobarde simplemente volvió grupas y se marchó, desactivando automáticamente la acometida del perro. Este siguió su marcha, tras Ligeia y Licaón, cuyo rastro no había perdido. Pero pronto comprendió la clase de celada que se estaba tendiendo para él. Cada quinientos metros o así se encontraba, recortada contra la noche clara, la figura de un lobo que lo vigilaba desde lo alto de una peña. Estaba entrando en una trampa mortal hecha de lobos dispuestos a asesinarle. Por un segundo, Hocicudo sintió la intensa humillación de saberse presa de sus parientes, quienes lo trataban como si fuera una cabra o un ciervo, eludiendo el encuentro frente a frente, que es el modo como actuarían ante un igual. En lugar de eso, aquellos lobos le acechaban como una mera presa de caza. Y este descubrimiento sublevaba al perro pastor, que se creía con derecho a esperar al menos un enfrentamiento limpio y no una taimada cacería.
Finalmente llegó en su carrera a una hondonada resguardada por escarpaduras, poblada por robles y atravesada por una pequeña corriente de agua. Allí Hocicudo se encontró por fin con la jauría al completo.
- ¡¡No debéis temerme!! – ladró en cuanto identificó al macho dominante – ¡¡No he venido a haceros daño!! ¡¡Sólo quiero que me aceptéis entre vosotros!!
A la súplica de Hocicudo siguió un silencio profundo. El macho dominante, por fin visible, lo miraba con ojos penetrantes en la profundidad de la noche. Sin hablar, le decía que sabían a qué había venido, y que su delito no tenía redención ni expiación posible.
- ¡¡Por favor!! – siguió ladrando Hocicudo, presa de la desesperación – ¡¡Aceptadme!! ¡¡Ya no puedo volver a mi pueblo!!
- Desde luego, no volverás.
Quien dijo esto último fue Ligeia, que había aparecido de pronto en la hondonada y se dirigía al lugar en que Hocicudo se había detenido. Estaba más hermosa que nunca, arrebatadora, y Hocicudo sabía que todo merecía la pena por el privilegio de volver a verla.
- Quiero quedarme con vosotros – le dijo el perro a la loba.
- Sabes que es imposible. No debiste internarte en nuestro territorio. Ahora debes morir.
- ¡Pero es que yo…!
- ¡Ni lo digas! Uno no debe decir siempre lo que piensa. Ni debe atreverse a soñar con cosas que están más allá de su alcance. Tú no sólo lo has hecho, sino que has osado violar las leyes sagradas de mi clan, internándote en nuestro territorio. Y ahora morirás, pues es necesario.
Dicho esto, Ligeia dio la vuelta y trotó hondonada arriba. Pero Hocicudo la detuvo con un aullido estremecedor. Ligeia se volvió, justo a tiempo para oir estos ladridos salidos de los labios de su enamorado.
- Sé que no te merezco, y que merezco morir. No puedo permitir que eso ocurra sin haberte dicho a ti, y a todos vosotros, lobos del monte, que estáis perdidos, que el hombre tiene bien trazados los planes de vuestra destrucción, mediante el veneno y la cacería con sus terribles escopetas, y que necesitáis aliaros con nosotros, los perros, que somos de vuestra raza, que conocemos bien al hombre y sus artimañas, para salvaros. No te merezco, y merezco morir, pero, ¿lo merecéis vosotros?
Ligeia se quedó mirando, sin decir nada. Había hablado la presa, cosa que no debía haber sucedido. Ahora era preciso responder a su alocución. Esto correspondía al jefe de la manada, quien se subió a una peña que había en los alrededores, a la vista de todos y, tras aullar para reclamar la atención sobre sí, dijo lo siguiente:
- ¡Tú, perro pastor! Eres un presuntuoso creyendo que puedes salvarnos del hombre. Hace siglos que nos salvamos nosotros solos, sin ayuda de nadie. Tú no has violado nuestro territorio para ayudarnos en la lucha por nuestra supervivencia, sino para intentar pervertir nuestra simiente, seduciendo a una de nuestras hembras. No contabas con que ella te desprecia, como todos nosotros, ni que, sabiendo que tú los seguías, ella y su marido, Licaón, te han traído hasta aquí para que cayeras en nuestra celada. Eres un ingenuo y me eres simpático. Pero Ligeia tiene razón. Es necesario que mueras, o de lo contrario traerás aquí al hombre, y entonces sí que nuestra pérdida será segura.
Y dicho esto, se lanzó desde su peña dando ladridos cortos que pusieron en marcha a toda la jauría. Hocicudo supo que era su fin, pero trató de escapar. No había dado ni tres pasos cuando recibió la primera dentellada en un costado. Luego se unieron muchas más. Luchaba frenéticamente, dando zarpazos y lanzando sus fauces hacia sus atacantes. Pero estos eran demasiados y esquivaban sus mordiscos con facilidad. De pronto, sintió que una boca se agarraba a su garganta y comenzaba a asfixiarlo con un mordisco que parecía un beso sofocador. Era Ligeia, a la que el jefe de la manada había otorgado excepcionalmente el privilegio de matar a Hocicudo. Este pudo sentir su presencia, divina y mortal, y no luchó más. Si su amada lo mataba, él no debía resistirse.
A Luis Ignacio a frase le sonaba de algo, aunque no recordaba de qué. Sus compañeros pastores parecían sinceramente preocupados por él. Pero él no entendía muy bien el motivo. Hocicudo se había marchado, sí. Pero volvería. Sus ovejas podían esperar a que su perro regresara. El no podía sacarlas del redil. Ya lo había intentado. Sólo tenía que esperar a la vuelta de su perro, y todo se arreglaría. Despidió a sus amigos, y regresó a su sofá, en el que había pasado gran parte de la tarde.
Al principio, los demás pastores del pueblo, extrañados de que aquel día las ovejas de Luis Ignacio se hubieran quedado en el redil, decidieron, entre vinos, dirigirse a casa de su amigo, a ver que sucedía. Lo que encontraron al llegar les pareció raro, aunque no pensaron que hubiera verdaderos motivos de alarma. Creyeron de buena fe que todo volvería a su cauce al día siguiente. Decidieron no dar importancia al comportamiento de su amigo y confiar en su sentido de la responsabilidad. Pero pasaron los días y Luis Ignacio seguía sin hacer nada. Las ovejas balaban desesperadas por el hambre. Empezaban a enfermar, pues nadie mantenía la higiene dentro del corral. Si no se hacía algo, pronto morirían todas, creando además un grave problema de salud pública en el pueblo. Los amigos del pastor habían tratado de convencerlo para que, al menos, les permitiera a ellos hacerse cargo de sus ovejas. Sin embargo, nuestro pasivo héroe obeso e hiperglucémico se opuso enérgicamente a los ofrecimientos de sus colegas. Hocicudo debía de estar al llegar, y entonces todo se solucionaría. Con Hocicudo en casa, volvería a ser posible salir con las ovejas al prado todas las mañanas, y regresar por las noches a la taberna del pueblo a agotar las existencias de hamburguesas y cocacola.
Pero Hocicudo no regresó, y las ovejas comenzaron a morir. Del redil de Luis Ignacio ya no salían más balidos desesperados, pero sí el hedor de la podredumbre. Las reses que no habían muerto ya estaban tan debilitadas por el hambre y la enfermedad que apenas si podían levantar el careto del suelo. Pronto el rebaño se convertiría en carroña, y el alcalde del pueblo empezó a preocuparse de veras. Hasta aquel momento, los compañeros de Luis Ignacio habían conseguido calmarlo con promesas de que se harían cargo del problema. Pero no habían hecho nada, y ahora el problema, enormemente aumentado, lo tenía que asumir él. Se puso su chaqueta y le dijo a su secretaria que salía. Se dirigía a la casa del pastor.
Hocicudo corría aquella noche tras Ligeia y Licaón. Subía el monte con ellos, sin pensar en el peligro mortal que le acechaba. Ya nada importaba. Sabía que no regresaría nunca al pueblo. Sabía que seguramente no sobreviviría a aquella aventura. Pero ya no quería volver a pastorear ovejas. No. Hocicudo quería fundar su propia jauría. Quería ser su patriarca, y tener a Ligeia por compañera. Quería criar cachorros, mestizos de perro pastor y lobo, fuertes, ágiles, inteligentes, conocedores de las tretas y mañas del hombre, indómitos y dominadores, y devolver a su raza la altivez y la nobleza que una vez, hace milenios, la caracterizaron, y que perdieron por acercarse demasiado a esa raza de bípedos ruidosos y sucios, para vivir de sus restos, de sus basuras, de lo que ellos despreciaban de sus presas. Sueños. Sueños absurdos y mortales que tenía Hocicudo.
Cuando vio el primer lobo, su sorpresa fue mayúscula. Aquél le oteaba subido a una peña. Vio pasar al perro pastor a su lado, asustado, ladrando con miedo, y comenzó a seguirle, sin prisa, con la paciente determinación del cazador que sabe que dispone de una técnica infalible. Hocicudo se revolvió contra él. Debía hacerlo ahora, y no esperar a que fuera toda la jauría la que se lanzase contra él. Era un ejemplar magnífico de lobo gris. No creía, sin embargo, que fuera el jefe de la manada. Se lanzó furioso contra él, pero aquel lobo cobarde simplemente volvió grupas y se marchó, desactivando automáticamente la acometida del perro. Este siguió su marcha, tras Ligeia y Licaón, cuyo rastro no había perdido. Pero pronto comprendió la clase de celada que se estaba tendiendo para él. Cada quinientos metros o así se encontraba, recortada contra la noche clara, la figura de un lobo que lo vigilaba desde lo alto de una peña. Estaba entrando en una trampa mortal hecha de lobos dispuestos a asesinarle. Por un segundo, Hocicudo sintió la intensa humillación de saberse presa de sus parientes, quienes lo trataban como si fuera una cabra o un ciervo, eludiendo el encuentro frente a frente, que es el modo como actuarían ante un igual. En lugar de eso, aquellos lobos le acechaban como una mera presa de caza. Y este descubrimiento sublevaba al perro pastor, que se creía con derecho a esperar al menos un enfrentamiento limpio y no una taimada cacería.
Finalmente llegó en su carrera a una hondonada resguardada por escarpaduras, poblada por robles y atravesada por una pequeña corriente de agua. Allí Hocicudo se encontró por fin con la jauría al completo.
- ¡¡No debéis temerme!! – ladró en cuanto identificó al macho dominante – ¡¡No he venido a haceros daño!! ¡¡Sólo quiero que me aceptéis entre vosotros!!
A la súplica de Hocicudo siguió un silencio profundo. El macho dominante, por fin visible, lo miraba con ojos penetrantes en la profundidad de la noche. Sin hablar, le decía que sabían a qué había venido, y que su delito no tenía redención ni expiación posible.
- ¡¡Por favor!! – siguió ladrando Hocicudo, presa de la desesperación – ¡¡Aceptadme!! ¡¡Ya no puedo volver a mi pueblo!!
- Desde luego, no volverás.
Quien dijo esto último fue Ligeia, que había aparecido de pronto en la hondonada y se dirigía al lugar en que Hocicudo se había detenido. Estaba más hermosa que nunca, arrebatadora, y Hocicudo sabía que todo merecía la pena por el privilegio de volver a verla.
- Quiero quedarme con vosotros – le dijo el perro a la loba.
- Sabes que es imposible. No debiste internarte en nuestro territorio. Ahora debes morir.
- ¡Pero es que yo…!
- ¡Ni lo digas! Uno no debe decir siempre lo que piensa. Ni debe atreverse a soñar con cosas que están más allá de su alcance. Tú no sólo lo has hecho, sino que has osado violar las leyes sagradas de mi clan, internándote en nuestro territorio. Y ahora morirás, pues es necesario.
Dicho esto, Ligeia dio la vuelta y trotó hondonada arriba. Pero Hocicudo la detuvo con un aullido estremecedor. Ligeia se volvió, justo a tiempo para oir estos ladridos salidos de los labios de su enamorado.
- Sé que no te merezco, y que merezco morir. No puedo permitir que eso ocurra sin haberte dicho a ti, y a todos vosotros, lobos del monte, que estáis perdidos, que el hombre tiene bien trazados los planes de vuestra destrucción, mediante el veneno y la cacería con sus terribles escopetas, y que necesitáis aliaros con nosotros, los perros, que somos de vuestra raza, que conocemos bien al hombre y sus artimañas, para salvaros. No te merezco, y merezco morir, pero, ¿lo merecéis vosotros?
Ligeia se quedó mirando, sin decir nada. Había hablado la presa, cosa que no debía haber sucedido. Ahora era preciso responder a su alocución. Esto correspondía al jefe de la manada, quien se subió a una peña que había en los alrededores, a la vista de todos y, tras aullar para reclamar la atención sobre sí, dijo lo siguiente:
- ¡Tú, perro pastor! Eres un presuntuoso creyendo que puedes salvarnos del hombre. Hace siglos que nos salvamos nosotros solos, sin ayuda de nadie. Tú no has violado nuestro territorio para ayudarnos en la lucha por nuestra supervivencia, sino para intentar pervertir nuestra simiente, seduciendo a una de nuestras hembras. No contabas con que ella te desprecia, como todos nosotros, ni que, sabiendo que tú los seguías, ella y su marido, Licaón, te han traído hasta aquí para que cayeras en nuestra celada. Eres un ingenuo y me eres simpático. Pero Ligeia tiene razón. Es necesario que mueras, o de lo contrario traerás aquí al hombre, y entonces sí que nuestra pérdida será segura.
Y dicho esto, se lanzó desde su peña dando ladridos cortos que pusieron en marcha a toda la jauría. Hocicudo supo que era su fin, pero trató de escapar. No había dado ni tres pasos cuando recibió la primera dentellada en un costado. Luego se unieron muchas más. Luchaba frenéticamente, dando zarpazos y lanzando sus fauces hacia sus atacantes. Pero estos eran demasiados y esquivaban sus mordiscos con facilidad. De pronto, sintió que una boca se agarraba a su garganta y comenzaba a asfixiarlo con un mordisco que parecía un beso sofocador. Era Ligeia, a la que el jefe de la manada había otorgado excepcionalmente el privilegio de matar a Hocicudo. Este pudo sentir su presencia, divina y mortal, y no luchó más. Si su amada lo mataba, él no debía resistirse.
lunes, 15 de septiembre de 2008
VIDA Y MUERTE; AMOR SIN PERDON
Hocicudo llevaba toda la noche siguiendo las huellas que iban dejando a su paso Ligeia y Licaón. El sol comenzaba a despuntar, y no parecía que pudiera darles alcance. No sabía muy bien por qué había cometido aquella locura, él que siempre había sido un perro tan sensato. ¿Qué haría, si los encontraba? Incluso en el caso de que estuvieran solos, seguían siendo dos fieros lobos contra él, un simple perro doméstico, bien plantado, fuerte, en forma, pero sólo uno y solo perro, mientras que Ligeia y Licaón pertenecían a la mítica raza de los cuentos infantiles, habían sido siempre el terror de los pastores, los devoradores de Caperucita Roja y de su abuela, los demonios del monte, animales que traían al hombre recuerdos del trasmundo. ¿Hablaría con ellos? ¿En qué lengua? ¿Se entenderían, ellos en lobuno y el en perruno? Y ¿qué les diría? Porque su presencia ante ellos no tendría ninguna justificación. No podía decir que estaba enamorado de ella, porque su compañero lo mataría. Ni siquiera se planteaba la posible respuesta de la loba a su demanda de amor. Y, si no se entendía con ellos, ¿qué haría? Luchar estaba fuera de cuestión. ¿Huir? ¡Qué cobardía! ¡Qué deshonor! No podía permitírselo. ¿Resignarse a ser agredido por los lobos y tratar de defenderse? Saldría mal parado del encuentro, de seguro. ¿Por qué se había metido en aquella aventura condenada, a todas luces, a un final cruel? Porque había sentido la llamada del destino, allá en el pueblo, mientras cuidaba las ovejas de Luis Ignacio. Así de simple. Hay destinos destructores, y el suyo, manifiestamente, lo era. Sin embargo, de algún modo el perro intuía que era mejor morir luchando por lo que quería, que quedarse en la seguridad del hogar, muerto en vida. De pronto, lo vio claro. A su amo le pasaba precisamente eso. Estaba vivo, pero se había muerto. “¡Qué extraño pensamiento! – ladraba interiormente Hocicudo – ¡Qué contradicción! ¿Cómo puede nadie estar vivo y a la vez muerto?” Pero su dueño lo estaba. Empezó a morirse hacía unos años, y ahora era un cadáver con apariencia de ser vivo, apenas semoviente por la obesidad. Y él, Hocicudo, se había encargado de mantenerlo en un estado presentable. Pero ya no lo haría más. No importaba cómo terminase su aventura con los lobos. Ahora el perro sabía que no regresaría nunca más al pueblo.
Entretanto, Ligeia y Licaón marchaban, tranquilos, del pueblo a la seguridad de su guarida en el monte. Habían olfateado hacía tiempo a Hocicudo, y sabían lo que tenían que hacer. Trotaban por las veredas con paso ligero y elegante, y de cuando en cuando se detenían para olfatear al perro pastor, que les seguía a distancia segura. Ya les había sucedido en otras ocasiones, y no habían perdonado. Lobos competidores habían intentado reemplazar a Licaón, y se habían encontrado enzarzados en una lucha a muerte con la pareja de lobos, unidos más allá de cualquier circunstancia, y preparados para asesinar a cualquiera que amenazara con perturbar su paz y la de sus lobeznos. Hocicudo estaba acercándose a su destrucción. Podrían asustarle, pero no serviría de nada, si estaba encelado. Terminaría por encontrar la lobera. Ligeia no podía permitirlo. Y Licaón estaba de acuerdo. Esperarían al momento propicio y atacarían a Hocicudo por sorpresa.
Entretanto, Ligeia y Licaón marchaban, tranquilos, del pueblo a la seguridad de su guarida en el monte. Habían olfateado hacía tiempo a Hocicudo, y sabían lo que tenían que hacer. Trotaban por las veredas con paso ligero y elegante, y de cuando en cuando se detenían para olfatear al perro pastor, que les seguía a distancia segura. Ya les había sucedido en otras ocasiones, y no habían perdonado. Lobos competidores habían intentado reemplazar a Licaón, y se habían encontrado enzarzados en una lucha a muerte con la pareja de lobos, unidos más allá de cualquier circunstancia, y preparados para asesinar a cualquiera que amenazara con perturbar su paz y la de sus lobeznos. Hocicudo estaba acercándose a su destrucción. Podrían asustarle, pero no serviría de nada, si estaba encelado. Terminaría por encontrar la lobera. Ligeia no podía permitirlo. Y Licaón estaba de acuerdo. Esperarían al momento propicio y atacarían a Hocicudo por sorpresa.
domingo, 14 de septiembre de 2008
EL ORIGEN DE LA GULA
La tarde pasó para Luis Ignacio con una sensación incómoda de no estar donde debía. Se sentía estúpido, impotente e inútil. Sin su perro, ya ni era pastor ni era hombre. ¿Cómo había llegado a aquel estado? Cuando era más joven había sido todo un atleta. Nadie le ganaba a la carrera, nadie lanzaba su cayado más lejos que él, nadie se echaba encima pesos mayores que él. Había ganado a los mejores mozos de la comarca en la competición de levantamiento de arado. Era joven, y fuerte, y gustaba mucho a las mozas. Pero nunca se casó. No quería sentirse atado por las obligaciones y los compromisos del matrimonio. Quería ser siempre libre para triscar con sus ovejas por los montes y volver a casa y estar tranquilo sin que nadie, y menos una mujer, le reprochara que no hubiera hecho esto, o que hubiera hecho aquello (precisamente lo contrario de lo que ella le había dicho). No podía soportar que una mujer se creyese con derecho a controlar su vida. Así que nunca se casó. Cuando le apremiaba el instinto, se iba al pueblo vecino, que era grande y contaba con un par de casas de lenocinio, y allí se saciaba por una temporada. En realidad, disfrutaba estando solo, en el campo, con Hocicudo (bueno, con el padre de Hocicudo, que también se llamaba Hocicudo) con su flauta pastoril y con aquel silencio salpicado de balidos y ladridos que era el acompañamiento perfecto para sus “solos” de flauta. Era lo que había hecho siempre, y le gustaba. Pero, con el tiempo, fue desarrollándose en su alma una extraña melancolía que él no era capaz de entender.
Todo comenzó el día de su cuadragésimo cumpleaños. Lo estaba celebrando como siempre, sólo en su valle con sus ovejas. Con el caramillo, se tocó a sí mismo el “cumpleaños feliz”. Al concluir, se quedó un buen rato abstraído. Algo no había ido bien aquel día. De pronto, sintió unas inexplicables ganas de que llegase la hora de guardar el ganado. Tuvo que esperar, porque no eran más de las cuatro de la tarde, y aquel día no anochecería antes de las ocho. Llegó la hora, y Luis Ignacio necesitó tratar con gente. Nunca le había importado ir al bar, si quedaba con compañeros para ver el fútbol o para jugar una partida de mus. Pero nunca antes lo había necesitado. Hoy, sí. No le gustó la sensación, pero no quiso indagar en sus posibles causas. Recogió sus ovejas, con la inestimable ayuda de Hocicudo (vamos, que le dio la orden al perro y éste hizo el trabajo) y se fue directo al bar. Había fútbol, gracias a Dios, y tenía hambre.
- ¿Qué va a ser?
- Quiero una doble con beicon y queso y una cocacola.
- ¡Marchando una doble con beicon y cocacola!
Cuando terminó su cena, pidió repetir. Una hora más tarde, abotargado y con la barriga llena, se fue a dormir.
Todo comenzó el día de su cuadragésimo cumpleaños. Lo estaba celebrando como siempre, sólo en su valle con sus ovejas. Con el caramillo, se tocó a sí mismo el “cumpleaños feliz”. Al concluir, se quedó un buen rato abstraído. Algo no había ido bien aquel día. De pronto, sintió unas inexplicables ganas de que llegase la hora de guardar el ganado. Tuvo que esperar, porque no eran más de las cuatro de la tarde, y aquel día no anochecería antes de las ocho. Llegó la hora, y Luis Ignacio necesitó tratar con gente. Nunca le había importado ir al bar, si quedaba con compañeros para ver el fútbol o para jugar una partida de mus. Pero nunca antes lo había necesitado. Hoy, sí. No le gustó la sensación, pero no quiso indagar en sus posibles causas. Recogió sus ovejas, con la inestimable ayuda de Hocicudo (vamos, que le dio la orden al perro y éste hizo el trabajo) y se fue directo al bar. Había fútbol, gracias a Dios, y tenía hambre.
- ¿Qué va a ser?
- Quiero una doble con beicon y queso y una cocacola.
- ¡Marchando una doble con beicon y cocacola!
Cuando terminó su cena, pidió repetir. Una hora más tarde, abotargado y con la barriga llena, se fue a dormir.
viernes, 5 de septiembre de 2008
LIGEIA: AMOR Y HAMBRE
Ligeia pasaba hambre. Un hambre de loba. El invierno había sido terrible, y la primavera no parecía más prometedora. Ella y su pareja, Licaón, se habían visto obligados en diversas oportunidades a acercarse al pueblo, en busca de alimento. Hacía tiempo que no se hacían ilusiones respecto a las ovejas que, guardadas en cerrados rediles, vigiladas por perros y hombres día y noche, balaban tranquilas su sumisa existencia y se sabían a salvo del colmillo del lobo. Ligeia y su compañero, Licaón, no bajaban al pueblo en busca de ovejas, sino más bien en busca de restos, de desperdicios dejados por los derrochadores humanos.
No había habido tiempos mejores. Desde su época de cachorro, Ligeia recordaba a sus augustos padres enseñarle las veredas y las horas de seguridad en que podía acercarse a los asentamientos humanos del valle, así como los lugares en que podía esperar encontrar una carcasa roída de pollo, una pierna de cordero reducida a huesos y cartílago, un jamón sin ultimar pero ya desechado, y otros extraños aunque alimenticios residuos dejados por los hombres: trozos de pan a medio comer, miguillas saladas de patatas fritas, mohosas porciones de queso y frutas y verduras podridas que los antaño orgullosos miembros de la manada de lobos a que pertenecían jamás se habrían dignado husmear siquiera en otro tiempo. Pero el hambre acosaba, y Ligeia no había conocido tiempos mejores. Para ella y para su joven compañero Licaón los vertederos de los pueblos eran una fuente tan legítima de abastecimiento como un supermercado para un humano cualquiera o como la mano del amo para cualquier perro.
Ligeia y Licaón vivían, pues, la mejor vida posible en aquel que era, en pensamiento digno de Spinoza, el mejor de los mundos posibles, pues no habían conocido otro. Correteaban el monte, en busca de algún conejo esquivo. Atrapaban ratas de campo y otros roedores, y en sus turbios sueños vespertinos imaginaban atrapar a la antigua usanza alguna inexistente pieza de caza mayor: algún corzo, algún venado, algún muflón, y si no, algún carnero doméstico. Luego, avanzada la noche, cuando sabían que los humanos se retiraban a descansar, bajaban al pueblo, en busca de sobras con que completar su exigua dieta.
Ligeia ya lo había notado muchas veces. Cada vez que bajaba al pueblo aquel perro la miraba de un modo especial. Ladraba a los lobos, porque su deber era espantarlos, alejarlos del pueblo y de las ovejas que tenía a su cuidado, pero la miraba sólo a ella. Ella lo sabía. En repetidas ocasiones se lo había indicado a Licaón, su compañero, con una significativa mirada. Licaón y Ligeia se amaban como sólo los lobos lo hacen: sin fisuras, para toda la vida, sin dudas, sin aventuras ni canas al aire. De todos modos, un simple perro, aunque sea un inteligente y apuesto perro pastor como Hocicudo, no tiene nada que hacer ante la pureza de linaje y la altivez aristocrática del lobo. Nada empece a estas consideraciones que el perro coma de lo mejor a manos de su dueño y el lobo tenga que arrastrarse por los estercoleros. La sangre es la sangre. Ligeia y Licaón lo sabían. Y Hocicudo, en el fondo, también.
Pero, sabiéndolo o sin saberlo, lo cierto es que el can de Luis Ignacio llevaba una temporada tan inquieto, tan íntimamente perturbado, asaltado por sueños obscenos en los que siempre aparecía la loba de sus amores, que apenas si podía concentrarse en su trabajo cotidiano de cuidador del rebaño. La última noche que vio a Ligeia fue decisiva para él. Por primera vez tuvo un mal pensamiento, producto de su amor descomedido. Pensó en abrir la cancela del redil para que aquella hermosa loba y su altivo compañero pudieran llevarse una oveja. Al fin y al cabo, ¿qué era una oveja para Luis Ignacio? ¿Sesenta, cien euros como mucho? Pero para aquellos hermosos animales, primos lejanos suyos, significaba una semana de vida y descanso de su triste vagar por el valle. Y para él significaba haber hecho algo por ella.
Ya iba Hocicudo a poner por obra su pensamiento, cuando los lobos detectaron su intención de moverse y, asustados, huyeron. Entonces el perro guardián salió repentinamente de su estado alienado y comprendió la gravedad de su acción. “Esto no puede seguir así – se ladró a sí mismo – He de poner remedio a este problema”. Y, sin perder un segundo más, se lanzó en persecución de la pareja de lobos en fuga.
No había habido tiempos mejores. Desde su época de cachorro, Ligeia recordaba a sus augustos padres enseñarle las veredas y las horas de seguridad en que podía acercarse a los asentamientos humanos del valle, así como los lugares en que podía esperar encontrar una carcasa roída de pollo, una pierna de cordero reducida a huesos y cartílago, un jamón sin ultimar pero ya desechado, y otros extraños aunque alimenticios residuos dejados por los hombres: trozos de pan a medio comer, miguillas saladas de patatas fritas, mohosas porciones de queso y frutas y verduras podridas que los antaño orgullosos miembros de la manada de lobos a que pertenecían jamás se habrían dignado husmear siquiera en otro tiempo. Pero el hambre acosaba, y Ligeia no había conocido tiempos mejores. Para ella y para su joven compañero Licaón los vertederos de los pueblos eran una fuente tan legítima de abastecimiento como un supermercado para un humano cualquiera o como la mano del amo para cualquier perro.
Ligeia y Licaón vivían, pues, la mejor vida posible en aquel que era, en pensamiento digno de Spinoza, el mejor de los mundos posibles, pues no habían conocido otro. Correteaban el monte, en busca de algún conejo esquivo. Atrapaban ratas de campo y otros roedores, y en sus turbios sueños vespertinos imaginaban atrapar a la antigua usanza alguna inexistente pieza de caza mayor: algún corzo, algún venado, algún muflón, y si no, algún carnero doméstico. Luego, avanzada la noche, cuando sabían que los humanos se retiraban a descansar, bajaban al pueblo, en busca de sobras con que completar su exigua dieta.
Ligeia ya lo había notado muchas veces. Cada vez que bajaba al pueblo aquel perro la miraba de un modo especial. Ladraba a los lobos, porque su deber era espantarlos, alejarlos del pueblo y de las ovejas que tenía a su cuidado, pero la miraba sólo a ella. Ella lo sabía. En repetidas ocasiones se lo había indicado a Licaón, su compañero, con una significativa mirada. Licaón y Ligeia se amaban como sólo los lobos lo hacen: sin fisuras, para toda la vida, sin dudas, sin aventuras ni canas al aire. De todos modos, un simple perro, aunque sea un inteligente y apuesto perro pastor como Hocicudo, no tiene nada que hacer ante la pureza de linaje y la altivez aristocrática del lobo. Nada empece a estas consideraciones que el perro coma de lo mejor a manos de su dueño y el lobo tenga que arrastrarse por los estercoleros. La sangre es la sangre. Ligeia y Licaón lo sabían. Y Hocicudo, en el fondo, también.
Pero, sabiéndolo o sin saberlo, lo cierto es que el can de Luis Ignacio llevaba una temporada tan inquieto, tan íntimamente perturbado, asaltado por sueños obscenos en los que siempre aparecía la loba de sus amores, que apenas si podía concentrarse en su trabajo cotidiano de cuidador del rebaño. La última noche que vio a Ligeia fue decisiva para él. Por primera vez tuvo un mal pensamiento, producto de su amor descomedido. Pensó en abrir la cancela del redil para que aquella hermosa loba y su altivo compañero pudieran llevarse una oveja. Al fin y al cabo, ¿qué era una oveja para Luis Ignacio? ¿Sesenta, cien euros como mucho? Pero para aquellos hermosos animales, primos lejanos suyos, significaba una semana de vida y descanso de su triste vagar por el valle. Y para él significaba haber hecho algo por ella.
Ya iba Hocicudo a poner por obra su pensamiento, cuando los lobos detectaron su intención de moverse y, asustados, huyeron. Entonces el perro guardián salió repentinamente de su estado alienado y comprendió la gravedad de su acción. “Esto no puede seguir así – se ladró a sí mismo – He de poner remedio a este problema”. Y, sin perder un segundo más, se lanzó en persecución de la pareja de lobos en fuga.
lunes, 1 de septiembre de 2008
EL MUNDO SEGUN HOCICUDO
Hocicudo se creía un perro feliz. Cada mañana, después de despertar a lengüetazo limpio a su dueño Luis Ignacio para que se pusiera en marcha y le abriera el redil de las ovejas, comenzaba una jornada de febril actividad pastoril. Luis Ignacio le caía bien: era un buen tipo, pero se había descuidado mucho. Cuando Hocicudo le fue entregado ocho años atrás, siendo aún un cachorro, Luis Ignacio era un hombre aún: entero, delgado, pero triste, a saber por qué. Fue acogido y cuidado como si fuera un hijo. Fue objeto de mimos y caricias, y a punto estuvo Luis Ignacio de consentirlo demasiado, hasta que recordó que necesitaba que fuera un buen perro pastor.
A partir de ese momento, Hocicudo percibió un cambio en su relación con su amo. Este le trataba con corrección, pero se acabaron las muestras de cariño. Al mismo tiempo, Luis Ignacio comenzó a engordar, hasta tal punto que Hocicudo se preguntó si no lo habrían castrado. Había oído decir que los perros castrados se ponían redondos, y se preguntaba si no le sucedería lo mismo a los humanos.
Ya no se movía como antes, ni ponía el mismo cuidado. Hocicudo comprendió que, tanto por su bien como por el de su amo, él debía esforzarse más. Correría más, ladraría más, gruñíría más y las tontas ovejas y sus tontos carneros harían todo lo que él quisiera. Y él, Hocicudo, siempre querría que pacieran la mejor hierba, que se pusieran cada vez más gordos, que estuvieran a salvo del lobo por las noches, encerrados en su redil, y que Luis Ignacio, el pastor hiperglucémico y metastasiado, tuviera siempre buenas ovejas que vender, buena leche para hacer mejores quesos y dinero contante y sonante en el bolsillo. Porque Hocicudo sabía de sobra que su bienestar dependía del de su amo. El no era un lobo solitario, acostumbrado a merodear por los basureros del pueblo o a cazar conejos para subsistir. Había visto ya uno o dos de aquellos magníficos pero algo tímidos animales. No le gustaban, y siempre les asustaba con gruñidos y ladridos. Era raro, porque los hombres los temían como si se tratara de monstruos, pero en realidad eran una versión primitiva y deficiente de un buen perro pastor. El los había visto, había cruzado su mirada con la de ellos, y francamente, no era para tanto. Aunque aquella loba…
A partir de ese momento, Hocicudo percibió un cambio en su relación con su amo. Este le trataba con corrección, pero se acabaron las muestras de cariño. Al mismo tiempo, Luis Ignacio comenzó a engordar, hasta tal punto que Hocicudo se preguntó si no lo habrían castrado. Había oído decir que los perros castrados se ponían redondos, y se preguntaba si no le sucedería lo mismo a los humanos.
Ya no se movía como antes, ni ponía el mismo cuidado. Hocicudo comprendió que, tanto por su bien como por el de su amo, él debía esforzarse más. Correría más, ladraría más, gruñíría más y las tontas ovejas y sus tontos carneros harían todo lo que él quisiera. Y él, Hocicudo, siempre querría que pacieran la mejor hierba, que se pusieran cada vez más gordos, que estuvieran a salvo del lobo por las noches, encerrados en su redil, y que Luis Ignacio, el pastor hiperglucémico y metastasiado, tuviera siempre buenas ovejas que vender, buena leche para hacer mejores quesos y dinero contante y sonante en el bolsillo. Porque Hocicudo sabía de sobra que su bienestar dependía del de su amo. El no era un lobo solitario, acostumbrado a merodear por los basureros del pueblo o a cazar conejos para subsistir. Había visto ya uno o dos de aquellos magníficos pero algo tímidos animales. No le gustaban, y siempre les asustaba con gruñidos y ladridos. Era raro, porque los hombres los temían como si se tratara de monstruos, pero en realidad eran una versión primitiva y deficiente de un buen perro pastor. El los había visto, había cruzado su mirada con la de ellos, y francamente, no era para tanto. Aunque aquella loba…
martes, 26 de agosto de 2008
¡JODER CON LAS OVEJAS!
Luis Ignacio era un pastorcillo de esos de flauta y zurrón. Habría quedado de fábula en un Belén, llevando a hombros una rolliza y apestosa oveja para ofrecérsela al Niño Jesús, o mejor a San José, que a buen seguro sabría dar cuenta del animal.
Pero Luis Ignacio era un pastorcillo de casi cincuenta años y unos ciento veinte kilos de peso. Ya peinaba canas y verle con la flauta en los labios resultaba casi una incongruencia. No era posible explicarse cómo un homo burgerkingensis como él podía correr detrás del rebaño sin rodar por laderas, tropezar con peñascos y resbalar en riachos. El propio Luis Ignacio se maravillaba de su buena suerte. Miraba a sus ovejas queridas y pensaba: "¡qué buena es esta vida conmigo!". Ayudado por su fiel perro pastor, de nombre "Hocicudo" por obvias razones que no es necesario explicar, reunía sus ovejas y su par de carneros y los llevaba al redil. Feliz tras haber cumplido su jornada, se iba al Bar de Pepe, donde le ponían las hamburguesas más grasientas y las cocacolas más interminables del pueblo. Y allí, comiendo hamburguesa tras hamburguesa, y bebiendo cocacola tras cocacola, se quedaba el buen hombre, hasta que un sopor antinatural, una especie de coma hiperglucémico, le obligaba a abandonar el local para irse a su cama a eso de las diez, porque a las cuatro y media de la mañana siguiente debía estar de nuevo en planta para sacar su rebaño a pastar.
Pero a la mañana siguiente se produjo un cambio imprevisto en su rutina. Hocicudo no estaba. Había olisqueado una hembra en celo, la primera que se pasaba en meses por aquella zona, y Luis Ignacio no había tenido la previsión de atar a su perro, pues no recordaba que se acercaba la época en que los machos huyen de sus hogares en pos de su destino biológico. Luis Ignacio no entendía nada de destinos biológicos, pues él se había "quedado para cuidar ovejas", como le decían en tono de guasa sus amigos del Bar de Pepe. Así que se le puede disculpar por haberse olvidado por una vez de las prevenciones mínimas necesarias ante los previsibles desboques instintivos de su perro.
Ese día, por tanto, Luis Ignacio tuvo que llevar él mismo a sus ovejas al prado. Y entonces se dio cuenta. Sin Hocicudo, sus ovejas no daban un solo paso fuera del redil. Su vida feliz de pastor obeso e hiperglucémico estaba sufriendo el mayor revés que imaginar cabía, porque hasta entonces Luis Ignacio siempre había creído que él era el dueño del rebaño. Ahora comprendía que esa prerrogativa sólo correspondía a su díscolo perro, y que él no era más que el titular nominal de unas ovejas que no le hacían ni caso, y que respondían a sus aspavientos de gordo con "beees" de chufla.
No había nada que hacer, así que volvió a cerrar la cancela y se fue al Bar de Pepe, a desayunar. Pepe no le esperaba tan temprano, así que se sorprendió sobremanera al verle entrar atravesando cabizbajo la cortinilla de cuentas de toda la vida, la de los bares de toda la vida que ya no se ve más que en los pueblos muertos de asco del interior del país.
- ¡Pero bueno! ¡Tú, aquí, a estas horas! ¡Y qué mala cara traes!
Luis Ignacio no respondió a este saludo tan inusual, por matinal y por la extrañeza manifestada con él, sino que se dirigió a una de las mesitas, sentándose con dificultad en el taburetito que Pepe, con bastante mala uva, ponía para que los gordos se cayeran al suelo.
- ¡Bueno! ¿Qué va a ser?
Pero hoy Luis Ignacio no estaba de humor para darse atracones.
- Un cortadito, por favor.
- ¿Nada más?
- No.
Pepe sirvió a Luis Ignacio su cortado, que éste se bebió en silencio. Luego pagó y se marchó.
Se dirigió a su casa. No tenía nada mejor que hacer, así que se tendió en su jergón y, como es natural, se quedó dormido.
Y durmiendo, tuvo sueños. En uno de ellos, se acercaba al redil de sus ovejas, y las miraba melancólicamente. De pronto, una de las ovejas, una de las más viejas, grande y carinegra, se le acercó, y antes de que Luis Ignacio pudiera decir pú ni mú, se irguió sobre sus dos patas (traseras), y le habló con voz ovina.
- ¿Y cuaaaándo vaaaas a haceeeer aaaaalgo?
Luis Ignacio se despertó sobresaltado y sudoroso en su jergón. Era casi la hora del almuerzo, pero seguía sin hambre.
Continuará, un día de estos...
Pero Luis Ignacio era un pastorcillo de casi cincuenta años y unos ciento veinte kilos de peso. Ya peinaba canas y verle con la flauta en los labios resultaba casi una incongruencia. No era posible explicarse cómo un homo burgerkingensis como él podía correr detrás del rebaño sin rodar por laderas, tropezar con peñascos y resbalar en riachos. El propio Luis Ignacio se maravillaba de su buena suerte. Miraba a sus ovejas queridas y pensaba: "¡qué buena es esta vida conmigo!". Ayudado por su fiel perro pastor, de nombre "Hocicudo" por obvias razones que no es necesario explicar, reunía sus ovejas y su par de carneros y los llevaba al redil. Feliz tras haber cumplido su jornada, se iba al Bar de Pepe, donde le ponían las hamburguesas más grasientas y las cocacolas más interminables del pueblo. Y allí, comiendo hamburguesa tras hamburguesa, y bebiendo cocacola tras cocacola, se quedaba el buen hombre, hasta que un sopor antinatural, una especie de coma hiperglucémico, le obligaba a abandonar el local para irse a su cama a eso de las diez, porque a las cuatro y media de la mañana siguiente debía estar de nuevo en planta para sacar su rebaño a pastar.
Pero a la mañana siguiente se produjo un cambio imprevisto en su rutina. Hocicudo no estaba. Había olisqueado una hembra en celo, la primera que se pasaba en meses por aquella zona, y Luis Ignacio no había tenido la previsión de atar a su perro, pues no recordaba que se acercaba la época en que los machos huyen de sus hogares en pos de su destino biológico. Luis Ignacio no entendía nada de destinos biológicos, pues él se había "quedado para cuidar ovejas", como le decían en tono de guasa sus amigos del Bar de Pepe. Así que se le puede disculpar por haberse olvidado por una vez de las prevenciones mínimas necesarias ante los previsibles desboques instintivos de su perro.
Ese día, por tanto, Luis Ignacio tuvo que llevar él mismo a sus ovejas al prado. Y entonces se dio cuenta. Sin Hocicudo, sus ovejas no daban un solo paso fuera del redil. Su vida feliz de pastor obeso e hiperglucémico estaba sufriendo el mayor revés que imaginar cabía, porque hasta entonces Luis Ignacio siempre había creído que él era el dueño del rebaño. Ahora comprendía que esa prerrogativa sólo correspondía a su díscolo perro, y que él no era más que el titular nominal de unas ovejas que no le hacían ni caso, y que respondían a sus aspavientos de gordo con "beees" de chufla.
No había nada que hacer, así que volvió a cerrar la cancela y se fue al Bar de Pepe, a desayunar. Pepe no le esperaba tan temprano, así que se sorprendió sobremanera al verle entrar atravesando cabizbajo la cortinilla de cuentas de toda la vida, la de los bares de toda la vida que ya no se ve más que en los pueblos muertos de asco del interior del país.
- ¡Pero bueno! ¡Tú, aquí, a estas horas! ¡Y qué mala cara traes!
Luis Ignacio no respondió a este saludo tan inusual, por matinal y por la extrañeza manifestada con él, sino que se dirigió a una de las mesitas, sentándose con dificultad en el taburetito que Pepe, con bastante mala uva, ponía para que los gordos se cayeran al suelo.
- ¡Bueno! ¿Qué va a ser?
Pero hoy Luis Ignacio no estaba de humor para darse atracones.
- Un cortadito, por favor.
- ¿Nada más?
- No.
Pepe sirvió a Luis Ignacio su cortado, que éste se bebió en silencio. Luego pagó y se marchó.
Se dirigió a su casa. No tenía nada mejor que hacer, así que se tendió en su jergón y, como es natural, se quedó dormido.
Y durmiendo, tuvo sueños. En uno de ellos, se acercaba al redil de sus ovejas, y las miraba melancólicamente. De pronto, una de las ovejas, una de las más viejas, grande y carinegra, se le acercó, y antes de que Luis Ignacio pudiera decir pú ni mú, se irguió sobre sus dos patas (traseras), y le habló con voz ovina.
- ¿Y cuaaaándo vaaaas a haceeeer aaaaalgo?
Luis Ignacio se despertó sobresaltado y sudoroso en su jergón. Era casi la hora del almuerzo, pero seguía sin hambre.
Continuará, un día de estos...
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