jueves, 18 de septiembre de 2008

ESTERTORES DE UNA VIDA (FINAL DE ESTA FABULA IMPROBABLE)

En el pueblo, el Alcalde había desplegado las fuerzas de la policía local, rodeando la casa de Luis Ignacio. Había ido a verle por la mañana, y le había advertido formalmente de que debía tomar medidas inmediatas, o de lo contrario entraría por la fuerza en su redil y procedería a sacrificar el ganado enfermo. El pastor lo recibió de muy malos modos. Le dijo que él no debía entrometerse en sus asuntos, que sus ovejas estaban bien atendidas, que tan sólo estaba esperando el regreso de su perro pastor para que pudieran salir al prado, y que se marchara y le dejara tranquilo. El Alcalde se llevó una muy mala impresión del vecino. Llevaba días, se notaba, sin ducharse ni afeitarse. Estaba sucio y olía mal. Comprendió que era inútil seguir concediéndole plazos, pues había enloquecido, y resolvió prontamente llamar a sus técnicos de sanidad animal y a la policía, por si se producía algún tipo de resistencia violenta por parte de Luis Ignacio. Este, al ver que el Ayuntamiento en pleno venía a por él, salió de su casa, provisto de una estaca, con la que pensaba defender su propiedad. Era su primera muestra de actividad desde la marcha de Hocicudo, y se reveló tan inútil que quizá habría sido mejor que hubiera seguido sentado en su sofá, delante del televisor.

El Alcalde ordenó la detención de Luis Ignacio, quien fue conducido al calabozo del cuartel de la Guardia Civil del pueblo. Todos le conocían, y todos sentían compasión por aquel hombre echado a perder. Su intento de agresión no tenía gran importancia, y probablemente se saldaría con una multa. Pero su vida entera estaba deshecha. Un día recibió la visita de Leocadia, una prima suya que vivía en otro pueblo. Durante un tiempo se dijo que los dos se entendían, y se especuló con una boda inminente. Sin embargo, no sucedió nada. Leocadia conoció a un transportista de la capital y se casó con él. Habían tenido tres hijos. Uno de ellos murió de sobredosis. Los otros dos emigraron a Alemania. Ahora ella y su marido vivían solos en la capital. Al enterarse de los tristes acontecimientos en la vida de su primo, Leocadia decidió que era tiempo de hacerle una visita. Cuando lo vio en el calabozo, gordo, sucio, desastrado y con la mirada perdida, no reconoció al hombretón con el que tiempo atrás había salido.

- Pero ¿qué es lo que te ha pasado? – la pregunta brotó espontánea de sus labios, sin mediación reflexiva.
- No sé.
- ¡Descuidar así tu medio de vida! ¡Y enfrentarte a la policía con una estaca! ¿En qué estabas pensando?
- No pensaba.
- Y ¿no te parece que ya va siendo hora?
- No sé.

Luis Ignacio miraba a la que un día fue su novia: gorda, envejecida, con el pelo teñido y unas gafas horrorosas que afeaban un rostro que en tiempos fue bello. No se le ocurrió pensar otra cosa sino “¡De buena me he librado!”