domingo, 14 de septiembre de 2008

EL ORIGEN DE LA GULA

La tarde pasó para Luis Ignacio con una sensación incómoda de no estar donde debía. Se sentía estúpido, impotente e inútil. Sin su perro, ya ni era pastor ni era hombre. ¿Cómo había llegado a aquel estado? Cuando era más joven había sido todo un atleta. Nadie le ganaba a la carrera, nadie lanzaba su cayado más lejos que él, nadie se echaba encima pesos mayores que él. Había ganado a los mejores mozos de la comarca en la competición de levantamiento de arado. Era joven, y fuerte, y gustaba mucho a las mozas. Pero nunca se casó. No quería sentirse atado por las obligaciones y los compromisos del matrimonio. Quería ser siempre libre para triscar con sus ovejas por los montes y volver a casa y estar tranquilo sin que nadie, y menos una mujer, le reprochara que no hubiera hecho esto, o que hubiera hecho aquello (precisamente lo contrario de lo que ella le había dicho). No podía soportar que una mujer se creyese con derecho a controlar su vida. Así que nunca se casó. Cuando le apremiaba el instinto, se iba al pueblo vecino, que era grande y contaba con un par de casas de lenocinio, y allí se saciaba por una temporada. En realidad, disfrutaba estando solo, en el campo, con Hocicudo (bueno, con el padre de Hocicudo, que también se llamaba Hocicudo) con su flauta pastoril y con aquel silencio salpicado de balidos y ladridos que era el acompañamiento perfecto para sus “solos” de flauta. Era lo que había hecho siempre, y le gustaba. Pero, con el tiempo, fue desarrollándose en su alma una extraña melancolía que él no era capaz de entender.

Todo comenzó el día de su cuadragésimo cumpleaños. Lo estaba celebrando como siempre, sólo en su valle con sus ovejas. Con el caramillo, se tocó a sí mismo el “cumpleaños feliz”. Al concluir, se quedó un buen rato abstraído. Algo no había ido bien aquel día. De pronto, sintió unas inexplicables ganas de que llegase la hora de guardar el ganado. Tuvo que esperar, porque no eran más de las cuatro de la tarde, y aquel día no anochecería antes de las ocho. Llegó la hora, y Luis Ignacio necesitó tratar con gente. Nunca le había importado ir al bar, si quedaba con compañeros para ver el fútbol o para jugar una partida de mus. Pero nunca antes lo había necesitado. Hoy, sí. No le gustó la sensación, pero no quiso indagar en sus posibles causas. Recogió sus ovejas, con la inestimable ayuda de Hocicudo (vamos, que le dio la orden al perro y éste hizo el trabajo) y se fue directo al bar. Había fútbol, gracias a Dios, y tenía hambre.

- ¿Qué va a ser?
- Quiero una doble con beicon y queso y una cocacola.
- ¡Marchando una doble con beicon y cocacola!

Cuando terminó su cena, pidió repetir. Una hora más tarde, abotargado y con la barriga llena, se fue a dormir.