lunes, 15 de septiembre de 2008

VIDA Y MUERTE; AMOR SIN PERDON

Hocicudo llevaba toda la noche siguiendo las huellas que iban dejando a su paso Ligeia y Licaón. El sol comenzaba a despuntar, y no parecía que pudiera darles alcance. No sabía muy bien por qué había cometido aquella locura, él que siempre había sido un perro tan sensato. ¿Qué haría, si los encontraba? Incluso en el caso de que estuvieran solos, seguían siendo dos fieros lobos contra él, un simple perro doméstico, bien plantado, fuerte, en forma, pero sólo uno y solo perro, mientras que Ligeia y Licaón pertenecían a la mítica raza de los cuentos infantiles, habían sido siempre el terror de los pastores, los devoradores de Caperucita Roja y de su abuela, los demonios del monte, animales que traían al hombre recuerdos del trasmundo. ¿Hablaría con ellos? ¿En qué lengua? ¿Se entenderían, ellos en lobuno y el en perruno? Y ¿qué les diría? Porque su presencia ante ellos no tendría ninguna justificación. No podía decir que estaba enamorado de ella, porque su compañero lo mataría. Ni siquiera se planteaba la posible respuesta de la loba a su demanda de amor. Y, si no se entendía con ellos, ¿qué haría? Luchar estaba fuera de cuestión. ¿Huir? ¡Qué cobardía! ¡Qué deshonor! No podía permitírselo. ¿Resignarse a ser agredido por los lobos y tratar de defenderse? Saldría mal parado del encuentro, de seguro. ¿Por qué se había metido en aquella aventura condenada, a todas luces, a un final cruel? Porque había sentido la llamada del destino, allá en el pueblo, mientras cuidaba las ovejas de Luis Ignacio. Así de simple. Hay destinos destructores, y el suyo, manifiestamente, lo era. Sin embargo, de algún modo el perro intuía que era mejor morir luchando por lo que quería, que quedarse en la seguridad del hogar, muerto en vida. De pronto, lo vio claro. A su amo le pasaba precisamente eso. Estaba vivo, pero se había muerto. “¡Qué extraño pensamiento! – ladraba interiormente Hocicudo – ¡Qué contradicción! ¿Cómo puede nadie estar vivo y a la vez muerto?” Pero su dueño lo estaba. Empezó a morirse hacía unos años, y ahora era un cadáver con apariencia de ser vivo, apenas semoviente por la obesidad. Y él, Hocicudo, se había encargado de mantenerlo en un estado presentable. Pero ya no lo haría más. No importaba cómo terminase su aventura con los lobos. Ahora el perro sabía que no regresaría nunca más al pueblo.

Entretanto, Ligeia y Licaón marchaban, tranquilos, del pueblo a la seguridad de su guarida en el monte. Habían olfateado hacía tiempo a Hocicudo, y sabían lo que tenían que hacer. Trotaban por las veredas con paso ligero y elegante, y de cuando en cuando se detenían para olfatear al perro pastor, que les seguía a distancia segura. Ya les había sucedido en otras ocasiones, y no habían perdonado. Lobos competidores habían intentado reemplazar a Licaón, y se habían encontrado enzarzados en una lucha a muerte con la pareja de lobos, unidos más allá de cualquier circunstancia, y preparados para asesinar a cualquiera que amenazara con perturbar su paz y la de sus lobeznos. Hocicudo estaba acercándose a su destrucción. Podrían asustarle, pero no serviría de nada, si estaba encelado. Terminaría por encontrar la lobera. Ligeia no podía permitirlo. Y Licaón estaba de acuerdo. Esperarían al momento propicio y atacarían a Hocicudo por sorpresa.