martes, 24 de marzo de 2009

SIN VELATORIO

Al despertar aquella mañana, ella dormía aún. El se levantó despacio, y fue al cuarto de baño. Abrió la tapa del wáter, desabrochó la bragueta del pijama y orinó. Luego se lavó la cara con agua fría y sin jabón. Al terminar, se miró al espejo. Se vio viejo, y sintió tristeza. Bajó la mirada y salió con paso torpe en dirección a la cocina. Abrió la alacena, y sacó el bote de café. Era un viejo recipiente de plástico amarillo, con tapa roja, al que su mujer le había quitado la etiqueta. Abrió el filtro de la cafetera eléctrica y lo llenó de café molido. Luego llenó el depósito de agua y conectó el aparato. Regresó a la alcoba.

Manuela seguía durmiendo. Su expresión era la de un bebé. Siempre, desde la primera noche que durmió con ella, había notado esa peculiaridad del rostro de su mujer. De algún modo tenía que ver con la estabilidad, con la apacibilidad de su vida matrimonial. Durante cuarenta y siete años, no habían reñido de veras ni una sola vez. Pequeños enfados sí que habían tenido, pero jamás una desavenencia seria. El creía que se debía a que ella lo hechizó en la misma noche de bodas. Para ella era la primera vez, y él tuvo que conducirla con cuidado por los recovecos del sexo. Cuando terminaron, durmieron. A la mañana siguiente, él despertó primero, y pudo contemplar el rostro moreno de su esposa. Siempre le había parecido que era una mujer guapísima, pero ahora había algo en aquel rostro que no era perceptible cuando estaba despierta: la especial belleza de los inocentes. Desde entonces, estuvo seguro de algo que ya sospechaba: era tan buena como un pedazo de pan. Ese fue el hechizo que su mujer operó en él.

Aún surtía efecto. Con ochenta y cuatro años él, y ochenta ella, cuando la veía dormir se sentía el hombre más feliz de la creación, y su larga vida de sacrificio, la pérdida de sus hijos y nietos bajo la guadaña de la muerte por la droga en aquel barrio abandonado de El Polvorín, y la pobreza asfixiante en que habían vivido todos aquellos años, no significaban nada en comparación con aquel sentimiento. Manuela había sido su bendición, y así lo iba declarando, ufano, a sus amigos del barrio de la Isleta, a sus compañeros barrenderos mientras fue un hombre útil a la sociedad, y a los asistentes sociales, ahora que eran dos ancianos asolados por la enfermedad y por los años.

La miró de nuevo, y una lágrima de triste dulzura escapó de su ojo reseco. “Qué viejos nos hemos hecho, y qué solos estamos”, pensó. Veía a su mujer doblada por la edad, liviana y frágil, acurrucada en la cama desvencijada como un perrito ciego, y le venía a la memoria la imagen de aquella joven de la que se enamoró con treinta años. Recordaba su pelo negro azabache, sus pechos firmes, su andar felino, y sobre todo aquellos ojos negros, enormes, abrasadores pero siempre velados por dos párpados de terciopelo, que impedían a los transeúntes morir víctimas de aquella irradiación.

Ahora era él quien tenía la vista nublada, no sólo por las lágrimas de viejo, sino también por las cataratas, que no se había podido operar, porque llevaba casi tres años en lista de espera. Aquellas cataratas malditas eran las responsables de que de cuando en cuando se diera un golpe contra la esquina del armario, o de que tropezara en el desnivel que había entre el cuarto de baño y el pasillo, resultado de una obra de cambio de suelo un tanto chapucera que habían encargado años atrás. Y también eran responsables de que Chicho no advirtiera al primer golpe de vista el hilo de vómito que salía de los labios de Manuela y que desembocaba en una mancha acidulenta que impregnaba sábanas y colchón. Sólo tras acercarse para besarla y marchar a por el café, pudo advertir el olor inconfundible, y luego fijarse bien y ver que había vomitado mientras dormía.

Fue a la cocina, a toda la velocidad que le permitían sus miembros de anciano. Apagó la cafetera y tomó una bayeta. Regresó al dormitorio y procedió a hacer una limpieza de urgencia del fluido vertido sobre la cama. Luego limpió con su pañuelo los labios y el rostro de Manuela, y se dispuso a desplazarla al lado limpio. Fue entonces cuando sintió algo raro, que lo alarmó. “La pobre ha cogido frío esta noche”, pensó. “Está enferma”. Con grandes esfuerzos, consiguió moverla. Luego la tapó bien con las sábanas y con la manta. Volvió a besarla, esta vez en la frente, y fue a la salita, para llamar a su hija.

- ¿Sí? – Eran sólo las seis de la mañana y la voz de Anahí era un simple susurro soñoliento.
- Hija, mamá se ha puesto malita.
- ¿Qué le pasa? – la voz despertó de pronto, y se volvió dura y nítida.
- Ha vomitado, y está fría. Hija, voy a llamar a urgencias.
- Espera, papá. En seguida estoy allí. No llames a nadie hasta que haya llegado… ¿Me oyes? – el hombre estaba, además de algo ciego, también algo sordo.
- Sí, hija. Aquí te espero. Ven pronto.

Caminó de nuevo en dirección a la alcoba. Volvió a palpar el rostro y las manos de su mujer, en busca de signos de mejoría. Pero Manuela seguía helada.

Cuando llegó Anahí, su padre ya estaba bastante seguro de que Manuela había fallecido la noche anterior. Lo encontró sentado al lado de la cama, con una de sus manos enlazada en la de ella. Le dirigió una mirada febril y le dijo: “Ya se fue, niña mía, ya no sufrirá más”. Al oír estas palabras, su hija se cogió el rostro, intentando impedir que el dolor se lo descompusiera. El que luego hubieran de esperar veintiséis horas a que llegaran los del Ayuntamiento a llevarse el cuerpo, el que no pudieran hacerle un velatorio como es debido en una de esas fábricas de funerales informatizadas, eso queda sólo para que los periódicos vendan ejemplares.

lunes, 23 de marzo de 2009

"¡VENGA!"

- ¡Hombre! ¿Qué tal va eso?
- ¡Aquí estamos! ¡tirando del carro!
- ¿Y la familia?
- ¡Estupendamente! ¿Y la tuya?
- ¡De fábula!
- ¡Pues a seguir bien!
- ¡Lo mismo digo!
- ¡Venga!
- ¡Venga!

En cualquier parte del país se oye a nuestros compatriotas despedirse de esta manera cuando se cruzan por la calle. Incluso en las conversaciones telefónicas pilladas al desgaire de los teléfonos móviles de los españolitos oímos ese "¡venga!" dicho a modo de despedida, pero que a quien esto escribe le suena a "¡Hala, que ya está bien!" o a "nos tenemos demasiada confianza como para andarnos con etiquetas".

Lo cierto es que, lo que en un principio me pareció una más de las formas en que se manifiesta el desparpajo nacional, ha acabado por convertirse en una muletilla sumamente molesta y que empieza a "sonar mal". No se trata de que nos convirtamos a la cursilería en los saludos, ni tampoco de que empecemos a hacer de censores del habla popular. Quiero decir: se trata de una moda, que pasará como tantas otras antes. A mi parecer, es una moda muy desafortunada. Si a alguien más se lo parece, podríamos intentar dejar de despedirnos de nuestros conocidos, amigos, novias, legítimas, hermanos y parientes de toda índole con un "¡venga!".

viernes, 13 de marzo de 2009

IMPORTANTES PALABRAS SOBRE EL AMOR DE CARSON McCULLERS

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y autosuficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya un abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una chica desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia unloco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y cualidad de todo amor.

Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.
Carson McCULLERS, Balada del Café Triste, en El Aliento del Cielo, Barcelona, Seix Barral, 2008, 327-388, págs. 349-350.



Es gracias a Firmin que conozco la obra de Carson McCullers. Bueno, acabo de empezar a conocerla. Los lectores de los blogs de Firmin seguro que habréis leído cosas sobre El Corazón es un cazador solitario en Paralajes 365. Allí hay un extracto de esta obra. Yo he empezado por la recopilación de sus cuentos y sus nouvelles, y estoy francamente maravillado ante la rara perfección de la narrativa de esta autora estadounidense.

El pasaje que transcribo me llamó la atención, en primer lugar, porque coincide con reflexiones que yo, y supongo que todos, nos hemos hecho alguna vez. Revolviendo en mi diario, me parece que hay algun pasaje de contenido parecido al que reproduzco al principio.

(01/05/05)
"...usualmente la causa de la atracción que otra persona ejerce sobre uno está en uno mismo, casi tanto o más que en la persona deseada. Si buscas en tu interior, con seguridad encontrarás la raíces de la impresión que el mundo exterior te produce. No es acertado olvidar que en la atracción no hay un sujeto atrayente y un objeto atraído, sino que usualmente el sujeto atraído es el activo, y el atrayente lo es más en calidad de objeto que de sujeto. Basta modificar una pequeña partícula de la actitud de uno hacia el mundo exterior, y el atractivo del otro puede desaparecer con la misma facilidad con la que surgió".

Naturalmente, no es exactamente lo mismo. Tampoco reclamo los laureles de la genialidad por haber escrito esto tiempo atrás. Sólo se parece, y por eso me llama la atención el texto de McCullers. Pero, lo mejor, en mi opinión, no es tanto el contenido (que es profundo, y merece detenerse a reflexionar detenidamente sobre el) como la forma, perfecta, en que está escrito.

domingo, 1 de marzo de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (6)

-Bien, Señor Tach, ¿cómo se explica usted el éxito extraordinario de sus obras en todo el mundo?
-No me lo explico.
-Vamos, seguro que habrá tenido tiempo de pensar en ello e imaginar las respuestas.
-No.
-¿No? ¿Ha vendido millones de ejemplares en China, y eso no le ha hecho reflexionar?
-Cada día, las fábricas de armamento venden miles de misiles en todo el mundo, y eso tampoco les hace reflexionar.
-Eso no tiene nada que ver.
-¿Usted cree? El paralelismo, sin embargo, salta a la vista. Esa acumulación, por ejemplo: se habla de carrera armamentística, también debería hablarse de "carrera literaria". Es un argumento de peso como cualquier otro: cada pueblo enarbola su escritor o sus escritores como si fueran cañones. Tarde o temprano me enarbolarán, a mí también, y le sacarán brillo a mi premio Nobel.
-Si lo cree así, estoy de acuerdo. Pero, gracias a Dios, la literatura resulta menos nociva.
-No la mía. La mía es más nociva que la guerra.
-¿No se estará adulando a sí mismo?
-Alguien tiene que hacerlo, ya que soy el único lector capaz de comprenderme. Sí, mis libros son más nocivos que una guerra, ya que dan ganas de morir, mientras que la guerra, ella, da ganas de vivir. Después de leerme, la gente debería suicidarse.
-¿Y cómo se explica que no lo haga?
-Esto, en cambio, lo explico muy fácilmente: se debe a que nadie me lee. En el fondo, puede que ésta sea la razón de mi extraordinario éxito: si soy famoso, querido, es porque nadie me lee.
-¡Menuda paradoja!
-Al contrario: si esos infelices hubieran intentado leerme, me habrían tomado ojeriza y, para vengarse del esfuerzo que les habría infligido, me habrían condenado a las mazmorras. Mientras que, al no leerme, les parezco relajante y, en consecuencia, simpático y digno de éxito.
-He aquí un razonamiento extraordinario.
-Pero irrefutable. Mire, tomemos a Homero: nunca ha sido tan famoso como ahora. Sin embargo, ¿conoce a muchos lectores que de verdad hayan leído La Ilíada y la auténtica Odisea? Un puñado de filólogos calvos, nada más, porque no irá usted a considerar lectores a los raros estudiantes dormidos que aún balbucean a Homero sobre los bancos del instituto pensando exclusivamente en Dépêche Mode o en el sida. Y, precisamente por eso, Homero es la referencia.
-Suponiendo que eso sea cierto, ¿le parece una buena razón? ¿No le parece más bien penoso?
-Excelente, insisto. ¿Acaso no resulta reconfortante, para un auténtico, un puro, un gran, un genial escritor como yo, saber que nadie le lee? ¿Que nadie ensucia, con su grosera mirada, las maravillas que he dado a luz desde lo más recóndito de mi ser y de mi soledad?
-Para evitar esa mirada grosera, ¿no habría sido más sencillo no editar nada en absoluto?
-Demasiado fácil. No, mire usted, la cima del refinamiento es vender millones de ejemplares y no ser leído.
-Sin contar el dinero que habrá ganado.
-Es cierto. Me gusta mucho el dinero.
-¿A usted le gusta el dinero?
-Sí. Resulta fascinante. Nunca le he encontrado utilidad alguna, pero me encanta mirarlo. Una moneda de cinco francos es hermosa como una margarita.
-Nunca se me habría ocurrido semejante comparación.
-Normal, usted no es premio Nobel de Literatura.
-En el fondo, ese premio Nobel, ¿mo le parece que desmonta su teoría? ¿Tendrá que admitir que, por lo menos, ej jurado del Nobel sí le ha leído?
-Nada es menos seguro. Pero, en el supuesto de que los miembros del jurado me hubieran leído, crea usted que eso no cambia en nada mi teoría. Hay muchas personas que llevan la sofisticación hasta el extremo de leer sin leer. Como hombres-rana, atraviesan los libros sin mojarse lo más mínimo.
-Sí, ya habló de eso en una entrevista anterior.
-Son los lectores-rana. Constituyen la inmensa mayoría de los lectores humanos y, sin embargo, no descubrí su existencia hasta muy tarde. Soy tan ingenuo. Creía que todo el mundo leía como yo; yo leo igual que como: no significa únicamente que lo necesito, significa sobre todo que entra dentro de mis cálculos y que los modifica. Uno no es el mismo si ha comido morcilla que si ha comido caviar; uno tampoco es el mismo si acaba de leer a Kant (Dios me preserve de hacerlo) o a Queneau. Por supuesto, cuando digo "uno" debería decir "yo y algunos más", ya que la mayoría de la gente emerge de Proust o de Simenon sin inmutarse, sin haber perdido ni un ápice de lo que eran antes y sin haber adquirido un ápice de más. Han leído, eso es todo: en el mejor de los casos, saben "de qué se trata". No crea que exagero. Cuántas veces he preguntado a personas inteligentes: "¿Ese libro le ha cambiado?" Y me miraban con los ojos muy abiertos y con aspecto de decir: "¿Por qué quiere usted que cambie?".
-Permítame que me sorprenda, señor Tach: acaba de hablar como un defensor de los libros con mensaje, lo que no parece propio de usted.
-No es usted muy listo, ¿no es cierto? ¿De verdad cree que son los libros con "mensaje" los que pueden cambiar a un individuo? Pero si son precisamente los que menos lo cambian. No, los libros que marcan y metamorfosean son los otros, los libros de placer, los libros de genio y, sobre todo, los libros de belleza. Tomemos, por ejemplo, un gran libro de belleza: Viaje al final de la noche. ¿Cómo continuar siendo el mismo después de haberlo leído? Pues bien, la mayoría de los lectores logran superar esa proeza sin dificultad. Después, le dicen a uno: "Ah, sí Céline, es estupendo", y regresan a sus asuntos. Evidentemente, Céline es un caso extremo, pero podría hablar de otros. Uno nunca es el mismo después de leer un libro, aunque sea del modesto Léo Malet; un Léo Malet le cambia a uno. Después de leer a Léo Malet, uno ya no mira a las chicas con impermeable como las miraba antes. ¡Ah, pero no crea, es muy importante! Modificar la mirada: ésta es nuestra gran obra.

Amélie NOTHOMB, La Higiene del Asesino, Barcelona, Circe, 1996-2002, págs. 54-57.
Y podría seguir, como me ocurrió en el último post. Uno no sabe cuánto más le gustaría seguir copiando para un post, cuando entra en un libro de Amélie Nothomb. Es brillante, es profunda, a ratos, es divertida, siempre, es oscura y al mismo tiempo resplandeciente. Y es autorreferencial. Apenas si he leído un libro suyo en el que no hable de sí misma. Claro que, ¿a qué escritor no le pasa eso, más o menos? Pero en el caso de la Nothomb resulta ostensible. No es que ella sea este horrible Prétextat Tach, premio Nobel de Literatura, obeso hasta la invalidez, glotón asqueroso, moralmente depravado, ególatra y autodestructivo a la vez, dotado, según él mismo afirma en esta obra, con una sola virtud: la capacidad de amar, pero hasta extremos grotescos, horribles, delictivos y absurdos. No. Nothomb no es Tach, pero sí que respira a través de Tach. Respira cuando el protagonista habla de literatura, como lo hace en el párrafo transcrito. Y también cuando habla de sí mismo, de su proceso de autodestrucción a través de la comida (Nothomb fue anoréxica en su adolescencia, y Tach es un glotón desde su preciso paso a esta edad).

Esta es la primera novela publicada por la autora, hace ya trece años. Es brillante, y aunque resulte obvio, es inmadura. Esta alegoría de su vocación literaria y de su vida tiene un final que, a mi sentido del gusto de lector, le sabe un poco a plástico. Algo parecido me sucedió al leer Acido Sulfúrico, y algo debí decir en el post correspondiente.

He leído ya casi todo lo que esta escritora ha publicado. No me falta más que un título o dos (que recuerde, La Metafísica de los Tubos). Supongo que ya me estoy formando una impresión de conjunto de su obra. Y esa impresión es que el arte actual está en una condición tal que los artistas acaban siempre mirándose el ombligo. ¿Habremos perdido la capacidad de contar la vida de la gente? ¿Sólo podemos escribir bien, o hacer buen cine, o musicar, sobre cosas que sólo interesan a los artistas?

No lo sé.