miércoles, 30 de abril de 2008

EL PROGRESISMO RECUPERA LAS IDEAS CARCAS DE BURKE, DE BONALD Y DE MAISTRE

El siglo XIX presenció varios intentos de conciliar la religión con los imperativos duales de orden y progreso, mediante el instrumento de una nueva generación de religiones seculares, ninguna de las cuales disfrutó de las sanciones estatales con las que contaron brevemente los jacobinos cuando intentaron introducir una utopía en este mundo a través de la matanza en masa.

Algunos de estos credos fueron meramente excéntricos, otros fueron más plausibles; sólo uno llegó hasta los círculos elitistas, otro constituyó el supuesto básico de generaciones enteras. Algunos, como el liberalismo, afortunadamente aún siguen con nosotros, mientras que otros, como el cientifismo y el socialismo marxista, han recibido una paliza, este último recamuflado como Eclecticismo de Izquierdas, mayoritariamente confinado en el mundo occidental hoy día en las universidades, sardónicamente descrito por un importante escéptico como "una especie de cielo para concepciones que se han escapado de sus amarres terrenales".

Las alternativas decimonónicas al cristianismo no eran el supermercado tranquilizador, la telenovela y los deportes espectáculo que tanto preocupan hoy día a arzobispos, moralistas y pesimistas, sino la búsqueda de una religión social actualizada más plausiblemente, sin la que se temía que las sociedades se precipitarían en la anarquía, la barbarie y la inmoralidad. El deseo de un orden de ese género solía surgir en la derecha, pero el contenido procedía cada vez más de la izquierda socialista y liberal. Así que lejos de ser productos aberrantes de la reacción a la Revolución Francesa, las ideas de Burke, De Bonald y De Maistre sibre la religión como garante de la estabilidad social tenían amplio apoyo, y las adoptaban y adaptaban a menudo los que deseaban unir el nuevo credo del Progreso con el mantenimiento del Orden. Las especulaciones utópicas más descabelladas eran a menudo un intento de restaurar la armonía y la estabilidad mientras las réplicas del terremoto de la Revolución Francesa seguían reverberando bajo el suelo de Europa, y la rampante industrialización estaba desbaratando una forma de vida.




La realidad de la anarquía se hizo estremecedoramente notoria entre el 23 y el 26 de junio de 1848 en el este de París. Después del derrocamiento del rey "burgués" Luis Felipe en febrero, los parados parisinos se levantaron contra los propietarios que dominaban la Segunda República (1848-1851) al negarse éstos a aprobar medidas de emergencia para aliviar un paro crónico y generalizado. El vizconde Víctor Hugo, antiguo monárquico ultra que había prosperado con la Monarquía de Julio antes de convertirse en diputado de la Asamblea Nacional republicana, se pasó tres días dirigiendo a las tropas contra los insurrectos; otro poeta, Baudelaire, combatió por el lado miserable de las barricadas. La rebelión de los "blusones", que era el atuendo de los trabajadores, fue reprimida con gran brutalidad. El novelista Gustave Flaubert, que no era un amigo de la democracia, dedicó varias páginas de La Educación Sentimental, un intento de calibrar la atmósfera moral de una época, al baño de sangre que siguió:

"Los guardias nacionales fueron en general crueles. Los que no se habían batido querían señalarse; era el desbordamiento del miedo. Se vengaban al mismo tiempo de los periódicos, de los clubes, de los corrillos, de las doctrinas, de todo lo que exasperaba desde hacía tres meses; y a despecho de la victoria, la igualdad (como para castigo de sus defensores e irrisión de sus enemigos) se manifestaba triunfalmente, una igualdad de brutos, un mismo nivel de sangrientas infamias; porque el fanatismo de los intereses se equiparó con los delirios de la necesidad, la aristocracia experimentó los furores del libertinaje, y el gorro de algodón no se mostró menos repugnante que el gorro encarnado. La razón pública se hallaba perturbada, como después de los grandes cataclismos de la naturaleza. Gentes de talento se volvieron idiotas para toda la vida".

Las fuerzas del general republicano Cavaignac fusilaron sumariamente a mil quinientos insurrectos, y once mil más fueron deportados a Argelia.
MICHAEL BURLEIGH. Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 242 -243.

lunes, 28 de abril de 2008

GARIBALDI Y LA RELIGION PATRIOTICA

La participación de Mazzini en la tarea de convencer a Garibaldi (...) de que había que extender la guerra hacia el sur desembarcando en apoyo de una pequeña insurrección en Sicilia [un inciso mío en medio de la cita: esta es la historia descrita en El Gatopardo, de Lampedusa], bastó para que Cavour asumiese el objetivo de la unificación nacional sustituyendo el republicanismo mazziniano por la monarquía. Mientras Garibaldi pensaba que una unión negociada entre el norte y el sur otorgaría a Sicilia un grado mayor de autonomía en reconocimiento de sus diferentes tradiciones, Cavour se decidió por la anexión directa e incluso la asimilación. Las divisiones endémicas y los objetivos diferentes dentro de la oposición sureña a los Borbones permitieron ganar la paz después de que otros hubiesen ganado la guerra.



GARIBALDI

Los "Mil" de Garibaldi derrotaron rápidamente a un número superior de tropas borbónicas, en parte gracias al conocimiento del entorno local que poseía Francesco Crispi, el nacionalista siciliano al que se encomendó la tarea de estabilizar la isla después de las conquistas de Garibaldi. El monarca Borbón Francisco se atrincheró en Gaeta para la lucha final. Garibaldi cruzó el estrecho hacia Reggio Calabria, subiendo por la península tan deprisa que para su entrada triunfal en Nápoles cogió un tren. Mazzini llegó a la gran ciudad sureña con el plan no sólo de unificar rápidamente Italia sino de aumentar las posibilidades de que fuese una república. Instó a Garibaldi a avanzar más y tomar Roma y luego Venecia, una estrategia que habría garantizado la intervención de Austria y Francia. Pero Garibaldi, después de derrotar a los Borbones en Volturno el 1 de octubre de 1860, hizo entrega del antiguo Reino de las Dos Sicilias a Víctor Manuel y se retiró a la isla de Caprera. Víctor Manuel se convirtió en el primer rey de Italia tras una serie de plebiscitos a través de los cuales se efectuó la anexión de las conquistas de Garibaldi. El enfrentamiento de los administradores piamonteses liberales (incluidos los sureños desnaturalizados que les acompañaban) con el Mezzogiorno fue duro. Muchos de ellos informaron de que el Sur estaba figurativa o literalmente enfermo: "La fusión con los napolitanos me asusta en todos los sentidos; es como acostarse con alguien que tiene la viruela". En vez de ser bien acogidos como liberadores, los liberales norteños y sureños se vieron envueltos en una lucha denodada con los restos de los demócratas garibaldinos, los partidarios acérrimos de los Borbones y lo que ellos llamaban "bandidos". La solución era "tropas, tropas y más tropas", de manera que en la década de 1860 se despacharon hacia el sur dos tercios del ejército italiano. Los liberales de la "nación" se acostumbraron rápidamente a la ley marcial, la supresión de las libertades liberales clásicas, el poner sitio a las poblaciones y el tiro en la cabeza o por la espalda a los cautivos.



Considerando estos acontencimientos retrospectivamente en 1868, Francesco Crispi reflexionaba así:

"Italia nació hace ocho años. Nació prematuramente, y cuando nadie lo esperaba. Fuimos nosotros los que conspiramos para conseguirlo. Hay que fortalecerla y llevarla a la mayoría de edad. Hace falta tiempo para conseguir eso. Hemos destruido los viejos gobiernos; y hemos vinculado las diversas provincias: el sur al centro, el centro al norte. Pero esto no es un gran triunfo: hace falta cimentarlo. Las puntadas de nuestra unión aún son visibles: tienen que desaparecer y el cuerpo entero no debe tener costuras".

El abismo entre la Italia "legal" creada en 1860-1870 y la Italia "real" del electorado del propio Francesco Crispi en la Basilicata central, entre el talón y el dedo, estaba simbolizado por el hecho de que en las raras visitas que hizo desde Turín o Florencia, sedes del gobierno hasta 1870, era obligado que hubiese un sacerdote en todos los grupos de recepción porque eran los únicos que sabían hablar italiano. Una mentalidad biologista en boga estimulaba la idea de que aunque la nacionalidad estaba siempre latente, siglos de clericalismo y despotismo habían tenido como consecuencia un debilitamiento "nacional" que sólo podía curarse con dosis regulares de la "historia nacional". Los liberales italianos, que habían abrazado en principio la idea del Estado pequeño y el gobierno local denso, despertaron a las potencialidades educativas del Estado en un país totalmente falto de historia común desde la antigüedad clásica. Pero había más. Para conjurar aquel sentimiento de nacionalidad latente, los nuevos amos de Italia recurrieron a lo que consideraban otro impulso humano innato:

"En el hombre, la religiosidad es algo innato, orgánico como la sexualidad, la propiedad y la familia [...] Ningún sistema ha logrado eliminar la religiosidad en la miríada de formas en que ese instinto se manifiesta. La tarea de los políticos es simplemente dirigirlo hacia el bien y el beneficio máximo de la sociedad".

El carácter ejemplar de las vidas de los grandes hombres era reconocido por los antiguos, una práctica de la que el cristianismo había hecho también uso con sus santos. Los dirigentes del Risorgimento fueron objeto de una canonización secular antes incluso de que hubiese terminado la lucha. Cuando las legiones garibaldinas de camisa roja (compradas de saldo a los carniceros del Uruguay) se lanzaban al combate, cantaban un himno que describía a mártires que se levantaban de sus tumbas para tomar las armas. Cuando Garibaldi resultaba herido, como en Aspromonte en 1862, se pintaban las heridas como estigmas en un hombre al que algunos campesinos confundían con Cristo. Una bota suya agujereada por una bala y un calcetín suyo ensangrentado se convirtieron en las reliquias de la época. Se hacían altares patrióticos con su busto, rodeados de atractivas muestras de balas de cñón y bayonetas, en cumplimiento de la religión patriótica presagiada en Alemania por Fichte, que habría aprobado sin duda un padrenuestro que contenía este ruego: "Nuestros cartuchos diarios danóslos hoy". Había diez mandamientos patrióticos:

"1. Yo soy Giuseppe Garibaldi, tu general.
2. No serás un soldado del general en vano.
3. Guardarás las fiestas nacionales.
4. Honrarás a tu Patria.
5. No matarás, salvo a aquellos que empuñen las armas contra Italia.
6. No fornicarás, salvo que sea para dañar a los enemigos de Italia.
7. No robarás, salvo el cepillo de la iglesia para utilizarlo en la redención de Roma y Venecia.
8. No prestarás falso testimonio como hacen los sacerdotes para conservar su poder temporal.
9. No desearás invadir la Patria de otros.
10. No deshonrarás a tu Patria".

A partir de estos principios ad hoc se desarrolló una tentativa mucho más consciente de construir una comunión de los fieles a la Patria, que se atenía a los rituales de la Iglesia y se proponía sustituirlos:

"Tenemos que conseguir que esta religión de la Patria, que debe ser nuestra religión principal, si es que no la única, sea lo más solemne y lo más popular posible. Todos nosotros, servidores del Progreso, hemos destruido gradualmente una fe que durante siglos fue suficiente para nuestro pueblo, precisamente porque a través de las formas ritualizadas de sus ceremonias apelaba a las percepciones visuales, y a través de las percepciones visuales al pensamiento de las masas, que son impresionables, imaginativas y artísticas, que están ávidas de formas, colores y sonidos con los que alimentar sus fantasías. ¿Con qué hemos reemplazado nosotros su fe? Por lo que respecta a las masas, con nada. Nos hemos guardado dentro de nosotros nuestros dioses Razón y Deber, ofreciéndoles sacrificios, modestamente en el curso de nuestras vidas diarias, heroicamente en tiempos de peligro, pero sin adornarnos con los atavíos externos de la religión que aún hoy, en ausencia de una alternativa, arrastran a la iglesia a gente que siente nostalgia de la belleza en una época en que la belleza tiende a desaparecer. Debemos afrontar esto porque el carácter de un pueblo no se cambia de un día para otro; se modela no sólo a través de la educación sino también por el medio natural en que está condenado a vivir".



VICTOR MANUEL II

Tras la muerte de Víctor Manuel a principios de 1878 y la de Garibaldi en 1882, ambos se convirtieron en piezas básicas del culto nacional patrocinado por el Estado. Un ceremonial complejo y refinado acompañó al cadáver de Víctor Manuel en su traslado al panteón de Roma donde, pese a su actitud equívoca respecto a la unificación durante su vida, se le honró como el "padre de la patria". A partir de mediados de la década de 1880, se hicieron planes para el imponente monumento de un blanco relumbrante de Víctor Manuel, que se completaría en 1911, tras desecharse la idea de incorporar dentro del monumento el parlamento italiano. Garibaldi era ya objeto de un culto durante su vida, como indican las numerosas instituciones y calles que recibieron su nombre, por no hablar de la profusión de iconos hagiográficos. El que quisiese que sus cenizas se enterrasen en la remota isla de Caprera fue inicialmente un obstáculo para que se construyera un monumento fúnebre importante en la capital.


MICHAEL BURLEIGH. Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (Desde la Revolucióin Francesa hasta la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus, 2005. Págs. 229 - 233.

sábado, 26 de abril de 2008

SIMBOLOGIA FASCISTA EN EL NACIONALISMO ITALIANO DEL SIGLO XIX

En un emotivo discurso pronunciado en el teatro Politeama de Palermo en 1885, Crispi empezó con una lista de los mártires, anticipándose a la utilización de estrategias evocadoras y plañideras por las dictaduras (y algunas de las democracias) de los siglos siguientes, pues la degeneración en exhibiciones públicas de emoción histérica se ha hecho universal:

"La muerte ha reducido las filas de la honrosa falange y son más de seiscientos los que no han contestado a la llamada de la noble ciudad:

El capitán supremo: ¡ausente!
Giuseppe Sirtori, su docto e intrépido lugarteniente: ¡ausente!
Nino Bixio, el Aquiles moderno: ¡ausente!
Giancinto Carini, el brillante capitán de Calatafimi: ¡ausente!
Francesco Nullo, el soldado de la humanidad: ¡ausente!
Giuseppe La Masa, el valeroso rebelde del 12 de enero de 1848: ¡ausente!
Enrico Cairolli, el combatiente impávido e impoluto: ¡ausente!"


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Políticia en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 233 - 234.

viernes, 25 de abril de 2008

NACIONALISMO Y RELIGION: MAZZINI





La Joven Italia se caracterizaba, en teoría al menos, por un elevado tono moral; los delincuentes, los borrachos y los mujeriegos no eran bien recibidos. La misión de sus "apóstoles" era convertir en un popolo (pueblo) a la gente no regenerada que poblaba las regiones intensamente fisíparas y provincianas de Italia. En otras palabras, la revolución era moral antes que política, y tenía que ser para el pueblo más que por el pueblo, que aún no estaba formado.

El manifiesto de la Joven Italia estaba saturado de palabras como apostolado, fe, credo, cruzada, entusiasmo, creencia, encarnación, mártires, misión, purificación, regeneración, religión, sagrado, sacrificio, salvación, y salpicado de frases como "Nuestra religión de hoy aún es la del martirio; mañana será la religión de la victoria". El santo y seña que utilizaban los miembros para identificarse mutuamente era "martirio", a lo que la respuesta correcta era "resurrección". Mazzini dijo una vez de sí mismo: "Yo no soy un cristiano, o mejor dicho, soy un cristiano más algo más".

Es difícil extrapolar un conjunto coherente de creencias religiosas de los escritos de Mazzini. Al fomentar la fraternidad interna y externa, la nación era una iglesia dotada de inspiración divina, a través de la cual la humanidad apreciaba las verdades esenciales dentro de cada religión importante. La nación era el intermediario ideal entre el hombre y Dios, pues era allí donde los individuos investidos de derechos podían realizar sus yoes superiores a través de la asociación, la fraternidad y el deber patriótico. Cada nación tenía una visión otorgada por Dios y todos y cada uno de los italianos tenían el deber de contribuir a su materialización. El nacionalismo era una alternativa más espiritual al comunismo o al liberalismo utilitario, que Mazzini consideraba, con acierto, demasiado materialistas y abiertamente centrados en lo colectivo y en lo individual. Aunque no era un anticlerical ni un librepensador, consideraba que el papado, debido a que había apoyado el absolutismo, debía ser sustituido por un concilio general que pudiese luego deliberar sobre los méritos de todas las religiones importantes. Esta Tercera Roma inspiraría luego a la humanidad, lo mismo que la Roma de los césares y de los papas lo había hecho en el pasado.

Mazzini fue importante más que por lo que consiguió... por la entrega a la causa nacional que representó su vida, una vida de verborrea promiscua (sus efusiones completas abarcan más de un centenar de volúmenes) elaborada en las modestas habitaciones alquiladas que fueron su suerte en el exilio. Era fe encarnada. Su fe inquebrantable en la divina providencia y en que las "fuerzas nacionales" eran el "principio rector del mundo" nos muestra cómo la fe en Dios, en la Historia y en el Progreso le permitieron a él y permitieron a sus seguidores afrontar y superar todos los obstáculos temporales. Tal vez haya sido ése uno de los efectos funcionales básicos del tratamiento de la política como una religión".

jueves, 24 de abril de 2008

HEROISMO EN LA DERROTA

Ayer me zampé dos peliculones de John Ford, como quien se come dos bollos. Elegidas de intento, me vi No Eran Imprescindibles y La Patrulla Perdida. Creo que nadie se atrevería a filmar hoy día dos historias así.



En No Eran Imprescindibles, un grupo de torpederos de la marina estadounidense con base en Manila va siendo implacablemente laminado por la ofensiva japonesa inmediatamente posterior al desastre de Pearl Harbor. En cada acción (muchas de ellas exitosas, eso sí) el grupo capitaneado por el comandante Brickley (Robert Montgomery, un auténtico comandante de la Armada useña) y por el teniente Ryan (John Wayne, bestia negra de todos los progres que en el mundo han sido) va perdiendo una de las lanchas, y sus hombres van muriendo o siendo heridos. Uno de los capitanes de lancha fue herido por la metralla en los tobillos, perdiendo los pies, y después la vida. Hay una escena impresionante en la que los compañeros van a verle al hospital de campaña (donde Donna Reed, una belleza de Hollywood que yo desconocía, tiene un affaire con John Wayne) y hacen como si fuera a levantarse al día siguiente, pero el pobre teniente sabe que se muere, y retiene en solitario al Comandante para dejarle las cartas a sus padres, a su esposa y su testamento. El comandante hace de tripas corazón y se despide del moribundo con una jovial palmada.

Mientras veía la peli, me asombraba de cómo bordaba Robert Montgomery su papel de oficial al mando. Y cuando leí en los créditos que había sido oficial de verdad en la guerra, entonces lo entendí todo: él había tenido que endurecerse ante la desgracia de sus compañeros, había tenido que obedecer órdenes que suponían su sacrificio o el de los suyos, y había tenido que dar esas mismas órdenes a sus subordinados. Os juro que se le nota en las miradas y en su gesto en las escenas más duras de la película, que no son las escenas de acción, sino aquellas en que tiene que hablar con el almirante, que no cuenta con sus lanchas torpederas como un activo real, pero que luego les encomienda misiones suicidas, como hundir un crucero japonés, arriesgadas, peligrosas, duras e ingratas tareas como transportar al general MacArthur y a su esposa y séquito a través de todas las Islas Filipinas, con un tiempo infernal, hasta Mindanao, para que pudiese huir a Australia, o resistir los ataques casi sin gasolina ni munición, o ir cediendo hombres de tripulaciones de torpederas destruidas a la defensa en tierra, o ceder lúltima lancha para que fuese usada como correo.

Y, al final de la película, después de pasar muchas penalidades, después de que John Wayne se despidiera casi sin conexión telefónica de su amada, para siempre, después de haber perdido tantos hombres y de haber obedecido tantas órdenes ingratas, Montgomery, Wayne y dos hombres más de toda la dotación de las torpederas son convocados a Australia, para reorganizar el grupo, porque los mandos se habían dado cuenta entonces de su gran valor y enorme utilidad, y el resto se quedó, junto con tantos otros militares, en Mindanao, de donde ya nunca saldrían. Y era tan duro para los que se quedaban sin alzar ni un murmullo de protesta, como para los que se iban sabiendo que condenaban a sus compañeros a la muerte o a ser prisioneros de guerra y a unas condiciones de vida espantosas.

Esta película se filmó con la segunda guerra mundial concluída. Quiero pensar que a John Ford le habría costado mucho rodarla en 1941, cuando ocurrieron los hechos. La propaganda militar y la censura no se lo habrían permitido.

Cuentan de Ford que, comisionado por Roosevelt para rodar una película patriótica sobre la guerra en el pacífico, filmó numerosas catástrofes aéreas, incendios de aeronaves, aviones que eran atacados al despegar y caían sin haber podido disparar un tiro, y los horribles sacrificios a que las tropas norteamericanas se veían sometidas. Cuando entregó los rollos al montador, éste le dijo que así no pasarían la censura, a lo que Ford respondió que él había rodado lo que quería que se viera, y que el montador no tenía más que hacer sino empalmar los rollos, que todo estaba rodado por orden. Quería hacer una película, no para los políticos, no para los militares, no para los censores, sino para las madres de todos los hombres que estaban dando su vida por ellos en el Pacífico. Que éstas tenían el derecho de conocer los sacrificios de sus hijos. Cuando hicieron un pase de la película en la Casa Blanca, Eleanor Roosevelt, que tenía un hijo en el Pacífico, vio lo rodado, y lloró de emoción. La mujer del Presidente le dijo al cineasta, según se cuenta, que aquella película tenían que verla todas las madres del país.





Y ya, por la noche, le llegó el turno a La Patrulla Perdida, un film de una sorprendente actualidad por su temática (aunque antes de escribir esto me he leído alguna crítica en internet que lo tacha de demodé, pero, ¡joder!, ¡si es de 1934! Me pregunto qué querrán algunos...).

En La Patrulla Perdida, una patrulla de la Caballería Real británica circula por los desiertos de Iraq (¡Sí, señores! ¡Iraq!) en 1917, acosados por un grupo de francotiradores musulmanes invisibles, que van laminando el grupo. Primero matan a su joven e inexperto oficial al mando, que muere sin haber dado órdenes a su sargento, ni tampoco información sobre destino, posición, y otros aspectos esenciales de la misión. En consecuencia, están perdidos, y el sargento (Victor MacLaglen) hace lo imposible por mantenerlos a salvo y por reconducirlos de vuelta a su cuartel. Casi mueren de sed, pero por pura suerte topan con un oasis en el que acampan. Y es en ese oasis, presidido por una mezquita en ruinas, donde los siempre invisibles francotiradores musulmanes van acabando con los hombres de su patrulla, empezando por los de carácter más débil (aviso a navegantes: vienen tiempos duros, y los más débiles no sobrevivirán), y llevando a los de carácter más recio casi hasta la locura. De ocho, pasan a ser seis; de seis, pasan a cinco, y uno de ellos (Boris Karloff) se vuelve loco (inciso: era el más fervientemente religioso del grupo, guiño que Ford hace contra todos los fundamentalismos, musulmanes o cristianos), de cuatro, pasan a tres (uno intenta envolver a los atacantes con un rodeo, y es muerto por ellos); un aviador los avista, y aterriza para hablar con ellos, inadvertido de la amenaza existente; es disparado y muerto, y uno de los tres que quedan entra en cólera y se lanza al desierto; muere; quedan dos: el sargento y Morelli. Pero Morelli también enloquece y sale de la protección del oasis, siendo alcanzado por las balas musulmanas. Queda sólo el sargento, preparado para morir. Antes se habían consieguido apoderar de la ametralladora del avión, a la que el sargento se abraza como si fuera su esposa muerta. Los musulmanes, confiados ante el único superviviente, se hacen visibles por fin; pero el sargento está preparado, y con su ametralladora termina con todos ellos, excepto con uno que le sorprende, pero sólo le hiere levemente, para morir de un tiro de su fusil de caballería.

Todo se ordena para el (quizá) previsible final: la patrulla perdida está siendo buscada por un batallón de caballería, el cual, alertado por el sonido de los disparos, se acerca al oasis. El sargento es rescatado. El oficial al mando del batallón le pregunta por los hombres de su unidad, ante lo cual el casi enloquecido sargento lo único que puede hacer es señalar el grupo de túmulos de arena presididos por los sables de los caídos clavados verticalmente en la cabecera, señalando las sepulturas de sus compañeros muertos. El sargento, que había ordenado enterrar en la arena y sin marcas al oficial al mando, con prisas para librarse de la amenaza del desierto, ahora hablaba con sus compañeros caídos, y los enterraba personalmente, clavando sus sables en el lugar donde yacían sus cuerpos para que su heroísmo y su sacrificio no fuesen olvidados jamás.

Hay un momento de la película en que se me pusieron los pelos de punta: es cuando el sargento habla con su último compañero, y le dice que estuvo casado tiempo atrás pero que su mujer murió al dar a luz. Que durante tiempo odió a su hijo por haberle arrebatado a su esposa, pero que ahora era su orgullo, que lo tenía interno en un buen colegio, que sería un gran hombre, y que por él se había sacrificado tanto, y había acabado en aquellos remotos lugares y ganado los galones de sargento, para poder pagar su educación. Quizá sea algo personal, porque mi padre era militar y con treinta y seis años se preparó para ganar los galones de oficial, no por orgullo de carrera, no por sed de honores o de posición, sino simplemente para poder sacar adelante a su mujer y a sus seis hijos...

miércoles, 23 de abril de 2008

LA REESCRITURA DE LA HISTORIA EN IRLANDA

La Joven Irlanda fue la manifestación irlandesa del nacionamismo cultural romántico de Alemania. Como el movimiento de la Revocación, sus seguidores eran protestantes y católicos. Su faro guiador era Thomas Davis, un joven protestante irlandés de estirpe galesa que pretendía superar los hechos de las divisiones sectarias y los estratos étnicos irlandeses destacando las influencias del entorno, la historia, la literatura y, sobre todo, el idioma. Esto exigía educación a través de los libros y los periódicos, que debía poner al alcance del público la red de salas de lectura de la Revocación. El periódico The Nation, que tenía por divisa "crear y alimentar en Irlanda una opinión pública, y hacer que se sienta de su tierra", y los libros baratos de la Biblioteca de Irlanda saquearon la historia increíblemente rica del país y luego la reelaboraron en relatos y descripciones de viejas hazañas, baladas, canciones y poemas, con un hilo conductor básico, el de que "la historia de Irlanda se puede escribir como los crímenes ingleses". Abundaban en su contenido corazones de patriotas latiendo firme, banderas verdes desplegadas, piernas de los caudillos militares en vueltas en el "barro frío". Davis era especialmente partidario de utilizar las artes visuales para despertar la conciencia nacional:

"Cuando hablamos de arte elevado, queremos decir arte utilizado para instruir y ennoblecer a los hombres, enseñarles hechos grandes, ya sean históricos, religiosos o románticos, despertar en ellos la piedad, el orgullo, la justicia y el valor, pintar al héroe, al mártir, al liberador, al amante, al patriota, al amigo, al santo, al Salvador".


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 217 -218.

DIOS Y LA NACION ALEMANA

[En Alemania] las fiestas patrióticas proporcionaban a los nacionalistas una ocasión para exagerar el grado de apoyo con el que contaban de una forma muy pública. A mediados de octubre de 1817 la Burschenschaft [asociación estudiantil] de Jena reunió a 468 estudiantes en la fortaleza de Wartburg para celebrar el tricentenario de la Reforma [luterana] y la reciente victoria sobre Napoleón en Leipzig. No se enviaron invitaciones a las asociaciones de estudiantes católicos, para no herir su sensibilidad respecto al herético Lutero, pero el 4 por ciento de los participantes eran católicos. Los asistentes no conmemoraron la Reforma porque hubiese corregido abusos eclesiásticos, sino como el principio de la libertad intelectual y espiritual, condición previa para el levantamiento político del momento contra Napoleón, que era el resultado de un patriotismo religioso que había unido a los alemanes en la nación como Iglesia. La piedad patriótica había sido transformada en patriotismo religioso, con la propia nación elevada a la condición de algo sagrado. Antes de que se iniciase la fiesta, los estudiantes se dedicaron a la quema de símbolos de la reacción y también de presuntos libros reaccionarios. Un sacerdote católico protestó alegando que: "El fundamento de la religión cristiana es evidente que no pretendió una religión nacional sino una religión universal que abrace a todos los pueblos, imperios, estados e individuos". Hacia dónde podría tender esa religión nacional quedó muy claro en un discurso de Jakob Friedrich Fries con sus gritos descomedidos de "¡Un Dios, una espada alemana, un espíritu alemán para el honor y la justicia!". En privado dudaba de si esa religión sería el cristianismo, que al hacer hincapié en la paz y la penitencia era difícil de conciliar con su deseo de una religión "intolerante y adicta a la conversión en el más alto grado, en cuanto logre un sentimiento de su fuerza". No es extraño que observadores judíos de la fiesta de Wartburg, incluidos aquellos cuyos libros habían quemado los estudiantes, pensasen que el protestantismo quedaba por detrás del catolicismo en cuanto a cosmopolitismo y apertura a la educación universal.


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005, Págs. 194 -195.

martes, 22 de abril de 2008

LOUIS DE BONALD Y LOS LIBROS



De Bonald fue uno de los padrinos de la sociología moderna, cuyo interés por el estatus, la jerarquía, el ritual, la integración, el control y el orden refleja la preocupación conservadora por las consecuencias atomizadas del individualismo de la Ilustración... pensaba en términos de poder y de estructuras, enfocando éstas últimas como las fórmulas de álgebra o las figuras de la geometría: siendo poder, fuerza, voluntad o poder, ministro, súbdito, ejemplos típicos de su forma "triádica" de interpretar la sociedad... Los hombres con poder, o dirigentes, constituían la sociedad, porque sin ellos una multitud de hombres equivalía a un puñado de polvo disperso. El gobierno no se basaba en un contrato; los que los gobernaban deberían más bien estar separados de los gobernados por un abismo insalvable determinado por el nacimiento o por la riqueza... La nobleza, que era básica en todos sus escritos, existía para ejecutar la voluntad del monarca, estando el resto de la humanidad funcionalmente dividida en los que rezan, los que comercian, los que trabajan, etcétera...

Se proporcionaría a la sociedad un punto focal simbólico en forma de Templo de la Providencia piramidal edificado en el centro geográfico de Francia. Este Templo, rodeado por un vasto círculo y estatuas de grandes hombres, sería el lugar donde se celebrarían los rituales nacionales y donde viviría el heredero del trono y los nobles más ejemplares. La función del cristianismo (que tenía un papel menor en su pensamiento que en el de De Maistre) era simbolizar la jerarquía social e inculcar valores como el sacrificio o el respeto. De Bonald se aproximaba mucho en esto a la articulación de una religión civil conservadora:

"El gobierno es una auténtica religión: tiene sus dogmas, sus misterios, su clerecía; aniquilarlo o dejar que cada individuo lo someta a discusión equivale a lo mismo [...] sólo vive por la fuerza de la razón nacional, es decir, de la fe política [...] La primera necesidad del hombre es que se someta su razón en ciernes a un doble yugo, es decir, que se aniquile a sí misma, lo que equivale a decir que se funda con la razón nacional y se pierda en ella, con la finalidad de que convierta la existencia individual en otra existencia común, lo mismo que un río que se precipita en el mar".

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De Bonald propugnó una vasta ampliación de la regulación estatal, tanto en lo que se refiere a la indumentaria de las personas (los individuos debían vestir de acuerdo con sus funciones) como a lo que se les debía permitir leer, ya que pensaba que se estaban publicando demasiados libros mediocres. Lo mismo que la gente debía tener una licencia para poseer armas, debería exigirse, con mucha más razón, permiso oficial para los nuevos libros. Creía que debía haber un catecismo pues "los dogmas hacen a las naciones". La Académie Française debía ser el análogo regulador de la Iglesia católica en el campo notablemente reducido de las letras. Era un entusiasta de la censura.


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 159 - 161.



De Maistre era un abogado saboyano ennoblecido. Saboya era una provincia del Piamonte - Cerdeña, cuyo soberano reinaba desde Turín, al otro lado de los Alpes. De Maistre era al mismo tiempo un católico devoto y un masón entusiasta... Como admirador de la constitución inglesa, de Maistre aprobaba también la Revolución americana, diciendo "Libertad, insultada en toda Europa, ha huido a otro hemisferio", y juzgaba con ecuanimidad las etapas iniciales de la Revolución Francesa. Propugnaba la separación de poderes, con el judicial aconsejando a la monarquía y la religión como argamasa para mantener unida a la sociedad. La Declaración de los Derechos del Hombre y una lectura en septiembre de 1791 de las Reflexiones de Burke, cuya cólera inteligente daba expresión a la del propio saboyano, constituyeron un punto crucial, así como la conducta de sus compatriotas después de que la Francia revolucionaria se anexionase Saboya. Una amarga experiencia influyó en el tono de sus escritos que, con su fluido radicalismo, discurrieron muy a la derecha de Burke...

En 1797 De Maistre publicó Consideraciones sobre Francia, su interpretación providencialista de los múltiples defectos del Antiguo Régimen y del castigo divino que representaba la Revolución...

De Maistre, aparte de cumplir con sus deberes oficiales [como embajador sardo en San Petersburgo a partir de 1803], actuó como un asesor de Luis XVIII y de Alejandro I, del que pensaba que estaba un poco loco... Sentía una admiración especial por lo inglés y conocía a gente como Edward Gibbon, con el que había coincidido en Suiza...

[Las Consideraciones sobre Francia de De Maistre] se inician con un rechazo del aforismo de Rousseau de que "el hombre nace libre y en todas partes le encadenan". De Maistre contestaba: "Estamos todos vinculados al trono del Ser Supremo por una suave cadena que nos contiene sin esclavizarnos". Veía la Revolución como "un torbellino que ha arrastrado como paja liviana todo lo que la fuerza humana le ha opuesto; nadie que haya obstaculizado su curso ha salido impune". Los dirigentes, a los que despreciaba como "criminales", "mediocridades", "monstruos" y "bribones", eran en realidad meros dirigidos. La política no tenía ninguna autonomía respecto al drama divino y todo el que pensase que se trataba de acontecimientos voluntarios se engañaba por completo ya que todo estaba en manos de Dios. Utilizando conceptos como purificación, que paradójicamente estaban impregnados de preocupaciones jacobinas, De Maistre veía la mano de la Providencia hasta en las fases más sangrientas de la Revolución:

"Ha de conseguirse la gran purificación y han de abrirse los ojos; el metal de Francia, libre de su herrumbre amarga e impura, ha de poder aflorar más limpio y maleable en las manos de un rey futuro. Es indudable que la Providencia no tiene por qué castigar en esta vida para justificarse, pero en nuestra época, poniéndose a nuestro nivel, castiga como un tribunal humano (...)".

Porque cada golpe y cada revés formaba parte de un plan providencial, en el que acompañaban a castigos terribles semimilagros que expandían el poder francés en los campos de batalla en Europa. En un orden de cosas distinto, este poder podría servir para un fin provechoso, para una "revolución moral" en Europa dirigida por Francia. Su forma de argumentar podría ejemplificarse con la afirmación de que hasta el exilio en la Inglaterra protestante de gran número de clérigos católicos había contribuido a fomentar un mayor espíritu de tolerancia con la Iglesia anglicana, ya que Dios opera a través de esos medios misteriosos. Los simples acontecimientos eran de significación secundaria, como cuando De Maistre desdeñaba el 9 de termidor considerándolo el día en que "unos cuantos bribones mataron a unos cuantos bribones". El único poder capaz de restaurar el orden era una monarquía absoluta, sin más control que la conciencia del soberano y Dios. Pero se apartaba radicalmente en este punto de la tradición galicana, postulando que el monarca debía estar sujeto al vicario de Dios en la tierra, es decir al papa, que encarnaba la única institución que contaba con 1.800 años seguidos de existencia.

Tan "radicalmente mala" era la Revolución para De Maistre que su maldad bordeaba lo "satánico". Era un acontecimiento antinatural, algo fuera de conexión, de estación, de secuencia, como el milagro de un árbol que fructificase en enero. Sus luces guiadoras, los filósofos que las habían inspirado, eran culpables de la soberbia sacrílega de Prometeo. El no creía en contratos sociales y no otorgaba valor alguno a las constituciones escritas. Preveía una "lucha a muerte entre el cristianismo y el filosofismo". Se negaba a creer en la "fecundidad de la nada" y se burlaba de los cultos cívicos de la Revolución, de la incapacidad de los hombres investidos con un poder inmenso y con recursos prodigiosos "para organizar una simple fiesta". Su actitud hacia los Derechos del "Hombre" era la siguiente: "No existe tal cosa como el hombre en el mundo. A lo largo de mi vida ha visto franceses, italianos, rusos, etcétera; gracias a Montesquieu me he enterado de que uno puede ser incluso persa. Pero en cuanto al hombre, declaro que nunca en mi vida le he conocido; si es que existe, me es desconocido".


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 153 - 157.

lunes, 21 de abril de 2008

EDMUND BURKE, LA RELIGION Y LA POLITICA




Había un buen número de ideólogos de la Europa continental de la Restauración que debían mucho al talento del whig irlandés Edmund Burke. El meollo de la filosofía política de éste era honrar la experiencia, la historia, el prejuicio y la tradición con cambios por incremento y con la conciencia de cada generación vivía de lo que debía a muertos y nonatos. Burke era también un admirador del dogma, entendiendo por tal las creencias, valores y mentalidad en los que uno nace. La religión apuntalaba la jerarquía social interna y proporcionaba el "gran ligamento de la humanidad" en la forma del derecho internacional.

"Sabemos, y, aún mejor, sentimos interiormente, que la religión es la base de la sociedad, y la fuente de todo bien y de toda ventura. En Inglaterra estamos tan convencidos de esto que no hay herrumbre alguna de superstición que pudiese haber depositado en el curso de las eras la necedad acumulada de la mente humana y el 99 por ciento del pueblo de Inglaterra no preferiría la impiedad".

Burke detestaba la idea de separar la Iglesia y el Estado, considerándola casi tan perniciosa como el "ateísmo oficial" de la Revolución Francesa. Era también contrario a la idea misma de "alianza" entre el trono y el altar, un lugar común de la mayor parte del pensamiento conservador de la Restauración, porque "una alianza se establece entre dos cosas que son independientes y distintas en su naturaleza como entre dos estados soberanos. Pero en un país cristiano la Iglesia y el Estado son una y la misma cosa, pues constituyen partes integrantes distintas del mismo todo". La función pública de la religión no era simplemente mantener tranquilos a los órdenes inferiores, sino también convencer a los que tenían el poder de que estaban aquí hoy y no lo estarían mañana, y eran responsables ante los de abajo y El de arriba:

"Todas las personas que se hallan en posesión de alguna porción de poder deben tener el sólido y firme convencimiento de que actúan en representación, y que han de dar cuenta de su conducta en esa representación ante el único gran Dueño, Autor y Fundador de la sociedad".


MICHAEL BURLEIGH. Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 149 - 150.

domingo, 20 de abril de 2008

LA RELIGION DE ROBESPIERRE



Es paradójico que el intento más concertado de Robespierre de rematar la descristianización mediante lo que él concebía como el culto revolucionario último y definitivo fuese lo que provocó al final su caída. A Robespierre, que era un deísta estricto, le sobrecogieron las payasadas blasfemas del Culto a la Razón. El culto al Ser Supremo se celebró en los jardines de la Tullerías el 20 de pradial del año II (8 de junio de 1794). Se inició el acto a las ocho de la mañana, en que columnas de hombres, mujeres y jóvenes de las secciones parisinas convergieron allí. Los hombres llevaban ramas de roble con hojas, las mujeres ramos de rosas, y las muchachas cestos de flores.

Era un claro y hermoso día de verano. Robespierre tomó un desayuno ligero mientras contemplaba estas escenas, comentando: "Contemplad la parte más interesante de la humanidad". Al mediodía, él y el resto de la Convención aparecieron en un balcón. La casaca azul oscuro de Robespierre le distinguía de los diputados, que vestían de color azul más claro. Su sermón en dos partes bosquejaba la finalidad de la fiesta: "Oh, pueblo, entreguémonos hoy, bajo sus auspicios, a los justos transportes de una fiesta pura. Mañana volveremos al combate contra el vicio y los tiranos. Daremos al mundo el ejemplo de la virtud republicana". La misión providencial de Francia era "purificar la tierra que ellos han mancillado".

Los artistas de la ópera cantaron un himno de Desorgues en versión de Gossec:

. . . . . . . . . . . . . . . .

[Padre del Universo, inteligencia suprema,
benefactor desconocido de los ciegos mortales,
tú revelas tu ser al agradecimiento
sólo al que eleva tus altares.

Tu templo está en las cumbres de las montañas, en el aire,
en las olas.
No tienes pasado, ni futuro,
y sin ocuparlos, llenas todos los mundos
que no te pueden contener.]

Robespierre tomó una antorcha llameante que le pasó el pintor David y prendió fuego a una estatua de cartón del Ateísmo como respuesta deliberada a los que habían quemado imágenes y vestiduras eclesiásticas en nombre del materialismo. De los restos que se desmoronaron del Ateísmo y de sus confederados Ambición, Egoísmo, Discordia y Falsa Modestia, imágenes colectivamente denominadas "Unica Esperanza Extranjera", emergió una imagen dañada por el humo de la Sabiduría. Robespierre reanudó su sermón:

"Seamos graves y discretos en nuestras deliberaciones, como hombres que determinan los intereses del mundo. Seamos fogosos y tenaces en nuestra cólera contra los tiranos confederados; imperturbables ante el peligro, terribles en la adversidad, modestos y vigilantes en el triunfo. Seamos generosos con los buenos, compasivos con los desdichados, inexorables con los malvados, justos con todos".

Después de los discursos se puso en marcha una procesión que se dirigió a los Champs de Réunion, con soldados de caballería, tambores y artilleros en vanguardia. También estaban representadas las secciones parisinas. La sección Lepeletier, que ostentaba el nombre del pedagogo mártir asesinado, incluía una carroza de niños ciegos, que llevaban en alto un retrato del heroico cerrajero Geffroy que había salvado la vida de Collot d'Herbois. Seguía toda la Convención, el grupo entero unido por una cinta tricolor, y con el presidente Robespierre a la cabeza. Sus enemigos acentuaron malévolamente la impresión de que el espectáculo era algo suyo, quedándose significativamente por detrás de él. Al llegar a los Champs de Réunion, Robespierre precedió a los diputados en la subida a una montaña artificial, con acompañamiento de salvas de artillería, himnos y gritos de "¡Viva la república!". Había nada menos que 2.400 coristas. Los varones empezaron a cantar La Marsellesa, y los espectadores varones también participaron. Las mujeres y las muchachas se hicieron cargo de la segunda estrofa, y todos se unieron para el finale. Las madres alzaban a sus hijos, las muchachas lanzaban al aire los ramos de flores, los muchachos desenvainaban los sables mientras sus padres les bendecían.




Una semana después, Marc Vadier, uno de los adversarios de Robespierre en el Comité de Seguridad General, de menor importancia, entretuvo a la Convención con información secreta de la policía sobre una mística ya de edad, inofensiva, llamada Catherine Théot, que decía que estaba a punto de dar a luz a un ser divino. Los comentarios insidiosos sobre la religión ante una audiencia que incluía a muchos anticlericales declarados tenían una finalidad política clara. Implacablemente opuestos a la tolerancia puramente táctica de Robespierre al catolicismo, sus enemigos intentaban falsificar pruebas de que había tratado de inducir a Catherine Théot a proclamarle Hijo de Dios. En los dias siguientes, Robespierre cometió el error garrafal de mantenerse distante de las estructuras burocráticas en que se apoyaba su poder, aislándose en un calvario solipsista, mientras cavilaba sobre Sócrates, copas de cicuta y cosas por el estilo.

Sobreestimando la importancia de sus apoyos en la Comuna y en el club jacobino, Robespierre habló en la Convención el 8 de termidor. Su discurso fue un largo y tortuoso ejercicio de autojustificación, en el que introdujo la idea de que el gobierno revolucionario tendría que ser permanente, una idea que sus oyentes consideraron preludio de la dictadura personal. Al día siguiente, él y otros cuatro fueron detenidos en la Convención y conducidos a varias cárceles parisinas. Tropas de la Convención desbarataron un torpe intento de liberarles, emprendido por algunas secciones radicales. Robespierre hizo un intento chapucero de suicidarse pegándose un tiro. Sus colegas y él fueron guillotinados al día siguiente, con el paralítico Couthon chillando cuando lo enderezaron para colocarle la cabeza en la guillotina y Robespierre aullando de dolor cuando le arrancaron los vendajes de papel de la mandíbula que se había destrozado de un disparo en su intento de suicidio. El aparato burocrático del terrorismo fue desmantelado por dantonianos, girondinos y antiguos terroristas nuevamente en ascenso, que reafirmaron el poder de la Convención sobre los comités. Se prohibió a los clubes jacobinos comunicarse entre sí, en preparación de su cierre definitivo. Se excluyó de la guardia nacional a los pobres y se redujo el poder de las secciones.

A los teatros, cafés y salones de baile les iba bien y volvió algo parecido a la pluralidad de opinión a los periódicos. Las mujeres empezaron a vestir prendas de su propia elección. La revolución cultural jacobina había terminado cuando no había hecho más que empezar, aunque reverberase casi hasta nuestros días su mitología dinamizadora.


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus, 2005. Págs. 128 - 130.

sábado, 19 de abril de 2008

SOLZHENITSIN Y LOS LEVANTAMIENTOS DE LA VENDÉE

En la primavera de 1793 estallaron levantamientos populares antirrevolucionarios a gran escala en el oeste del país que no sólo abarcaron la Vendée, sino los departamentos adyacentes de Loire-Inferieure, Maine el Lorie y Deux-Sevres. La conspiración de los aristócratas era una realidad en esta parte de Francia, pero tenía escasa o ninguna relación con revueltas cuyo impulso primordial era una profunda hostilidad al intento descristianizador del nuevo orden. Más del 60 por ciento de los rebeldes eran campesinos acomodados y con explotaciones de tamaño medio y pequeño o sus criados o braceros, y un 34 por ciento más eran artesanos de pueblo, tenderos y tejedores de la seda rurales. Se trataba de una rebelión del pueblo (rebeldes primitivos si se quiere) contra una supuesta revolución popular, un movimiento de abajo arriba más que una cuestión de rústicos inocentes engañados por malvados conspiradores de la nobleza y el clero. No es sorprendente que los historiadores republicanos hayan considerado la rebelión "inexplicable", sobre todo después de que pereciese un cuarto de millón de personas durante la brutal represión de la revuelta por "fanáticos" que recurrieron incluso a técnicas de exterminio masivo. No tiene nada de raro que Alexander Solzhenitsin sorprendiese a sus anfitriones franceses al convertir una peregrinación a la Vendée en su primera tarea cuando inició su exilio, pues aquélla fue la primera ocasión de ha historia en que un Estado "anticlerical" y presuntamente "no-religioso" se embarcaba en un programa de asesinatos en masa que anticipaba muchos horrores del siglo XX. El Estado secular era tan capaz de una barbarie inconcebible como cualquier religión inspirada, eclipsando atrocidades limitadas como la Inquisición o la Matanza del Día de San Bartolomé, un asunto modesto cuando se compara con las turbas de sans-culottes entregadas a la matanza y al saqueo, en lo que fue equivalente a un genocidio.


MICHAEL BURLEIGH. Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Pág. 121.

viernes, 18 de abril de 2008

EDUCACION PARA LA CIUDADANIA EN LA FRANCIA REVOLUCIONARIA

Una declaración bastante estremecedora del Comité de Seguridad Pública reconocía:

"Mostraremos sin cesar esta Patria al ciudadano en sus leyes, en sus juegos, en su hogar, en sus amores, en sus fiestas. Nunca le dejaremos solo consigo mismo. Despertaremos con esta coerción continua el amor ardiente a la Patria. Dirigiremos su atención hacia esta pasión única..."


Los jacobinos rechazaban el concepto cristiano de pecado original y consideraban que la especie humana era infinitamente maleable. Podía moldearse en una forma u otra al recién nacido; o, como decía un catecismo jacobino: "Creemos que es una cera blanda capaz de recibir cualquier impresión". Mucho antes de que un niño empezase a aprender a leer y a escribir, podrían utilizarse juguetes como alegorías. No sólo las Bastillas de fabricación propia, o las guillotinas de juguete, sino burbujas que simbolizaban el carácter efímero de la conspiración de los aristócratas, castillos de naipes que caían con un soplo, cometas que volaban libres y altas como los nuevos Derechos del Hombre, y globos que representaban la coalición de potencias hostiles. Salió una nueva marca de bonbons patriotique con envoltorios que tenían impresos lemas jacobinos exhoratorios. La educación preescolar debía abordar temas como la humanidad del rey. Un libro de cuentos para niños pequeños incluía un héroe infantil llamado Emilien que después de ver al rey hacer una entrada majestuosa preguntaba a su madre: "¿Y el rey va a hacer pipí?". A lo que la madre respondía: "Sí, cariño, igual que tú". Aunque no se aplicase mucho del programa educativo jacobino, hasta las gramáticas y alfabetos clásicos estaban cargados de contenido político. Había que adoctrinar a los niños mayores con manuales que seguían el modelo de los catecismos:

"Pregunta: ¿Qué es el bautismo?
Respuesta: La regeneración del francés iniciada el 14 de julio de 1789 y apoyada por toda la nación francesa.

[...]

Pregunta: ¿Qué es comunión?
Respuesta: La asociación propuesta a todos los pueblos por la República Francesa, con el fin de formar en la Tierra una sola familia de hermanos que no acepten ni rindan culto a ningún ídolo o tirano.


Pregunta: ¿Qué es Penitencia?
Respuesta: Es la vida errante de los traidores a la Patria. Es la expulsión de todos aquellos monstruos que, indignos de habitar en la tierra de la Libertad y de compartir los beneficios que su villanía no ha hecho más que demorar; pronto serán expulsados de todos los rincones del globo y, habiéndose convertido en abominación para toda la vida, no tendrán más refugio que las entrañas de la tierra que han contaminado con sus crímenes".

Se pretendía que las biografías de héroes revolucionarios como el joven Bara fuesen ejemplos modélicos. Otro tanto sucedía con los nuevos libros de historia, que demostraban la superioridad intrínseca de las repúblicas sobre las monarquías, oligarquías y tiranías. Los libros de urbanidad y principios morales republicanos estaban destinados a crear un hombre nuevo. Un hombre que no debía quedarse atrás, que debía caminar siempre con brío, bien erguido, que no debía besar nunca la mano a los amos y debía llamar a todo el mundo ciudadano en tono perentorio. Un ambicioso programa de edificaciones y obras públicas incluiría baños, fuentes y surtidores, piscinas y urinarios públicos, pero también imponentes edificaciones diseñadas para reforzar la comunidad o para inculcar las virtudes deseadas. La ciudadanía, sentada en sus hileras igualitarias de bancos, desde donde eran visibles todos los presentes, entonaría himnos revolucionarios, escucharía homilías cívicas, oiría una declamación de los Derechos del Hombre, sería testigo de juramentos públicos y se uniría para honrar al hombre o la mujer ejemplares.


MICHAEL BURLEIGH. Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 104 - 105.

jueves, 17 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXV Y FINAL)

Lidia paseaba bajo la fresca lluvia primaveral de su ciudad, y ahondaba en el misterio de León Sanchís, el hombre que había sacrificado toda su vida por un amor imposible. Siguiendo inveterados impulsos femeninos, se dejaba atraer por los escaparates de las boutiques, a las que lanzaba miradas de águila cada vez que el modelo de vestido, de sandalias de tacón, de lencería fina y sexy, merecía su aprobación, la cual era otorgada o denegada siguiendo los despóticos dictados de un gusto exigente al tiempo que flexible, muy adecuado para ir siempre vestida a la última moda. Bajo su paraguas, su vestido azul de amplio escote y falda plisada que terminaba justo en las rodillas, asomaba bajo una chaqueta blanca guateada, que la abrigaba y la protegía del agua. Bajo las prendas, una piel de un dorado natural mostraba su tersura a la brisa fresca, y recogía las gotas de lluvia que el paraguas no lograba detener. Y bajo el paraguas, su cabeza espléndida, coronada por una cabellera de abundante pelo rizado, era el marco de dos ojos negros de intenso mirar, que en aquel preciso instante parecían concentrados en el bolso rojo más precioso que Lidia había visto en su vida. Sin embargo, aún apreciando la calidad del complemento, su mente no acababa de centrarse en él, como era costumbre, pues no había salido para comprar, sino para pasear sus problemas.

Nadie tendría derecho a suponer, sin embargo, que una mujer inteligente como Lidia no aprovecharía la oportunidad única que representaba la existencia de aquel bolso rojo que era exactamente lo que su vestido de raso negro y sus zapatos, milagrosamente del mismo tono de rojo éstos últimos, estaban exigiendo, reclamando a gritos desde que los había comprado. Hasta entonces se había tenido que conformar con aproximaciones al ideal. Ahora tenía el ideal expuesto delante de sus ojos en una de las boutiques más caras de la ciudad, y ninguna turbadora meditación impediría que entrara allí y saliese con el complemento en sus manos y unos cuantos centenares de euros menos en su cuenta corriente. No obstante, sería también un error de grandes proporciones suponer que, mientras Lidia observa minuciosamente el objeto de su codicia chic, mientras discute prolijamente sobre el precio y el modelo o posibles alternativas con la estirada dependienta de la boutique, mientras saca con reluctancia su Visa Oro para demostrar a la pazguata esa que se halla ante una clienta que lo vale y que lo puede, sería un error, repetimos, creer que mientras ejecuta todas estas operaciones indispensables para conservar su prestigio al tiempo que se abandona al consumismo más voluptuoso, Lidia no está considerando en toda su seriedad el drama vital de León Sanchís, y no se está preguntando al mismo tiempo qué recónditas conexiones puede tener dicho drama con su propia historia de amor y desamor con Henry.

Recordaba con gran nitidez el momento de su entrevista con el anciano en el que éste le narraba la muerte de Marga, la puta fina. Lidia no pudo evitar preguntarse, en aquel momento de especial seriedad y gran emoción para su entrevistado, qué demonios le había sucedido a su cerebro, para que acabara viviendo una historia de película, pero no con una heroína romántica, no con una mujer de alto rango y elevadas cualidades, por ejemplo, la esposa del presidente de los Estados Unidos, o una gran actriz de Hollywood, o por lo menos alguna tonadillera de renombre viuda de algún gran matador de toros caído en acto de servicio (por entonces aún no se sabía lo bajo, lo hondo, que las tonadilleras de renombre, viudas de matadores de toros caídos en acto de servicio podían llegar, a cuenta del vil metal). En lugar de aquello, había elegido como Elisa de sus desvelos, como Laura de sus ardores, como Clodia de su sufrir, a una mera Carmen, sin haberse cuidado siquiera de que se tratase de una fulana lo bastante escandalosa como para poder pasar ante los ojos de la sociedad como un auténtico depravado, y no como el gilipollas atormentado que realmente fue, y que es como, a juicio de la periodista, en verdad era visto por propios y por extraños.

Para Lidia la historia de Sanchís tenía un punto ridículo. Pero era consciente de que no se trataba sino de una mota que apenas si empañaba la verdad profunda de que era un hombre que se había entregado a su corazón. Cuanto más intentaba reírse de su automarginación, que ella muchas veces calificaba como cobarde retirada de la vida; cuanto más lo criticaba en su fuero interno por su mala cabeza, por su pésima elección de objeto para amar; cuanto más incomprensible le resultaba su deserción de su familia, de su profesión, de su clase, de su vida, por una no – vida consistente en adorar a una prostituta que tan sólo le permitió acompañarla en sus últimas horas, y luego en vivir entregado a sus recuerdos, más fuerte se volvía en su mente el pensamiento de que un hombre sólo hacía todas estas locuras, sólo cometía todos estos errores, sólo se entregaba a tan insoportables ridículos, si estaba poseído, dominado, por una idea, por un impulso, que eran mucho mayores que todo aquello a lo que él había renunciado graciosamente, de lo que había prescindido sin vacilar. Pero ¿qué era ello?

Fue muy difícil hablar con León Sanchís en los días y semanas posteriores a la muerte de Marga. No estaba en su casa, y nadie lo encontraba en ninguno de los lugares que solía frecuentar. Nadie lo sabía, pero se había encerrado a cal y canto en el piso de su amada. No quería salir de allí. Después del entierro, una sencilla ceremonia en la que tan sólo estuvieron presentes él, el doctor Cifuentes y Mindi, porque Robaina no podía exponerse públicamente de ese modo, Sanchís se enteró por su colega de que la difunta había testado verbalmente a su favor, habiendo sido él mismo, el doctor Cifuentes, y Raimunda, los testigos de su última voluntad, a los cuales Sanchís podría citar judicialmente si ello fuese necesario para hacer valer sus derechos sucesorios. Al tiempo que le decía esto, Cifuentes hacía entrega a un atónito Sanchís de las llaves del piso de Marga, diciéndole que todas sus posesiones y documentos importantes se encontraban allí, y que en cuanto su derecho estuviese notarial o judicialmente asentado, podría acercarse con ellos dos al banco en que reposaban los ahorros que la prostituta había ido amasando a lo largo de su vida. Sanchís miró escandalizado a su colega, y le preguntó en tono ofendido si creía que él podía necesitar aquel dinero, conseguido por medio de la perversión de lo que de más delicado contenía el cuerpo de su amada, que ahora yacía, fría, yerta, cerrada en un ataúd, siendo ella todo lo que a él le importaba, y no importándole nada las cosas que había dejado en este mundo. Entonces el doctor Cifuentes le preguntó si tampoco le importaba nada la última voluntad de su amor. Sanchís le lanzó una mirada que Cifuentes nunca olvidaría. En esa mirada se resumían décadas de sufrimiento y dolor, y al mismo tiempo una súplica muda: “¡Ayúdame! ¡No puedo más!” Había luchado contra todo durante tanto tiempo, para nada... Había llegado la hora de la derrota final. Sanchís iba a morir.

De pronto, Lidia entendió algo. Ya había pagado su compra, y había vuelto a salir a la calle. La lluvia casi había cesado, y la luz comenzaba a salpicar los objetos. Había tenido, no un pensamiento, sino una suerte de clarividencia. El heroísmo de Sanchís consistía en haberse opuesto a todo cuanto se esperaba de él en la vida, sin perder su dignidad de hombre. Había afrontado palizas, cárcel, descrédito y habladurías, y sin embargo no se había destruido a sí mismo, a pesar de que al final de su vida no quedaba nada de lo que por cuna, por educación, por fortuna y por posición social debió haber tenido. No tenía nada, pero se tenía aún a sí mismo. ¡Pero qué inútil heroísmo! ¡Qué innecesario había sido todo! Y sin embargo, ¡cuán necesario era que hubiese personas como él! ¡ Y cuán necesario que existiesen mujeres como Marga, pa puta fina, la única de la ciudad en vender su cuerpo sin armar la gorda! Mujeres como ella habían salvado hombres como Sanchís de convertirse en peleles inflados de vanidad, les habían ayudado a conservar su condición de hombres. Ahora Lidia tenía el artículo. Pero tenía algo más. Algo que ella no esperaba obtener de aquella entrevista que en un principio había considerado como un simple medio paras ascender en su profesión. Sanchís le había enseñado con su vida absurda lo absurda que era la suya propia. Hablaría con Henry. Le convencería para que volviera con ella. Nadie como él la había comprendido y acompañado. Nadie como él le había dado el alimento que su corazón, seco ahora por la ambición y el orgullo, tanto necesitaba. Tal vez no era demasiado tarde...

Sumida en estas reflexiones, vio avanzar hacia ella una silueta alta y desgarbada, vestida de vaqueros y una camiseta vieja, guarecida del tiempo con un anorak con capucha. ¡Era él! ¡Debía hablarle! ¡Necesitaba entender tantas cosas!

TOCQUEVILLE, LOS ESCRITORES Y LA REVOLUCION...

Alexis de Tocqueville, el mayor historiador de la Revolución [Francesa], escribiendo después de ella, se mostraba... asombrado de la peligrosa soberbia sacrílega de la intelectualidad secular:

"Cada pasión pública se convertía... en filosofía; la vida política era violentamente reconvertida en literatura y los escritores, haciéndose cargo de la dirección de la opinión pública, se encontraron por un momento ocupando el lugar que normalmente ocupan los dirigentes de los partidos en los países libres [...] Por encima de la sociedad real [...] se construía lentamente una sociedad imaginaria en la que todo parecía simple y coordinado, uniforme, equitativo y de acuerdo con la razón. Gradualmente, la imaginación de la multitud abandonaba la primera para concentrarse en la segunda. Perdía uno interés por lo que era, con el fin de pensar en lo que podría ser, y acababa uno viviendo mentalmente en aquella ciudad ideal que los escritores habían construido".


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (Religión y Política en Europa), Taurus, Santillana, 2005, pág. 62.

La cita es relevante en la actualidad, pero deberíamos sustituir a los escritores por los payasos televisivos y los conductores de talk - shows. Y también el culto a la razón, que ya no existe, por la afición sentimental a un mundo lleno de placeres y ajeno a toda tribulación, en el que podemos hacer lo que queramos sin consecuencia alguna.

miércoles, 16 de abril de 2008

FRAGMENTOS DE "PODER TERRENAL" DE MICHAEL BURLEIGH (I)

EL ESTADO DE BIENESTAR, VERSION DULCE DEL ESTADO TOTALITARIO

"En su obra de 1935 Religion and Modern State, [el intelectual católico inglés Christopher] Dawson estudió la aparición del Estado imperial moderno que intentó colonizar sectores de la existencia en los que "los estadistas del pasado no se habrían atrevido a inmiscuirse más de lo que habrían podido plantearse hacerlo en el curso de las estaciones o en los movimientos de las estrellas". Esto se aplicaba, aseguraba Dawson, al totalitarismo benignamente suave del Estado del bienestar burocrático moderno, así como a los Estados policiales malignamente duros de comunistas y nacionalsocialistas. La política reproducía las pretensiones absolutistas de la religión, envolviendo sectores cada vez más amplios y profundos de la vida en lo político, y constriñendo simultáneamente lo privado. Estos movimientos orquestaban, lo mismo que una iglesia, el entusiasmo histérico y el sentimentalismo multitudinario, dictando al mismo tiempo la moralidad y el gusto, y definiendo los significados básicos de la vida. A diferencia de las iglesias, intentaban también eliminar la propia religión, empujando al cristianismo a desempeñar el papel insólito hasta entonces de defender la democracia y el pluralismo. Dawson... vio que "esta decisión de edificar Jerusalén, inmediatamente y aquí, es la misma fuerza responsable de la intolerenacia y la fuerza del nuevo orden político... si creemos que se puede instaurar el Reino del Cielo a través de medidas políticas o económicas, que puede ser un Estado terrenal, entonces difícilmente podemos poner objeciones a las pretensiones de un Estado de este género de abarcar la totalidad de la vida y exigir la sumisión total del individuo... hay un error fundamental en todo esto. Ese error es ignorar el Pecado Original y sus consecuencias o, más bien, identificar la Caída con determinada organización económica o política defectuosa. Si pudiésemos destruir el sistema capitalista, o acabar con el poder de los banqueros o con el de los judíos, todo sería encantador en el jardín".


MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial) SAntillana, Taurus, 2005.

A mí me zumban los oídos. ¿Y a vosotros?

lunes, 14 de abril de 2008

ME DESPIERTAS DE NOCHE PARA HACERME REIR

y extraña, estúpidamente, yo me río contigo...

Me despiertas de noche y me haces reir, y creo que nunca me había dicho nadie nada tan gracioso.

Te miro y te abrazo, y me río contigo.

Somos dos tontos que le aullan a la luna. Tú eres un loco que disparata por las noches. Yo soy la mujer que va a convertir tu insania en cordura. Y la luna va a responder a nuestros aullidos con una canción de amor.

sábado, 12 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXIV)

En el interior del piso que una vez fue el de Marga, León Sanchís estaba de pie, junto a la ventana, viendo caer la lluvia. Había dormido poco. No conciliaba el sueño la noche anterior, así que abrió un libro y se puso a leer hasta las cuatro de la madrugada. Finalmente se fue a la cama, y se entregó a un sueño perturbado por imágenes terroríficas. Robaina venía, en persona, a arrancarle los testículos. La policía venía a detenerle, otra vez, acusándole de la violación de una joven. Sus padres abandonaban sus tumbas para venir a reprocharle su vida desordenada y reprobable. Y Marga, ¡oh, horror! Marga también se aparecía, horrible, cadavérica, pútrida, y se reía de él con una espantosa carcajada que sonaba hueca entre sus huesos, y se le acercaba para envolverle en un nauseabundo abrazo y llevárselo con ella… a la nada. Despertó empapado en sudor, con los ojos desencajados y la boca abierta, preparada para aullar de terror. Saltó de la cama. No quería dormir. No para soñar esas cosas horribles. ¡Nada! ¡Eso había sido su vida! ¡Nada! Y Marga había venido de la tumba para mostrarle su propia inanidad. Había desperdiciado su vida. Podía haber tenido una vida tan feliz… podía haber sido un médico prestigioso, haber salvado vidas, haber ayudado a las mujeres. Podía haberse casado con una mujer de bien, que le habría dado hijos, en los que podría haber cifrado toda su esperanza de perpetuación. Podría haber vivido rodeado de calor y compañía, y sin embargo eligió una vida disoluta en su juventud, y un amor imposible, absurdo, condenado al fracaso en sus años de plenitud vital. Podía haberse reconducido, podía haber tratado de arreglar el desastre de su vida cuando Marga le dejó claro por segunda vez que nada había de hacer con ella, y sin embargo se encerró en sí mismo, abandonando su profesión, entregado a la lectura y a una melancólica molicie, impropia de un hombre de su condición. Podía haber acompañado a Marga en sus días finales, sí, pero para luego afrontar de una vez por todas sus responsabilidades para consigo mismo y para con los demás. No había hecho nada de eso, y ahora los fantasmas de su pasado se le aparecían en sueños para recordarle que su vida había sido un error.

Pero ya no había remedio. Era demasiado viejo. Ahora sólo podía esforzarse por encontrarle un sentido a lo que aparentemente no había tenido sentido alguno… Todo lo que le había dicho a Lidia era verdad, y al mismo tiempo era de algún modo falso. Sí que había entregado su vida por su amor verdadero. La había dado por nada, simplemente porque amaba desesperadamente a una mujer que ni le correspondía ni le convenía. No había hecho nada en su propio beneficio. Todo lo había sacrificado a las demandas de su corazón. Eso no tenía sentido, y al mismo tiempo, él lo sabía, estaba lleno de sentido: de un sentido que sólo tal vez una joven atormentada como Lidia podía apreciar.

La había acompañado en sus días finales. Había tratado de calmar sus dolores, y de hacerle compañía. Ella dejó pronto de hablarle, de modo que se trajo libros de su casa, libros que hablaran de felicidad, de alegría, de niños que jugaban y perritos, libros ingenuos con cuya lectura pudiera calmar el alma atormentada de su amada. Pero antes de todo eso, Marga se confesó con él, como nunca lo había hecho con un sacerdote. Le habló de su juramento de no depender nunca de un hombre, y de cómo lo traicionó de la forma más inconsecuente con Robaina. Le dijo que lo que tenía era la venganza de un mundo del que ella se había reído cínicamente. Su útero, al que había condenado a la sequedad, decidió cobrárselas todas juntas y caer presa del cáncer. Le dijo que lo había destruído, y que no tenía derecho a esperar de él, no ya su amor, sino no siquiera su compasión en aquellos momentos horribles, pero que era una mujer débil, y al mismo tiempo una manipuladora de hombres como lo había sido siempre, y por eso lo llamó, segura de que acudiría. Le dijo que tenía derecho a despreciarla, y a abandonarla. Merecía morir sola. Sanchís no pudo soportar aquellas palabras, y se abrazó, por primera y última vez, a su cuerpo febril y agonizante. Le dijo que siempre la había amado, y que nunca había estado en su mano dejar de amarla. Que daría su vida por salvar la suya, si fuera posible, y que ninguna fuerza de este mundo podría separarle de ella. Que sí, que había arruinado su vida por ella, pero que ese era su destino, amar y no ser correspondido. Que no debía pensar más en todo aquello. Que él iba a estar con ella, y moriría dulcemente. Se lo juraba.

Durante todos aquellos días, León Sanchís no se separó de Marga. Dormía en una mecedora al lado de su cama. No salía de aquél cuarto para nada. Envió a la niña, que dijo llamarse Raimunda, a su casa para traer unas mudas de ropa y determinadas medicinas y preparados que tenía siempre a mano, por si hacían falta. La niña también trajo alimentos y bebida para que tanto el doctor como la enferma pudieran comer y beber, aunque ella empezó pronto a hallarse en tal estado que sólo admitía líquidos, y pronto hubo que administrarle suero. Sanchís conoció al médico de cabecera de Marga, el doctor Cifuentes, un hombre de unos sesenta años, calvo, con gafas, que acudía a visitarla diariamente para controlar su estado. Cifuentes reconoció a Sanchís, y se alegró de que hubiera un colega de permanente guardia al pie de la enferma. Por lo demás, fue lo bastante delicado como para no hacer alusiones incómodas. Pero Sanchís no pudo evitar preguntarle a su colega si Prudencio Robaina costeaba sus atenciones, a lo que su colega contestó que no, que desde que se le declaró la enfermedad el empresario había abandonado a Marga a su suerte, y que él acudía a atenderla por amistad, y porque siempre fue amable y considerada con él en los tiempos en que le iban bien las cosas, en que era una belleza protegida por el hombre más fuerte de la ciudad. El siempre percibió la fragilidad de aquella mujer que se las daba de dura, y sintió desde el principio una gran conmiseración por su situación de mantenida. Había conocido, por supuesto, la historia de los amores desgraciados de León Sanchís, y la había comentado con su esposa, una mujer regordeta y racional, práctica, que procuraba usar el sentido común para todas las cosas. Ella mantenía que Sanchís habría hecho bien en alejarse de Marga, no porque ella fuera una perdida, sino porque nunca podría hacerlo feliz. Pero Cifuentes, que tenía su punto sentimental, habría deseado que León hubiera rescatado a la chica de las garras del depredador Robaina, y se sintió profundamente decepcionado al tiempo que conmovido al saber que el pretendiente frustrado se había retirado de la pelea con el rabo entre las piernas. Ahora lo veía ahí, reclamado cuando ya no había nada más que hacer sino asistir a sus últimos estertores, y su sentimiento de piedad se extendía a aquel hombre derrotado, impotente ante la muerte omnímoda, impotente ante una mujer que lo dominó siempre, incluso ahora, cuando ya casi no era más que una sombra.

Los últimos días de Marga fueron atroces. La morfina casi no le hacía efecto, y se hallaba tan debilitada que comenzó a contraer infecciones. Sanchís sabía que su muerte era cuestión de horas. Raimunda lloraba a moco tendido, al pie de la cama de la enferma. Sanchís se limitaba ya a estar a su lado, tomando su mano para que, en los escasos segundos en que volvía a la consciencia, se sintiese acompañada y cuidada hasta el final. Cuando despertaba, Marga solía gemir de dolor y pronunciaba palabras ininteligibles que salían de unos labios resecos. Entonces Sanchís le daba un suave apretón en su mano, y ella le volvía la mirada. No parecía verle o saber quién era, pero a veces sí, a veces sí parecía reconocerle, y lo miraba desde el fondo de sus ojos, enormes y oscuros por contraste con su tez cenicienta y demacrada. No llegaría al siguiente amanecer, así que Sanchís mandó llamar a Cifuentes. Le preguntó por la familia de Marga, pero çel no sabía nada de ellos, salvo que sus padres habían muerto hacía tiempo, y que sus hermanos se habían dispersado por el país. No había nadie más a quien llamar, salvo Robaina, así que lo llamaron. Sorprendentemente, el empresario acudió a presenciar las últimas horas de la mujer que tanto placer le dio en vida, y a la que había abandonado como a un animal enfermo. Nada más entrar en la habitación, divisó a Sanchís, y por segundos pareció que iba a desalojarlo violentamente de la cama de Marga. Pero éste le mantuvo la mirada, y Robaina comprendió que, probablemente por única y última vez en su vida, el ingenuo doctor le había ganado la mano. Miró al suelo, y se desplazó por la habitación hasta situarse a los pies de la cama. Cifuentes estaba sentado en una silla al lado de la cómoda. Al rato llegó Mindi, que miraba la escena desde la puerta, con un pañuelo en la mano. La noche avanzaba y el amanecer se acercaba. Marga abrió los ojos, y miró a su alrededor. Seguramente estaba viendo por última vez a todas las personas que le habían querido algo en esta vida. Lanzó una mirada circular, seria, terriblemente penetrante, y finalmente posó su mirada de cadáver en León. Con voz casi inaudible, dijo “mi amor”, y expiró.

La lluvia había amainado mucho, y Sanchís necesitaba estirar las piernas. Cogió un viejo anorak con capucha, se lo enfundó, abrió la puerta del piso que en tiempos había sido de Marga, y salió a la calle. En el fondo, a pesar de todas sus dudas, siempre lo había sabido. Ahora estaba seguro.

martes, 8 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXIII)

Salió a la calle y llamó a un taxi. El corazón golpeaba con violencia sus costillas. Dio al conductor la dirección a que debía dirigirse, y se hundió en el asiento trasero del vehículo. Su mente viajaba sumida en un estado a medio camino entre la euforia y la confusa desesperación. Ni siquiera se había tomado unos segundos para meditar sobre lo que estaba haciendo. Saltó como un resorte, y dentro de aquel taxi seguía lleno de energía potencial, presto a impulsarse a la máxima distancia posible, gracias a la extraordinaria compresión a que había sido sometido. La mañana era laborable, las calles estaban atestadas y el taxi se desplazaba con lentitud. No iban a llegar nunca, pero llegaron, al fin. No se detuvo ante el portal, evocando el doloroso pasado. No se entregó a los recuerdos. En aquel momento, Sanchís era más hombre de acción que lo que nunca había sido. ¡Ella lo necesitaba! ¡Le había llamado! Pero, ¿qué le sucedía? Sólo mientras subía los peldaños de tres en tres iba comprendiendo que Marga le había llamado en su condición de médico, y que por tanto debía estar mal de salud. Cuando tocó a la puerta, su expresión ya reflejaba la preocupación que comenzó a invadirle en cuanto fue consciente de que sin duda estaba enferma, y de gravedad. Por otro lado, cosa extraña, si podía permitirse cualquier médico en ejercicio, puesto que Robaina le había abierto con su talonario las puertas de todos los consultorios de la ciudad, ¿por qué le llamaba precisamente a él, que ejercía pro bono y que ya no estaba al día de las técnicas más avanzadas?

Abrió la puerta una chicuela de unos doce años, de ojos descarados y vestimenta un tanto excesivamente adulta para su edad: calzaba sandalias de tacón, y un vestido blanco con flores, ampliamente escotado, que dejaba ver el nacimiento de unos senos de niña. Sanchís experimentó un extraño placer ante aquella procacidad infantil, a la vez inocente y pervertida, pero desechó rápidamente su turbia excitación y la miró a los ojos, preguntándole por la señora. La niña lo condujo hasta el dormitorio donde yacía una mujer demacrada y pálida. Era Marga, y estaba muy enferma. Sanchís la miró con ojo profesional, y supo que lo que tenía era grave, e incurable. “¡Dios mío! ¡está verde!” – pensó, abandonando su rol clínico y volviendo a ser el enamorado que siempre había sido.

Ya no había nada que hacer. La habían visto los mejores especialistas, no de la ciudad, sino del país. Descartaron la cirugía, porque ya era inútil. Había comenzado en el útero, pero se había extendido por todo el abdomen. Se moría. Se moriría en cuestión de semanas, un mes todo lo más. Todo esto se lo iba diciendo la propia moribunda a un León Sanchís que la miraba con los ojos muy abiertos, y que ni se daba cuenta de que tenía las mejillas empapadas en sus propias lágrimas. Ella estaba serena, aunque algo ida. Le estaban administrando morfina. Le había llamado, no para que la curara, le decía con un poco de sorna, que aquello ya no tenía solución, sino porque, como todos los moribundos, quería rodearse en sus días finales de aquellos que la habían querido. Y a ella le constaba que él la había querido mucho. A Sanchís se le estaba rompiendo el corazón en pedazos, pero no importaba. Iba a seguir allí, no se iba a derrumbar. Ya se había secado las mejillas, y estaba sacando fuerzas del fondo más oscuro de su alma para conseguir mirar a su amor de tantos años, para conseguir dirigir una mirada sonriente a su amada Marga, que se moría sin remedio. Le parecía que el esfuerzo le partiría en dos, pero entonces Sanchís quería romperse en dos, y quedar lisiado para siempre, si de ese modo podía aliviar siquiera un poco los terribles padecimientos que la atormentaban. Sintió crujir todas las coyunturas de su alma, pero logró sonreírle. Y ella le devolvió la sonrisa. Y Sanchís sintió el dolor más intenso que había experimentado jamás. Y, al mismo tiempo, conoció la más dulce de las dichas que puede sentir un hombre: la sonrisa de la mujer que ama.

Lidia no entendía por qué, mientras Sanchís le iba contando todas estas cosas, ella iba sintiendo que se ablandaba, que se quedaba como soufflé, que no podía seguir la entrevista con la profesionalidad que en ella sería de esperar. Ahora, sentada delante de su ordenador portátil, viendo llover tras la ventana, rememorando la larguísima conversación mantenida con el doctor el día anterior hasta la madrugada, Lidia comprendió que había sucumbido al embrujo del romanticismo. Aquel hombre le hablaba como si el amor de los cuentos de hadas existiera, como si aún hubiese princesas esperando el beso del príncipe azul, y como si él lo fuese. Y lo hacía tan endemoniadamente bien, que conseguía hechizar incluso a una chica lista y despierta como ella. “Y es que todas las mujeres, por listas que seamos o creamos ser, somos irremediablemente tontas. Cuando nos ponemos frente a frente con estos galanes de película, empezamos a derretirnos, y cuando nos hablan somos ya sirope. ¡Y menos mal que éste ya está bastante pasado de fecha, que si no igual me enamoro y todo!”. Recordó con vergüenza sus lágrimas de la noche anterior, antes de irse, de su casa, cuando le preguntó cómo se las había arreglado para sentir toda aquella felicidad. Era intolerable que una profesional curtida como ella se dejase conmover por un viejo ridículo, que tenía a orgullo haber arruinado una vida prometedora por una fulana. Pero, incluso mientras pensaba esto, Lidia sentía que no, que había una dignidad insospechada en aquel hombre y en la forma en que había decidido vivir. No podía escribir. No hasta que aclarase el misterio. Se vistió, se arregló, cogió un paraguas y salió a la calle.

Caminó por las calles de su barrio. La lluvia, que había comenzado fuerte, impetuosa, empujada por ráfagas de viento, caía ahora mansa y suave. El paseo se convertía entonces en un viaje a través de una realidad paralela, en la que las cosas cotidianas adquirían un matiz distinto: las aceras brillaban y parecían espejos que reflejaban las luces de los comercios y de los semáforos. Las distancias se acortaban pues la cortina de agua difuminaba la perspectiva. Las personas parecían más discretas, menos molestas, más abarcables, enfundadas en sus impermeables, caminando silenciosas por las aceras mojadas. Y el mundo visto bajo la umbrela parecía menos amenazante, menos peligroso, aunque más gris y húmedo, más melancólico… Hoy Henry no le había enviado ningún mensaje. Hoy Henry no la quería. Qué extraño era todo. Y ella, la más extraña, pensando en la chifladura del doctor Sanchís y sin resolver lo suyo…

viernes, 4 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXII)

León Sanchís cerró la puerta de su piso, tras despedir a Lidia. Eran casi las tres de la madrugada, y habían hablado tanto… Sobre todo él, a partir del momento en que se decidió a contarle su vida a tumba abierta, a narrarle de su amor desgraciado por Marga, ese amor que nunca lo rebajó, y en eso conoció su bondad; ese amor que le hizo sufrir como ningún otro hombre que él conociera, aunque en los últimos meses de la vida de Marga encontró condensada toda la felicidad que tan cruelmente le había abandonado durante tanto tiempo. De pronto, mientras le decía a Lidia estas palabras sencillas y a la vez solemnes, descubrió que ésta lloraba. “¿Cuál es su secreto? – preguntó ella, secándose las lágrimas – ¿Cómo lo ha conseguido? Nadie tiene lo que usted ha tenido. Yo no lo tengo. Y mi vida no es ni mucho menos la locura que fue la suya. ¿Cómo es posible que usted, que convirtió su vida en un disparate heroico, haya alcanzado la felicidad, aunque sólo fuera durante meses, y yo, que llevo años trabajando pacientemente para tener un poquito de esa felicidad, no haya conseguido nada?” Y Sanchís le contestó que en su pregunta estaba la respuesta que buscaba. “Renuncié a todo” – añadió simplemente.

En fin… era hora de abrir una botella de Oporto, y tomarse una copita antes de irse a dormir. Ya no dormía muy bien, pero se negaba a tomar somníferos. Pensaba que si le había llegado la hora de vagar por las noches, lo haría, porque tenía mucha vida que repasar, muchos pensamientos que tener, muchos sentimientos que revivir. ¿Para quién? Para Lidia, por supuesto. Y para Mindi. Mindi lo acompañaría en sus últimos días. Lo amaba. El ya no estaba para los desvelos del amor ni para los esforzados goces del sexo. Ni siquiera estaba seguro de que se le levantara. En todo caso, con Mindi no. ¿Con Lidia? Tal vez, si se lo propusiera. Pero ¿cómo se iba a proponer semejante cosa? Su capacidad para el amor se gastó entera con Marga, y ya era un viejo que no podía, ni quería permitirse cosa alguna con las mujeres. Pero Mindi lo amaba. Mindi quería tener un hijo suyo. Se lo había dicho. No le importaba que no hicieran el amor. Irían a una clínica y ella se inseminaría de él. El se moría de risa cuando ella le hablada de estas cosas, pero cuando tropezaba con su mirada, algo dolida porque él no la tomaba en serio, de pronto pensaba que no sería un disparate tan completo dejar algún tipo de descendencia en este mundo. Y sería una venganza perfecta contra su familia, contra todos los que le abandonaron cuando él se entregó a su amor, el continuar la rama de los Sanchís – Sanchís, pura hasta la extinción, con el hijo de una mujer de la calle.

Sanchís paladeaba al mismo tiempo estos pensamientos, propios ya de un viejo caprichoso, y los sorbos del vino de oporto, amargamente dulces, que iban entrando en su boca, mientras comprendía que aún estaba demasiado despierto para acostarse, y sentía la llegada de los recuerdos recientemente verbalizados, convertidos en el largo discurso que Lidia, la periodista de carnes prietas y piel suave, de ondas en el pelo negro y curvas desarmantes, había escuchado demudada, ya sin escribir, pero sin perderse una sola palabra, bebiendo cada gesto del doctor, asimilando cada mirada, dejándose traspasar por la narración sincera de una persona que había vivido una vida de locos, pero que era más verdadera que todas las vidas convencionales con que ella había topado nunca antes, la suya incluida. Y los recuerdos llegaban, implacables, aún cuchillas afiladas que convertían su alma en andrajos, que tenía que recoser cada vez. Pero hacía tiempo que había comprendido que aquellos dolorosos recuerdos eran todo lo que tenía, y se dispuso, una noche más, a llorar la muerte de Marga.

La larga temporada pasada en sanatorios dejó en León Sanchís un recuerdo confuso. Lo habían tenido sujeto a medicación y terapia pero, al salir con un informe de alta en las manos, y mirar a su alrededor, a sus hermanos, ya mayores, ellas gordas, ellos arrugados y calvos; al salir, y mirar al mundo que había seguido girando, y girando, mientras él se debatía en su propio torbellino mental; al salir y comprender que tenía que recomenzar la vida donde la había dejado nueve años atrás, mientras que los demás le llevaban toda aquella delantera, percibió algo, que ya nunca dejó de estar presente en sus pensamientos: que para él todo se había detenido la tarde en que, nueve años atrás, Marga se despidió de él para siempre, en la terraza del Gran Café.

Su vida era ya un pantanal de sentimientos semienterrados, un tren detenido, humeante y roto, un naufragio en la misma bocana del puerto. No había nada que hacer, ni profesionalmente, ni con la familia, ni en el amor. Así que León Sanchís se recogió en su casa, invirtió grandes sumas en libros, y siguió leyendo. Comenzó por la literatura del Siglo de Oro español: se leyó todo Lope, todo Cervantes todo Góngora, todo Quevedo y todo Calderón. Luego pasó a Shakespeare, y cada una de sus tragedias se iba grabando a fuego en su mente, explicándole que el mundo siempre había sido así: un torbellino de pasiones incontroladas que siempre, inevitablemente, conducen al desastre, y aprendió la virtud de la moderación, él que nunca había sido un moderado, claro que la aprendía ahora, cuando ya había apurado el cáliz de la vida hasta la hez, cuando ya se habían acabado todas sus ilusiones. Eso no valía. Había que haber sido prudente al principio, cuando era difícil, cuando era un joven lleno de vida y pleno de facultades, para el placer y para el amor, para el saber y para el hacer… Sí. Había sido un tonto, y había destruido su vida.

Estos pensamientos le acompañaban en sus paseos vespertinos, que daba por los parques de la ciudad para oxigenarse, y por recomendación de su psiquiatra, para que hiciera ejercicio y su cerebro recibiese los estímulos que necesitaba para no recaer en la depresión. Cada tarde, durante meses, durante años, León Sanchís salía a pasear, pronto si era invierno, casi de noche en verano, y ejercitaba sus piernas, y ponía su cerebro a funcionar, y repasaba su vida, una vez, y otra, y otra.

No quiso saber nada más de Marga. Desde luego, le habían recomendado en los términos más enfáticos que la olvidara, en bien de su salud mental, y él se había tomado en serio esta recomendación. Por otra parte, no quería seguir perturbando su existencia. Fuera ésta cual fuere – y probablemente sería muy infeliz, si seguía atada a Robaina o a su profesión de meretriz – sería mejor para ella que la dejara en paz… De cuando en cuando, sin embargo, le llegaban noticias de ella. El quería olvidar, pero la gente nunca olvidaba, y la historia de Sanchís era demasiado sonada. Así que alguna que otra vez se encontraba con un conocido que le contaba que había visto a Prudencio Robaina con su querida en el Club Tal, o en el Garito Cual, o paseando por la Avenida X, o por el río, o circulando en un descapotable en una excursión por el campo… Invariablemente, el portador de las noticias incandescentes esperaba encontrar alguna reacción en el rostro del doctor retirado, e invariablemente, el doctor retirado no mostraba variación alguna en su expresión facial, dejando sumido a su interlocutor en la más penosa de las frustraciones. Todos decían a sus espaldas, en cualquier caso, que seguro que él no la había olvidado, que cualquier día la volvía a liar… y el morbo aumentaba conforme pasaba el tiempo y Sanchís no daba muestras de apartarse ni un milímetro de su vida ordenada, predibujada con plantilla, concebida para proporcionarle serenidad. Se limitó a ser “el Tío León” para sus sobrinos, a acompañar a su madre en las salidas que hacía, a sentarse de cuando en cuando en la terraza del Gran Café (quizá la única concesión que hacía a los recuerdos), y a leerse toda la literatura que compraba e iba poblando las baldas de las librerías con que había ido revistiendo las paredes de su piso.

Durante esos años de retiro, Sanchís creyó que había llegado al estado más parecido a la felicidad que había conocido jamás: la ausencia de sufrimiento. Y así pensaba que serían los días que restasen hasta su fin: indoloros. Se equivocaba en esto, como también en su creencia de que no sería feliz en sentido pleno. Y el fin de su error coincidió con la llamada telefónica que un desconocido le hizo, cierta mañana, requiriendo sus servicios profesionales, casi quince años después de que hubiese abandonado el ejercicio de la medicina. El sujeto en cuestión le explicó que había una señora que se encontraba enferma, y que había exigido ser tratada por León Sanchís. “Usted la conoce, señor – dijo la voz”. Y León no necesito oír más para saber.