jueves, 24 de abril de 2008

HEROISMO EN LA DERROTA

Ayer me zampé dos peliculones de John Ford, como quien se come dos bollos. Elegidas de intento, me vi No Eran Imprescindibles y La Patrulla Perdida. Creo que nadie se atrevería a filmar hoy día dos historias así.



En No Eran Imprescindibles, un grupo de torpederos de la marina estadounidense con base en Manila va siendo implacablemente laminado por la ofensiva japonesa inmediatamente posterior al desastre de Pearl Harbor. En cada acción (muchas de ellas exitosas, eso sí) el grupo capitaneado por el comandante Brickley (Robert Montgomery, un auténtico comandante de la Armada useña) y por el teniente Ryan (John Wayne, bestia negra de todos los progres que en el mundo han sido) va perdiendo una de las lanchas, y sus hombres van muriendo o siendo heridos. Uno de los capitanes de lancha fue herido por la metralla en los tobillos, perdiendo los pies, y después la vida. Hay una escena impresionante en la que los compañeros van a verle al hospital de campaña (donde Donna Reed, una belleza de Hollywood que yo desconocía, tiene un affaire con John Wayne) y hacen como si fuera a levantarse al día siguiente, pero el pobre teniente sabe que se muere, y retiene en solitario al Comandante para dejarle las cartas a sus padres, a su esposa y su testamento. El comandante hace de tripas corazón y se despide del moribundo con una jovial palmada.

Mientras veía la peli, me asombraba de cómo bordaba Robert Montgomery su papel de oficial al mando. Y cuando leí en los créditos que había sido oficial de verdad en la guerra, entonces lo entendí todo: él había tenido que endurecerse ante la desgracia de sus compañeros, había tenido que obedecer órdenes que suponían su sacrificio o el de los suyos, y había tenido que dar esas mismas órdenes a sus subordinados. Os juro que se le nota en las miradas y en su gesto en las escenas más duras de la película, que no son las escenas de acción, sino aquellas en que tiene que hablar con el almirante, que no cuenta con sus lanchas torpederas como un activo real, pero que luego les encomienda misiones suicidas, como hundir un crucero japonés, arriesgadas, peligrosas, duras e ingratas tareas como transportar al general MacArthur y a su esposa y séquito a través de todas las Islas Filipinas, con un tiempo infernal, hasta Mindanao, para que pudiese huir a Australia, o resistir los ataques casi sin gasolina ni munición, o ir cediendo hombres de tripulaciones de torpederas destruidas a la defensa en tierra, o ceder lúltima lancha para que fuese usada como correo.

Y, al final de la película, después de pasar muchas penalidades, después de que John Wayne se despidiera casi sin conexión telefónica de su amada, para siempre, después de haber perdido tantos hombres y de haber obedecido tantas órdenes ingratas, Montgomery, Wayne y dos hombres más de toda la dotación de las torpederas son convocados a Australia, para reorganizar el grupo, porque los mandos se habían dado cuenta entonces de su gran valor y enorme utilidad, y el resto se quedó, junto con tantos otros militares, en Mindanao, de donde ya nunca saldrían. Y era tan duro para los que se quedaban sin alzar ni un murmullo de protesta, como para los que se iban sabiendo que condenaban a sus compañeros a la muerte o a ser prisioneros de guerra y a unas condiciones de vida espantosas.

Esta película se filmó con la segunda guerra mundial concluída. Quiero pensar que a John Ford le habría costado mucho rodarla en 1941, cuando ocurrieron los hechos. La propaganda militar y la censura no se lo habrían permitido.

Cuentan de Ford que, comisionado por Roosevelt para rodar una película patriótica sobre la guerra en el pacífico, filmó numerosas catástrofes aéreas, incendios de aeronaves, aviones que eran atacados al despegar y caían sin haber podido disparar un tiro, y los horribles sacrificios a que las tropas norteamericanas se veían sometidas. Cuando entregó los rollos al montador, éste le dijo que así no pasarían la censura, a lo que Ford respondió que él había rodado lo que quería que se viera, y que el montador no tenía más que hacer sino empalmar los rollos, que todo estaba rodado por orden. Quería hacer una película, no para los políticos, no para los militares, no para los censores, sino para las madres de todos los hombres que estaban dando su vida por ellos en el Pacífico. Que éstas tenían el derecho de conocer los sacrificios de sus hijos. Cuando hicieron un pase de la película en la Casa Blanca, Eleanor Roosevelt, que tenía un hijo en el Pacífico, vio lo rodado, y lloró de emoción. La mujer del Presidente le dijo al cineasta, según se cuenta, que aquella película tenían que verla todas las madres del país.





Y ya, por la noche, le llegó el turno a La Patrulla Perdida, un film de una sorprendente actualidad por su temática (aunque antes de escribir esto me he leído alguna crítica en internet que lo tacha de demodé, pero, ¡joder!, ¡si es de 1934! Me pregunto qué querrán algunos...).

En La Patrulla Perdida, una patrulla de la Caballería Real británica circula por los desiertos de Iraq (¡Sí, señores! ¡Iraq!) en 1917, acosados por un grupo de francotiradores musulmanes invisibles, que van laminando el grupo. Primero matan a su joven e inexperto oficial al mando, que muere sin haber dado órdenes a su sargento, ni tampoco información sobre destino, posición, y otros aspectos esenciales de la misión. En consecuencia, están perdidos, y el sargento (Victor MacLaglen) hace lo imposible por mantenerlos a salvo y por reconducirlos de vuelta a su cuartel. Casi mueren de sed, pero por pura suerte topan con un oasis en el que acampan. Y es en ese oasis, presidido por una mezquita en ruinas, donde los siempre invisibles francotiradores musulmanes van acabando con los hombres de su patrulla, empezando por los de carácter más débil (aviso a navegantes: vienen tiempos duros, y los más débiles no sobrevivirán), y llevando a los de carácter más recio casi hasta la locura. De ocho, pasan a ser seis; de seis, pasan a cinco, y uno de ellos (Boris Karloff) se vuelve loco (inciso: era el más fervientemente religioso del grupo, guiño que Ford hace contra todos los fundamentalismos, musulmanes o cristianos), de cuatro, pasan a tres (uno intenta envolver a los atacantes con un rodeo, y es muerto por ellos); un aviador los avista, y aterriza para hablar con ellos, inadvertido de la amenaza existente; es disparado y muerto, y uno de los tres que quedan entra en cólera y se lanza al desierto; muere; quedan dos: el sargento y Morelli. Pero Morelli también enloquece y sale de la protección del oasis, siendo alcanzado por las balas musulmanas. Queda sólo el sargento, preparado para morir. Antes se habían consieguido apoderar de la ametralladora del avión, a la que el sargento se abraza como si fuera su esposa muerta. Los musulmanes, confiados ante el único superviviente, se hacen visibles por fin; pero el sargento está preparado, y con su ametralladora termina con todos ellos, excepto con uno que le sorprende, pero sólo le hiere levemente, para morir de un tiro de su fusil de caballería.

Todo se ordena para el (quizá) previsible final: la patrulla perdida está siendo buscada por un batallón de caballería, el cual, alertado por el sonido de los disparos, se acerca al oasis. El sargento es rescatado. El oficial al mando del batallón le pregunta por los hombres de su unidad, ante lo cual el casi enloquecido sargento lo único que puede hacer es señalar el grupo de túmulos de arena presididos por los sables de los caídos clavados verticalmente en la cabecera, señalando las sepulturas de sus compañeros muertos. El sargento, que había ordenado enterrar en la arena y sin marcas al oficial al mando, con prisas para librarse de la amenaza del desierto, ahora hablaba con sus compañeros caídos, y los enterraba personalmente, clavando sus sables en el lugar donde yacían sus cuerpos para que su heroísmo y su sacrificio no fuesen olvidados jamás.

Hay un momento de la película en que se me pusieron los pelos de punta: es cuando el sargento habla con su último compañero, y le dice que estuvo casado tiempo atrás pero que su mujer murió al dar a luz. Que durante tiempo odió a su hijo por haberle arrebatado a su esposa, pero que ahora era su orgullo, que lo tenía interno en un buen colegio, que sería un gran hombre, y que por él se había sacrificado tanto, y había acabado en aquellos remotos lugares y ganado los galones de sargento, para poder pagar su educación. Quizá sea algo personal, porque mi padre era militar y con treinta y seis años se preparó para ganar los galones de oficial, no por orgullo de carrera, no por sed de honores o de posición, sino simplemente para poder sacar adelante a su mujer y a sus seis hijos...