martes, 8 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXIII)

Salió a la calle y llamó a un taxi. El corazón golpeaba con violencia sus costillas. Dio al conductor la dirección a que debía dirigirse, y se hundió en el asiento trasero del vehículo. Su mente viajaba sumida en un estado a medio camino entre la euforia y la confusa desesperación. Ni siquiera se había tomado unos segundos para meditar sobre lo que estaba haciendo. Saltó como un resorte, y dentro de aquel taxi seguía lleno de energía potencial, presto a impulsarse a la máxima distancia posible, gracias a la extraordinaria compresión a que había sido sometido. La mañana era laborable, las calles estaban atestadas y el taxi se desplazaba con lentitud. No iban a llegar nunca, pero llegaron, al fin. No se detuvo ante el portal, evocando el doloroso pasado. No se entregó a los recuerdos. En aquel momento, Sanchís era más hombre de acción que lo que nunca había sido. ¡Ella lo necesitaba! ¡Le había llamado! Pero, ¿qué le sucedía? Sólo mientras subía los peldaños de tres en tres iba comprendiendo que Marga le había llamado en su condición de médico, y que por tanto debía estar mal de salud. Cuando tocó a la puerta, su expresión ya reflejaba la preocupación que comenzó a invadirle en cuanto fue consciente de que sin duda estaba enferma, y de gravedad. Por otro lado, cosa extraña, si podía permitirse cualquier médico en ejercicio, puesto que Robaina le había abierto con su talonario las puertas de todos los consultorios de la ciudad, ¿por qué le llamaba precisamente a él, que ejercía pro bono y que ya no estaba al día de las técnicas más avanzadas?

Abrió la puerta una chicuela de unos doce años, de ojos descarados y vestimenta un tanto excesivamente adulta para su edad: calzaba sandalias de tacón, y un vestido blanco con flores, ampliamente escotado, que dejaba ver el nacimiento de unos senos de niña. Sanchís experimentó un extraño placer ante aquella procacidad infantil, a la vez inocente y pervertida, pero desechó rápidamente su turbia excitación y la miró a los ojos, preguntándole por la señora. La niña lo condujo hasta el dormitorio donde yacía una mujer demacrada y pálida. Era Marga, y estaba muy enferma. Sanchís la miró con ojo profesional, y supo que lo que tenía era grave, e incurable. “¡Dios mío! ¡está verde!” – pensó, abandonando su rol clínico y volviendo a ser el enamorado que siempre había sido.

Ya no había nada que hacer. La habían visto los mejores especialistas, no de la ciudad, sino del país. Descartaron la cirugía, porque ya era inútil. Había comenzado en el útero, pero se había extendido por todo el abdomen. Se moría. Se moriría en cuestión de semanas, un mes todo lo más. Todo esto se lo iba diciendo la propia moribunda a un León Sanchís que la miraba con los ojos muy abiertos, y que ni se daba cuenta de que tenía las mejillas empapadas en sus propias lágrimas. Ella estaba serena, aunque algo ida. Le estaban administrando morfina. Le había llamado, no para que la curara, le decía con un poco de sorna, que aquello ya no tenía solución, sino porque, como todos los moribundos, quería rodearse en sus días finales de aquellos que la habían querido. Y a ella le constaba que él la había querido mucho. A Sanchís se le estaba rompiendo el corazón en pedazos, pero no importaba. Iba a seguir allí, no se iba a derrumbar. Ya se había secado las mejillas, y estaba sacando fuerzas del fondo más oscuro de su alma para conseguir mirar a su amor de tantos años, para conseguir dirigir una mirada sonriente a su amada Marga, que se moría sin remedio. Le parecía que el esfuerzo le partiría en dos, pero entonces Sanchís quería romperse en dos, y quedar lisiado para siempre, si de ese modo podía aliviar siquiera un poco los terribles padecimientos que la atormentaban. Sintió crujir todas las coyunturas de su alma, pero logró sonreírle. Y ella le devolvió la sonrisa. Y Sanchís sintió el dolor más intenso que había experimentado jamás. Y, al mismo tiempo, conoció la más dulce de las dichas que puede sentir un hombre: la sonrisa de la mujer que ama.

Lidia no entendía por qué, mientras Sanchís le iba contando todas estas cosas, ella iba sintiendo que se ablandaba, que se quedaba como soufflé, que no podía seguir la entrevista con la profesionalidad que en ella sería de esperar. Ahora, sentada delante de su ordenador portátil, viendo llover tras la ventana, rememorando la larguísima conversación mantenida con el doctor el día anterior hasta la madrugada, Lidia comprendió que había sucumbido al embrujo del romanticismo. Aquel hombre le hablaba como si el amor de los cuentos de hadas existiera, como si aún hubiese princesas esperando el beso del príncipe azul, y como si él lo fuese. Y lo hacía tan endemoniadamente bien, que conseguía hechizar incluso a una chica lista y despierta como ella. “Y es que todas las mujeres, por listas que seamos o creamos ser, somos irremediablemente tontas. Cuando nos ponemos frente a frente con estos galanes de película, empezamos a derretirnos, y cuando nos hablan somos ya sirope. ¡Y menos mal que éste ya está bastante pasado de fecha, que si no igual me enamoro y todo!”. Recordó con vergüenza sus lágrimas de la noche anterior, antes de irse, de su casa, cuando le preguntó cómo se las había arreglado para sentir toda aquella felicidad. Era intolerable que una profesional curtida como ella se dejase conmover por un viejo ridículo, que tenía a orgullo haber arruinado una vida prometedora por una fulana. Pero, incluso mientras pensaba esto, Lidia sentía que no, que había una dignidad insospechada en aquel hombre y en la forma en que había decidido vivir. No podía escribir. No hasta que aclarase el misterio. Se vistió, se arregló, cogió un paraguas y salió a la calle.

Caminó por las calles de su barrio. La lluvia, que había comenzado fuerte, impetuosa, empujada por ráfagas de viento, caía ahora mansa y suave. El paseo se convertía entonces en un viaje a través de una realidad paralela, en la que las cosas cotidianas adquirían un matiz distinto: las aceras brillaban y parecían espejos que reflejaban las luces de los comercios y de los semáforos. Las distancias se acortaban pues la cortina de agua difuminaba la perspectiva. Las personas parecían más discretas, menos molestas, más abarcables, enfundadas en sus impermeables, caminando silenciosas por las aceras mojadas. Y el mundo visto bajo la umbrela parecía menos amenazante, menos peligroso, aunque más gris y húmedo, más melancólico… Hoy Henry no le había enviado ningún mensaje. Hoy Henry no la quería. Qué extraño era todo. Y ella, la más extraña, pensando en la chifladura del doctor Sanchís y sin resolver lo suyo…