Lidia paseaba bajo la fresca lluvia primaveral de su ciudad, y ahondaba en el misterio de León Sanchís, el hombre que había sacrificado toda su vida por un amor imposible. Siguiendo inveterados impulsos femeninos, se dejaba atraer por los escaparates de las boutiques, a las que lanzaba miradas de águila cada vez que el modelo de vestido, de sandalias de tacón, de lencería fina y sexy, merecía su aprobación, la cual era otorgada o denegada siguiendo los despóticos dictados de un gusto exigente al tiempo que flexible, muy adecuado para ir siempre vestida a la última moda. Bajo su paraguas, su vestido azul de amplio escote y falda plisada que terminaba justo en las rodillas, asomaba bajo una chaqueta blanca guateada, que la abrigaba y la protegía del agua. Bajo las prendas, una piel de un dorado natural mostraba su tersura a la brisa fresca, y recogía las gotas de lluvia que el paraguas no lograba detener. Y bajo el paraguas, su cabeza espléndida, coronada por una cabellera de abundante pelo rizado, era el marco de dos ojos negros de intenso mirar, que en aquel preciso instante parecían concentrados en el bolso rojo más precioso que Lidia había visto en su vida. Sin embargo, aún apreciando la calidad del complemento, su mente no acababa de centrarse en él, como era costumbre, pues no había salido para comprar, sino para pasear sus problemas.
Nadie tendría derecho a suponer, sin embargo, que una mujer inteligente como Lidia no aprovecharía la oportunidad única que representaba la existencia de aquel bolso rojo que era exactamente lo que su vestido de raso negro y sus zapatos, milagrosamente del mismo tono de rojo éstos últimos, estaban exigiendo, reclamando a gritos desde que los había comprado. Hasta entonces se había tenido que conformar con aproximaciones al ideal. Ahora tenía el ideal expuesto delante de sus ojos en una de las boutiques más caras de la ciudad, y ninguna turbadora meditación impediría que entrara allí y saliese con el complemento en sus manos y unos cuantos centenares de euros menos en su cuenta corriente. No obstante, sería también un error de grandes proporciones suponer que, mientras Lidia observa minuciosamente el objeto de su codicia chic, mientras discute prolijamente sobre el precio y el modelo o posibles alternativas con la estirada dependienta de la boutique, mientras saca con reluctancia su Visa Oro para demostrar a la pazguata esa que se halla ante una clienta que lo vale y que lo puede, sería un error, repetimos, creer que mientras ejecuta todas estas operaciones indispensables para conservar su prestigio al tiempo que se abandona al consumismo más voluptuoso, Lidia no está considerando en toda su seriedad el drama vital de León Sanchís, y no se está preguntando al mismo tiempo qué recónditas conexiones puede tener dicho drama con su propia historia de amor y desamor con Henry.
Recordaba con gran nitidez el momento de su entrevista con el anciano en el que éste le narraba la muerte de Marga, la puta fina. Lidia no pudo evitar preguntarse, en aquel momento de especial seriedad y gran emoción para su entrevistado, qué demonios le había sucedido a su cerebro, para que acabara viviendo una historia de película, pero no con una heroína romántica, no con una mujer de alto rango y elevadas cualidades, por ejemplo, la esposa del presidente de los Estados Unidos, o una gran actriz de Hollywood, o por lo menos alguna tonadillera de renombre viuda de algún gran matador de toros caído en acto de servicio (por entonces aún no se sabía lo bajo, lo hondo, que las tonadilleras de renombre, viudas de matadores de toros caídos en acto de servicio podían llegar, a cuenta del vil metal). En lugar de aquello, había elegido como Elisa de sus desvelos, como Laura de sus ardores, como Clodia de su sufrir, a una mera Carmen, sin haberse cuidado siquiera de que se tratase de una fulana lo bastante escandalosa como para poder pasar ante los ojos de la sociedad como un auténtico depravado, y no como el gilipollas atormentado que realmente fue, y que es como, a juicio de la periodista, en verdad era visto por propios y por extraños.
Para Lidia la historia de Sanchís tenía un punto ridículo. Pero era consciente de que no se trataba sino de una mota que apenas si empañaba la verdad profunda de que era un hombre que se había entregado a su corazón. Cuanto más intentaba reírse de su automarginación, que ella muchas veces calificaba como cobarde retirada de la vida; cuanto más lo criticaba en su fuero interno por su mala cabeza, por su pésima elección de objeto para amar; cuanto más incomprensible le resultaba su deserción de su familia, de su profesión, de su clase, de su vida, por una no – vida consistente en adorar a una prostituta que tan sólo le permitió acompañarla en sus últimas horas, y luego en vivir entregado a sus recuerdos, más fuerte se volvía en su mente el pensamiento de que un hombre sólo hacía todas estas locuras, sólo cometía todos estos errores, sólo se entregaba a tan insoportables ridículos, si estaba poseído, dominado, por una idea, por un impulso, que eran mucho mayores que todo aquello a lo que él había renunciado graciosamente, de lo que había prescindido sin vacilar. Pero ¿qué era ello?
Fue muy difícil hablar con León Sanchís en los días y semanas posteriores a la muerte de Marga. No estaba en su casa, y nadie lo encontraba en ninguno de los lugares que solía frecuentar. Nadie lo sabía, pero se había encerrado a cal y canto en el piso de su amada. No quería salir de allí. Después del entierro, una sencilla ceremonia en la que tan sólo estuvieron presentes él, el doctor Cifuentes y Mindi, porque Robaina no podía exponerse públicamente de ese modo, Sanchís se enteró por su colega de que la difunta había testado verbalmente a su favor, habiendo sido él mismo, el doctor Cifuentes, y Raimunda, los testigos de su última voluntad, a los cuales Sanchís podría citar judicialmente si ello fuese necesario para hacer valer sus derechos sucesorios. Al tiempo que le decía esto, Cifuentes hacía entrega a un atónito Sanchís de las llaves del piso de Marga, diciéndole que todas sus posesiones y documentos importantes se encontraban allí, y que en cuanto su derecho estuviese notarial o judicialmente asentado, podría acercarse con ellos dos al banco en que reposaban los ahorros que la prostituta había ido amasando a lo largo de su vida. Sanchís miró escandalizado a su colega, y le preguntó en tono ofendido si creía que él podía necesitar aquel dinero, conseguido por medio de la perversión de lo que de más delicado contenía el cuerpo de su amada, que ahora yacía, fría, yerta, cerrada en un ataúd, siendo ella todo lo que a él le importaba, y no importándole nada las cosas que había dejado en este mundo. Entonces el doctor Cifuentes le preguntó si tampoco le importaba nada la última voluntad de su amor. Sanchís le lanzó una mirada que Cifuentes nunca olvidaría. En esa mirada se resumían décadas de sufrimiento y dolor, y al mismo tiempo una súplica muda: “¡Ayúdame! ¡No puedo más!” Había luchado contra todo durante tanto tiempo, para nada... Había llegado la hora de la derrota final. Sanchís iba a morir.
De pronto, Lidia entendió algo. Ya había pagado su compra, y había vuelto a salir a la calle. La lluvia casi había cesado, y la luz comenzaba a salpicar los objetos. Había tenido, no un pensamiento, sino una suerte de clarividencia. El heroísmo de Sanchís consistía en haberse opuesto a todo cuanto se esperaba de él en la vida, sin perder su dignidad de hombre. Había afrontado palizas, cárcel, descrédito y habladurías, y sin embargo no se había destruido a sí mismo, a pesar de que al final de su vida no quedaba nada de lo que por cuna, por educación, por fortuna y por posición social debió haber tenido. No tenía nada, pero se tenía aún a sí mismo. ¡Pero qué inútil heroísmo! ¡Qué innecesario había sido todo! Y sin embargo, ¡cuán necesario era que hubiese personas como él! ¡ Y cuán necesario que existiesen mujeres como Marga, pa puta fina, la única de la ciudad en vender su cuerpo sin armar la gorda! Mujeres como ella habían salvado hombres como Sanchís de convertirse en peleles inflados de vanidad, les habían ayudado a conservar su condición de hombres. Ahora Lidia tenía el artículo. Pero tenía algo más. Algo que ella no esperaba obtener de aquella entrevista que en un principio había considerado como un simple medio paras ascender en su profesión. Sanchís le había enseñado con su vida absurda lo absurda que era la suya propia. Hablaría con Henry. Le convencería para que volviera con ella. Nadie como él la había comprendido y acompañado. Nadie como él le había dado el alimento que su corazón, seco ahora por la ambición y el orgullo, tanto necesitaba. Tal vez no era demasiado tarde...
Sumida en estas reflexiones, vio avanzar hacia ella una silueta alta y desgarbada, vestida de vaqueros y una camiseta vieja, guarecida del tiempo con un anorak con capucha. ¡Era él! ¡Debía hablarle! ¡Necesitaba entender tantas cosas!