viernes, 4 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXII)

León Sanchís cerró la puerta de su piso, tras despedir a Lidia. Eran casi las tres de la madrugada, y habían hablado tanto… Sobre todo él, a partir del momento en que se decidió a contarle su vida a tumba abierta, a narrarle de su amor desgraciado por Marga, ese amor que nunca lo rebajó, y en eso conoció su bondad; ese amor que le hizo sufrir como ningún otro hombre que él conociera, aunque en los últimos meses de la vida de Marga encontró condensada toda la felicidad que tan cruelmente le había abandonado durante tanto tiempo. De pronto, mientras le decía a Lidia estas palabras sencillas y a la vez solemnes, descubrió que ésta lloraba. “¿Cuál es su secreto? – preguntó ella, secándose las lágrimas – ¿Cómo lo ha conseguido? Nadie tiene lo que usted ha tenido. Yo no lo tengo. Y mi vida no es ni mucho menos la locura que fue la suya. ¿Cómo es posible que usted, que convirtió su vida en un disparate heroico, haya alcanzado la felicidad, aunque sólo fuera durante meses, y yo, que llevo años trabajando pacientemente para tener un poquito de esa felicidad, no haya conseguido nada?” Y Sanchís le contestó que en su pregunta estaba la respuesta que buscaba. “Renuncié a todo” – añadió simplemente.

En fin… era hora de abrir una botella de Oporto, y tomarse una copita antes de irse a dormir. Ya no dormía muy bien, pero se negaba a tomar somníferos. Pensaba que si le había llegado la hora de vagar por las noches, lo haría, porque tenía mucha vida que repasar, muchos pensamientos que tener, muchos sentimientos que revivir. ¿Para quién? Para Lidia, por supuesto. Y para Mindi. Mindi lo acompañaría en sus últimos días. Lo amaba. El ya no estaba para los desvelos del amor ni para los esforzados goces del sexo. Ni siquiera estaba seguro de que se le levantara. En todo caso, con Mindi no. ¿Con Lidia? Tal vez, si se lo propusiera. Pero ¿cómo se iba a proponer semejante cosa? Su capacidad para el amor se gastó entera con Marga, y ya era un viejo que no podía, ni quería permitirse cosa alguna con las mujeres. Pero Mindi lo amaba. Mindi quería tener un hijo suyo. Se lo había dicho. No le importaba que no hicieran el amor. Irían a una clínica y ella se inseminaría de él. El se moría de risa cuando ella le hablada de estas cosas, pero cuando tropezaba con su mirada, algo dolida porque él no la tomaba en serio, de pronto pensaba que no sería un disparate tan completo dejar algún tipo de descendencia en este mundo. Y sería una venganza perfecta contra su familia, contra todos los que le abandonaron cuando él se entregó a su amor, el continuar la rama de los Sanchís – Sanchís, pura hasta la extinción, con el hijo de una mujer de la calle.

Sanchís paladeaba al mismo tiempo estos pensamientos, propios ya de un viejo caprichoso, y los sorbos del vino de oporto, amargamente dulces, que iban entrando en su boca, mientras comprendía que aún estaba demasiado despierto para acostarse, y sentía la llegada de los recuerdos recientemente verbalizados, convertidos en el largo discurso que Lidia, la periodista de carnes prietas y piel suave, de ondas en el pelo negro y curvas desarmantes, había escuchado demudada, ya sin escribir, pero sin perderse una sola palabra, bebiendo cada gesto del doctor, asimilando cada mirada, dejándose traspasar por la narración sincera de una persona que había vivido una vida de locos, pero que era más verdadera que todas las vidas convencionales con que ella había topado nunca antes, la suya incluida. Y los recuerdos llegaban, implacables, aún cuchillas afiladas que convertían su alma en andrajos, que tenía que recoser cada vez. Pero hacía tiempo que había comprendido que aquellos dolorosos recuerdos eran todo lo que tenía, y se dispuso, una noche más, a llorar la muerte de Marga.

La larga temporada pasada en sanatorios dejó en León Sanchís un recuerdo confuso. Lo habían tenido sujeto a medicación y terapia pero, al salir con un informe de alta en las manos, y mirar a su alrededor, a sus hermanos, ya mayores, ellas gordas, ellos arrugados y calvos; al salir, y mirar al mundo que había seguido girando, y girando, mientras él se debatía en su propio torbellino mental; al salir y comprender que tenía que recomenzar la vida donde la había dejado nueve años atrás, mientras que los demás le llevaban toda aquella delantera, percibió algo, que ya nunca dejó de estar presente en sus pensamientos: que para él todo se había detenido la tarde en que, nueve años atrás, Marga se despidió de él para siempre, en la terraza del Gran Café.

Su vida era ya un pantanal de sentimientos semienterrados, un tren detenido, humeante y roto, un naufragio en la misma bocana del puerto. No había nada que hacer, ni profesionalmente, ni con la familia, ni en el amor. Así que León Sanchís se recogió en su casa, invirtió grandes sumas en libros, y siguió leyendo. Comenzó por la literatura del Siglo de Oro español: se leyó todo Lope, todo Cervantes todo Góngora, todo Quevedo y todo Calderón. Luego pasó a Shakespeare, y cada una de sus tragedias se iba grabando a fuego en su mente, explicándole que el mundo siempre había sido así: un torbellino de pasiones incontroladas que siempre, inevitablemente, conducen al desastre, y aprendió la virtud de la moderación, él que nunca había sido un moderado, claro que la aprendía ahora, cuando ya había apurado el cáliz de la vida hasta la hez, cuando ya se habían acabado todas sus ilusiones. Eso no valía. Había que haber sido prudente al principio, cuando era difícil, cuando era un joven lleno de vida y pleno de facultades, para el placer y para el amor, para el saber y para el hacer… Sí. Había sido un tonto, y había destruido su vida.

Estos pensamientos le acompañaban en sus paseos vespertinos, que daba por los parques de la ciudad para oxigenarse, y por recomendación de su psiquiatra, para que hiciera ejercicio y su cerebro recibiese los estímulos que necesitaba para no recaer en la depresión. Cada tarde, durante meses, durante años, León Sanchís salía a pasear, pronto si era invierno, casi de noche en verano, y ejercitaba sus piernas, y ponía su cerebro a funcionar, y repasaba su vida, una vez, y otra, y otra.

No quiso saber nada más de Marga. Desde luego, le habían recomendado en los términos más enfáticos que la olvidara, en bien de su salud mental, y él se había tomado en serio esta recomendación. Por otra parte, no quería seguir perturbando su existencia. Fuera ésta cual fuere – y probablemente sería muy infeliz, si seguía atada a Robaina o a su profesión de meretriz – sería mejor para ella que la dejara en paz… De cuando en cuando, sin embargo, le llegaban noticias de ella. El quería olvidar, pero la gente nunca olvidaba, y la historia de Sanchís era demasiado sonada. Así que alguna que otra vez se encontraba con un conocido que le contaba que había visto a Prudencio Robaina con su querida en el Club Tal, o en el Garito Cual, o paseando por la Avenida X, o por el río, o circulando en un descapotable en una excursión por el campo… Invariablemente, el portador de las noticias incandescentes esperaba encontrar alguna reacción en el rostro del doctor retirado, e invariablemente, el doctor retirado no mostraba variación alguna en su expresión facial, dejando sumido a su interlocutor en la más penosa de las frustraciones. Todos decían a sus espaldas, en cualquier caso, que seguro que él no la había olvidado, que cualquier día la volvía a liar… y el morbo aumentaba conforme pasaba el tiempo y Sanchís no daba muestras de apartarse ni un milímetro de su vida ordenada, predibujada con plantilla, concebida para proporcionarle serenidad. Se limitó a ser “el Tío León” para sus sobrinos, a acompañar a su madre en las salidas que hacía, a sentarse de cuando en cuando en la terraza del Gran Café (quizá la única concesión que hacía a los recuerdos), y a leerse toda la literatura que compraba e iba poblando las baldas de las librerías con que había ido revistiendo las paredes de su piso.

Durante esos años de retiro, Sanchís creyó que había llegado al estado más parecido a la felicidad que había conocido jamás: la ausencia de sufrimiento. Y así pensaba que serían los días que restasen hasta su fin: indoloros. Se equivocaba en esto, como también en su creencia de que no sería feliz en sentido pleno. Y el fin de su error coincidió con la llamada telefónica que un desconocido le hizo, cierta mañana, requiriendo sus servicios profesionales, casi quince años después de que hubiese abandonado el ejercicio de la medicina. El sujeto en cuestión le explicó que había una señora que se encontraba enferma, y que había exigido ser tratada por León Sanchís. “Usted la conoce, señor – dijo la voz”. Y León no necesito oír más para saber.