sábado, 28 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (5)

Un fin de semana de mediados de diciembre, me marché sola al campo. Rinri había comprendido que resultaba inútil intentar acompañarme a un territorio semejante, en el que me convertía en un ser inaccesible. Hacía tiempo que no me marchaba sola y la perspectiva me atraía. Ansiaba sobre todo poder practicar, por fin, el montañismo nipón bajo la nieve.

Bajé del tren a una hora y media de Tokio: era un pueblo situado en el fondo de un valle desde el cual empezaba la ascensión al poco conocido Kumotori Yama. Una montaña de menos de dos mil metros, lo cual, para una primera excursión en solitario por la nieve, me había parecido razonable. Sobre el mapa, el paseo se me había antojado muy accesible y prometía inmejorables vistas sobre el monte Fuji, al que ya consideraba un amigo.

El otro criterio de elección fue su nombre: Kumotori Yama, que significa "la montaña de la nube y del pájaro". De entrada, un topónimo de estas características contenía una estampa que soñaba con explorar. Y más teniendo en cuenta que la promiscuidad de la vida de Tokio generaba fantasías eremíticas para las que la altitud constituía la mejor válvula de escape.

Nunca se destacará lo suficiente hasta qué punto Japón es un país montañoso. Por eso dos tercios del territorio están prácticamente deshabitados. En Europa, las montañas son lugares muy frecuentados, a veces la antesala de fiestas mundanas proporcionadas por la presencia de innumerables y esnobs estaciones de esquí. En Japón, hay muy pocas estaciones de esquí y ninguna población sedentaria habita la montaña, convertida en reino de la muerte y de las brujas. Esa es la razón por la cual el Imperio sigue siendo un salvajismo al que los testimonios no hacen bastante justicia.

Yo misma tenía que superar mi miedo al aventurarme sin escolta. Cuando era pequeña, mi bienamada aya nipona me contaba historias de Yamamba, la más malvada de las onibaba (brujas), la que reinaba en las montañas, donde atrapaba a los paseantes solitarios para convertirlos en sopa -la sopa de los paseantes solitarios, potaje rousseauniano donde los haya, atormentó tanto mi imaginario que estoy segura de conocer su sabor.

Sobre el mapa, había localizado un refugio no demasiado alejado de la cima donde tenía previsto pasar la noche, siempre y cuando Yamamba no me echara antes en su caldero.

Abandoné el pueblo en dirección al vacío. El sendero ascendía afablemente por la nieve, y enseguida constaté, con una estúpida alegría de sultán, que estaba virgen. Aquel sábado por la mañana, nadie me había precedido en aquel repecho. Hasta los dos mil metros de altura, el paseo fue una delicia.

El bosque de coníferas y árboles frondosos se detuvo bruscamente para señalarme la presencia de un cielo cargado de advertencias a las que yo no atendí. Ante mí se desplegaba uno de los paisajes más hermosos del mundo: sobre una larga ladera en forma de falda acampanada, un bosque de bambús bajo la nieve. El silencio me devolvió, intacto, mi grito de éxtasis.

Siempre he sentido un desaforado amor por el bambú, esa criatura híbrida que los japoneses no clasifican ni como árbol no como planta y que combina una delicada flexibilidad con la elegancia de su abundancia. En mis recuerdos, sin embargo, el bambú jamás había alcanzado el singular esplendor de aquel bosque nevado.Pese a su finura, cada silueta presentaba su propia carga de nieve y su cabellera almidonada de blancura, a la manera de jovencitas convocadas prematuramente para realizar alguna misión sagrada.

Crucé el bosque como quien recorre otro mundo. La exaltación había sustituido el sentimiento de duración, ignoro durante cuánto tiempo me vi absorbida por el ascenso de aquella ladera.

Al llegar, divisé, trescientos metros más arriba, la cima del Kumotori Yama. Me pareció muy cercano, menos, sin embargo, que la pesada nube de nieve que se extendía por su flanco izquierdo. Para acabar de justificar su nombre, sólo faltaba un pájaro: yo iba a convertirme en ese ser volátil y despreocupado del peligro. Caminé a vuelo rápido hacia aquella cima demasiado accesible, pensando que mil novecientos metros de altura eran buenos para los blandengues y que yo jamás caería tan bajo.

Apenas hube llegado a la cumbre cuando, reconociendo mi naturaleza aviaria, la nube me alcanzó para cumplir con el destino etimológico de la montaña. El nubarrón llevaba la tormenta en su seno y, de repente, no se vio más que un torbellino de copos de nieve. Maravillada, me senté en el suelo para presenciar el espectáculo. Había subido a toda velocidad, me moría de calor y resultaba exquisito ofrecer mi cabeza desnuda a aquel gélido maná. Nunca había visto nevar con tanta fuerza: el estallido era tan intenso y sostenido que resultaba difícil mantener los ojos abiertos. "Si quieres conocer el secreto de la nieve, es ahora cuando tienes que observar: estás en el corazón de la fábrica y del cañón al mismo tiempo". El espionaje industrial no fue posible: nada es tan misterioso como lo que ocurre delante de uno.

No sé si la nube se había encariñado conmigo o con la cima: ya no se movió de allí. De repente me di cuenta de que tenía la cabellera tan blanca como la helada barba que decoraba mi barbilla: debía de parecer un anciano eremita.

"Me resguardaré en el refugio", pensé, y casi inmediatamente caí en la cuenta de que no había visto ningún refugio. Sin embargo, el mapa indicaba su existencia, ligeramente más abajo. Era del año anterior: ¿habría destruido Yamamba aquella cabaña desde entonces? Enseguida inicié su búsqueda. La tormenta de nieve se había intensificado hasta cubrir el macizo entero: no conseguí salir de la nube. Descendí en espiral alrededor de la cima, para estar segura de no equivocarme de objetivo. A duras penas lograba ver la punta de mis manos tendidas hacia delante. Aquel sonambulismo estando despierto no se acababa nunca.

Mis dedos tropezarpn con algo duro: el refugio. "¡Salvada!", grité. Avanzando a tientas alrededor de la casita encontré una puerta y me precipité en su interior.

No había nada ni nadie. El suelo, las paredes y el techo eran de madera. En el suelo, una vieja manta debajo de la cual se escondía un kotatsu: mis ojos se abrieron de par en par ante la visión de semejante lujo y grité de alegría y de estupefacción al descubrir que aquella estufa estaba encendida. Bizancio.

El kotatsu representa más un modo de vida que la calefacción: en las casas tradicionales, un boquete cuadrado ocupa un amplio rincón de la estancia y el centro de dicho hueco alberga una estufa metálica. Te sientas en el suelo, con las piernas colgando en esa piscina llena de calor y, con una inmensa manta, te proteges del baño de aire tórrido.

He conocido japoneses que maldecían el kotatsu: "Te pasas todo el invierno encarcelado debajo de esa pelliza, eres cautivo de ese hueco y de la presencia de los demás, estás obligado a padecer la ineptitud de las chocheces de los ancianos".

Yo tenía un kotatsu para mí sola, ¿sola? ¿Quién se ocupaba de aquella estufa?

"Mientras el guardia no esté, aprovecha para desvestirte", pensé. Me quité la ropa empapada de sudor y de nieve y, como buenamente pude, la tendí a mi alrededor con la finalidad de que se secara. En mi mochila llevaba un pijama que me puse mientras me burlaba de mí misma: "Un pijama, ¿y por qué no un vestido de noche, ya puestos? Habría estado bastante más inspirada si me hubiera traído una muda". Cómodamente instalada debajo del kotatsu, me comí las provisiones escuchando el bramido de la tormenta exterior: mi situación me llenaba de júbilo.

Estaba impaciente por que volviera el dueño o la dueña del lugar: sin duda, él o ella debía de pasar por allí cada día para abastecer de combustible la estufa. Imaginaba la conversación que podía mantener con esa persona, a la fuerza extraordinaria.

Brusca constatación: pipí. Tendría que haberlo pensado antes. Lo más cómodo era la montaña. Salir en pijama en plena tempestad equivalía a perder mi última ropa seca, y tampoco iba a volver a ponerme la empapada. No había demasiadas alternativas: me quité el pijama, respiré hondo y corrí hacia fuera como quien se lanza al vacío. Descalza en la nieve, acuclillada en cueros, procedí con una mezcla de horror y de éstasis. La oscuridad era absoluta y no se veía la blancura de los remolinos de nieve, sólo se percibía a través de otros sentidos: aquello tenía un tacto y un gusto blancos, aquello olía a blanco, aquello sonaba a blanco. Ebria de dolor, regresé al refugio y me sumergí debajo del kotatsu, aliviada de que el guarda no me hubiera sorprendido en esa postura. Cuando la estufa consiguió secar mi piel, volvía a ponerme el pijama.

Me acosté debajo de la manta e intenté conciliar el sueño. Poco a poco, me di cuenta de que como consecuencia de la excursión gímnica al exterior, me resultaba imposible entrar en calor. Por más que me enrollé dentro de la manta y me acerqué cuanto pude a la estufa, seguía tiritando. La dentellada de la tormenta me había penetrado tan profundamente que no conseguía expulsar de mi cuerpo sus gélidos colmillos.

Acabé cometiendo una locura, pero no tenía otra elección: entre la quemadura de segundo o tercer grado o la muerte, elegí la quemadura. Me enrosqué alrededor de la estufa, directamente del metal encendido, con un pijama y los faldones de la manta como única protección. Fue entonces cuando constaté la gravedad del problema: no sentía absolutamente nada. Mi piel no tenía ninguna percepción de lo que debería haberla abrasado.

Sin embargo, con la punta de los dedos podía comprobar el buen funcionamiento de la combustión: sólo mis falanges disponían aún de terminaciones nerviosas. Era un cadáver que vivía únicamente en el extremo de sus falanges y en su cerebro, el cual había activado una inoperante señal de alarma.

¡Si por lo menos hubiera podido estremecerme! Mi cuerpo estaba tan muerto que se negaba a sí mismo ese saludable reflejo. Seguía siendo de plomo helado. Por fortuna, sufría: llegué a bendecir aquel dolor, que constituía la última prueba de mi pertenencia al mundo de los vivos. Aquel martirio resultaba sospechoso, ya que había invertido las sensaciones: la estufa me quemaba de frío. Pero era mejor eso que el terrible e inminente momento en el que ya no sentiría nada.

¡Y pensar que había temido acabar en el caldero de Yamamba! Mi aya de entonces había subestimado la crueldad de la bruja de la montaña. No convertía a los paseantes solitarios en sopa sino en congelados -quizá pensando en una sopa futura-. Aquel pensamiento me hizo reír y esa reacción nerviosa provocó que las otras resucitaran: el escalofrío. Mi cuerpo se puso a temblar como una máquina.

No por ello disminuyó el suplicio: saber que sobreviviría hizo que la noche fuera más larga, que durara diez años. Envejecí un siglo: agarrada a la estufa, cuyas quemaduras no sentía, pasé intermiables horas escuchando. Primero escuchando la tormenta de nieve que se encarnizó largamente sobre la montaña y dejó, después de marcharse, un silencio de un inquietante espesor.

Luego, escuchando, con la esperanza más animal del mundo, el advenimiento de ese milagro conocido con el nombre de mañana: ¡cuánto tardó en llegar!

Tuve tiempo de prestar el siguiente juramento interior: "Cada vez que se te dé la oportunidad de dormir en una cama, por humilde que sea, ¡bendícela y llora de alegría!. Hasta hoy nunca he cometido perjurio a aquella palabra dada.

Mientras esperaba las primicias del alba, me pareció escuchar unos pasos en el refugio: no tuve valor para asomar la nariz fuera del kotatsu, nunca pude comprobar si los ruidos provenían de mi imaginación electizada por el frío o de una presencia real. Mi miedo era tan intenso que temblé con más violencia todavía.

Resulta muy improbable que fuera un animal, sus pasos producían un sonido humano. Si había alguien allí, debía de estar contemplando mi ropa esparcida y sabía que estaba debajo del kotatsu. Yo podría haber dicho algo para indicar que no dormía, pero no encontré las palabras adecuadas: el espanto me enviscaba las facultades.

El ruido se desvaneció, suponiendo que hubiera existido alguna vez. De repente, reteniendo la respiración, escuché en el exterior ese ahondamiento del silencio, el sagrado aliento del universo que precede a la aurora.

Sin la sombra de una duda, salté del kotatsu: no había nadie, ni rastro de nadie. Me esperaba una desagradable sorpresa: mi ropa tendida se había helado. Lo cual da fe de la temperatura que reinaba en el interior del refugio. Hundí los pies en las perneras del pantalón como quien se abre camino sobre el hielo. El peor momento fue el contacto de mi espalda con la camiseta escarchada. Afortunadamente, no tenía tiempo para analizar aquellas sensaciones. Marcharse era una cuestión de vida o muerte: tenía que expulsar aquel frío que no dejaba de devorarme hasta lo más profundo.

Nunca podré expresar el impacto que experimenté al abrir la puerta: era arrancar tu propia tumba para desembocar en el misterio. Durante unos momentos, permanecí estática ante aquel mundo desconocido: la tormenta, que me lo había escondido la víspera, lo había enterrado bajo metros de nueva blancura. Mi oreja no se había confundido: el alba balbuceaba el día. Ni una pizca de viento, ningún grito de pájaro de presa, únicamente el silencio glaciar. Ni rastro de pasos en la nieve: suponiendo que existiera, mi visitante nocturno sólo podía ser Yamamba, llegada para comprobar si su trampa para paseantes solitarios había funcionado y evaluar, a través de la ropa tendida, la naturaleza de su presa. Estaba en deuda con ella: no habría sobrevivido sin el kotatsu. Pero si quería seguir sobreviviendo, no podía entretenerme: las cinco y diez de la mañana.

A toda velocidad, me inserté en el paisaje. ¡Qué maravilloso resultaba correr! El espacio, suprema liberación. Ni un tormento que se resista al propio desparramamiento del universo. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría que el mundo fuera tan grande? La lengua no engaña: largarse rima con salvarse. Si te estás muriendo, lárgate. Si estás sufriendo, muévete. No existe más ley que la del movimiento.

La noche me había encarcelado en los dominios de Yamamba, al devolverme la geografía, la luz del día me liberaba. Me sentía exultante: no, Yamamba, no tengo alma de sopa, soy un ser vivo y lo demuestro, me largo, nunca sabrás lo indigesta que puedo resultar. Mi insomnio ha sido blanco como la nieve de los alrededores, pero tengo la increíble energía de los supervivientes y corro por la montaña demasiado hermosa para permitirme morir aquí. Cada vez que llego a la cima de una ladera, descubro un mundo magnífico y tan virgen que casi da miedo.

Miedo, sí. Siempre debería haber reconocido un paisaje visto la víspera. Nada de eso. ¿Tanto ha metamorfoseado el universo la tormenta de nieve? Cojo el mapa y marco la referencia de orientación: el monte Fuji. Está muy lejos de aquí, pero cuando lo vea significará que voy en la dirección correcta. Mientras tanto, por fin he encontrado el lugar nipón desde el cual no se ve el monte Fuji: es aquí donde estoy. Corramos hacia otra parte.

Me pierdo. Extraviarme me embriaga, así que corro todavía más deprisa. Yamamba, te la he pegado, ningún ser humano ha venido aquí donde estoy. Fanfarroneo para disimular mi terror. Esta noche me he librado de la muerte, y ahí está, persiguiéndome. Estaba escrito que abandonaría este mundo a los veintidós años en las montañas japonesas. ¿Encontrarán mi cadáver?

No quiero palmarla, corro. ¿Cómo se puede correr tanto? Las diez de la mañana. El cielo es la máxima expresión del color azul, sin la sombra de una nube. Es un día hermoso para no morir. Zaratustra salvará el pellejo. Mis piernas son tan largas que devorarán las cimas una tras otra, no podéis imaginar cuánto apetito tienen.

Pero corro y no encuentro nada. Cada vez que llego a lo alto de una ladera, ruego para que se vea el monte Fuji, lo llamo como se llama al mejor amigo, acuérdate, hermano, me acosté junto a tu cráter, grité para saludar la salida del sol, soy uno de los tuyos, te lo suplico, reconócelo, reconóceme, formo parte de los tuyos, espérame en la cima de esa ladera, renegaré de todos los dioses para creer sólo en ti, estate allí, estoy perdida, sólo tienes que aparecer y estoy salvada, llego a la cumbre, no estás.

Mi energía se ha convertido en la energía de la desesperación, sigo corriendo. Se acerca el mediodía. Pronto llevaré siete horas perdida y agravando mi situación. Mi máquina carbura sin sentido, llegará la noche y me ahogará en su nieve oscura. Es el fin de mi carrera sobre esta tierra. Me niego a creerlo. Zaratustra no puede morir, sería lo nunca visto.

Nueva ladera. Ya no me quedan esperanzas pero sigo subiendo. No tengo nada que perder, ya estoy perdida. Mis piernas trepan sin la energía de tener hambre. Cada paso se paga muy caro. Allí está la línea de la cima, una nueva contrariedad, sin duda. Corro los últimos metros.

Allí está el monte Fuji, delante de mí. Me desplomo de rodillas. Nadie sabe lo grande que es. He encontrado el lugar desde el que se lo ve entero. Grito, lloro, ¡eres inmenso, tú que me anuncias la vida! ¡Qué hermoso eres!

El saludo me fulmina súbitamente las entrañas, me quito los pantalones y procedo a vaciarme. Monte Fuji, aquí te dejo un testimonio imperecedero que te demuestra que no tienes que vértelas con una indiferente. Río de felicidad.

Las doce en punto. Miro la línea de cresta, sólo tengo que seguirla, mis ojos calculan seis horas de marcha hasta el valle. No es nada cuando uno sabe que va a vivir.

Corro a lo largo de la cima. Durante seis horas de soly y de azul del cielo, voy a tener al monte Fuji para mí sola. Esas seis horas no bastarán para contener mi éxtasis. La exaltación actúa en mí como un combustible: no hay otro mejor. Nunca Zaratustra había corrido tan deprisa y con tanta embriaguez. Tuteo al Fuji, bailo sobre la cumbre. Resulta sublime, quisiera que no terminara nunca.

Esas seis horas son las más hermosas de mi vida. Mi alegría es una marcha. Ahora sé por qué una música triunfal se denomina marcha. El monte Fuji llena el cielo, hay para todos, pero lo tengo entero para mí solita, los ausentes siempre se equivocan. Nadie como yo sabe lo grandioso y soberbio que es el Fuji, lo que no le impide ser el más agradable de los compañeros de ruta. Es mi mejor amigo. Zaratustra no se codea con cualquiera.

Allí está el valle y el alba. El regreso se ha desarrollado demasiado deprisa, a mi pesar. Me inclino ante mi mejor amigo y salto al valle, desde el que ya deja de ser visible. Ya lo echo de menos. Corro cuesta abajo a la velocidad de la luz declinante. Nunca más encontré paisajes como los de la víspera. Debía de estar realmente perdida. Llego al pueblo al mismo tiempo que la oscuridad.
Amélie NOTHOMB, Ni de Eva ni de Adán, Barcelona, Anagrama, 2008, págs. 120-132.

miércoles, 25 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (4)


Jamás era el país en el que vivía. Era un país sin retorno. No me gustaba. Japón era mi país, el que yo había elegido, pero él no me había elegido a mí. Jamás me había designado: era súbdito del estado de jamás.

Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objeto de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas saben a los sesenta y tres años.

De todo esto no habría que deducir que los habitantes de jamás son tristes. Al contrario, no existe un pueblo más alegre. Las más minúsculas migajas de gracia sumergen a los jamasianos en un estado de embriaguez. Su propensión a reir, a disfrutar, a gozar y a maravillarse no tiene parangón en este planeta. La muerte les acecha con tanta fuerza que tienen por la vida un delirante apetito.

Su himno nacional es una marcha fúnebre, su marcha fúnebre es un himno a la alegría; es una rapsodia tan frenética que la simple lectura de la partitura hace estremecer. Y, sin embargo, los jamasianos tocan todas sus notas.

El símbolo que adorna su blasón es el beleño.

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Aquél fue mi primer comienzo de curso serio. El Liceo Francés de Nueva York no era lo mismo que la Pequeña Escuela Francesa de Pekín. Era un establecimiento esnob, reaccionario, displicente. Altivos profesores nos explicaban que debíamos comportarnos como una élite.

Semejantes sandeces me dejaban indiferente. La clase rebosaba de niños a los que miraba con curiosidad. Había una mayoría de franceses pero también americanos, ya que, para los neoyorquinos, matricular a su progenitura en el Liceo Francés era el colmo de la sofisticación.

No había belgas. He observado este mismo fenómeno en el mundo entero: siempre era la única belga de la clase, lo que me valió ser el blanco de torrentes de burlas de las que yo misma era la primera en reírme.

En aquel tiempo mi cerebro funcionaba demasiado bien. Era tan consciente de mi exactitud, que me bastaba menos de un segundo para multiplicar números irracionales, cuyos decimales contaba con aburrimiento. La gramática me salía por los poros, la ignorancia era para mí como hablar en chino, el atlas era mi carnet de identidad, las lenguas me habían elegido como torre de Babel.

Hubiera (sic) resultado odiosa si al mismo tiempo no me hubiera importado un bledo.

Los profesores se extasiaban y me preguntaban:

-¿Seguro que es usted belga?

Se lo garantizaba. Sí, mi madre también era belga. Sí, mis antepasados también lo eran.

Perplejidad de los profesores franceses.

Los niños me observaban con suspicacia, con cara de decir: "Aquí hay gato encerrado".

Las niñas me echaban miradas cariñosas. El monstruoso elitismo del Liceo influía sobre ellas y me declaraban sin tapujos: "Eres la mejor: ¿Quieres ser mi amiga?" Era para desanimarse. Semejantes modales hubieran (sic) resultado inconcebibles en Pekín, donde los únicos méritos estaban relacionados con la guerra. Pero no podía negarme: los corazones de las niñas no se rechazan.

A veces, una súbdita de Costa de Marfil, un yugoslavo o un yemenita pasaban por allí. Me impresionaban esas nacionalidades tan accidentales como la mía. A los americanos y a los franceses siempre les parecía increíble que uno no fuera americano o francés.

Llegada dos semanas después del comienzo de curso, una pequeña francesa me quiso mucho. Se llamaba Marie.

Un día, en un arrebato de pasión, le confié la terrible verdad:

-¿Sabes? Soy belga.

Marie me dio entonces una hermosa prueba de amor; con una voz contenida, declaró:

-No se lo contaré a nadie.


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Una noche, tuve una revelación. Desplomada en el sofá estaba leyendo un cuento de Colette titulado "La cera verde". Aquella historia no venía a contar nada concreto: una joven muchacha lacraba unas cartas. Sin embargo, aquel relato me cautivaba sin que pudiera explicarme por qué. A la vuelta de una frase que no aportaba demasiadas informaciones suplementarias, se produjo un fenómeno increíble: un influjo recorrió mi columna vertebral, mi piel se estremeció, y pese a la temperatura ambiental de treinta y ocho grados, se me puso la carne de gallina.

Estupefacta, releí el fragmento que había provocado aquella reacción, intentando descubrir su origen. Pero allí sólo se hablaba de cera en fusión, de su textura, de su olor: o sea de nada. ¿Entonces por qué aquella emoción espectacular?

Acabé por averiguarlo. Aquella frase era hermosa: lo que había ocurrido era la belleza.

Por supuesto que me recordaba los discursos de los profesores: "Analizad el estilo de este escritor", "Este poema está muy bien escrito, por ejemplo la vocal tal aparece cuatro veces en el verso", etc. Semejantes disecciones resultan tan pesadas como un enamorado detallando a un tercero los encantos de su bienamada. No es que la belleza literaria no exista: sólo que es una experiencia tan incomunicable como los encantos de la Dulcinea para quien no era sensible a los mismos. Hay que apasionarse uno mismo o resignarse a no entender nunca nada.

Para mí, aquel descubrimiento equivalía a una revolución copernicana. La lectura constituía, junto con el alcohol, la parte esencial de mis días: en adelante, sería la búsqueda de esa insoluble belleza.
Podría seguir copiando fragmentos sin fin de esta Biografía del Hambre. No voy a intentar emular a los deplorables críticos cuyos vagidos estropean la contraportada del libro. Sólo diré que he disfrutado intensamente cada línea de este libro.

jueves, 19 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (3)


Mi cliente de una noche fue un industrial que llevaba sombrero en invierno y en verano. Esa idea me perturbó. Si el bombín absorbía la explosión de un cráneo, ¿cómo asegurarme del éxito de mi misión?

Era necesario lograr que se descubriera. el hombre ya tenía una edad, y debía de tener sus costumbres. Resolví disfrazarme de dama de la mejor sociedad. Teniendo en cuenta mi físico de descargador de muelles, iba a resultar divertido. Afortunadamente, en esta ocasión tenía unos días por delante.

Lo más difícil fue encontrar mi número de zapatos de tacón alto, y luego aprender a deambular de esta guisa. Debía tener el aspecto de una dama que llama la atención: y no cabe duda de que, caminando con semejantes cacharros, se consigue. Un traje de chaqueta entallado logró proporcionarme una silueta. Una peluca y la oscuridad se ocuparían del resto.

Mi cliente retiró su sombrero por espacio de un cuarto de segundo, y apenas lo levantó. Mi gesto fue de una prontitud apabullante.

Sus últimas palabras fueron: "Buenas noches, señora".

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Un asesino es un individuo que se implica todavía más en sus encuentros que el común de los mortales.

¿En la actualidad, qué es una relación humana? (sic) Mortifica por su pobreza. Cuando ves lo que hoy denominamos con el bonito nombre de "encuentro", se te cae el alma a los pies. Conocer a alguien debería constituir un acontecimiento. Debería conmover tanto como cuando, después de cuarenta años de soledad, un ermitaño ve a un anacoreta en el horizonte de su desierto.

La vulgaridad de lo cuantitativo ha culminado su obra: conocer a alguien ya no significa nada. Existen ejemplos paroxísticos: Proust conoce a Joyce en un taxi y, durante esa entrevista única, sólo hablan del precio de la carrera: todo ocurre como si ya nadie creyera en los encuentros, en esa sublime posibilidad de conocer a alguien.

El asesino va más allá que los demás: se arriesga a liquidar a aquel que acaba de conocer. Eso crea un vínculo. Si en aquel taxi Proust hubiera asesinado a Joyce, nos sentiríamos menos decepcionados, pensaríamos que ambos sí se habían conocido.

Es cierto que eso no es suficiente, sobre todo en el caso del asesino a sueldo, que no tiene derecho a saber a quién liquida. Pero algo es algo. De hecho, la citada prohibición es una contradicción en los términos: cuando matas a alguien, lo conoces.

Es una forma de conocimiento bíblico: el que es asesinado se entrega. Uno descubre del otro esa absoluta intimidad: su muerte.

Amélie NOTHOMB, Diario de Golondrina, Barcelona, Anagrama, 2008, págs. 40-41 y 49-50.

¿Narrativa ensayística? ¿Narrativa, o ensayo? Mezcla de ambos géneros, ¿verdad? Parecería que la literatura presente confluye toda en una especie de género total; la novela moderna tiende a ser a cada género literario lo mismo que las grandes superficies son al comercio a pequeña escala. El escritor de novelas actual tiende, en cuanto le dejas, a soltarte un discurso. Yo mismo me reconozco en esta muestra que doy, tomando apoyo en la novelita de la Nothomb.

Soy absolutamente incapaz de juzgar si se trata de un recurso literario lícito o ilícito, si resulta o no abrumador para el lector, o por el contrario viene a satisfacer una necesidad insatisfecha de toda persona medianamente cultivada, desde que dejamos de escuchar los sermones de los curas, los discursos, cada vez más banales, de los políticos, desde que la voz de los "intelectuales" dejó de sonar en el espacio catódico, sepultada por ese alud de inanidad que es la telebasura. Supongo que seguimos necesitando discursos, sermones, arengas. En fin, seguimos necesitando una doctrina que nos permita explicarnos este mundo inexplicable.

Y la Nothomb parece dispuesta a proporcionarnos una. Bueno, quizá no se trate de una doctrina, sino de una protorreligión. Volvamos a creer. ¿En qué? En lo de siempre, por supuesto. La doctrina subyacente vendría a decir lo siguiente: por absurdo que se haya vuelto nuestro mundo, el poder de lo pequeño sigue siendo infinito. Vean si no cómo una simple golondrina muerta redime a un psicópata in statu nascendi como el protagonista de esta novelita de poco más de cien páginas.

Por cierto que no entiendo la mayor parte de las críticas (elogiosas a la par que abstrusas) que, a modo de promoción de la novela, la editorial reproduce en su contraportada: Por ejemplo, un tal Baptiste Liger, que escribe para Lire, compara elogiosamente a la Nothomb con Hitchcock. Si me lo permiten, eso es lo mismo que comparar a Fidias con Velázquez. Si a lo que se refiere el crítico es a la perfección de las tramas, las de Hitchcock eran simplemente mejores. Y ello por una razón obvia: no intentaba, ni siquiera por la retambufa, colarnos una protorreligión. Sólo suspense sin pretensiones, eso es Hitchcock. Nothomb será o no será buena escritora, pero una cosa es indudable: pretende algo.

Pero prepárense a leer esto otro: "El cerebro estalla contra las paredes en una atmósfera de comedia cruel, de guiñol gamberro. Como se dice en lenguaje nothombiano (¡sic!), es el triunfo de la "higiene del asesino", el kitsch morboso, el cine palomitero, las indecencias de los barrios bajos. Estamos de lleno en el "gran grotesco triste"... Amélie Nothomb denuncia el camino hacia la muerte de nuestra sociedad, sus diversiones bárbaras, su cínico desorden, pero, como Alfred Jarry, ríe, inventa, caricaturiza el horror. Y como Voltaire en su Cándido, hace el inventario de todas las miserias de este mundo desde una gran, inmensa carcajada".

Esto lo dice un tal Jacques-Pierre Amette en Le Point. Pues bien, señores: yo no me he reído ni una sola vez leyendo esta obrita. No me ha parecido estar asistiendo a ninguna "comedia triste", a ningún "guiñol gamberro". Tampoco me ha parecido que caricaturice nada, aunque evidentemente, simplifica los mecanismos del horror. Pero eso no es caricaturizarlos. Quizá los banalice, para expresar así que el horror en nuestra sociedad se ha convertido en algo banal, sobre todo porque es algo que vemos en la tele, y la tele es banal por definición.

Tampoco he visto unos "fulgures deliciosamente absurdos" en los diálogos de la novela, al contrario que la elegíaca Anne Berthod que le hace la crítica para L'Express. Los diálogos son buenos, sí, pero yo no llegaría a considerarlos "deliciosos" en ninguna acepción o advocación posible.

Pues bien: a mí la literatura de la Nothomb me va gustando, a pesar de que sus críticas más favorables me parecen de una memez espeluznante, y de que la traducción, sin llegar a horrible, se queda en correcta (propongo, a ver si levanto alguna ampolla, que las traducciones al castellano queden en manos de castellanohablantes, cosa que sospecho no es el traductor Sergi Pàmies; es como si se las encargásemos a portugueses; hablar y escribir muy bien -supongo- en la lenguas hermanas del castellano no es garantía de hacer lo propio en la lengua de Cervantes, tan abandonadita en general hasta que tocamos el chollo de las traducciones...). No sé qué es, pero tiene algo que me convoca, que me apela; creo que es que trata de ser literatura de ahora mismo, creo que intenta reelaborar los viejos tópicos en referencia a la circunstancia presente, y eso proporciona una sensación de continuidad con el pasado que resulta de lo más tranquilizadora en un tiempo en que parece que todo es nuevo, y que carecemos de asideros mentales para hacer frente al mundo, porque los antiguos ya no sirven. Nothomb intenta demostrar que sí sirven, siempre que sean objeto de adecuado aggiornamento.

sábado, 14 de febrero de 2009

CUADERNO DE POESIAS (2) - PAUL VERLAINE



L. v. Beethoven. Sonata para Piano nº 2. 2º mov (largo appassionato). Al piano, GLENN GOULD





De su serie "Limbos"


Escuchad la canción tan suave
que sólo llora para agradaros.
Es discreta, es ligera:
¡un murmullo del agua sobre el musgo!

La voz os fue conocida (¿y querida?),
pero ahora está velada
como una viuda desolada
aunque aún digna como ella,

y en los largos pliegues de su velo
que palpita con las brisas de otoño,
oculta y muestra al corazón que se extraña
la verdad como una estrella.

Ella dice, la voz reconocida,
que la bondad es nuestra vida,
que del odio y de la envidia
nada queda, llegada la muerte.

Habla también de la gloria
de ser sencillo sin esperar más,
y de bodas de oro y de la tierna
dicha de una paz sin victoria.

Acoged a la voz que persiste
en su cándido epitalamio.
¡Venga, nada es mejor para el alma
que hacerse un alma menos triste!

Está apenada y de paso,
el alma que sufre sin ira,
y ¡qué clara es su moral!...
Escuchad la canción tan sabia.

Sabiduría

viernes, 13 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (2)


La primera vez que Zdena vio a Pannonique, hizo una mueca.

Nunca había visto nada parecido. ¿Qué era? A lo largo de su vida se había cruzado con mucha gente pero nunca había visto nada igual a lo que había sobre el rostro de aquella joven. En realidad, no sabía si era sobre su rostro o en el interior de su rostro.

"Puede que las dos cosas", pensó con una mezcla de miedo y repugnancia. Zdena odió aquella cosa que tanto la incomodaba. Le oprimía el corazón como cuando comes algo indigesto.

De noche, la kapo Zdena volvió a pensar en ello. Poco a poco, se dio cuenta de que no pensaba en otra cosa. Si le hubieran preguntado lo que eso significaba, habría sido incapaz de responder.

Durante el día, se las apañaba para estar lo más a menudo posible cerca de Pannonique, con el objetivo de observarla de reojo y de comprender por qué aquella apariencia la obsesionaba.

Sin embargo, cuanto más la examinaba, menos comprendía. Guardaba un recuerdo muy borroso de las clases de historia de la escuela, cuando tenía doce años. En el libro de texto, se reproducían cuadros de pintores del pasado, le habría costado lo suyo decir si se trataba de la Edad Media o de un siglo posterior. A veces reproducían imágenes de damas -¿vírgenes?, ¿princesas?- cuyos rostros tenían aquel mismo misterio.

Siendo una adolescente, había pensado que se trataba de algo imaginario. Semejantes rostros no existían. Lo había comprobado en su círculo íntimo. No debía tratarse de belleza ya que, en televisión, las que se suponían [
sic] que eran guapas no eran así.

Y he aquí que ahora aquella desconocida presentaba aquel rostro. Así que existía. ¿Por qué uno se sentía tan incómodo cuando lo veía? ¿Por qué daba ganas de llorar? ¿Acaso ella era la única que experimentaba eso?

Zdena acabó por no poder dormir. Cada vez tenía más marcadas las ojeras. Las revistas decretaron que la más animal de las kapos tenía, cada vez más, cara de bestia.


Amélie NOTHOMB, Acido sulfúrico, Barcelona, Anagrama, 2007, págs. 21-22.


Acido Sulfúrico es una alegoría. En ella, la barbarie, representada por Zdena, zafia, fea y brutal, una de los verdugos de Concentración, el nuevo reality-show en el que se reproducen las condiciones de los Lager alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, se enamora de la civilización, representada hasta lo sublime por Pannonique, estudiante de Paleontología, bella, culta y de noble espíritu, uno de los prisioneros capturados para deleitar a la masa con el espectáculo de su martirio. Es por amor, y no por ningún motivo más noble, que la kapo Zdena acaba liberando a todos los prisioneros del campo. Y es utillizando ese sentimiento como Pannonique consigue su propósito sin llegar a la degradación de acceder a su demanda sexual.

Acido sulfúrico es una alegoría optimista. Optimista, porque en ella la civilización sublimada puede sobre la máxima barbarie. Optimista, porque en ella el Cristianismo puede sobre el nihilismo. Pannonique se ofrece en sacrificio por todos sus compañeros, emulando a Jesucristo. Y así, todos acaban salvados. Bueno: todos excepto los débiles, los perversos, los niños y los que tuvieron mala suerte. Es decir, que la civilización salvó a lo que quedaba de la humanidad tras varias oleadas de salvaje barbarie. Exactamente como en la vida real.

O quizá no. A mí, personalmente, no me gustó el final que Nothomb da a la que, por lo demás, me parece una pieza literaria interesantísima. Si lo leen, o si lo han leído, sabrán a qué me refiero. Es lo que yo llamaría un final digno de una teleserie norteamericana. Una mezcla de McGiver y Mujeres Desesperadas. No sé. Quizá exagero. Yo habría preferido un final más sombrío y creíble. Probablemente vendería menos entre el público de la Nothomb, por lo visto principalmente juvenil. Es una pena.

Como lo es la atropellada traducción, salpicada de gazapos que estropean el placer de la lectura. Véase, si no, en el fragmento reproducido" (las que se suponían [sic] que eran guapas no eran así) o en la página 127 (Se produjo una auténtica mobilización [sic] de los medios de comunicación...). Y hay más, no muchos, pero sí más.

Y, con todo, me quedo con ganas de leer más cosas de la Nothomb...