miércoles, 30 de julio de 2008

ADIOS A TATI - VEINTIUN AÑOS (XIII - FINAL)

En realidad, de Tati me había despedido mucho antes. Desde que mi padre nos comunicó que dejábamos Cádiz, en realidad sólo tenía una idea en la cabeza: verla y decírselo. Así que me inventé que tenía que ir a la Facultad, para estar en Jerez e intentar verla y hablar con ella. Sería la última vez.

Ella no se había atrevido a desembarazarse de Tono sino ya entrado el verano. Aún éramos lo bastante críos tanto ella como yo como para dar por interrumpido nuestro proyecto de romance con la vacación. La distancia que separaba Jerez de Cádiz se nos antojaba infranqueable. Así que no supe prácticamente hasta finales de junio que Tati había dejado a Tono. Y, para entonces, yo ya sabía que me marchaba a Canarias. Una noche me encontré con ella y con otros integrantes del grupo de los cafés en la Playa de la Victoria. Entonces ya lo sabía todo, lo suyo y lo mío. Ella estaba muy alegre, gracias al alcohol. Me moría de ganas de llevármela de allí, pero ya había decidido amortizar toda mi vida en Cádiz. Por entonces yo era un petimetre muy serio, y ni se me había pasado por la imaginación tener con Tati un simple rollo para dejarla después. Yo no quería eso, y sí quería cosas muy serias y muy profundas, sin estar muy seguro, supongo, de lo que esas cosas tan serias y tan profundas eran, en realidad. Pero, ¿no ha sido siempre así con los jóvenes? ¿No quieren vivir la vida hasta el fondo, aún sin saber bien en qué diablos consiste vivir?

Así que estuve allí un rato, y luego regresé con mis amigos. Tati estaba demasiado bebida, y demasiado afectada por su ruptura con Tono. Se veía que le había dolido, a pesar de que era evidente que no estaban bien. Pero Tati había querido estar bien con Tono. Fue Tono quien, con su despego y su falta de atención, acabó enajenándose poco a poco el amor de su novia. Más tarde, cuando me despedí de ella, Pepi me dijo que Tati había tenido un verano “loco”: que si había ligado con éste, con aquél otro. Fue dura con ella: la tildó de fulana, y la criticó de esa forma despiadada que en las mujeres es habitual, por dejar a Tono. A mí me supo mal esa falta de solidaridad entre ellas. No es que me hiciera gracia que Tati se hubiera liado con unos cuantos una vez dejó a Tono y en mi ausencia. Por entonces yo era muy nuevo en todo, y las noticias que me daba Pepi me dejaron desconcertado. Pero, sea como fuere, yo estaba enamorado de Tati. Y eso significaba que, si ella se descontrolaba un poco en sus reacciones, era porque no tenía cerca una influencia benéfica como la mía. Pero ya era tarde para pensar todas aquellas cosas, porque ya no iba a tener ocasión de ejercer ninguna influencia sobre Tati, ni benéfica ni maléfica. Me marchaba al día siguiente.

Más que de una despedida, se trataba de una explicación. Pero ni siquiera eso pude hacer bien: no llegó a haber encuentro. Tomé el tren, temblando, pensando que sería la última vez que la vería. Cuando llegué a Jerez, mi corazón se revolvía en mi pecho y amenazaba salirse por mi boca. Estuve en la Facultad, haciendo ni siquiera recuerdo qué cosas, y al cabo de veinte minutos estaba caminando por la calle, bajo un sol tremendo, que me inundaba de calor y hacía centellear el propio suelo, las aceras y el pavimento de la calle. Debatía conmigo mismo. Debía llamarla y quedar con ella. Debía pedirle por favor que se viera conmigo, que era importante. Pero ¿qué iba a creer ella que le iba a decir cuando nos viéramos? Con semejante introducción, probablemente esperaría que me declarase. Pensando ahora en ello, probablemente se habría negado a verme. No se puede llamar a media mañana a una chica en su casa, sabiendo que está en bata, sin ducharse y sin arreglarse, y pretender quedar con ella en veinte minutos, y menos para declararse, y menos aún sabiendo que ella sospecha que es para eso. Lo lógico habría sido que me dijera que no podía, y que si no podíamos vernos en otro momento. Eso me habría matado, lo admito.

Pero yo ni siquiera pensaba en eso. Sólo pensaba en que era horrible llamarla para decirle que quería hablar con ella, verla llegar tan ilusionada, creyendo que por fin le iba a decir que sí salíamos y eso, y luego espetarle así, a lo bestia, que no podía haber nada, que me marchaba a Las Palmas. Me parecía horrible, y de pronto mi imaginación fue asaltada literalmente por el rostro de una Tati descompuesta, hundida por mi anuncio. Yo mismo no lo iba a soportar. Iba a ser una escena de un patetismo insoportable. Me hundí. No podía quedar con ella. Pero no podía marcharme, sin más. Medio cegado por el sol, encontré un bar de gitanillos. Pedí el teléfono público y línea, y la llamé. Estaba. ¡Dios mío! ¡Tati!

- ¿Sí?
- ¡Tati! ¡Soy Víctor!
- ¡Hola, Víctor! ¡Qué tal! – la notaba rara, parecía seria.
- Bien. Mira. Yo te llamo…

Este es el momento en el que suceden las cosas y uno no sabe cómo han sucedido. El caso es que las palabras fueron saliendo de mi boca. Llamaba para despedirme. Me marchaba a Canarias. Mi padre había sido destinado allí. No había probabilidades de que regresara a Cádiz. Ya ni recuerdo cómo nos despedíamos por teléfono en aquella época ¿Qué nos decíamos? ¿”Hasta luego”? ¿”Chao”? “¿Un beso?”. Creo que era “un beso”. Nos despedimos con “un beso”. ¡Que irónico!. Ella tenía la voz ronca por los esfuerzos que estaba haciendo por no sollozar. Yo estaba nerviosísimo. Debí haberlo mandado todo a la mierda, y haberle pedido vernos de todas formas. Pero no tuve valor. Por entonces ni siquiera lo entendí, pero se trataba de la primera de una larga serie de derrotas que la vida había dispuesto para mí a partir de los veinte años. Las alterné con algunos triunfos, pocos, de orden profesional. Pero mi vida a partir de aquel momento se pareció a un buque semihundido. Una parte de él afloraba sobre la superficie de las olas, pero el resto estaba sumergido, y se podía ver que bastaba un golpe fuerte de mar para que se fuese a pique definitivamente.


Es mi último día con Tati. Hemos quedado para dar un paseo por la playa. Los días de este mes de septiembre son plácidos y templados, como los de aquel otro septiembre de 1986, veintiún años atrás. Ella ya me está esperando en el vestíbulo. Va vestida con una camiseta de tiros y unos culottes que dejan claro que no existe ni un centímetro de celulitis en sus caderas. En la cabeza, una gorra blanca de visera, y unas gafas de sol de Roberto Verino. Un extraño pensamiento me asalta en aquella mañana. “Estoy mirando un fantasma. Se conserva en buena forma, pero es una vieja. Como yo. Si se le acerca una joven de veintiún años, el hechizo se romperá y yo quedaré libre”. Me acerco y nos besamos.

- ¿Vamos? – invita ella.
- Vamos – confirmo.

Comenzamos a caminar por la playa. No son más que las diez de la mañana. A esas horas no hay más que desocupados: jubilados, parados, madres que acaban de dejar a los niños en el cole, y algunos chicuelos que se han fugado de clase. Caminamos, y estamos en silencio. La situación me parece absurda. ¿Qué hago yo, yendo a caminar por la playa con una mujer a la que no he visto en veintiún años, a la que en realidad ya no conozco, de tanto como ha cambiado, con la que no he tenido nada que ver en siglos y con la que sigo sintiendo que no tengo nada que ver tras todos esos siglos? Hemos llegado a la muralla de La Cortadura. La miro. Me mira.

- ¡Bueno! – dice ella.
- ¡Bueno! – respondo yo.
- ¡Ha sido tan inesperado!
- ¡Ni que lo digas!
- Me ha gustado mucho volver a verte, Víctor.
- Y a mí volver a verte a ti, Tati.

Nos damos un abrazo. Pero es uno de esos abrazos que se dan las personas que sólo se conocen superficialmente, pero quieren aparentar recíproca confianza. No ha sido ella. No he sido yo. Hemos sido los dos. Me doy cuenta. Podríamos intentar decirnos algo profundo, sentido. Pero ambos comprendemos que no merece la pena. La vida nos separó hace demasiado tiempo. Ahora ya no somos nada el uno para el otro. Nada.

Cuando llegamos al hotel, le deseé buen viaje. Ella me deseo suerte en mi regreso. Ni siquiera nos dimos los teléfonos. Nos despedimos con dos besos, y nos fuimos cada uno a nuestra habitación del hotel.

martes, 29 de julio de 2008

EL FIN DE LAS ILUSIONES - VEINTIUN AÑOS (XII)

Me despido de Tati en el vestíbulo del hotel. Hemos quedado en vernos otra vez mañana. Ella se marcha en dos días, el viernes, así que probablemente será nuestro último encuentro. Entro en el ascensor, y pulso el botón de la planta donde se encuentra mi habitación. La cerveza tomada con el aperitivo y el vino consumido durante la cena me tienen un poco achispado, pero me mantengo lúcido. Suspiro en el interior del ascensor. “¡Vaya!” – exclamo mentalmente, y me aflojo el nudo de la corbata. Ha sido una cena intensa, acompañado de una mujer hermosísima, rememorando juntos nuestra juventud. Me pregunto si realmente reconozco en ella a la chica que conocí con veinte años. No estoy seguro de la respuesta. Físicamente es la misma mujer, con algunas señales de la edad, pero esencialmente la misma. Pero a Tati la experiencia de la vida la ha cambiado. Como a todos. Claro. Como a mí. Yo también he cambiado, y además también físicamente. Mi orgullo de varón se resiente al reconocer que Tati no se ha sentido sexualmente interpelada en ningún momento, que ya no ve en mí al chico que le gustó, veintiún años atrás. Una sensación amarga se apodera de mí. Somos dos viejos amigos que se reencuentran por casualidad, y durante unas horas comparten recuerdos, que ya no son más que eso: recuerdos. No hay nada que revivir, nada que actualizar, no hay cuentas pendientes con el pasado. En realidad, es mejor así, sólo que yo no me doy cuenta. No me habría disgustado lo más mínimo pasar de la cena a los juegos de cama. Estaba hermosísima. Pero ya no cabe duda. Nunca recuperaré lo perdido. No es posible, porque ella ha cambiado: ya no es una chica insegura y necesitada de protección; y no es posible, porque yo he cambiado también: ya no soy el joven impetuoso y pleno de vigor que fui, sino más bien un hombre cansado de luchar, cansado de fracasar, necesitado de consuelo y paz.

Yo no lo sabía, pero mis padres llevaban tiempo organizándolo todo para un traslado. Al parecer, las presiones de mi madre habían dado fruto, y mi padre había movido los hilos necesarios para conseguir un destino en Las Palmas. No sé por qué no lo vi venir. No quise, supongo. Estaba tan aclimatado, tan cómodamente instalado en mi vida gaditana, que simplemente me parecía impensable que mis padres decidiesen sustraerme de allí, llevarme a un lugar extraño para mí, a empezar de cero. Pero mi madre es canaria, y es un hecho comprobado que los canarios acaban tarde o temprano sintiendo una nostalgia de su tierra que supera toda consideración racional acerca de dónde es mejor vivir, de dónde tus hijos pueden tener un futuro más próspero, de dónde es más posible vivir una vida feliz. En efecto: el canario extrañado de su tierra necesita regresar. Regresar y ser extremadamente infeliz, pero infeliz en su isla. Hay algo totalmente atávico en esta forma de proceder, es evidente. Sólo canarios desnaturalizados como yo, que me crié en Santander, superan esa tendencia inexorable a regresar al cubil ancestral, donde manadas de lobos hambrientos te acosarán hasta dejarte exhausto y aterrado, pero feliz de estar en tu casa de nuevo, feliz de reconocer las lomas resecas, los cielos grises, la humedad pegajosa y el aroma dulzón a podredumbre de las basuras en las calles de la ciudad.

Así que la noticia fue un golpe demoledor para mí. No sólo por lo que suponía de renunciar a una vida que me estaba empezando a labrar esforzadamente y que ya estaba dándome satisfacciones, sino también por lo inesperado, por lo irracional de la decisión tomada por mi padre, por lo absurdo que era enviar a sus hijos, de un Cádiz que no era un paraíso de prosperidad precisamente, pero que por lo menos estaba conectado con el resto del país, a una Canarias aislada por miles de kilómetros de mar, que sólo ofrecía (en aquel tiempo) educación y cultura a familias que disponían de dinero para pagarles a sus hijos los estudios en la Universidad de La Laguna o en algunas de las universidades peninsulares, que luego me iba a ofrecer falsas oportunidades de prosperar, pero que finalmente me concedió, casi como un favor, las oposiciones a Fiscalía, teniendo que rogarle a un displicente preparador para que confiara en mi capacidad, en vista de que mi expediente se vino abajo con los problemas que supuso para mí el traslado y la inadaptación a aquel antro al que llamaban centro de extensión de la Facultad de Derecho de la Universidad de la Laguna, nido de profesores en su mayoría corruptos o borrachos, o directamente mochales, otros (pocos) honestos, alguno brillante, que con el tiempo pagó por el pecado de ser mejor que los demás, como siempre ha sido por aquellos pagos.

Lentamente, comencé a comunicar a mis amigos que al final de aquel verano que comenzaba yo me iría. Fue uno de los veranos más felices, y a la vez uno de los más tristes de mi vida. A quien primero se lo dije fue a Julio Astor. Pero él ya estaba viviendo su calvario particular. Su madre había muerto de cáncer de mama años atrás, y ahora su padre padecía un cáncer estomacal que se lo llevaría a la tumba en cuestión de meses. Por entonces yo no lo sabía, pero acabaría viviendo la misma experiencia con mi padre. Recuerdo ir a visitarlo al Hospital de San Rafael, y ver a un hombre que había sido siempre tan cordial conmigo convertido en un basilisco, permanentemente enfadado, intratable. El cáncer estaba hablando por él. El hijo asumía la tragedia familiar con dignidad. Estuvimos mucho tiempo juntos aquel verano, en el que salimos todo el mes de julio y buena parte del de agosto, hasta que tuve que encerrarme para intentar recuperar el Derecho Administrativo, que el cabrón del profesor me la había dejado colgando (la verdad es que yo no entendía ni jota de aquella sarta de sandeces que le oía decir: las normas decían que se podía putear impunemente a la gente, y a eso el profesor lo llamaba velar por los derechos de los administrados; aún tendría mucho que aprender a ese respecto).

Tuve asimismo que renunciar al viaje de paso de ecuador. No sabía cuándo saldríamos para Canarias, pero según mi padre podía ser en cualquier momento. Recuperé el dinero que había ganado, y me lo gasté: 1º) en un equipo estereofónico que mi padre me compró en Ceuta; 2º) en interminables juergas con mis amigos que duraron todo el verano. Salimos de noche, fuimos a todas las ferias de los alrededores: San Fernando, Puerto de Santa María, Chiclana… pasábamos fines de semana completos en chalets de amigos; sacamos, una sola vez, el velerito que tenía la familia de Julio en un chalet semiabandonado que tenían cerca de la Playa de la Barrosa, y nos las arreglamos para hundirlo… en fin, las cosas normales de los mochuelos de veinte años. Todos nos enfrentábamos por primera vez a nuestro destino: Julio Astor, a la próxima orfandad, Ernesto Cantero a su próximo ingreso en la Escuela Naval Militar, que lo convertiría en piloto de la Armada, y yo a mi destino, no tan magnífico ni tan terrible, pero igualmente decisivo, de abandonar Cádiz y marchar a Canarias a enfrentarme a un mundo nuevo, a gente nueva, yo que siempre había sido tan retraído y poco adaptable. Así que para nosotros tres aquel verano suponía el fin de una época de nuestra vida. Y como tres desesperados, ansiosos por apurar nuestros últimos instantes de libertad y de felicidad, nos bebimos aquel verano terrible, el verano en que me separé de Tati y de toda una vida, que se quedó atrás para nunca regresar.

Luego llegó el momento de despedirme de Pepi. Recuerdo que fue una tarde de septiembre, recién estrenado el mes. Yo miraba a mi alrededor y no me podía creer que aquel verano se estuviese terminando. Tampoco me podía creer que Cádiz se despidiese de mí con tanta dulzura, sin prácticamente un solo día de viento de Levante en el mes de septiembre, en contra de lo que es usual. Quedé con ella en la cafetería Miami, uno de nuestros puntos de reunión en Cádiz, en plena Avenida de Andalucía, y se lo solté a bote pronto. Se llevó una impresión muy fuerte, y lo primero que hizo fue ponerme verde por no haberla avisado con tiempo. Y entonces vino un repaso por todo nuestro pasado juntos, por los intentos de Maribel y mis negativas a dejarme seducir, por lo vivido y por lo sentido. Tati también figuró en sus labios, pero no le dedicó buenas palabras. La despedida, que inevitablemente había de producirse, fue muy dura. Habíamos compartido mucho en tres años, y éramos grandes amigos. Prometimos escribirnos, y lo hicimos, de verdad que lo hicimos durante un año o cosa así. Luego la vida se tragó nuestros buenos propósitos.

Yo sabía que me marchaba para siempre. Que ahora haya regresado no significa que entonces estuviera equivocado. Me marchaba de Cádiz, y tenía que encauzar mi vida en otro lugar. Las probabilidades de volver eran remotas, y han hecho falta veintiún años para que se concretaran en algo. Demasiado tarde como para considerarlo un regreso.

lunes, 28 de julio de 2008

EL ANILLO - VEINTIUN AÑOS (XI)

Tati entró en la caseta de Derecho aquella noche de Feria en que yo estaba encargado, junto con varios compañeros, de atender la barra, y todo el escenario de la noche cambió. Las chicas estupendas que me invitaban a finos ya no me fascinaban, ni tampoco la sensación de dominio que te da el dispensar los líquidos que tus clientes desean. Mis ojos vigilaban constantemente los movimientos de la pareja. Hablaban con éste, y con aquélla, y con aquel otro. Finalmente, se acercaron a la barra. Ella me besó, y él me estrechó la mano. Yo hacía de tripas corazón. Me pinté una sonrisa triste en los labios, y hablé con ellos. Me pidieron unos finos, y Tono me invitó a otro. Nunca antes me había sabido tan mal el fino del Puerto de Santa María. Luego se retiraron. Me dijeron que iban a dar una vuelta por las demás casetas de la feria, pero Tati me prometió que volverían más tarde.

La noche pasaba. Las chicas guapas y sonrientes que me invitaban a finos se habían marchado, e iban quedando sólo los borrachos aulladores y pataleantes que quedan al final de todas las fiestas. Dosis extra de paciencia, y cansancio ya en una noche muy movida. Al amanecer cerramos. Justo antes, aparecieron Tati y Tono. Tati se prestó a ayudarnos en las labores de recogida. Había muchas botellas tiradas por ahí, muchos vasos de plástico esparcidos por el suelo que debíamos recoger, y teníamos que hacer un barrido general de la caseta, a fin de que estuviera medianamente presentable para el día siguiente. Finalmente, teníamos que hacer un fregado de bandejas y otros recipientes donde trajimos las viandas consumidas durante la noche. Tati se ofreció a fregar. Estaba ahí, plantada entre nosotros, majestuosa en medio de la tras-caseta. Se sacó su anillo del dedo para que no se le resbalase mientras fregaba, y entonces ocurrió: tenía a Tono delante, pero se dio la vuelta y, dirigiéndose hacia donde yo estaba, me lo puso en el bolsillo de la camisa. “¿Me lo guardas, por favor?” “¡Claro!” Volvió a darse la vuelta, y se encaró con la loza.

Hay momentos en la vida en que ni siquiera numerosos estratos de prejuicio y bisoñez impiden a un hombre en ciernes, como lo era yo en aquel entonces, comprender el significado profundo de un mínimo gesto femenino. Aquel momento fue, sin duda, uno de ellos. Me sentía absurdamente feliz. “¡Tengo su anillo en el bolsillo de mi camisa!” “¡Tengo su anillo en el bolsillo de mi camisa!” Mi mente no cesaba de repetir este pensamiento, y mi corazón se iba llenando de una alegría ridícula. Pensaba que había merecido la pena estar allí aquella noche. No por la diversión. No por la música, las bebidas o las chicas guapas que me guiñaron el ojo, invitándome a beber con ellas. No. Era Tati, el encuentro con Tati y lo que sucedió entre ella y yo, el pequeño mensaje cifrado que sólo comprendimos Tono y yo, lo que había hecho que aquella noche que ya se terminaba fuese especial para mí, y para ella también. Tras la escena del anillo, Tono, demasiado inteligente como para no comprender que sobraba, se eclipsó. Sólo reapareció al final, cuando habíamos cerrado la caseta, y volvió a encaramarse sobre Tati, haciendo un esfuerzo extraordinario de agilidad y flexibilidad para, siendo de menor estatura que ella, alcanzar a rodear su hombro con el brazo. Era evidente que, aún perdiendo la batalla, estaba dispuesto a pelear hasta el final. Ante eso, yo no podía o no sabía que podía hacer, salvo aguantar a pie firme, y seguir esperando, como lo había hecho hasta entonces. Poco antes, Tati se había acercado a mí, y con un gesto íntimo me pidió que le devolviera su anillo. Aquella noche yo había sido el guardián de su tesoro, y me sentía feliz. Ella se sentía también feliz, porque había aceptado serlo, aún teniendo a Tono delante. Le había confirmado simbólicamente que estaba dispuesto. Ella lo entendió, y para ella fue suficiente por aquella noche. Otras habían de venir después. El verano se acercaba. El viaje del paso de ecuador habría de ser nuestro gran momento.

Así lo creía yo. Eso era lo que esperaba. Conseguiría a Tati aquel verano. Con eso, mi vida estaría completa. Yo no tuve una juventud feliz, tampoco desgraciada, simplemente mi familia tuvo siempre que apretarse el cinturón. Nuestro padre nos inculcó a sus hijos una severa ética del trabajo y del esfuerzo, y olvidó, al igual que mi madre, enseñarnos a ser felices en la vida. Tampoco fuimos enseñados a triunfar. Sólo a conseguir defendernos, a “escapar” como siempre decía mi padre metafóricamente. Esta severidad, tan castellana, la había adquirido mi padre a base de soportar penurias en la posguerra, en los cuarenta y en los cincuenta. Entonces aprendió el valor del trabajo duro: la máxima de que quien se esfuerza siempre ve recompensado su sacrificio, la olímpica despreocupación por los privilegios y prebendas ajenas, y la concentración en el propio hacer, en las cosas bien hechas. “¡Cepíllalos, hasta que huelan a ajo!” me decía, cuando a trompetazo limpio, nos ordenaba a mi hermano y a mí coger nuestros zapatos de diario y limpiarlos con cepillo y betún hasta dejarlos como los chorros del oro. Cuando, ocasionalmente en el instituto, yo suspendía alguna asignatura, mi padre, que era tan duro con mis hermanos, en quienes reconocía una potente inteligencia y al mismo tiempo una actitud esquiva hacia el trabajo, a mí, que sabía era el hijo aplicado y estudioso, el hermano mayor ejemplar, sólo me decía: “no te preocupes: trabaja, que el trabajo siempre es reconocido”. La vida me ha enseñado que ésta es una verdad relativa; he conocido numerosos casos en los que los premios llegan sin haber trabajado, y he sido protagonista de episodios de mi vida en los que el trabajo duro no ha servido más que para ser ninguneado, puesto al margen para que los de siempre sigan llevándose todos los laureles. Sea como fuere, durante todos estos años he sido fiel a la máxima de mi padre. He trabajado como un mulo, me he deslomado, y he intentado siempre merecer lo que tengo. Pero ahora soy muy consciente de que el trabajo no siempre se reconoce, lo que no quiere decir que no sea mejor eso que obtener reconocimiento sin haberlo merecido, porque quien disfruta de tal privilegio en realidad se descompone por dentro.

En aquel momento de mi vida, yo sentía que estaba trabajando, y que mi trabajo era reconocido. Y pensaba que a Tati me la tenía que trabajar igual, y así la conseguiría. No contaba con que los acontecimientos que se irían sucediendo a partir de ese momento arrumbarían el precario edificio de mis logros, y arruinarían mis planes amorosos.

miércoles, 23 de julio de 2008

LA HORA DE LA VERDAD - VEINTIUN AÑOS (X)

La cena ha transcurrido con suavidad, sin estridencias del corazón ni de los sentidos. Los platos, correctos; el vino, bueno; los postres, agradables. Ahora Tati y yo nos tomamos un cortado nocturno acompañado de sendos cigarrillos. Ella fuma Marlboro, pero yo le he dado a probar uno de mis Davidoff, con ese ligero aroma a tabaco turco que le da un punto fuerte al suave sabor del tabaco de virginia. Lo enciende, y lo paladea. Le gusta. Lo noto. Me habla:

- Entonces ¿tu vida en Canarias ha sido horrible? Yo siempre había creído que vivir en Canarias era como vivir en un pequeño paraíso: ya sabes, sol todo el año, playa, vida tranquila… en fin, las cosas que echamos de menos aquí en la Península, con estos inviernos tan duros y todo el ajetreo del trabajo y los negocios, y los problemas y las huelgas y los atentados de la E.T.A...
- Las cosas no son tan diferentes en Canarias: para empezar, lo del buen tiempo es un mito. Si estás en Maspalomas, o en el Sur de Tenerife, no te digo que no haya muchas veces buen tiempo en invierno, pero sobre todo hace mal tiempo: nuboso, con viento, a veces lluvias torrenciales… de verdad que se pone muy desagradable. Es verdad que no hace frío, pero yo el frío es que lo echo de menos, ¿sabes? No te puedes pasar medio año sudando la gota gorda, con la piel pringosa y sensación de sofoco. ¡Qué quieres que te diga! Las Palmas es como cualquier otra ciudad del país, pero con calor achicharrante y humedad la mitad del año, y viento fuerte y húmedo, apto para cogerte una pulmonía, la otra mitad. Además, te nacen alergias que antes no tenías o no sabías que tuvieras. No es sano, ¿sabes? En lo demás, la vida allí no es tan diferente. Tenemos los mismos problemas que en Sevilla, o en Bilbao: los mismos atascos de tráfico, los mismos servicios públicos defectuosos, las mismas listas de espera en Sanidad (bueno, mayores, en realidad), en fin… para qué seguir…
- Pero tu vida…
- Mi vida fue un desastre, Tati. Pero de eso la mayor parte de culpa la he tenido yo. Tenía que haber esperado a centrarme para tomar ciertas decisiones, especialmente la de casarme.
- Pero no debes culparte. La mayoría de nosotros hemos hecho tonterías en la vida. Mira: yo, sin ir más lejos…
- ¿Tú? ¿qué?
- Yo confundí el amor con la seguridad. Toda mi vida lo hice, ¿sabes?
- ¡Ah! ¿De veras?
- De veras. Es lo que me pasó con Tono. ¿Te acuerdas de Tono?
- Desde luego.
- Y también es lo que me pasó con mi ex, y después de mi ex, con otros hombres que he conocido.
- ¿Y qué te pasó conmigo?
- Lo mismo.
- ¡Ah!
- Sí.
- Entiendo.
- Me alegro de que entiendas. No es que no me apenara tu marcha. Fue un golpe tremendo. Pero con el tiempo he comprendido que fue lo mejor para ti.
- No lo fue.
- ¿Cómo que no lo fue?
- No lo fue. Yo estaba enamorado de ti. ¿No lo sabías?
- ¡Cualquiera lo diría! ¡Parecías mucho más interesado en tus cosas en la Facultad que en mí!
- Pero sí lo estaba. Te lo juro.
- Recuerdo aquel día en que te pedí por favor que te quedaras conmigo, y no te quedaste…
- Tenía que ir a la práctica de civil.
- ¿Serás tonto? ¿No te dabas cuenta de que quería que te quedaras conmigo? ¿No entiendes lo que habría sucedido si te hubieses quedado?
- ¿Quieres decir que…?
- ¡Pues claro! ¡Qué zoquete! A veces me pregunto si no será verdad eso que dicen de vosotros los hombres, sobre dónde tenéis el cerebro…
- Pero en este caso, yo lo tenía en la cabeza, no en la entrepierna. Las prácticas de civil eran muy importantes para mí. Si de verdad estabas dispuesta aquella mañana a quedarte conmigo, podrías haberme pedido que volviera más tarde, ¿no crees?
- Más tarde era imposible. Venían mi madre de trabajar y mi hermana del instituto. Tenía que ser entonces.
- Pero entonces tú tampoco estabas sola. Estábamos todos en tu casa.
- Pero habría tenido más libertad para llevarte a mi dormitorio y hablar contigo. En fin… Y luego eso de marcharte para siempre y sin avisar. Me destrozaste, Víctor.
- ¡Que yo te avisé!
- Nada de eso. Pero bueno, a lo que iba... En realidad, fue para tu bien. Yo no sabía lo que era el amor. Lo confundía con la seguridad. Tú me dabas seguridad: te hacías cargo de mis miedos, de mis angustias, y querías guiarme. A tu lado yo sentía que no tenía que esforzarme para vivir. Me bastaba seguirte. Me habría convertido en un lastre para ti. Te vino bien marcharte. Y yo debí haber aprovechado la oportunidad para reflexionar sobre mi vida, pero era demasiado chiquilla para hacer eso.
- Pero lo que no entiendes es que yo necesitaba ese lastre, aunque sólo fuera para tener que desprenderme luego de él, y aprender algo que aún no sabía. Lo mismo que no sabías tú. Estábamos llamados a estar juntos, tú y yo, por nuestra ignorancia común de lo que era el amor. Teníamos que estar juntos y desengañarnos, para avanzar.
- No te entiendo.
- Mira, después de marcharme de Cádiz, tardé casi seis años en empezar a salir con alguien. Yo no sabía que me iba a resultar tan duro adaptarme a Canarias y a su gente, pero lo fue. Muchísimo. No les entendía. Y no me refiero a cuando hablaban. No seguía sus procesos mentales. Fue un choque tremendo. Yo les inspiraba desconfianza: un peninsular que decía las cosas abiertamente, sin circunloquios, les asustaba a muchos, casi a todos. Y lo de las mujeres, empecé a entenderlo sólo con el tiempo, pero con mucho tiempo. Para mí fue mucho más demoledor que para ti, porque supuso un corte de toda mi experiencia: se interrumpió el proceso interior por el cual lo que me sucedía adquiría sentido, porque de pronto comenzaron a sucederme cosas no sólo completamente distintas sino totalmente contradictorias con las que me habían sucedido hasta entonces. Pasé de ser alguien importante en mi clase, a ser un marginado; de ser popular y tener amigos, a no tener ni uno y ser casi un apestado social; de pasar por inteligente a sentirme un estúpido ante la astucia de los canarios; de sentirme gracioso y ocurrente, a que nadie me riera una gracia y me pusieran cara de que les había ofendido, no sabía yo en qué. Y todo esto sin haber cambiado yo ni un átomo de mi manera de ser. En cuanto a las chicas, sólo se me pegaban chicas con problemas. A algunas no las quería aguantar, a otras procuraba aliviarlas un poco. Las que me gustaban de verdad tenían todas novios que parecían eternos e indestructibles, aunque luego sucedió eso de que algunas parejas indiscutibles nunca sobrevivieron a la Universidad, otras sí, pero al segundo hijo vino la separación, y hay mujeres de las que me enamoré como un bobo y me desdeñaron, para mi bien, y ahora son solteronas amargadas, destruidas por su propio odio. Pues bien, tras seis años sin conocer a nadie con quien tuviera una mínima posibilidad de algo, estaba tan desesperado que me junté con la primera que se me puso a tiro. Y, como resultó que era la hija del Presidente del Tribunal Superior de Justicia y que era muy guapa, pensé que era una gran elección. Pero era una mujer con problemas, lo mismo que todas las otras que se me habían pegado, sólo que ésta era más hábil que las demás a la hora de ocultarlos. Sólo llegué a verlos cuando ya estábamos casados, y ella sabía o creía que ya no tenía escapatoria…
- Siempre hay escapatoria. Aunque sea tirarse por un balcón, pero siempre se puede salir de donde ellos te quieren encerrar. Yo era la mujer con problemas. En cierta medida, nunca he dejado de serlo. Ya sabes lo que me marcó la muerte de mi padre. Me ha costado mucho comenzar a superarla. Aún no lo he hecho. He destrozado muchos corazones masculinos en el proceso. Juan Alberto, mi ex, estaba realmente enamorado de mí. Bueno, sigue estándolo. Acepta que no viva con él, pero sólo porque me ama de tal modo que no puede negarme nada de lo que le pida. Pero yo sé que nunca le amaré, nunca de verdad, nunca como él se merece. No puedo amar a nadie, Víctor. Sólo sé vampirizar a los hombres con los que me junto. Después de Juan Alberto ha habido unos cuantos. Algunos eran meras aventuras sexuales, no te lo negaré. Pero con otros intenté que hubiera eso… ya sabes: las mariposas en el estómago, la ilusión y todo eso. No me sale. Inmediatamente me clavo a su carótida, y comienzo a chupar, hasta dejarlos exhaustos. Me cuelgo psicológicamente de ellos, hasta que acaban reventados y me piden por lo que más quiera que los deje respirar. Entonces me voy, porque sé que a él ya no le puedo sacar nada más, y yo no puedo dar nada, ¿entiendes? Debo vivir sola. Es lo mejor para todos, tanto para los que me quieren como para los que no me quieren, pero podrían. No soy una buena compañía, Víctor.

¿Cuándo ha pasado la conversación del pasado al presente? ¿Qué demonios ha sucedido?

TU

Hoy soñé contigo. Soñé que te ibas. Y lloré en sueños.

Eras una carta, escrita con tinta azul en un papel color hueso, doblada en tres bandas. Me decías que te ibas, que tenías que irte. Y lloré al lerte.

Te posaste sobre mi corazón una vez. Yo ansié que no te movieras de ahí.

No tengo derecho. Ya lo sé. O quizá sí.

Te quiero. No importa lo demás.

FINOS, PINCHOS Y PAREJAS INCONGRUENTES - VEINTIUN AÑOS (IX)

Era una primavera como recuerdo haber visto pocas otras en Cádiz. Las lluvias habían remitido muy pronto, y teníamos radiantes días de sol. Nuestras idas y vueltas estaban dominadas por aquel tiempo tan benigno. El temible viento de levante, el siroco gaditano, parecía haberse olvidado temporalmente de soplar. La vida era bella, yo era joven, y Tati me quería.

Porque Tati me quería. Me lo demostró aquella mañana, con su mirada. Yo lo supe, con la seguridad de quien sabe algo porque lo ha visto, pero lo que no sabía muy bien era qué hacer en aquella situación. Oficialmente, Tati y Tono eran aún novios. No tenía ninguna noticia de que se hubiese producido entre ellos una ruptura que yo ahora deseaba con grandísima vehemencia pero que no podía dar por supuesta. Y no quería ni por lo más remoto colocarme en una situación de tercero en un triángulo amoroso. Ya me había visto tiempo atrás en una situación absurda: en el burguer donde nos reuníamos, un día nos dio por sustituir los cafés por cervezas; lógicamente, la cosa empezó a animarse más de lo normal; Tati y yo estábamos sentados en el mismo asiento. Muy juntos. De pronto, la complicidad que los dos sabíamos había comenzado la mañana en que intenté tomarle la mano se hizo manifiesta; la cerveza enturbiaba la razón pero definía los impulsos; pronto estábamos enlazados por la cintura, haciéndonos confidencias como si fuéramos amantes. De pronto, alguien nos llamó la atención: era Miguel, uno de los amigos de Tono que se había quedado con nosotros. Se plantó delante de mí y me espetó lo siguiente: “¿Qué? ¿Tratando de ligarte a la novia de Tono a sus espaldas?” En ese momento lo único que salió de mis labios fue un escuetísimo “No”. Inmediatamente retiré mi brazo de la cintura de Tati, y ella hizo lo mismo con su brazo. Los dos teníamos mala conciencia. Pero los dos sabíamos lo que sentíamos por el otro.

Yo estaba decidido a conseguir a Tati. Pero debía esperar a que ella aclarara las cosas con su novio. Mientras sólo podía estar. Nada más, pero ¡qué importante me parecía! Todo lo que ella me permitía, que ya era mucho, y todo lo que me permitía yo, que quizá no fuera tanto como ella habría querido. Empecé a llamarla a su casa, para hablar. Le proponía quedar, pero ninguno de los dos tenía coche y los casi cincuenta kilómetros entre Cádiz y Jerez se hacían notar. Comencé a desplazarme yo a Jerez. Aprovechaba cualquier excusa y tomaba el tranvía. Tenía que ir a la biblioteca para esto o aquello, pero en realidad iba a ver a Tati. La llamaba, y si estaba, quedábamos. A mí me aterrorizaba pensar en la mera posibilidad de llamarla y que Tono estuviera con ella. Finalmente llamaba, y quedábamos, pero no mucho. Ella también sentía esa vergüenza que inunda a quienes creen que están vulnerando alguna norma importante. Nos veíamos, tras haber insistido yo un poco, y paseábamos por Jerez. Yo sentía su tensión, su incomodidad. Pero lo sabía. Estaba a punto de caer. Iba a caer. Caería seguro. Yo debía estar. Sobre todo, debía estar.

Llegó mayo, y en Jerez se celebra ese mes la Feria del Caballo. Estábamos en tercero de carrera, e íbamos a celebrar el Paso de Ecuador. Durante el curso habíamos organizado toda clase de rifas y actividades recaudatorias necesarias para obtener fondos para un viaje a Italia. Habíamos conseguido que se nos permitiera instalar una caseta en la Feria del Caballo. Ibamos a recaudar un montón de dinero, porque íbamos a atraer a toda la facultad y a mucha juventud vendiendo finos y cervezas. A todos los implicados en el Paso de Ecuador nos correspondía contribuir al buen éxito de la empresa. Estábamos prácticamente en época de exámenes, pero no había remedio. Debía pasar al menos una noche en blanco atendiendo en la caseta de Derecho en la Feria.

En realidad, fue toda una experiencia. Yo nunca había hecho de barman y, la verdad, me gustó. Al principio la gente entraba con parsimonia, pedía cervezas y unos taquitos de jamón y de queso (se nos acabaron enseguida), escuchaba las sevillanas que sonaban continuamente por la megafonía de la caseta, y se quedaba por allí un ratito, a ver lo que se acercaba. Pronto resultó que se acercaban grupos de veinteañeros como yo, compañeros veteranos de quinto de carrera, parejitas en plan formal y chicas, no una, ni dos, ni cinco, ni diez. Verdaderas bandadas. Pedían finos y algo para picar. Yo procuraba mantener una actitud profesional tras la barra, pero pronto comenzaron las invitaciones. Primero fue una pareja de novios a los que caí simpático. Luego llegaron ellas. Me guiñaban el ojo y me invitaban a copas. Aquello era muy agradable, y yo estaba encantado. Parecía que hubiera nacido para atender a festivos clientes y servir copas detrás de una barra. Más tarde en mi vida me he planteado esa misma hipótesis con un sentimiento de auténtico horror, pero aquella noche yo estaba feliz de mi éxito.

La experiencia era grata, y además me servía como compensación por mi frustración respecto a Tati. Su novio Tono había venido expresamente para la Feria del Caballo. Por entonces, yo lo encontraba de lo más natural, pero ahora me doy cuenta de que el muy egoísta no pensaba en Tati, sino en divertirse y no perderse ninguna de las fiestas de su tierra a las que estaba acostumbrado y de las que no podía disfrutar en la severa Salamanca (no tan severa, en realidad, pero nunca será Andalucía, no nos engañemos). No estaba seguro de que aparecerían por la caseta de Derecho precisamente aquella noche, pero no era improbable. Al fin y al cabo, ella era jerezana y él había venido a Jerez precisamente atraído por la feria. Y los dos eran estudiantes de la Facultad de Derecho, aunque él hubiera emigrado a Universidades de más lustre para que su título pesara más. En la caseta de Derecho encontrarían amigos. Irían. Pero yo no pensaba en eso. Estaba muy ocupado atendiendo a la ya numerosa clientela, y también estaba un poco achispado, porque había perdido ya la cuenta de los finos a que había sido invitado. Las chicas me miraban insinuantes, y yo me sentía en medio de una escena de la película “Cóctel”. Sólo faltaba que empezara a hacer malabarismos con las botellas de vino fino.

Pero todo eso acabó cuando mi ojo captó la entrada en la caseta de la pareja que, sin saberlo, estaba esperando. Venían los dos con cara de fiesta, sonrientes, pero no enlazados. Yo les había visto muchas veces pasear por la calle cogidos de la cintura. Era antinatural, porque Tono era como diez centímetros más bajo que ella. ¿Sabéis cuando uno mira a una pareja, y sólo con verla sabe, siente, intuye que esos dos no pueden ir juntos por ahí? Pues yo había tenido esa intuición con ellos desde el principio. Y el momento en que me parecía más palpable que Tati y Tono no eran el uno para el otro era cuando los veía pasear por la calle, enlazados por la cintura. El parecía caminar encaramado a ella. Casi como un apéndice, y un apéndice bastante feo, por cierto. ¿Por qué atrae tanto a las mujeres la seguridad que proporciona el haber nacido en una familia adinerada? No estoy hablando de materialismo. Estoy hablando de algo que presupone la riqueza, pero que no es la riqueza misma. Hablo de la conciencia de ser rico. De lo que dicha conciencia acarrea a quienes la tienen. Estos pisan la calle de otro modo que los demás. Miran de otra forma, y hacen las mismas cosas que los demás, pero de otra forma. Las mujeres notan enseguida esa diferencia de estilo y de actitud. Tati percibió la increíble seguridad en sí mismo de aquel Tono hijo de notario, estudiante en Salamanca, futuro notario con toda probabilidad, simpático, con don de gentes, tañedor de guitarra española (una habilidad muy popular en mis tiempos; hoy día ya no tanto ¿verdad?), conductor de un utilitario de lujo, libre como los pájaros y fuerte en su juventud despreocupada. Tati notó todo eso, y se sintió arrastrada por una personalidad que era su exacto contrapunto. Porque Tati, tras su impresionante fachada física, tras su sonrisa casi ultraterrena, tras su belleza intemporal, era una mujer marcada por el trágico destino de su padre, piloto del ejército desaparecido en un accidente de aviación, a quien perdió en esa edad en que las niñas están enamoradas de sus padres, sin recibir siquiera unos restos sobre los que derramar lágrimas de dolor. Tati no había superado en todos aquellos años la pérdida del primer amor de su vida. Y buscaba en cada hombre la admiración y la seguridad que había sentido por su padre: éste no sólo había sido un admirable piloto del ejército, sino además un jinete extraordinariamente dotado, que había enseñado a su hija a montar a caballo, cosa que por cierto hacía muy bien. Recuerdo verla vestida con una blusa a cuadros anudada a la altura del ombligo, pantalones vaqueros desteñidos y botas de montar. Es una imagen que no creo que olvide nunca en mi vida…

Cuando Tati conoció a Tono, creyó sentir la vieja seguridad que había conocido con su padre. Cierto que Tono no era un deportista de élite, ni un hombre físicamente valiente, ni tampoco eso que llamaríamos un hombre apuesto. Por contraste con él, yo era casi un Adonis, y nunca he podido presumir de mi atractivo físico. Pero es evidente que eso no era lo que Tati apreciaba en los hombres. De otro modo tampoco se explicaría qué es lo que pudo ver en mí. Creo que huía de los héroes del músculo y el mentón pretoriano, pero buscaba hombres que le proporcionaran un tipo de seguridad que su padre nunca le proporcionó, a pesar de lo mucho que lo había admirado, a pesar de cómo lo adoraba y lo echaba de menos: la seguridad que proviene no de ser el más guapo, el más ágil ni el más fuerte, no de realizar el olímpico citius, altius, fortius, sino de tener dominada la vida ordinaria, la que te da de comer y beber, la que te viste y te da calor o fresco, la que te hace dormir sin preocupaciones y da placer a tus días y tus noches. Tono dominaba el arte de vivir. Lo suyo no eran las proezas, sino ese brillo que proporciona a los niños bien su aparente facilidad para vivir por encima del nivel de los ordinarios supervivientes que llegábamos a la universidad con beca y que habíamos conseguido lo poco que teníamos a base de deslomarnos.

Pero Tono, ya lo he dicho, era un hedonista consumado y no tenía un concepto elevado del amor a una mujer. No, al menos, tan elevado como el mío. Tati estaba buena, muy buena en realidad, y era encantadora, y estaba frita por él. Y él, simplemente, se sentía henchido de orgullo por tener lo que había que tener para atraer a una mujer así. No podía resistirse a su propio influjo. Estaba enamorado de sí mismo, y precisamente por eso no podía de ningún modo estar enamorado de ella.

¿Y yo? ¿estaba realmente enamorado de Tati? Que sentía algo es indudable: una gran atracción física, la misma que Tono, y un deseo de hacerla feliz, de darle lo que le faltaba, lo que yo creía que podía proporcionarle, la serenidad interior y la confianza que necesitaba para dar pasos por sí sola en la vida. ¿Era eso amor? Muchas veces me lo he preguntado desde entonces, y ahora pienso que sí, que era amor, si bien era quizá un amor asentado sobre bases poco sólidas. El amor es admiración, ante todo. ¿Admiraba yo a Tati?

martes, 22 de julio de 2008

CENA CON TATI - VEINTIUN AÑOS (VIII)

En el restaurante del hotel, vigilado por circunspectos camareros, se acerca la hora de cenar. Yo he tenido un día completo: paseo por la playa en pantalón corto y deportivas, presentación ante el Fiscal Jefe de la Audiencia para tomar posesión de mi cargo, almuerzo con el Fiscal Jefe y varios Magistrados de la Audiencia Provincial, algunos de ellos compañeros míos de promoción, siesta prolongada, nuevo paseo, esta vez por la ciudad y vestido de calle, y ahora esta inesperada y al mismo tiempo muy esperada cena con Tati. ¡Vaya modo de reencontrarse con un antiguo amor de juventud! ¡Vaya comienzo de mi nueva vida en el viejo Cádiz!

Al volver del paseo, me he dado una buena ducha, me he afeitado ante el espejo del cuarto de baño, y me he repasado los pelos de la nariz y de las orejas. La barriga ya no tiene remedio, pero hay que estar medianamente presentable ante una mujer como ella. Me hago ilusiones. ¡Cómo no hacérmelas! Imagino que Tati, que está de vacaciones, y sola, podría ser mía esta vez. Ahora yo me he trasladado para vivir en la península, las distancias ya no son insuperables, y aunque ella no viva ya en la provincia, no creo que se haya alejado mucho de la ciudad. Sevilla, diría yo. Una hora en coche. Cerquísima. Ella podrá ver que, cambios físicos aparte, soy el mismo hombre que ya empezaba a ser cuando tenía veinte años.

En el restaurante hay unas pocas parejas sentadas en sus mesas, hojeando la carta con aire dubitativo. Ella no ha llegado todavía. Uno de los camareros se me acerca, entre altivo y servicial, y me pregunta si deseo una mesa y si será para uno. Le respondo que sí y que será para dos, y entonces soy guiado entre mesas hasta encontrar una perfectamente invisible tras una columna. Miro al camarero y le explico que deseo ocupar otra mesa que estoy viendo en ese mismo momento, vacía, situada junto a los grandes ventanales con vistas a la playa y al mar. No de muy buen grado soy conducido a la mesa deseada, donde por fin tomo asiento y pido una cerveza y unos cacahuetes. Tengo hambre. Enciendo un cigarrillo y espero.

Al cabo de un cuarto de hora, diviso la silueta de Tati aproximarse entre las mesas. Me levanto y me acerco a ella. Nos besamos y se sienta frente a mí. Debo tener cara de gilipollas total, porque ella esta radiante, radiantísima, y me lanza miradas de reconocimiento por mi admiración, que debe ser tan ostentosa que llama su atención. Entre miradas y sonrisas, saca su paquete de cigarrillos del bolso y enciende uno. Pide otra cerveza para ella al camarero mientras éste nos extiende las cartas, y cuando por fin se marcha, me habla.

- ¡Bueno! ¡Qué sorpresa! ¿No? Eres la última persona que yo esperaba encontrarme en Cádiz, ¡te lo juro!

Yo estoy semilelo. Casi no puedo pronunciar la palabra más sencilla. Uno de los cacahuetes se resbala por mi faringe, y me provoca un conato de atragantamiento. Tati me mira, preocupada.

- ¿Estás bien? – me pregunta. Yo me he librado del cacahuete asesino y por fin puedo hablar.
- ¡Sí! – respondo – Ha sido sólo un cacahuete que se me ha ido por donde no debía. ¡Bueno, Tati! ¡Qué te puedo decir yo! Estoy tan sorprendido como tú. Veintiún años. Es mucho tiempo, ¿sabes?
- ¡Claro!
- No esperaba encontrarme aquí con nadie que conociera. Llego a este hotel, que antes de irme a Canarias llevaba tanto tiempo cerrado, ¡y resulta que te encuentro a ti, la primera mañana del primer día de mi estancia! Es una maravillosa casualidad, si me permites que lo diga.
- ¡Te lo permito! ¡Te lo permito! ¡Je, je!
- ¡Bueno! ¿Y por qué no me explicas eso de que te encuentre de vacaciones en tu tierra? ¿Dónde estás viviendo?
- En Sevilla – ¡Acerté!
- ¿Hace mucho que vives allí?
- ¡Pues sí! Desde que acabé Derecho en el ochenta y ocho. Conseguí una pasantía en un bufete de Sevilla, y desde entonces vivo allí.
- Entonces, ¿eres abogada?
- ¡Desde luego!
- ¿Y te va bien?
- No me puedo quejar. Me dedico al mercantil. Mi bufete asesora a grandes empresas de Cádiz, Sevilla, Córdoba, Málaga y Huelva. Me di cuenta de que tenía dotes para la asesoría jurídica. Dotes y presencia, ya sabes… Hoy día la imagen lo es todo, o casi.

En ese momento me dio por recordar que me había quedado calvo, que llevaba un bigote poblado y algo descuidado, que no hacía ejercicio y que me había salido una tripa indecente. Ciertamente era un pensamiento incómodo.

- Así es – repuse, tratando de ahuyentar mis desasosegantes reflexiones.
- Además, me casé con el jefe… y eso siempre ayuda, ¡je, je!

¡Mierda! ¡Casada! ¡Era demasiado bonito para ser cierto! ¿Qué podía esperar de una mujer de este porte. ¡Mírala! Cuarenta y pocos años y la miran hasta los chicos de veintitantos. Precisamente uno de los camareros, un jovenzuelo muy descarado, le está lanzando unas miradas tales, que me están dando ganas de levantarme y decirle cuatro cosas bien dichas. Pero, ¡joder! No tengo derecho. Al fin y al cabo, yo también la miro con deseo, ¡y resulta que tiene marido! Es él el quien debería estar aquí, apartando los moscones que acosamos a su mujer. ¿Y por qué no está?

- ¡Vaya! ¡Casada con el jefe! ¡Eso sí que es progresar en la vida! ¡Je, je! ¿Y no te has venido con él?
- Nos divorciamos hace tres años – ¡¡Falsa alarma!! – Y de todos modos, alguien se tiene que quedar a cargo del bufete.
- Os divorciasteis, ¿y seguís trabajando los dos en el mismo bufete?
- ¡A ver! ¡Qué remedio! Si me voy yo, levanto del bufete una cartera de clientes muy importante. Y lo mismo él. Ya no somos marido y mujer. Somos socios. Así lo enfocamos. Además, Ernesto y yo tuvimos un divorcio modélico, y mantenemos una relación personal fantástica, sin rencores y con mucho cariño.
- ¡Cómo me alegro! ¡Y cómo os envidio! Yo también estoy divorciado, y lo último que puedo decir es que tenga alguna relación, buena, mala o regular, con mi ex – mujer.
- Bueno. Es cuestión de suerte, creo yo. A mí me tocó un ex estupendo. A otras les han tocado horrorosos, algunos de esos que deberían estar en la cárcel, ya sabes…
- Sí.
- Y ahora estás disfrutando de la soltería.
- ¡Exacto! Me encuentro muy tranquila.
- ¿No tuvisteis hijos?
- No – una ligera bruma empaña sus ojos; entiendo que no debo insistir en este punto.
- Yo tampoco tuve. ¡En fin! No di con la mujer adecuada…
- ¿Te volviste por eso?
- Quizá. En parte sí. De todos modos, necesitaba un cambio.
- No sé si has venido al lugar adecuado para cambiar. Siempre que vengo a Cádiz pienso que está igual, y que nunca cambiará.
- ¡Pero si ha cambiado muchísimo! Yo veo que la ciudad ha crecido, se ha modernizado, está más limpia. ¡Mira este hotel, sin ir más lejos! ¡Es una maravilla!
- Sí. Bueno. ¡En fin! Yo me entiendo.

Y yo también la entiendo. Los cambios de Cádiz son meramente cosméticos. En lo profundo, la sociedad gaditana sigue siendo la misma, para lo bueno y para lo malo. Posiblemente Tati se refiere a lo malo…

Miramos las cartas. Ella pide una ensalada césar. Yo pido un consomé y un pescado a la plancha. De algún modo, la presencia de Tati al otro lado de la mesa me empuja a ser cuidadoso con mi dieta. Mi cuerpo me lo agradecerá mañana. No obstante, no puedo evitar sugerir un par de copas de vino para acompañar la cena. Ella acepta, y la comanda queda hecha. El camarero se marcha, presto a cantarla a cocina.

- ¡Bueno, Víctor! – Tati se lanza a la ataque – Háblame de tu vida en Canarias.

No es un tema que me entusiasme, pero comprendo que quiera saber de mi vida. Y mi vida, los últimos veintiún años, ha transcurrido en Canarias. Así que comienzo.

lunes, 21 de julio de 2008

UN CORAZON DERRETIDO, UNOS OJOS VENDADOS - VEINTIUN AÑOS (VII)

Ni siquiera después del episodio de la carpeta comprendí yo el cambio que se había operado en el corazón de Tati. Tal vez ni la propia Tati lo había comprendido. Oficialmente, ella y Tono seguían siendo novios, él en Salamanca, ella en Jerez. Pero ella no vivía en Salamanca, ni le gustaban las nuevas costumbres ni los nuevos amigos que él se estaba haciendo allí, y, quizás, sospechaba que podía estar siéndole infiel. Pero yo diría que éste no era el motivo principal por el que Tatiana sentía enfriarse sus sentimientos por su novio. La cosa era aún más elemental. Tati necesitaba calor, mucho calor. Un novio que se pasaba la mayor parte del año lejos de ella, y en concreto la parte del año en que la vida es más difícil, no le proporcionaba el calor que ella necesitaba para llegar al siguiente día. Necesitaba atención y cariño diarios, constantes, permanentes, seguros e indudables. Pero Tono nunca había sido precisamente un hombre atento. Era muy simpático, muy cordial, muy caballeroso incluso con los rivales. En una ocasión, antes de las vacaciones de Navidad de tercero de carrera, me encontré con Tati y con Tono en Jerez. Nos saludamos y estuvimos charlando, y en un momento determinado me invitaron a almorzar en casa de él. Fuimos en su coche (recuerdo, y no creo equivocarme, que era un Lancia Lambda minúsculo) a su casa en el Puerto de Santa María, donde nos recibió la madre de Tono, una cordialísima señora de unos cuarenta y cinco años. Creo que recuerdo hasta el sabor del filete con patatas fritas que me ofrecieron para almorzar, y recuerdo también todos los cigarrillos fumados, la conversación al estilo andaluz, reposada y cordial, la sensación de que en aquella casa siempre sería recibido de la misma manera, casi como si fuera un miembro de la familia o un amigo muy querido, lo cual es singular si se piensa que yo pisaba aquel hogar por vez primera.

Sí. Recuerdo todo eso, y también la increíble belleza de Tati aquel día. Estaba resplandeciente, de un modo que a mí me cortaba la respiración. Recuerdo, casi como si lo tuviera delante ahora mismo, el perfil de su rostro, sus pómulos carnosos y salientes, su nariz recta y afilada, sus labios, fruncidos en una sonrisa que era casi extática, y su mirada tierna y dulce, de mujer que intenta merecer el amor que sabe que suscita entre los hombres, de hija que añora sin esperanza a un padre que murió estrellado con sus compañeros en una remota colina, y del que luego no hubo nada que enterrar, de tal modo que su viuda y su hija rezan a una lápida vacía. Recuerdo su cuello de cisne, y los jerseys de lana de ancho cuello vuelto que solía ponerse.

Me pregunto ahora qué fue exactamente aquello. Por qué una pareja de novios invitaba a un amigo que en realidad era un competidor por los favores de la chica a pasar una tarde con ellos. He pensado que tal vez fue idea de Tati. Las mujeres hacen esas cosas: ponen juntos a sus dos pretendientes, al titular de su favor y al aspirante, y comparan. También he pensado que pudo ser cosa de él. Quizá me invitó para comprobar la reacción de ella y si yo valía lo suficiente como para poner en peligro su estatus de Adonis favorecido por la diosa Venus. Los hombres también pueden hacer esas cosas, aunque generalmente son más simples y expeditivos. Sí. Normalmente un hombre que siente en su nuca el aliento de un rival procura alejar a su chica de éste, y además hace lo posible por manifestarle su desagrado en términos inequívocos. Tal vez Tono no vio peligro alguno en mí. Tal vez no estaba seguro. No sé.

Ni sé ahora, ni supe entonces. El curso continuó, y yo procuré entregarme en cuerpo y alma a los estudios de Derecho. Me tomé muy en serio las asignaturas, aunque ya desde el principio tuve problemas con el Derecho Administrativo. ¡Ironías de la vida! Como Fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Canarias tuve que enfrentarme luego a numerosos litigios contra la Administración, en los que pude comprobar que, una vez que entiendes que el Derecho Administrativo es la herramienta a través de la cual el poder político ejerce su dominio sobre los ciudadanos, es muy fácil de comprender y de aplicar. Pero entonces yo era un chico que, a pesar de su inteligencia, no llegaba a captar la sutileza (una sutileza que hoy me parece de papel de barba) de los argumentos de los administrativistas: cómo hacen que parezca que las normas que el Estado dicta para preservar su poder son normas dictadas en beneficio de aquellos a los que acogota. Eso es algo que he aprendido sólo con el tiempo y la práctica de mi profesión de Fiscal.

En fin, me puse a estudiar a modo. Me uní al grupo de los empollones. En tercero comenzamos a tener clases prácticas, que yo me preparaba en casa de uno de sus más conspicuos integrantes. Manuel de Luis, hijo de abogado y una de las lumbreras de mi promoción, vivía con su familia en un chalecito del barrio de Bahía Blanca. Allí, en el despacho de su padre, con la colección íntegra de jurisprudencia Aranzadi en los anaqueles de la librería, discutíamos el planteamiento de los casos prácticos que teníamos que estudiar, para presentar el lunes siguiente un dictamen jurídico. Solíamos estar de acuerdo en la identificación del problema. Los debates comenzaban, sin embargo, a la hora de buscar soluciones. Pero habíamos acordado desde el primer momento que nos ayudaríamos sólo en cuanto al planteamiento de las cuestiones jurídicas y en la búsqueda de jurisprudencia en los índices de la interminable colección Aranzadi. Yo estaba fascinado, porque veía que aquellos libracos eran un compendio de la historia de la aplicación del Derecho desde el comienzo de la Guerra Civil hasta nuestros días, una fuente de inspiración y de soluciones que podían ser rastreadas en el tiempo y traídas de vuelta al presente, para su aplicación en el caso que se nos encomendaba informar.

Aquellos domingos por la tarde en los que Manuel de Luis y yo trabajábamos juntos los casos prácticos de Derecho civil fueron algunos de los momentos más apasionantes de mi tercer curso de derecho. Por entonces yo estaba decidido a dedicarme a la abogacía privada. Me veía capaz, joven, fuerte y brillante, y creía que el futuro me estaba esperando, pleno de satisfacciones a poco que me decidiera a salir de mi concha de estudiante. Quería dedicarme al Derecho civil y al Derecho penal, que desde que había comenzado a estudiarlos en segundo de carrera se habían convertido en mis dos asignaturas favoritas. Estaba tan decidido a saber tanto Derecho penal como fuera posible, que me presenté en el Departamento de Derecho penal de la Facultad, pidiendo ser admitido como alumno colaborador. Se me respondió que ello dependería de mis calificaciones, y que por lo menos había de obtener un notable en junio para obtener la venia del catedrático.

Para remate, ese año me tocó actuar como delegado de curso. Se había decidido que a partir de tercero habría delegados especializados por asignaturas, y además un delegado general de curso. Yo me presenté a delegado por la asignatura de Derecho penal. Obtuve la confianza de mi clase sin dificultades. Pero pronto comenzaron los problemas con el delegado general, el cual, en cuanto obtuvo su cargo, simplemente desapareció del aula. Apenas si asistía a clase, y desatendía de modo miserable sus deberes de representante del alumnado. Tras varios debates bastante acalorados acerca de qué hacer, se llegó al consenso de que el Delegado de Derecho penal actuara como subdelegado asistiendo al Delegado general de tercero, lo que en la práctica supuso que yo asumiera todas sus funciones. Así que de pronto me vi convertido en una figura dentro del curso, brillante orador, buen expositor, interrogador incisivo, polemista genial, y además serio representante de los intereses colectivos. Yo sentía que estaba dando a mi incipiente carrera el impulso que necesitaba, y estaba casi feliz por encontrarme en el momento más dulce de mi vida estudiantil. Sólo faltaba, según mi concepto de las cosas, una novia que pusiese la guinda en la tarta de mi vida.

Pero hasta eso estaba a punto de cambiar. Yo no había dejado a mis amigos del café. Me las había arreglado para compatibilizar el ejercicio de mis obligaciones como estudiante, como aspirante a colaborar en el Departamento de Derecho penal y como representante del alumnado de tercero de Derecho, con una asistencia regular, aunque limitada, a las reuniones en el burguer, donde se seguía hablando de los viejos temas esenciales de la juventud: la amistad, la lealtad, el valor, el amor, la música y lo eterno, entre cafés y cigarrillos que eran consumidos a destajo. Allí seguían estando mis viejos amigos de primero de Derecho, y del trío formado por Pepi, Caye y Maribel, las dos primeras, porque Maribel había dejado la carrera y se había matriculado en la Escuela de Enfermería, que por lo visto era lo que realmente le gustaba. Tati también estaba allí, junto con Caye. Caye y Tati, ya lo he dicho, se sentaban a mi lado en clase, pero no siempre estaban físicamente, sino representadas por sus carpetas, y cuando la clase se hacía muy aburrida se marchaban al burguer. Yo me quedaba, porque la experiencia de segundo de carrera me había enseñado a ser responsable, y porque tercero lo había comenzado de otro modo.

Había un momento en el que mi contacto con el grupo de los cafés era mucho más intenso. Cuando teníamos clases prácticas había que estar todo el día en la Facultad. Las prácticas las hacíamos por la mañana, y las clases teóricas las teníamos por las tardes. Aquellas mañanas eran especiales, porque dedicábamos a lo sumo tres horas a discutir los supuestos prácticos, y el resto era tiempo libre. Adquirimos la costumbre de hacer excursiones por Jerez. Tati no solía asistir a las clases prácticas. Así que, como ella era la jerezana del grupo, los demás íbamos muchas veces a su casa a estar con ella.

Una mañana de prácticas estábamos todos reunidos en casa de Tati. Hablábamos de cosas, picábamos manises y bebíamos cocacola fría. Era el mes de abril y la mañana era calurosa, nosotros estábamos muy animados y las risas atronaban el saloncito de la casa de Tati. Ella estaba como siempre, bellísima, y era la anfitriona perfecta. Yo estaba encantado de estar allí, mirándola, y realmente no me interesaba tanto la conversación banal que manteníamos todos como su cercanía, su calor, su simpatía, y la contemplación de su belleza. Mi estado se asemejaba al de los santos en el cielo, pues mi dicha suprema consistía en la contemplación de mi Diosa. Tati era mi Diosa, perfecta, adorable y completamente inalcanzable para mí, o eso pensaba.

Porque esa mañana lo inalcanzable fue depositado en mis manos. Habíamos decidido fumarnos la práctica de Derecho Internacional Público (una castaña insoportable) y nos habíamos ido todos a casa de Tati, donde ésta nos recibió feliz y espléndida, como siempre. Yo, sin embargo, tenía previsto regresar para asistir a mi práctica de civil, que para mí era sagrada. Así que me estuve un rato con ellos, y cuando llegó mi hora me despedí. Entonces ocurrió algo que yo no esperaba. Tati no quería que me fuera. Los demás me decían también que no me marchara, pero cuando me vieron decidido desistieron. Pero Tati no se resignaba. Me lo pedía. Me lo suplicaba. Yo respondía negativamente a cada nueva súplica, sonriendo, sin dar mucha importancia a su actitud. Esta me acompañó a la puerta, y cuando ya la había franqueado e iba a darle un beso para despedirme, me tomó el cuello con sus manos. “¡No te vayas! ¡Por favor!” – me dijo, y su mirada parecía aterciopelada de tan acariciante; su expresión, de desolación por mi marcha; su gesto, de entrega; una entrega que, lo intuía, sería sin reservas.

Entonces, sólo entonces, me di cuenta. El corazón de mi Diosa se había derretido. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Cómo era posible? Mirando retrospectivamente, mi respuesta es que todo comenzó el día que le acaricié la mano y le di ánimos, en el césped del campus de la facultad. Ella debió sentir que eso que yo le ofrecía era algo que no conseguía jamás de Tono Lacalle. Y tuvo que saber que eso que yo le ofrecía y que Tono jamás le daba era algo que ella necesitaba con cada poro de su piel, con cada gramo de su cuerpo, con cada partícula de su alma. Lo demás vino sólo: la soledad, la frialdad de la distancia, el egoísmo de su novio; mi cercanía, mi calidez, mi limpieza de intenciones para con ella… y la elección ni siquiera fue una elección. Fue un impulso que apenas si era capaz de contener. En aquella ocasión, en la puerta de su casa, Tati no pudo evitar traslucir que ya me amaba. Aún era la novia de su novio, y para colmo de un novio con el que no podía romper porque estaba en Salamanca. Pero, aún así, ya me quería a mí. Yo lo supe en aquel instante, aunque también sabía que eso no significaba que pudiera arrasar el campo. Previamente había que esperar a que se aclarasen las cosas entre ella y Tono. Luego sería mi turno para conquistarla de una forma definitiva, para hacerla mía. Pero, en aquel momento, mi primera prioridad era la práctica de Derecho civil. “Nada me gustaría más que quedarme contigo – le dije – pero debo ir a civil”. Mi mirada le dijo todo lo demás que aún no podía decirle con palabras. Ella se sintió apenada, pero aceptó mi decisión, y me dejó marchar.

domingo, 20 de julio de 2008

PERO SI... ¡ERES TU! - VEINTIUN AÑOS (VI)

- Tatiana… ¿Víctor Morales?
- Sí…
- Pero…
- Sí…
- ¡No me lo puedo creer!
- ¡Ni yo!

Al momento tengo a una mujer espléndida colgada de mi cuello, fundida conmigo en un cálido abrazo. Se separa y me mira a los ojos, tratando de asegurarse de que no sufre una alucinación.

- ¡Pero bueno! ¡Dios mío! ¿Cuántos años hace ya?
- Veintiuno.
- ¡Veintiún años!
- Sí.
- ¡Es increíble!
- ¡Estás espléndida!
- ¡Gracias! ¡Pero tú! ¿Qué le sucedió a tu pelo?
- ¡Bueno! ¡Ya ves! Se me bajó todo aquí – digo, señalando mi labio superior, tratando de bromear.
- ¡Víctor Morales! ¡Menuda sorpresa! ¿Estás aquí para mucho tiempo?
- Pues sí. De hecho, me vengo a vivir a Cádiz.
- ¿Ah, sí?
- Sí. He conseguido destino aquí.
- ¿Destino? ¿A qué te dedicas? ¿Eres juez?
- Casi. Soy fiscal, y me han destinado a la Audiencia Provincial.
- ¡Vaya!
- Bueno, ¿y tú? ¿cómo es que he venido a dar contigo en este hotel?
- He venido de vacaciones, y quería quedarme cerca de la playa. Ya sabes, tengo casa en Jerez, pero necesitaba mar.
- Pero tienes el mar muy cerca de Jerez…
- Pero es que hace muchos años que yo no vivo en Jerez. ¿no lo sabías?
- ¡Cómo iba a saberlo! Os perdí la pista a todos hace tanto tiempo…
- ¡Y que lo digas! Te marchaste sin decir nada a nadie, y nos quedamos aquí todos extrañadísimos de que te fueras de esa forma.
- Para mí fue una sorpresa casi tan grande como lo fue para vosotros. Pero sabes bien que no me fui sin despedirme…

Ella recuerda. Lo veo. Yo también recuerdo. Ella lo nota. Nos volvemos conscientes los dos de que este encuentro, en este momento concreto, tiene algo de restitución de algo que la vida nos había arrebatado veintiún años atrás, aunque ya no somos los jóvenes llenos de vida que una vez fuimos, aunque ya no creemos en tantas cosas en que sí creíamos cuando comenzábamos a vivir, allá por los ochenta. A mí me asalta el absurdo presentimiento de que se nos abre una puerta hasta ahora cerrada.

Dos personas no se pueden contar veintiún años de su vida en cinco minutos. Al menos, no si de veras quieren explicarse el uno al otro. Tati y yo sentimos renacer, al vernos, un viejo deseo: el deseo de conocernos. Ella está de vacaciones, y yo tengo varios días libres antes de empezar a trabajar en la Fiscalía. Decidimos quedar para cenar juntos esta noche, y contarnos todo cuanto queramos contarnos.

viernes, 18 de julio de 2008

SIMPATIA Y BELLEZA, Y LUEGO SOBREVIVIR, SIN MAS - VEINTIUN AÑOS (V - 2)

Nunca, en los años que viví en Las Palmas, volví a tener aquella sensación de plenitud vital de mis tres primeros años de Facultad, en Jerez de la Frontera. Allí lo tuve todo, y en Las Palmas lo perdí todo. Al poco de llegar a la ciudad, conocí a mis nuevos compañeros de estudios. Comparados con mis alegres y cultos andaluces, los canarios resultaron toscos, zafios y de una mezquindad repugnante. No es que fueran tan distintos en el fondo, en realidad, aunque esto lo comprendí después, mucho después. Pero sí había una diferencia muy real entre mis andaluces y los canarios que conocí después: el andaluz tiene interiorizada una ley, según la cual hay que procurar que, en la medida de lo posible, la vida sea una sucesión de experiencias placenteras: “Simpatía y Belleza”, éste podría ser el lema del andaluz: hacer la vida lo más agradable posible, lo que no quiere decir que Andalucía esté exenta, ni mucho menos, de tipos humanos mezquinos, avariciosos, crueles, despóticos o simplemente malvados. Sin embargo, en la vieja Bética, milenios de civilización han cristalizado en un esmero por hacer poco visibles, y si es posible por ocultar, las peores y más desagradables facetas del humano vivir.

En la Canarias que yo conocí a mediados de los ochenta, faltaba completamente esta norma de vida que hace de Andalucía un lugar tan acogedor. En la tierra de los volcanes las pasiones elementales se manifiestan volcánicamente. El avaricioso, el ambicioso, el trepa, y cabronazo, ni siquiera consideran necesario esconder su abyecta condición. Es más, alardean de lo que son, y así consiguen acogotar a la gente normal. Porque Canarias es un lugar donde los más débiles no gozan de la protección del grupo. De hecho, casi no puede hablarse de un grupo, de una sociedad fundada sobre el respeto de un acervo de valores común. En Canarias hablar de valor y virtud es perder el tiempo. Lo que se reconoce y respeta es el interés y la fuerza, no necesariamente física, pero sí la fuerza del dinero y de la consideración social que éste suscita.

Para mí fue un cambio tremendo pasar de la calidez andaluza a la frialdad canaria; de los amigos, más o menos superficiales, pero siempre presentes en mi vida andaluza, a su ausencia casi completa durante las dos décadas largas que viví en Canarias. Por otro lado, era cierto que, en los dos años de estudios que aún me restaban y que debía completar en Canarias, y en los posteriores, yo me estaba incorporando, junto con toda mi generación, a la lucha por la vida. Una lucha en la que los unos nos íbamos a enseñar los dientes a los otros. Una lucha en la que íbamos a hacernos mucho más que eso. Yo me llevé mis buenas dentelladas, y con el tiempo aprendí también a darlas...

JUGANDO CON COSAS SERIAS - VEINTIUN AÑOS (V - 1)

Cuando regresé del pueblo aquel otoño, agotado después de haber repasado tres asignaturas fuertes en medio de la canícula agosteña de la meseta castellana, y delgadísimo por haber corrido por el río quince kilómetros diarios, ni siquiera me acordaba de Tati. Sólo pensaba en que tenía que aprobar aquellos exámenes, porque necesitaba la beca para el curso siguiente, y si suspendía una asignatura la perdería sin remedio y mi padre tendría que rascarse el bolsillo para pagarme la matrícula ordinaria y la de las asignaturas pendientes. Me fui presentando a cada examen, y fui aprobándolos todos. Por los pelos. Pero pasaba a tercero limpio de asignaturas pendientes del curso anterior. Así que comencé el nuevo curso lleno de optimismo, presto a integrarme por completo en la vida universitaria, decidido a no dejarme pillar de nuevo por el toro.

Pero, en mi inconsciencia, no advertí ciertos cambios, pequeños pero importantes, que se estaban produciendo ante mis propios ojos. Para empezar, el grupo del café se había fragmentado. Algunos de sus integrantes no habían pasado de curso. En segundo lugar, me encontré con la novedad, que a mí me pareció algo natural, de que Caye y Tati empezaron a sentarse a mi lado en la banca del aula. Las dos. Era lógico, pensé. Se trataba de dos amigas mías, y yo era, aparte de ellas, el único miembro del grupo de los cafés que había pasado de curso. No vi nada especial en el hecho de que se acercaran a mí en el aula.

Pero por entonces yo era, ya lo he dicho, un verdadero tarugo para todo aquello que tuviera que ver con chicas. No entendí la intención de aquel movimiento, porque nunca había puesto mis ojos en Caye, y en cuanto a Tati, aunque me gustaba a rabiar, la suponía en los mejores términos con Tono, su novio, que se había marchado a Salamanca para continuar allí sus estudios.

Y, sin embargo, debí haber visto las señales. Lo habría hecho de haber tenido algo de experiencia con las mujeres. Yo me portaba como un auténtico caballero con Tati, y, al menos al principio, en las primeras semanas del curso, ella no parecía mostrar por mí un interés mayor que el de costumbre. Pero un buen día ocurrió algo: comenzó el tonteo entre nosotros. Buscábamos cualquier motivo para tocarnos. Me hacía rabiar, ella que siempre había sido una niña tan formal; me quitaba los apuntes en plena clase, me escondía la pluma, me daba pellizcones, ya sabéis, dolorosísimos pellizcones de chica, dados con muy mala leche. Una tarde, en el descanso entre dos clases (teníamos horario vespertino en la Facultad) agarró mi carpeta, y me dijo que no me la daba. Traté de acercarme, pero ella, ágil como un gamo, me esquivó limpiamente. En un segundo movimiento, entre las bancas, conseguí agarrar un extremo de la carpeta. Pero ella la tenía cogida con tanta fuerza que tironeó y, entre risas, se marchó a escape. Era una invitación en regla. Pero yo sólo quería recuperar mi valiosa carpeta con sus preciosos apuntes. Ese año había conseguido, por fin, entrar en contacto con el grupo de los empollones de la clase. Ellos habían visto que mi cabeza era de las de primer orden, y abrieron la cancela para mí. El contenido de mi carpeta no sólo era material valiosísimo para mí, sino que pronto lo sería para aquel grupo de mega – empollones a los que me había acercado.

Así que salí corriendo detrás de Tati. Ella se estaba divirtiendo tremendamente. Rápida en sus fintas de gacela, me burlaba cada vez que me acercaba a ella. Corrimos como dos chiquillos entre las bancas, siendo como éramos ya dos personas adultas (en aquella época a los veinteañeros ya se nos tenía por tales, aunque en realidad sólo fuéramos unos niños desmesurados). La hora de comienzo de la clase ya había sonado, y el profesor estaba entrando en el aula por la puerta que correspondía al extremo opuesto al que nosotros ocupábamos. Algunos compañeros observaban, divertidos, nuestros correteos. Yo era consciente de que, en cualquier momento, el profesor se subiría a la tarima, preparado para comenzar su lección, y nos encontraría entregados a nuestro alegre retozar, así que diseñé rápidamente una estrategia victoriosa. En lugar de ir a por la carpeta, como había hecho hasta ahora, iría a por Tati. Teniéndola a ella, tendría la carpeta, y además terminaría aquellas alocadas carreras por el aula. Así que me lancé con todo el impulso que pude dar a mis piernas, y extendí mis manos. El objetivo era esta vez su cintura. Ella captó mi intención, y comenzó a proferir chillidos indicativos de un terror impostado, mezclado con el intenso placer de la diversión, y con otra cosa que yo en aquel momento ni imaginaba. La capturé, y en un solo movimiento la alcé del suelo y me la llevé a través de las bancas. Risas sofocadas y jadeos. “Suéltame” “¿Me vas a dar la carpeta?” “¡No!” “Entonces no te suelto. ¿Me das la carpeta?” “¡¡No!!” “¿Seguro?”

En aquel momento el profesor apoyaba su pie derecho en la tarima, presto a encaramarse en ella y comenzar su clase. Tati aflojó la presión que ejercía sobre mi carpeta con sus dos brazos, y yo aflojé la presión que ejercía sobre su cintura con los míos. Tati tocó el suelo con la punta de los pies, y se dirigió a su asiento, desde el que me dirigió la sonrisa más radiante que le había visto nunca. Yo me quedé con aquella sonrisa, y también con el recuerdo de su olor y de su tacto de mujer joven y núbil. La clase comenzaba, y me concentré inmediatamente. Era Derecho Civil, mi favorita. No quería perderme una sola sílaba de lo que el profesor Clavería tenía que decir.

jueves, 17 de julio de 2008

PRIMER CRUCE DE ARMAS - VEINTIUN AÑOS (IV)

Tengo a Tati delante de mis ojos, de la forma más inesperada, en el primer día de mi regreso a La Tacita de Plata. No salgo de mi asombro. Es ella, seguro, o casi seguro. En realidad, ¿cómo puedo estar seguro de haberla reconocido bien? Llevo veintiún años sin verla, y no hay manera de saber qué cambios experimenta el físico de una mujer en ese tiempo, especialmente si veintiún años atrás tenía veintiún años, precisamente. El cuerpo de una mujer, y especialmente su rostro, rara vez son inmunes a las secuelas de semejante lapso de tiempo. Además, hace mucho tiempo también para mi memoria. Por honda que fuera la huella que ella me dejó, veintiún años son demasiados como para retener con fidelidad sus rasgos en mi mente. ¿Cómo puedo yo estar seguro, saber con toda certeza, que aquella mujer madura pero increíblemente atractiva que estoy viendo es la misma Tati de la que yo me enamoré a mediados de los ochenta? En realidad, no lo sé, solamente lo creo, con una intuición que raras veces me falla y, también, con el deseo de creer que, de nuevo en Cádiz, podría retomar por los flecos la vida que aquí dejé veintiún años atrás. De pronto, noto que ella nota que la miro, y comprendo que no puedo huir como un conejo. Me acerco a ella, y le hablo.

- Usted disculpe – digo a modo de apertura – si la he molestado al mirarla de este modo, pero es que la he confundido con una vieja amiga mía, a la que hace mucho que no veo y de la que hace mucho que no sé nada.

Sí. Lo sé. Muy elaborado. Pero yo soy un fiscal. Los fiscales somos licenciados universitarios, y hemos superado unas oposiciones muy duras. Eso nos da derecho a expresarnos de formas complejas y elaboradas, que evidencien nuestra sofisticación intelectual.

- ¡Vaya! – dice ella, y su voz me suena... - Así que por eso me miraba usted así, de esa forma... casi provocativa. Se diría que me había confundido usted con su amante.

No sabe ella hasta qué punto acierta... o no lo se yo… ¡Qué lío!

- Le ruego me disculpe – insisto en el mismo tono estudiado y elegante – En realidad – añado sonriendo – usted se parece a una chica que conocí hace mucho, y con la que estuve a punto de tener algo...
- ¿Ah, sí? – la mujer me mira con un fulgor especial en sus ojos - ¿Así que le evoco un amor de juventud?

Ha conseguido herirme dos veces con una sola pregunta. Me ha dado a entender que no la valoro como mujer, sino como evocación de otra mujer que no es ella. Y me está llamando carrozón. Tengo que urdir rápidamente una réplica eficaz.

- No. Simplemente soy muy despistado. En todo caso, usted es muchísimo más atractiva que el mejor recuerdo que tengo de aquella chica. Y además pienso que es usted bastante más joven que lo que ella sería en este momento.
- ¿Ah, sí? – repuso ella, disfrutando visiblemente de la conversación – ¿cuánto más joven?

Es un golpe bajo, pero yo estoy ya preparado. Mi espíritu polemista y mis habilidades como fiscal me van a echar una buena mano.

- Mucho, ¿señora?
- Señorita, si no le importa.
- Señorita, entonces.

A mí siempre me ha parecido que una mujer que claramente rebasa los treinta y cinco ya no tiene derecho a llamarse “señorita”, pero no voy a ponerme a discutir por ese punto. En realidad, lo que me viene a la mente en ese momento es que es tan bueno comenzar mi nueva estadía en Cádiz reencontrando un viejo amor como conociendo uno nuevo, y que esta mujer mejora según me acerco a ella. Su piel blanca aún conserva la tersura de la juventud. Sus pechos, firmes, no revelan haber sido objeto de ningún tipo de cirugía. Hay, naturalmente, algunas patas de gallo en sus ojos, pero su dueña, en lugar de eliminarlas, las ha aderezado de tal modo que resaltan la belleza de su mirada, y le dan expresión. Con ella el botox no tiene nada que hacer, porque está realmente bella sin necesidad de parecer más joven. Supongo que es consciente de la impresión que me está causando. Además, se parece tanto a Tati... es como si fuera Tati, veintiún años después. Pero ¿por qué es tan importante ese detalle? En muchos años yo no había dedicado el menor pensamiento, ni había tenido el menor recuerdo de aquella jovencita que conocí en la Facultad de Derecho. Ahora estoy de vuelta en el lugar donde la conocí, y ese recuerdo olvidado ha revivido de pronto. Esta mujer parece haber venido a mi hotel exclusivamente para encarnarlo.

- ¡Qué halagador! Soy joven, y señorita. Y si le digo que soy miss Universo, usted también estaría de acuerdo, ¿verdad?
- Por supuesto.
- Señor...
- Morales... Víctor Morales.

Le tiendo mi mano, y ella la aprieta. ¡Dios mío! ¡Es su mano! Pequeña y delicada. La mano que estaba estrechando era la misma manita que acaricié sobre el césped del campus aquella primavera. Y su mirada, ¡oh dioses! Es la misma mirada de cierva herida que me lanzó cuando yo me atreví a consolarla. Ahora leo en ella que está comprendiendo que ocurre algo incomprensible para los dos. Y siento el pánico más terrible que he sentido en toda mi vida. Me ha entregado su mano para que yo se la estreche, y ahora tiene que pronunciar su nombre. ¡Y yo sé ya cuál es ese nombre!

miércoles, 16 de julio de 2008

ESTHER, O LAS IDIOTECES DE UN SEÑOR MUY SERIO - VEINTIUN AÑOS (III)

Tener la cabeza a pájaros era el estado normal de mi juventud. Al acabar la carrera, me reformé y me convertí en un señor serio. Oposité en unas oposiciones muy duras, y me convertí en fiscal. Abandoné todos mis sueños y deseos juveniles, porque había conseguido un logro de adulto, y pronto me vería envuelto en las preocupaciones propias de esa edad. De modo que dejé de hacerme todas las preguntas que habían quedado sin respuesta cuando dejé Cádiz y a Tati atrás. Me lancé a vivir mi nueva vida, y me entregué de lleno a ella. En esa nueva vida, era mucho más importante merecer el crédito de los demás que el propio. Todas mis decisiones importantes fueron tomadas siguiendo esa máxima. Ello incluyó mi matrimonio con Esther. Esther no era más que la hija mimada de una ilustre familia de abogados y magistrados de Las Palmas. Su padre era el Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias en aquél tiempo, y para mí suponía una doble satisfacción encontrar una esposa guapa y vincularme con una familia tan destacada. Los años demostraron que mi decisión “adulta” había sido aún más estúpida que todas mis inconsciencias juveniles. Todo el problema radicó, después lo entendí, en el corte, en la cesura vital que supuso para mí el traslado forzoso a Las Palmas, pues impidió que mis experiencias juveniles se consolidaran, y de esa forma hizo imposible que yo madurara. Comenzar de cero, y más en un lugar en el que la vida es tan difícil y la gente es tan hostil con los forasteros, amargó mi vida y además enturbió mi visión de las cosas. Era un niño con diecinueve años, y no era mucho más maduro con veintisiete...

No sé por qué no tuvimos hijos. Ella estaba demasiado ocupada en sí misma y sus problemas, supongo, como para plantearse siquiera una empresa que requería tamaña entrega y olvido de sí. Yo, por mi parte, estaba entregado a mi profesión, y también a las durezas que la vida depara a un funcionario cuyo sueldo siempre aumenta por debajo del coste de la vida. No pensaba en tener hijos casi nunca y, cuando lo hacía, siempre era para decirme que ella no los quería, porque no me los pedía. Hacíamos el amor, o lo que quiera que fuera aquello que hacíamos algunas noches al mes, pero ella tomaba la píldora. Para mí era una comodidad, y en aquella época el sexo no era para mí más que un desahogo que me permitía volver a mis expedientes la mañana siguiente con la sensación de que tenía una vida. Pero era una sensación falsa, y ello se hizo evidente cuando Esther y yo comenzamos a discutir por el dinero.

Comenzó a gastar demasiado. Siempre iba emperifolladísima. A mí me gustaba verla guapa, pero todo mi gozo se iba a paseo cuando me entregaba las facturas. Esther no trabajaba. Había estudiado Magisterio, y cuando nos casamos estaba preparando las oposiciones. Nada más casarnos, lo dejó. Quería dedicarse a mí, decía, y yo estaba tan atontado viendo que en mi casa había aparecido un ser que taconeaba y se movía moviendo las caderas, que cuando se desnudaba ofrecía una espalda tan seductora y unas nalgas tan apetecibles, que simplemente me olvidé de decirle que quizá nos convenía que ella también trabajara, que sería bueno que retomara las oposiciones, o quizá que se empleara en algún colegio privado, si no quería seguir estudiando.

Llegábamos a fin de mes de chiripa. Yo estaba muy disgustado. Tras un año de penurias absurdas, se lo dije. Fueron seis horas de gritos y lágrimas un sábado. Al final hicimos el amor, y yo me dije que no valía la pena ponerla en aquel estado por una mera cuestión de dinero, ni siquiera para acabar en la cama follándonos con furia. Me limité a pedirle por favor que cuidara los gastos, y ella prometió hacerlo. Al mes siguiente ya se había olvidado, y la cuenta se ponía en números rojos antes del veinte de cada mes.

Al final tuve que recurrir a mis padres. Tenían varios pisos en la ciudad, alquilados, y con lo que obtenían de renta estaban acumulando un dinero que les aseguraría la vejez. Yo les expliqué que con mi sueldo íbamos muy apurados. Mi padre me extendió un cheque que saldó la deuda que tenía con el banco, y yo respiré por un tiempo. Pero sabía que en unos pocos meses me encontraría en una situación parecida. Y la teta de la vaca se acabaría secando sin remedio. Mis padres eran buenos, pero no idiotas. No me decían nada, pero yo sabía que conocían las costumbres derrochadoras de mi mujer. No quería pasar por la humillación de oir a mi padre decirme que tenía que ponerla en cintura, así que un día la invité a cenar en un restaurante, y mientras cenábamos se lo dije. Al principio ella estaba entusiasmada. Siempre se quejaba de que no la llevaba a un buen sitio a comer, y yo le replicaba que no nos lo podíamos permitir, y que lo que nos convenía en realidad era ahorrar todo lo que pudiéramos, para poder pagar la entrada de un piso propio. A ella aquellas razones le sonaban a disparate, y seguía quejándose. Así que esa noche estaba exultante. No se esperaba la filípica, y desde luego comprendió perfectamente que no la había invitado a cenar fuera para satisfacer su deseo, sino para que no armase un espectáculo cuando le dijera que había decidido abrir mi propia cuenta corriente, cobrando la nómina en ella, y transfiriendo a la cuenta conjunta la cantidad que consideraba razonable para que ella atendiera a sus necesidades. Se puso pálida, como nunca la había visto. Soltó los cubiertos sobre la mesa, con un trozo de carne aún prendido del tenedor, se levantó, agarró su bolso y salió del restaurante, sin decir una palabra.

Al día siguiente llamé a casa de sus padres. Tal y como suponía, Esther se había presentado en la casa familiar, hecha un mar de lágrimas, y había dicho a mis suegros que yo era un ser absolutamente abyecto, que la odiaba, que no quería que fuera feliz y que la había reducido a la indigencia, sólo por mezquindad y envidia, porque ella necesitaba cosas, yo lo sabía, y me complacía en privarla de ellas. Les explicó mi maniobra bancaria para poner un límite a sus gastos, y lo hizo de tal forma que, a los ojos de mis suegros, yo era sin duda alguna la especie de cucaracha más asquerosa y repulsiva que ellos habían conocido en toda su vida. Yo les aseguré, por turnos, primero a su madre, una especie de fiera sin domar cuando se trataba de proteger a su camada, pero por lo demás una bellísima persona, y luego a él, un hombre sinuoso del que nunca había acabado de fiarme, que su hija no sabía administrarse, y que yo debía hacer algo, por el bien de los dos.

Dos semanas después, Esther no había vuelto a casa, y un mes después yo había recibido una carta certificada del Juzgado de Familia, en la que se me instaba a personarme en el Procedimiento Abreviado tantos barra tantos, iniciado por Doña Esther..., mayor de edad, casada, residente en esta ciudad, mediante demanda que interponía contra su marido Don... (yo), mayor de edad, casado (con la antedicha), e igualmente residente en esta ciudad. Los hechos eran los que ya sabía. Los fundamentos jurídicos, los que me esperaba, el petitum, nada menos que negarme la administración de mi propio sueldo y ponerlo en manos de mi esposa, debido a la falta de respeto a su dignidad y necesidades más elementales con que yo estaba administrando la sociedad de gananciales.

El pleito duró cuatro años, con su correspondiente apelación, y lo gané yo. Nos divorciamos. En ese tiempo no volví a ver a mi mujer, lo que dentro de todo resultó ser un considerable alivio, porque devolvió la tranquilidad a mi viejo piso de soltero, y me permitía concentrarme en el estudio de los expedientes, que comencé a hacer en casa, porque la mañana la solía pasar en Sala, y porque no me apetecía nada cruzarme con mi suegro por la tarde en los pasillos de la Audiencia. Entre tanto, había caído en la más absoluta desgracia, profesionalmente hablando. Había dejado de pronto de ser “el yerno” como todos en la Audiencia me llamaban a mis espaldas, y me había convertido en una especie de apestado, a quien se saludaba casi por piedad, y con quien, en la medida de lo posible, se esquivaba toda conversación, ya ligera, ya de orden más serio. Esther, por el contrario, encontró pronto unos brazos prestos a consolarla de sus desdichas, y a cubrirla de fantásticas riquezas. Se trataba de un próspero constructor que decidió no perder el tiempo y abrumarla de atenciones, antes de que algún otro se le adelantara. Tras nuestro divorcio, hubo una nueva boda en mi antigua familia política. Casi inmediatamente llegaron los nietos, ansiados por mi ex – suegra, y parcelas y fincas hasta la fecha vedados para mi sustituto quedaron repentinamente accesibles a su codicia, conduciéndolo por nuevas sendas de prosperidad que él mismo no habría imaginado jamás abiertas para él. No hay ninguna duda de que, esta vez, Esther acertó. Cuando aciertas en tus elecciones, la vida te premia. Hijos y riquezas eran la prueba de que la nueva elección de Esther fue correcta.

martes, 15 de julio de 2008

TATI Y EL PASADO - VEINTIUN AÑOS (II)

Ingresé en la Universidad aquel mes de septiembre de 1983, y todo un mundo nuevo se apareció ante mis ojos. Hasta entonces, me había relacionado casi exclusivamente con los chicos que fui conociendo al ingresar en el instituto “La Cortadura”, poco tiempo después de llegar a Cádiz. Hice varias amistades, algunas llenas de esa intensidad con que se vive todo en la adolescencia, tanto en los idílicos momentos iniciales como en las terribles rupturas. Pero, al terminar el Curso de Orientación Universitaria, había tres muchachos con los que mantenía una amistad que ya se prolongó hasta mi marcha de Cádiz y aún algo después: Julio Astor, Antonio Arapiles, y Ernesto Cantero. Julio era un chaval alto, moreno, muy serio a primera vista; estaba marcado por el reciente fallecimiento de su madre. Antonio, un jovencito de apariencia endeble pero en realidad un tipo correoso y con bastante mala idea si lo creía necesario. Y Ernesto, el Adonis del grupo, guapo, guapísimo, rubio de ojos azules, las chicas se volvían locas por él. Julio y Antonio habían decidido desde muy temprano que estudiarían medicina. Ernie quería ingresar en la Armada. Yo no tenía muy clara mi elección de carrera, y al final me decidí por el derecho, estudios éstos que, según mis tontas ideas de la época, me garantizarían un futuro económicamente prometedor. Siendo el hijo mayor de una familia numerosa, y teniendo en cuenta que nuestra economía era de todo menos boyante, no resultaba en conjunto una idea tan mala. Yo era muy buen estudiante, y conseguí que el Ministerio de Educación me becara. Y así, comencé mi andanza universitaria, lleno de ilusión y optimismo vital.

Todavía recuerdo mi primer viaje a la facultad de derecho. No con detalle, claro. Pero recuerdo el ambiente animado, la alegría juvenil de todos aquellos teenagers que íbamos en aquel autobús discrecional que nos transportaba desde la ciudad de Cádiz a la facultad, enclavada en las afueras de la ciudad de Jerez de la Frontera. Ya casi no recuerdo nombres ni rostros. Recuerdo a una chica alta y morena, vestida con pantalón y chaqueta vaqueros que silueteaban una figura esbelta y con unas piernas interminables, con un rostro afilado y de labios carnosos, eternamente pintados de rojo carmín, que resaltaban sobre su piel salpicada de cicatrices de acné. Ella fue la primera con quien hablé aquella mañana en aquel autobús. Pero ya no recuerdo su nombre, así que: ¡Oh! ¡Tú! Mujer morena, alta y delgada, que te sentaste a mi lado en aquel autobús, en nuestro primer día de Universidad, ¡perdóname por haberte convertido sólo en un borroso recuerdo en mi mente, y por carecer de nombre y apellidos que yo pueda citar aquí…!

Poco a poco fui haciendo otros contactos en el interior del aula. Me iba fijando en las intervenciones de mis compañeros de curso, buscando las mejores cabezas. Pronto los tuve identificados, aunque me llevó aún un par de cursos llegar a trabar una relación de amistad con aquellas psicologías inteligentes y desconfiadas. Sin embargo, muy pronto encontré un grupo de chavales que estaban siempre dispuestos a saltarse las clases, a pasar mañanas enteras tumbados al sol en el césped del campus, o tomando cafés y fumando cigarrillos en la hamburguesería próxima a la facultad, jugando a las cartas y hablando de los temas que realmente importaban a la juventud, los temas importantes de la vida. El amor, el odio, la lealtad, la amistad y la muerte: esos eran los graves asuntos sobre los que yo me iba imponiendo en los ratos libres que pasaba con ellos. Casi no guardo recuerdo de los nombres de los demás, pero sí que me he quedado con los de las tres grandes amigas que hice: Caye, Maribel y Pepi, y con el de mi gran amor de la época: Tati Jiménez.

Cayetana Ruiz era una chica de cuerpo robusto y mirada inteligente. Parecía considerar las cosas de la vida con ironía y despego, pero en su interior era una chica sensible, a la que todo importaba mucho, tal vez demasiado. Me parece que le gusté desde el primer momento, pero nunca se atrevió a manifestármelo, hasta que fue demasiado evidente que entre Tati y yo estaba comenzando a ocurrir algo.

Pepi Flórez era una chica vivaracha de ojos verde – grises y pelo castaño. Inteligente y despierta, tenía sin embargo mala suerte en el amor. Solía decir “burro grande, ande o no ande”, y su vida se ajustaba al dicho. Comenzó a salir con un tuno de metro noventa y claras inclinaciones báquicas, que le dio bastante mala vida durante una temporada, hasta que lo dejaron (nunca supe si a iniciativa de ella o de él) y pasó a ser una especie de viuda alegre, que trataba de espantar su tristeza con risas y bromas.

Pepi y yo nos hicimos muy amigos con el tiempo. Creo que le gustaba mi capacidad de escucha, y la forma en que yo razonaba acerca de las cosas de la vida. A mí me gustaba su bondad básica, su bajada general de barreras ante mi. Estaba bastante buena, y no negaré que la deseaba, pero en ningún momento me planteé tener con ella la menor relación que rebasara la buena amistad que llegamos a tener. Por su parte, ella nunca vio en mí otra cosa que un buen amigo, cosa que en efecto yo era.

Maribel López era una chica corriente. Muy corriente. También a ella le gusté desde el principio, aunque por desgracia ella no conseguía más que caerme simpática. Hubo en un momento determinado una tentativa de seducción por su parte, a la que yo no quise acceder. Tras ello nuestra relación se enfrió, aunque tanto ella como yo seguíamos viéndonos con el resto del grupo.

Y luego estaba Tati. Mi amor frustrado. Era una mujer preciosa, grácil y al mismo tiempo opulenta, de ojos hechiceros y melena castaña ondulada. Tenía manos de niña, pechos grandes en forma de pera que resaltaban provocativamente sobre su vientre plano y su cintura fina, amplias caderas y unas nalgas deliciosas. Todo en el cuerpo de Tati estaba dispuesto para ser adorado, y me sedujo desde que la vi por vez primera. Ella no parecía hacerme el menor caso, y como por entonces yo no era más que un estúpido y atolondrado adolescente falto de seguridad en sí mismo, en un primer momento renuncié a ella, y traté de volcar mi impulso amoroso en otras chicas, con éxito variable y más bien escaso. Tati formaba parte del grupo de amigos que nos reuníamos a tomar cafés y fumar cigarrillos Ducados y charlar sobre los temas trascendentales de la vida, así que la fui conociendo poco a poco en aquellas reuniones amicales.

Tati no sólo era una real hembra, sino que además tenía algo que me atraía con una fuerza casi irresistible: había perdido a su padre siendo muy niña, y como consecuencia buscaba en los hombres una figura protectora. Sin embargo, nada más comenzar la carrera empezó a salir con Tono Lacalle. Este era el hijo de un notario de la provincia, y era un partidazo. ¡Igualito que yo! Pero Tono, además de ser un partidazo, era un tío que vivía muy bien, y no tenía la menor intención de satisfacer la necesidad de protección de su novia. En los primeros dos años, Tati y Tono formaban una de las parejas indiscutibles de mi promoción. Brillaban, aunque tal vez lo hacían con luz prestada por los demás, quienes los veíamos como tal vez no eran, en realidad: dos chicos estupendos, necesariamente destinados, ella por su belleza, él por su dinero, a vivir juntos una vida brillante y feliz. Sin embargo, las cosas distaban mucho de estar tan claras entre ellos. Yo nunca llegué a estar bien enterado, pues mi condición de varón se interfería en el tráfico de información sentimental que tenía lugar entre las chicas del grupo. Pero, cuando comenzamos tercero de derecho, Tono desapareció de forma inesperada. Su padre lo había enviado a Salamanca a terminar sus estudios, y entonces los problemas que había entre él y Tati dejaron de ser invisibles y pasaron a ser visibles. Tati comenzó a tener muchos días tristes. Ella, que se me había mostrado como una mujer orgullosa y segura de sí misma el día que por primera vez me senté a su lado en el aula, ahora estaba muy abatida y parecía sufrir intensamente. Seguro que no era sólo a causa de la lejanía física de su novio. Estas cosas las mujeres las saben, y si no las intuyen: Tono debía estar pasándolo demasiado bien en Salamanca.

Al principio yo no seguía muy de cerca las tribulaciones sentimentales de Tati. Ya tenía a sus amigas, a quienes se lo contaba todo. Por mi parte, yo estaba demasiado ocupado, tratando de entender qué significaba el Derecho, qué extraños vericuetos seguía el razonamiento jurídico, si existía la justicia o eran meros cuentos de viejas y si era en verdad posible conciliar la virtud con el éxito. Preguntas de novato, si duda alguna. Pero consumían buena parte de mi tiempo y de mi no del todo exigua capacidad mental. Sin embargo, en segundo de carrera abusé de la cafetería, y me quedaron tres asignaturas pendientes para el verano. Me encerré todo el mes de agosto en la casa de mis abuelos, sudando a mares a cuarenta grados a la sombra con las persianas echadas dejando pasar sólo la luz que atravesaba las rendijas de las junturas, y para septiembre pude remontar los tres exámenes que me esparaban, terribles y amenazadores, y pude comenzar tercero de carrera con mi historial limpio y con una nueva beca en el bolsillo.

Pero para Tati tercero de carrera fue su año triste. Ya la vi triste a finales de segundo curso, cuando la primavera debía haberla alegrado por la proximidad del verano y el fin de las clases, pero lo cierto es que estaba muy desanimada. Una mañana la vi, tendida en el césped del campus con sus dos amigas, y parecía desolada. No pude evitar acercarme y preguntarle qué le sucedía. Ella me dirigió una mirada llena de melancolía, y no dijo nada. Entonces, todo el amor que yo había ido atesorando en mi corazón sin darme cuenta, durante aquellos dos años que habían transcurrido desde el primer día en que la vi y ya quedé irremisiblemente prendado; aquel amor que yo mismo me había negado a reconocer por no sentir la frustración del perdedor, brotó de mi interior y se transmitió a mi mano y a la punta de mis dedos. Sin ser demasiado consciente de lo que hacía, adelanté mi mano afectada del mal de amores hacia su manita, bellamente apoyada con la palma sobre el césped, y la acaricié, mientras de mi boca brotaban dulces palabras sin que yo hubiera dado permiso a mi boca para hablar, y mis ojos, rebeldes a mi voluntad, atrapaban a los suyos en un círculo de fuego del que les iba a costar salir. Luego, traté de tomar su mano, pero ella tironeó y cerró la suya, de modo que hube de desistir.

Qué fue lo que le dije yo a Tati en aquella mañana de mayo es algo que no tiene ninguna importancia. Más importante era, creo, que yo, a pesar de que casi tenía veinte años, no era más que un zangolotino y no me enteraba de qué cosas eran las que hacían vibrar el corazón de una mujer. Tati era ya una mujer, y yo aún no había dejado de ser un crío. Ni siquiera pensé en lo que había significado para ella mi gesto galante y amoroso. No pensé en nada, sino que ese verano me fui con mis padres al pueblo con mis abuelos, a estudiar como un burro, porque había dejado tres suspensos y eso no me lo podía permitir.