Tener la cabeza a pájaros era el estado normal de mi juventud. Al acabar la carrera, me reformé y me convertí en un señor serio. Oposité en unas oposiciones muy duras, y me convertí en fiscal. Abandoné todos mis sueños y deseos juveniles, porque había conseguido un logro de adulto, y pronto me vería envuelto en las preocupaciones propias de esa edad. De modo que dejé de hacerme todas las preguntas que habían quedado sin respuesta cuando dejé Cádiz y a Tati atrás. Me lancé a vivir mi nueva vida, y me entregué de lleno a ella. En esa nueva vida, era mucho más importante merecer el crédito de los demás que el propio. Todas mis decisiones importantes fueron tomadas siguiendo esa máxima. Ello incluyó mi matrimonio con Esther. Esther no era más que la hija mimada de una ilustre familia de abogados y magistrados de Las Palmas. Su padre era el Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias en aquél tiempo, y para mí suponía una doble satisfacción encontrar una esposa guapa y vincularme con una familia tan destacada. Los años demostraron que mi decisión “adulta” había sido aún más estúpida que todas mis inconsciencias juveniles. Todo el problema radicó, después lo entendí, en el corte, en la cesura vital que supuso para mí el traslado forzoso a Las Palmas, pues impidió que mis experiencias juveniles se consolidaran, y de esa forma hizo imposible que yo madurara. Comenzar de cero, y más en un lugar en el que la vida es tan difícil y la gente es tan hostil con los forasteros, amargó mi vida y además enturbió mi visión de las cosas. Era un niño con diecinueve años, y no era mucho más maduro con veintisiete...
No sé por qué no tuvimos hijos. Ella estaba demasiado ocupada en sí misma y sus problemas, supongo, como para plantearse siquiera una empresa que requería tamaña entrega y olvido de sí. Yo, por mi parte, estaba entregado a mi profesión, y también a las durezas que la vida depara a un funcionario cuyo sueldo siempre aumenta por debajo del coste de la vida. No pensaba en tener hijos casi nunca y, cuando lo hacía, siempre era para decirme que ella no los quería, porque no me los pedía. Hacíamos el amor, o lo que quiera que fuera aquello que hacíamos algunas noches al mes, pero ella tomaba la píldora. Para mí era una comodidad, y en aquella época el sexo no era para mí más que un desahogo que me permitía volver a mis expedientes la mañana siguiente con la sensación de que tenía una vida. Pero era una sensación falsa, y ello se hizo evidente cuando Esther y yo comenzamos a discutir por el dinero.
Comenzó a gastar demasiado. Siempre iba emperifolladísima. A mí me gustaba verla guapa, pero todo mi gozo se iba a paseo cuando me entregaba las facturas. Esther no trabajaba. Había estudiado Magisterio, y cuando nos casamos estaba preparando las oposiciones. Nada más casarnos, lo dejó. Quería dedicarse a mí, decía, y yo estaba tan atontado viendo que en mi casa había aparecido un ser que taconeaba y se movía moviendo las caderas, que cuando se desnudaba ofrecía una espalda tan seductora y unas nalgas tan apetecibles, que simplemente me olvidé de decirle que quizá nos convenía que ella también trabajara, que sería bueno que retomara las oposiciones, o quizá que se empleara en algún colegio privado, si no quería seguir estudiando.
Llegábamos a fin de mes de chiripa. Yo estaba muy disgustado. Tras un año de penurias absurdas, se lo dije. Fueron seis horas de gritos y lágrimas un sábado. Al final hicimos el amor, y yo me dije que no valía la pena ponerla en aquel estado por una mera cuestión de dinero, ni siquiera para acabar en la cama follándonos con furia. Me limité a pedirle por favor que cuidara los gastos, y ella prometió hacerlo. Al mes siguiente ya se había olvidado, y la cuenta se ponía en números rojos antes del veinte de cada mes.
Al final tuve que recurrir a mis padres. Tenían varios pisos en la ciudad, alquilados, y con lo que obtenían de renta estaban acumulando un dinero que les aseguraría la vejez. Yo les expliqué que con mi sueldo íbamos muy apurados. Mi padre me extendió un cheque que saldó la deuda que tenía con el banco, y yo respiré por un tiempo. Pero sabía que en unos pocos meses me encontraría en una situación parecida. Y la teta de la vaca se acabaría secando sin remedio. Mis padres eran buenos, pero no idiotas. No me decían nada, pero yo sabía que conocían las costumbres derrochadoras de mi mujer. No quería pasar por la humillación de oir a mi padre decirme que tenía que ponerla en cintura, así que un día la invité a cenar en un restaurante, y mientras cenábamos se lo dije. Al principio ella estaba entusiasmada. Siempre se quejaba de que no la llevaba a un buen sitio a comer, y yo le replicaba que no nos lo podíamos permitir, y que lo que nos convenía en realidad era ahorrar todo lo que pudiéramos, para poder pagar la entrada de un piso propio. A ella aquellas razones le sonaban a disparate, y seguía quejándose. Así que esa noche estaba exultante. No se esperaba la filípica, y desde luego comprendió perfectamente que no la había invitado a cenar fuera para satisfacer su deseo, sino para que no armase un espectáculo cuando le dijera que había decidido abrir mi propia cuenta corriente, cobrando la nómina en ella, y transfiriendo a la cuenta conjunta la cantidad que consideraba razonable para que ella atendiera a sus necesidades. Se puso pálida, como nunca la había visto. Soltó los cubiertos sobre la mesa, con un trozo de carne aún prendido del tenedor, se levantó, agarró su bolso y salió del restaurante, sin decir una palabra.
Al día siguiente llamé a casa de sus padres. Tal y como suponía, Esther se había presentado en la casa familiar, hecha un mar de lágrimas, y había dicho a mis suegros que yo era un ser absolutamente abyecto, que la odiaba, que no quería que fuera feliz y que la había reducido a la indigencia, sólo por mezquindad y envidia, porque ella necesitaba cosas, yo lo sabía, y me complacía en privarla de ellas. Les explicó mi maniobra bancaria para poner un límite a sus gastos, y lo hizo de tal forma que, a los ojos de mis suegros, yo era sin duda alguna la especie de cucaracha más asquerosa y repulsiva que ellos habían conocido en toda su vida. Yo les aseguré, por turnos, primero a su madre, una especie de fiera sin domar cuando se trataba de proteger a su camada, pero por lo demás una bellísima persona, y luego a él, un hombre sinuoso del que nunca había acabado de fiarme, que su hija no sabía administrarse, y que yo debía hacer algo, por el bien de los dos.
Dos semanas después, Esther no había vuelto a casa, y un mes después yo había recibido una carta certificada del Juzgado de Familia, en la que se me instaba a personarme en el Procedimiento Abreviado tantos barra tantos, iniciado por Doña Esther..., mayor de edad, casada, residente en esta ciudad, mediante demanda que interponía contra su marido Don... (yo), mayor de edad, casado (con la antedicha), e igualmente residente en esta ciudad. Los hechos eran los que ya sabía. Los fundamentos jurídicos, los que me esperaba, el petitum, nada menos que negarme la administración de mi propio sueldo y ponerlo en manos de mi esposa, debido a la falta de respeto a su dignidad y necesidades más elementales con que yo estaba administrando la sociedad de gananciales.
El pleito duró cuatro años, con su correspondiente apelación, y lo gané yo. Nos divorciamos. En ese tiempo no volví a ver a mi mujer, lo que dentro de todo resultó ser un considerable alivio, porque devolvió la tranquilidad a mi viejo piso de soltero, y me permitía concentrarme en el estudio de los expedientes, que comencé a hacer en casa, porque la mañana la solía pasar en Sala, y porque no me apetecía nada cruzarme con mi suegro por la tarde en los pasillos de la Audiencia. Entre tanto, había caído en la más absoluta desgracia, profesionalmente hablando. Había dejado de pronto de ser “el yerno” como todos en la Audiencia me llamaban a mis espaldas, y me había convertido en una especie de apestado, a quien se saludaba casi por piedad, y con quien, en la medida de lo posible, se esquivaba toda conversación, ya ligera, ya de orden más serio. Esther, por el contrario, encontró pronto unos brazos prestos a consolarla de sus desdichas, y a cubrirla de fantásticas riquezas. Se trataba de un próspero constructor que decidió no perder el tiempo y abrumarla de atenciones, antes de que algún otro se le adelantara. Tras nuestro divorcio, hubo una nueva boda en mi antigua familia política. Casi inmediatamente llegaron los nietos, ansiados por mi ex – suegra, y parcelas y fincas hasta la fecha vedados para mi sustituto quedaron repentinamente accesibles a su codicia, conduciéndolo por nuevas sendas de prosperidad que él mismo no habría imaginado jamás abiertas para él. No hay ninguna duda de que, esta vez, Esther acertó. Cuando aciertas en tus elecciones, la vida te premia. Hijos y riquezas eran la prueba de que la nueva elección de Esther fue correcta.