Ingresé en la Universidad aquel mes de septiembre de 1983, y todo un mundo nuevo se apareció ante mis ojos. Hasta entonces, me había relacionado casi exclusivamente con los chicos que fui conociendo al ingresar en el instituto “La Cortadura”, poco tiempo después de llegar a Cádiz. Hice varias amistades, algunas llenas de esa intensidad con que se vive todo en la adolescencia, tanto en los idílicos momentos iniciales como en las terribles rupturas. Pero, al terminar el Curso de Orientación Universitaria, había tres muchachos con los que mantenía una amistad que ya se prolongó hasta mi marcha de Cádiz y aún algo después: Julio Astor, Antonio Arapiles, y Ernesto Cantero. Julio era un chaval alto, moreno, muy serio a primera vista; estaba marcado por el reciente fallecimiento de su madre. Antonio, un jovencito de apariencia endeble pero en realidad un tipo correoso y con bastante mala idea si lo creía necesario. Y Ernesto, el Adonis del grupo, guapo, guapísimo, rubio de ojos azules, las chicas se volvían locas por él. Julio y Antonio habían decidido desde muy temprano que estudiarían medicina. Ernie quería ingresar en la Armada. Yo no tenía muy clara mi elección de carrera, y al final me decidí por el derecho, estudios éstos que, según mis tontas ideas de la época, me garantizarían un futuro económicamente prometedor. Siendo el hijo mayor de una familia numerosa, y teniendo en cuenta que nuestra economía era de todo menos boyante, no resultaba en conjunto una idea tan mala. Yo era muy buen estudiante, y conseguí que el Ministerio de Educación me becara. Y así, comencé mi andanza universitaria, lleno de ilusión y optimismo vital.
Todavía recuerdo mi primer viaje a la facultad de derecho. No con detalle, claro. Pero recuerdo el ambiente animado, la alegría juvenil de todos aquellos teenagers que íbamos en aquel autobús discrecional que nos transportaba desde la ciudad de Cádiz a la facultad, enclavada en las afueras de la ciudad de Jerez de la Frontera. Ya casi no recuerdo nombres ni rostros. Recuerdo a una chica alta y morena, vestida con pantalón y chaqueta vaqueros que silueteaban una figura esbelta y con unas piernas interminables, con un rostro afilado y de labios carnosos, eternamente pintados de rojo carmín, que resaltaban sobre su piel salpicada de cicatrices de acné. Ella fue la primera con quien hablé aquella mañana en aquel autobús. Pero ya no recuerdo su nombre, así que: ¡Oh! ¡Tú! Mujer morena, alta y delgada, que te sentaste a mi lado en aquel autobús, en nuestro primer día de Universidad, ¡perdóname por haberte convertido sólo en un borroso recuerdo en mi mente, y por carecer de nombre y apellidos que yo pueda citar aquí…!
Poco a poco fui haciendo otros contactos en el interior del aula. Me iba fijando en las intervenciones de mis compañeros de curso, buscando las mejores cabezas. Pronto los tuve identificados, aunque me llevó aún un par de cursos llegar a trabar una relación de amistad con aquellas psicologías inteligentes y desconfiadas. Sin embargo, muy pronto encontré un grupo de chavales que estaban siempre dispuestos a saltarse las clases, a pasar mañanas enteras tumbados al sol en el césped del campus, o tomando cafés y fumando cigarrillos en la hamburguesería próxima a la facultad, jugando a las cartas y hablando de los temas que realmente importaban a la juventud, los temas importantes de la vida. El amor, el odio, la lealtad, la amistad y la muerte: esos eran los graves asuntos sobre los que yo me iba imponiendo en los ratos libres que pasaba con ellos. Casi no guardo recuerdo de los nombres de los demás, pero sí que me he quedado con los de las tres grandes amigas que hice: Caye, Maribel y Pepi, y con el de mi gran amor de la época: Tati Jiménez.
Cayetana Ruiz era una chica de cuerpo robusto y mirada inteligente. Parecía considerar las cosas de la vida con ironía y despego, pero en su interior era una chica sensible, a la que todo importaba mucho, tal vez demasiado. Me parece que le gusté desde el primer momento, pero nunca se atrevió a manifestármelo, hasta que fue demasiado evidente que entre Tati y yo estaba comenzando a ocurrir algo.
Pepi Flórez era una chica vivaracha de ojos verde – grises y pelo castaño. Inteligente y despierta, tenía sin embargo mala suerte en el amor. Solía decir “burro grande, ande o no ande”, y su vida se ajustaba al dicho. Comenzó a salir con un tuno de metro noventa y claras inclinaciones báquicas, que le dio bastante mala vida durante una temporada, hasta que lo dejaron (nunca supe si a iniciativa de ella o de él) y pasó a ser una especie de viuda alegre, que trataba de espantar su tristeza con risas y bromas.
Pepi y yo nos hicimos muy amigos con el tiempo. Creo que le gustaba mi capacidad de escucha, y la forma en que yo razonaba acerca de las cosas de la vida. A mí me gustaba su bondad básica, su bajada general de barreras ante mi. Estaba bastante buena, y no negaré que la deseaba, pero en ningún momento me planteé tener con ella la menor relación que rebasara la buena amistad que llegamos a tener. Por su parte, ella nunca vio en mí otra cosa que un buen amigo, cosa que en efecto yo era.
Maribel López era una chica corriente. Muy corriente. También a ella le gusté desde el principio, aunque por desgracia ella no conseguía más que caerme simpática. Hubo en un momento determinado una tentativa de seducción por su parte, a la que yo no quise acceder. Tras ello nuestra relación se enfrió, aunque tanto ella como yo seguíamos viéndonos con el resto del grupo.
Y luego estaba Tati. Mi amor frustrado. Era una mujer preciosa, grácil y al mismo tiempo opulenta, de ojos hechiceros y melena castaña ondulada. Tenía manos de niña, pechos grandes en forma de pera que resaltaban provocativamente sobre su vientre plano y su cintura fina, amplias caderas y unas nalgas deliciosas. Todo en el cuerpo de Tati estaba dispuesto para ser adorado, y me sedujo desde que la vi por vez primera. Ella no parecía hacerme el menor caso, y como por entonces yo no era más que un estúpido y atolondrado adolescente falto de seguridad en sí mismo, en un primer momento renuncié a ella, y traté de volcar mi impulso amoroso en otras chicas, con éxito variable y más bien escaso. Tati formaba parte del grupo de amigos que nos reuníamos a tomar cafés y fumar cigarrillos Ducados y charlar sobre los temas trascendentales de la vida, así que la fui conociendo poco a poco en aquellas reuniones amicales.
Tati no sólo era una real hembra, sino que además tenía algo que me atraía con una fuerza casi irresistible: había perdido a su padre siendo muy niña, y como consecuencia buscaba en los hombres una figura protectora. Sin embargo, nada más comenzar la carrera empezó a salir con Tono Lacalle. Este era el hijo de un notario de la provincia, y era un partidazo. ¡Igualito que yo! Pero Tono, además de ser un partidazo, era un tío que vivía muy bien, y no tenía la menor intención de satisfacer la necesidad de protección de su novia. En los primeros dos años, Tati y Tono formaban una de las parejas indiscutibles de mi promoción. Brillaban, aunque tal vez lo hacían con luz prestada por los demás, quienes los veíamos como tal vez no eran, en realidad: dos chicos estupendos, necesariamente destinados, ella por su belleza, él por su dinero, a vivir juntos una vida brillante y feliz. Sin embargo, las cosas distaban mucho de estar tan claras entre ellos. Yo nunca llegué a estar bien enterado, pues mi condición de varón se interfería en el tráfico de información sentimental que tenía lugar entre las chicas del grupo. Pero, cuando comenzamos tercero de derecho, Tono desapareció de forma inesperada. Su padre lo había enviado a Salamanca a terminar sus estudios, y entonces los problemas que había entre él y Tati dejaron de ser invisibles y pasaron a ser visibles. Tati comenzó a tener muchos días tristes. Ella, que se me había mostrado como una mujer orgullosa y segura de sí misma el día que por primera vez me senté a su lado en el aula, ahora estaba muy abatida y parecía sufrir intensamente. Seguro que no era sólo a causa de la lejanía física de su novio. Estas cosas las mujeres las saben, y si no las intuyen: Tono debía estar pasándolo demasiado bien en Salamanca.
Al principio yo no seguía muy de cerca las tribulaciones sentimentales de Tati. Ya tenía a sus amigas, a quienes se lo contaba todo. Por mi parte, yo estaba demasiado ocupado, tratando de entender qué significaba el Derecho, qué extraños vericuetos seguía el razonamiento jurídico, si existía la justicia o eran meros cuentos de viejas y si era en verdad posible conciliar la virtud con el éxito. Preguntas de novato, si duda alguna. Pero consumían buena parte de mi tiempo y de mi no del todo exigua capacidad mental. Sin embargo, en segundo de carrera abusé de la cafetería, y me quedaron tres asignaturas pendientes para el verano. Me encerré todo el mes de agosto en la casa de mis abuelos, sudando a mares a cuarenta grados a la sombra con las persianas echadas dejando pasar sólo la luz que atravesaba las rendijas de las junturas, y para septiembre pude remontar los tres exámenes que me esparaban, terribles y amenazadores, y pude comenzar tercero de carrera con mi historial limpio y con una nueva beca en el bolsillo.
Pero para Tati tercero de carrera fue su año triste. Ya la vi triste a finales de segundo curso, cuando la primavera debía haberla alegrado por la proximidad del verano y el fin de las clases, pero lo cierto es que estaba muy desanimada. Una mañana la vi, tendida en el césped del campus con sus dos amigas, y parecía desolada. No pude evitar acercarme y preguntarle qué le sucedía. Ella me dirigió una mirada llena de melancolía, y no dijo nada. Entonces, todo el amor que yo había ido atesorando en mi corazón sin darme cuenta, durante aquellos dos años que habían transcurrido desde el primer día en que la vi y ya quedé irremisiblemente prendado; aquel amor que yo mismo me había negado a reconocer por no sentir la frustración del perdedor, brotó de mi interior y se transmitió a mi mano y a la punta de mis dedos. Sin ser demasiado consciente de lo que hacía, adelanté mi mano afectada del mal de amores hacia su manita, bellamente apoyada con la palma sobre el césped, y la acaricié, mientras de mi boca brotaban dulces palabras sin que yo hubiera dado permiso a mi boca para hablar, y mis ojos, rebeldes a mi voluntad, atrapaban a los suyos en un círculo de fuego del que les iba a costar salir. Luego, traté de tomar su mano, pero ella tironeó y cerró la suya, de modo que hube de desistir.
Qué fue lo que le dije yo a Tati en aquella mañana de mayo es algo que no tiene ninguna importancia. Más importante era, creo, que yo, a pesar de que casi tenía veinte años, no era más que un zangolotino y no me enteraba de qué cosas eran las que hacían vibrar el corazón de una mujer. Tati era ya una mujer, y yo aún no había dejado de ser un crío. Ni siquiera pensé en lo que había significado para ella mi gesto galante y amoroso. No pensé en nada, sino que ese verano me fui con mis padres al pueblo con mis abuelos, a estudiar como un burro, porque había dejado tres suspensos y eso no me lo podía permitir.