A la mañana siguiente me despierto tarde, casi a las once. Me doy una ducha rápida, me pongo cualquier cosa y vuelo a la cafetería, dominado por un hambre canina. Gracias a Dios, aún no han cerrado el buffet, así que me sirvo con verdadero afán un buen vaso de zumo de naranja natural, una gran taza de café, dos tostadas con mantequilla y mermelada de mora, y otras dos piezas de la bollería que por su aspecto me parece más rica en azúcares y grasas. Necesito reponer fuerzas después del viaje, y además quiero aprovechar bien la media pensión de cinco estrellas que estoy pagando...
Durante un buen rato, me concentro exclusivamente en las viandas, que van desapareciendo de sus platos y recipientes a alarmante velocidad, sin que yo tenga la sensación de estar saciando mi apetito. Me sirvo una segunda taza de café, y sin el menor escrúpulo remojo bien en el mismo el extremo de un trozo enorme de plum cake que he cogido expresamente para acompañarlo. Sólo entonces comienzo a experimentar cierta paz estomacal, y puedo desviar mi mirada de mi propia mesa, para dirigirla al resto de comensales que aún se demoran con sus desayunos. Hay una pareja joven, que toma zumo de naranja y yogur con cereales. Qué sanos. Una abuela y su nieta departen simpáticamente delante de sendas tazas de colacao y unas buenas piezas del mismo plum cake del que yo me he servido. Un tipo con aspecto de ejecutivo estresado toma café y tostadas, mientras escruta el periódico con avidez. Y al fondo, una mujer, aproximadamente de mi edad, de pelo castaño oscuro ondulado, de silueta muy atractiva, elegantemente vestida con un traje pantalón de color rojo oscuro y unas sandalias de tacón negras que dejan al descubierto unos pies perfectos, desayuna con aire distinguido una pieza de fruta y un café con leche y tostadas.
Vuelvo la mirada a los restos de la batalla campal que ha tenido lugar en mi mesa. Tengo que reconocer que esta no es forma de conservar la línea, pero hace tiempo que he dado por perdida esa batalla. Me siento tentado de volver a mi habitación y dormir una siestecita post – desayuno, pero recuerdo que he quedado a la una y media en acudir al despacho del Fiscal – Jefe de la Audiencia Provincial, para presentarme oficialmente y tomar posesión de mi cargo, así que desecho toda concesión a la molicie y me propongo vestirme de corto y bajar a la playa a dar una buena caminata. Recordaré así los tiempos en que, vestido de aquella forma, me lanzaba a hacer jogging desde mi casa hasta La Cortadura y vuelta, siempre con la playa como testigo de mis juveniles esfuerzos deportivos. “Tal vez no sería mala idea retomar esas viejas costumbres – pienso – Un poquito de ejercicio matinal antes de comenzar la jornada me vendría bien”. Tomo nota mental de mi propósito y dejo la mesa, no sin una cierta vergüenza ante las pruebas residuales de mi glotonería. Pero antes de hacerlo, lanzo una última mirada a la atractiva mujer que desayuna al fondo del salón. Me doy la vuelta, satisfecho con mis instintos de varón, pero justo entonces una especie de relámpago mental me sacude, dejándome prácticamente lelo. “¡No es posible!” – pienso – “¡No puede ser!” – añado, queriendo sin éxito dar un tono distinto a mi negativa inicial. Vuelvo a mirar, y lo que en un principio me parecía un imposible se vuelve no sólo posible, sino real y presente ante mí. “¡No me lo puedo creer! ¡Es Tati Jiménez!” Es un verdadero milagro que, el mismísimo primer día de mi regreso a Cádiz, veintiún años después de haberlo abandonado, pensaba yo que para siempre, me encuentre con ella precisamente en el hotel en el que había elegido pasar mis primeros días. Miro con más atención. Ha pasado mucho tiempo, pero no me cabe duda. Es ella. Todos mis recuerdos de mis años de estudiante universitario se agolpan en mi mente, asaltándola. No puedo irme de la cafetería sin más. Ante cualquier otro conocido de la época tal vez habría pasado de largo. Ante Tati, no.