martes, 29 de julio de 2008

EL FIN DE LAS ILUSIONES - VEINTIUN AÑOS (XII)

Me despido de Tati en el vestíbulo del hotel. Hemos quedado en vernos otra vez mañana. Ella se marcha en dos días, el viernes, así que probablemente será nuestro último encuentro. Entro en el ascensor, y pulso el botón de la planta donde se encuentra mi habitación. La cerveza tomada con el aperitivo y el vino consumido durante la cena me tienen un poco achispado, pero me mantengo lúcido. Suspiro en el interior del ascensor. “¡Vaya!” – exclamo mentalmente, y me aflojo el nudo de la corbata. Ha sido una cena intensa, acompañado de una mujer hermosísima, rememorando juntos nuestra juventud. Me pregunto si realmente reconozco en ella a la chica que conocí con veinte años. No estoy seguro de la respuesta. Físicamente es la misma mujer, con algunas señales de la edad, pero esencialmente la misma. Pero a Tati la experiencia de la vida la ha cambiado. Como a todos. Claro. Como a mí. Yo también he cambiado, y además también físicamente. Mi orgullo de varón se resiente al reconocer que Tati no se ha sentido sexualmente interpelada en ningún momento, que ya no ve en mí al chico que le gustó, veintiún años atrás. Una sensación amarga se apodera de mí. Somos dos viejos amigos que se reencuentran por casualidad, y durante unas horas comparten recuerdos, que ya no son más que eso: recuerdos. No hay nada que revivir, nada que actualizar, no hay cuentas pendientes con el pasado. En realidad, es mejor así, sólo que yo no me doy cuenta. No me habría disgustado lo más mínimo pasar de la cena a los juegos de cama. Estaba hermosísima. Pero ya no cabe duda. Nunca recuperaré lo perdido. No es posible, porque ella ha cambiado: ya no es una chica insegura y necesitada de protección; y no es posible, porque yo he cambiado también: ya no soy el joven impetuoso y pleno de vigor que fui, sino más bien un hombre cansado de luchar, cansado de fracasar, necesitado de consuelo y paz.

Yo no lo sabía, pero mis padres llevaban tiempo organizándolo todo para un traslado. Al parecer, las presiones de mi madre habían dado fruto, y mi padre había movido los hilos necesarios para conseguir un destino en Las Palmas. No sé por qué no lo vi venir. No quise, supongo. Estaba tan aclimatado, tan cómodamente instalado en mi vida gaditana, que simplemente me parecía impensable que mis padres decidiesen sustraerme de allí, llevarme a un lugar extraño para mí, a empezar de cero. Pero mi madre es canaria, y es un hecho comprobado que los canarios acaban tarde o temprano sintiendo una nostalgia de su tierra que supera toda consideración racional acerca de dónde es mejor vivir, de dónde tus hijos pueden tener un futuro más próspero, de dónde es más posible vivir una vida feliz. En efecto: el canario extrañado de su tierra necesita regresar. Regresar y ser extremadamente infeliz, pero infeliz en su isla. Hay algo totalmente atávico en esta forma de proceder, es evidente. Sólo canarios desnaturalizados como yo, que me crié en Santander, superan esa tendencia inexorable a regresar al cubil ancestral, donde manadas de lobos hambrientos te acosarán hasta dejarte exhausto y aterrado, pero feliz de estar en tu casa de nuevo, feliz de reconocer las lomas resecas, los cielos grises, la humedad pegajosa y el aroma dulzón a podredumbre de las basuras en las calles de la ciudad.

Así que la noticia fue un golpe demoledor para mí. No sólo por lo que suponía de renunciar a una vida que me estaba empezando a labrar esforzadamente y que ya estaba dándome satisfacciones, sino también por lo inesperado, por lo irracional de la decisión tomada por mi padre, por lo absurdo que era enviar a sus hijos, de un Cádiz que no era un paraíso de prosperidad precisamente, pero que por lo menos estaba conectado con el resto del país, a una Canarias aislada por miles de kilómetros de mar, que sólo ofrecía (en aquel tiempo) educación y cultura a familias que disponían de dinero para pagarles a sus hijos los estudios en la Universidad de La Laguna o en algunas de las universidades peninsulares, que luego me iba a ofrecer falsas oportunidades de prosperar, pero que finalmente me concedió, casi como un favor, las oposiciones a Fiscalía, teniendo que rogarle a un displicente preparador para que confiara en mi capacidad, en vista de que mi expediente se vino abajo con los problemas que supuso para mí el traslado y la inadaptación a aquel antro al que llamaban centro de extensión de la Facultad de Derecho de la Universidad de la Laguna, nido de profesores en su mayoría corruptos o borrachos, o directamente mochales, otros (pocos) honestos, alguno brillante, que con el tiempo pagó por el pecado de ser mejor que los demás, como siempre ha sido por aquellos pagos.

Lentamente, comencé a comunicar a mis amigos que al final de aquel verano que comenzaba yo me iría. Fue uno de los veranos más felices, y a la vez uno de los más tristes de mi vida. A quien primero se lo dije fue a Julio Astor. Pero él ya estaba viviendo su calvario particular. Su madre había muerto de cáncer de mama años atrás, y ahora su padre padecía un cáncer estomacal que se lo llevaría a la tumba en cuestión de meses. Por entonces yo no lo sabía, pero acabaría viviendo la misma experiencia con mi padre. Recuerdo ir a visitarlo al Hospital de San Rafael, y ver a un hombre que había sido siempre tan cordial conmigo convertido en un basilisco, permanentemente enfadado, intratable. El cáncer estaba hablando por él. El hijo asumía la tragedia familiar con dignidad. Estuvimos mucho tiempo juntos aquel verano, en el que salimos todo el mes de julio y buena parte del de agosto, hasta que tuve que encerrarme para intentar recuperar el Derecho Administrativo, que el cabrón del profesor me la había dejado colgando (la verdad es que yo no entendía ni jota de aquella sarta de sandeces que le oía decir: las normas decían que se podía putear impunemente a la gente, y a eso el profesor lo llamaba velar por los derechos de los administrados; aún tendría mucho que aprender a ese respecto).

Tuve asimismo que renunciar al viaje de paso de ecuador. No sabía cuándo saldríamos para Canarias, pero según mi padre podía ser en cualquier momento. Recuperé el dinero que había ganado, y me lo gasté: 1º) en un equipo estereofónico que mi padre me compró en Ceuta; 2º) en interminables juergas con mis amigos que duraron todo el verano. Salimos de noche, fuimos a todas las ferias de los alrededores: San Fernando, Puerto de Santa María, Chiclana… pasábamos fines de semana completos en chalets de amigos; sacamos, una sola vez, el velerito que tenía la familia de Julio en un chalet semiabandonado que tenían cerca de la Playa de la Barrosa, y nos las arreglamos para hundirlo… en fin, las cosas normales de los mochuelos de veinte años. Todos nos enfrentábamos por primera vez a nuestro destino: Julio Astor, a la próxima orfandad, Ernesto Cantero a su próximo ingreso en la Escuela Naval Militar, que lo convertiría en piloto de la Armada, y yo a mi destino, no tan magnífico ni tan terrible, pero igualmente decisivo, de abandonar Cádiz y marchar a Canarias a enfrentarme a un mundo nuevo, a gente nueva, yo que siempre había sido tan retraído y poco adaptable. Así que para nosotros tres aquel verano suponía el fin de una época de nuestra vida. Y como tres desesperados, ansiosos por apurar nuestros últimos instantes de libertad y de felicidad, nos bebimos aquel verano terrible, el verano en que me separé de Tati y de toda una vida, que se quedó atrás para nunca regresar.

Luego llegó el momento de despedirme de Pepi. Recuerdo que fue una tarde de septiembre, recién estrenado el mes. Yo miraba a mi alrededor y no me podía creer que aquel verano se estuviese terminando. Tampoco me podía creer que Cádiz se despidiese de mí con tanta dulzura, sin prácticamente un solo día de viento de Levante en el mes de septiembre, en contra de lo que es usual. Quedé con ella en la cafetería Miami, uno de nuestros puntos de reunión en Cádiz, en plena Avenida de Andalucía, y se lo solté a bote pronto. Se llevó una impresión muy fuerte, y lo primero que hizo fue ponerme verde por no haberla avisado con tiempo. Y entonces vino un repaso por todo nuestro pasado juntos, por los intentos de Maribel y mis negativas a dejarme seducir, por lo vivido y por lo sentido. Tati también figuró en sus labios, pero no le dedicó buenas palabras. La despedida, que inevitablemente había de producirse, fue muy dura. Habíamos compartido mucho en tres años, y éramos grandes amigos. Prometimos escribirnos, y lo hicimos, de verdad que lo hicimos durante un año o cosa así. Luego la vida se tragó nuestros buenos propósitos.

Yo sabía que me marchaba para siempre. Que ahora haya regresado no significa que entonces estuviera equivocado. Me marchaba de Cádiz, y tenía que encauzar mi vida en otro lugar. Las probabilidades de volver eran remotas, y han hecho falta veintiún años para que se concretaran en algo. Demasiado tarde como para considerarlo un regreso.