Cuando regresé del pueblo aquel otoño, agotado después de haber repasado tres asignaturas fuertes en medio de la canícula agosteña de la meseta castellana, y delgadísimo por haber corrido por el río quince kilómetros diarios, ni siquiera me acordaba de Tati. Sólo pensaba en que tenía que aprobar aquellos exámenes, porque necesitaba la beca para el curso siguiente, y si suspendía una asignatura la perdería sin remedio y mi padre tendría que rascarse el bolsillo para pagarme la matrícula ordinaria y la de las asignaturas pendientes. Me fui presentando a cada examen, y fui aprobándolos todos. Por los pelos. Pero pasaba a tercero limpio de asignaturas pendientes del curso anterior. Así que comencé el nuevo curso lleno de optimismo, presto a integrarme por completo en la vida universitaria, decidido a no dejarme pillar de nuevo por el toro.
Pero, en mi inconsciencia, no advertí ciertos cambios, pequeños pero importantes, que se estaban produciendo ante mis propios ojos. Para empezar, el grupo del café se había fragmentado. Algunos de sus integrantes no habían pasado de curso. En segundo lugar, me encontré con la novedad, que a mí me pareció algo natural, de que Caye y Tati empezaron a sentarse a mi lado en la banca del aula. Las dos. Era lógico, pensé. Se trataba de dos amigas mías, y yo era, aparte de ellas, el único miembro del grupo de los cafés que había pasado de curso. No vi nada especial en el hecho de que se acercaran a mí en el aula.
Pero por entonces yo era, ya lo he dicho, un verdadero tarugo para todo aquello que tuviera que ver con chicas. No entendí la intención de aquel movimiento, porque nunca había puesto mis ojos en Caye, y en cuanto a Tati, aunque me gustaba a rabiar, la suponía en los mejores términos con Tono, su novio, que se había marchado a Salamanca para continuar allí sus estudios.
Y, sin embargo, debí haber visto las señales. Lo habría hecho de haber tenido algo de experiencia con las mujeres. Yo me portaba como un auténtico caballero con Tati, y, al menos al principio, en las primeras semanas del curso, ella no parecía mostrar por mí un interés mayor que el de costumbre. Pero un buen día ocurrió algo: comenzó el tonteo entre nosotros. Buscábamos cualquier motivo para tocarnos. Me hacía rabiar, ella que siempre había sido una niña tan formal; me quitaba los apuntes en plena clase, me escondía la pluma, me daba pellizcones, ya sabéis, dolorosísimos pellizcones de chica, dados con muy mala leche. Una tarde, en el descanso entre dos clases (teníamos horario vespertino en la Facultad) agarró mi carpeta, y me dijo que no me la daba. Traté de acercarme, pero ella, ágil como un gamo, me esquivó limpiamente. En un segundo movimiento, entre las bancas, conseguí agarrar un extremo de la carpeta. Pero ella la tenía cogida con tanta fuerza que tironeó y, entre risas, se marchó a escape. Era una invitación en regla. Pero yo sólo quería recuperar mi valiosa carpeta con sus preciosos apuntes. Ese año había conseguido, por fin, entrar en contacto con el grupo de los empollones de la clase. Ellos habían visto que mi cabeza era de las de primer orden, y abrieron la cancela para mí. El contenido de mi carpeta no sólo era material valiosísimo para mí, sino que pronto lo sería para aquel grupo de mega – empollones a los que me había acercado.
Así que salí corriendo detrás de Tati. Ella se estaba divirtiendo tremendamente. Rápida en sus fintas de gacela, me burlaba cada vez que me acercaba a ella. Corrimos como dos chiquillos entre las bancas, siendo como éramos ya dos personas adultas (en aquella época a los veinteañeros ya se nos tenía por tales, aunque en realidad sólo fuéramos unos niños desmesurados). La hora de comienzo de la clase ya había sonado, y el profesor estaba entrando en el aula por la puerta que correspondía al extremo opuesto al que nosotros ocupábamos. Algunos compañeros observaban, divertidos, nuestros correteos. Yo era consciente de que, en cualquier momento, el profesor se subiría a la tarima, preparado para comenzar su lección, y nos encontraría entregados a nuestro alegre retozar, así que diseñé rápidamente una estrategia victoriosa. En lugar de ir a por la carpeta, como había hecho hasta ahora, iría a por Tati. Teniéndola a ella, tendría la carpeta, y además terminaría aquellas alocadas carreras por el aula. Así que me lancé con todo el impulso que pude dar a mis piernas, y extendí mis manos. El objetivo era esta vez su cintura. Ella captó mi intención, y comenzó a proferir chillidos indicativos de un terror impostado, mezclado con el intenso placer de la diversión, y con otra cosa que yo en aquel momento ni imaginaba. La capturé, y en un solo movimiento la alcé del suelo y me la llevé a través de las bancas. Risas sofocadas y jadeos. “Suéltame” “¿Me vas a dar la carpeta?” “¡No!” “Entonces no te suelto. ¿Me das la carpeta?” “¡¡No!!” “¿Seguro?”
En aquel momento el profesor apoyaba su pie derecho en la tarima, presto a encaramarse en ella y comenzar su clase. Tati aflojó la presión que ejercía sobre mi carpeta con sus dos brazos, y yo aflojé la presión que ejercía sobre su cintura con los míos. Tati tocó el suelo con la punta de los pies, y se dirigió a su asiento, desde el que me dirigió la sonrisa más radiante que le había visto nunca. Yo me quedé con aquella sonrisa, y también con el recuerdo de su olor y de su tacto de mujer joven y núbil. La clase comenzaba, y me concentré inmediatamente. Era Derecho Civil, mi favorita. No quería perderme una sola sílaba de lo que el profesor Clavería tenía que decir.