Remigio... Sí. Ya sé. ¡Vaya nombre! Pero me llamo así. Y tú lo sabes, cariño. ¿Cómo es que no lo recuerdas? Si me llamara Javier, Jacinto o Jose, si mi nombre fuese León, Leopoldo o Lorenzo, si me hubiesen bautizado como Francisco, Federico, Florencio o Facundo, si respondiese al nombre de Pepe, Paco, Pedro o Pachi, entendería que olvidaras mi nombre al hacerme el amor. Pero ¿cómo puedes olvidar que me llamo Remigio?
Nunca se te dio bien recordar mi nombre. El día en que nos conocimos me preguntaste cómo me llamaba, y cuando te dije que mi nombre era Remigio, no pareciste muy impresionada. En realidad, me pareció que te daba igual. Reconozco que me extrañó. Generalmente la gente tiene que disimular que mi nombre le hace gracia, que le parece ridículo. Algunos incluso me dicen "¡Ah! ¡Qué bien!" Como si cargar con semejante nombre fuese una gran suerte o algo así... Pero tú... ni te inmutaste. Podría haber dicho Anacleto, Aspasio, Acisclo, Hipómenes, Heliodoro, Hildebrando o cualquier otro así de raro, y te habrías quedado de mármol, como te quedaste cuando te entregué mi gracia.
Me has llamado Roberto, Ricardo, Romualdo, Rómulo (y hasta Remo), Rosendo, Rotario, Raimundo, Roddy, Ronaldo, Roque, Roy... ¡y ni te acordabas de que en realidad me llamaba R - E - M - I - G - I - O! ¡REMIIIIIIGIOOOO! ¡REMIGIO! ¡Remigio! Remigio... ¿Es que es tan difícil de recordar?
Si no fuera porque me dices una y otra vez cuánto me quieres, pensaría que en realidad no me quieres.