domingo, 13 de julio de 2008

EL ACTOR Y LA TRAMOYA - VEINTIUN AÑOS (I - 3)

Bajo a la bodega del ferry, a sacar mi coche. Mis demás pertenencias quedarán aparcadas esta noche en el muelle de contenedores. Dos días después, la empresa encargada de la mudanza recogerá el contenedor y lo llevará al piso de la calle Hibiscos que se me ha proporcionado para facilitarme el traslado. En ese contenedor están mis escasos muebles, mis electrodomésticos, mi equipo de música, casi toda mi ropa, mis libros, mis discos... todos los objetos que he acumulado en veinte años de vida entregada a la adquisición de todas esas cosas que al final son las que definen tu personalidad. Nadie es alma. O, mejor dicho: el alma del hombre se compone de todas las cosas que ha ido acumulando en su derredor durante una vida. Por eso, cuando morimos, no hay otra vida para nuestra alma. No. Nuestra alma se ha quedado en nuestra casa, en nuestras cosas, en nuestros amigos y familiares, en todo el entorno que nos construimos al vivir y que no nos acompaña a la muerte. Por eso siempre me ha parecido horrible la costumbre, tan humana, de borrar toda huella de la presencia del fallecido en el hogar en el que vivió. Por eso me parece tan conmovedor que se conserve las casas natales de los grandes personajes, y tan ridículo que se las convierta en tramoyas, llenas de objetos que no les pertenecieron, pero que “podían” haber sido suyos, porque fueron fabricadas y eran útiles o estaban de moda en su época.

Mi tramoya entera está dentro de un contenedor, en el remolque de un camión cuya cabeza tractora llegará otro día, para que yo pueda montarla en el piso que me han asignado, y que aún no conozco. Saco mi Mercedes del J.J. Sister en medio de la noche gaditana: una noche agradable de septiembre, apta para pasear por la ciudad vieja, recorrer sus calles, llegarse hasta la Plaza de Mina, caminar después por las callejuelas hasta la Plaza de San Antonio y luego salir a La Caleta y mirar desde el Balneario el mar y el cielo nocturno... Pero yo sólo quiero llevar mi coche hasta el aparcamiento del Hotel Playa Victoria, en el otro extremo de la ciudad. Había decidido que, ya que era temporada baja y tenía que esperar unos días a que mi piso estuviera en condiciones de ser habitado, me daría el lujo de irme a un hotel de cinco estrellas. Cuando yo era un chaval era un inmueble abandonado, blanco de cal con vistas a la playa. El actual Hotel Playa Victoria es una estructura moderna y lujosa. Y lujo es lo que yo quiero tener a mi llegada a la que fue la tierra de mi adolescencia y primera juventud.

Aparco en la entrada del hotel, entro en el hall con mi maleta, y me dirijo al chico que atiende tras el mostrador de la recepción. “Señor Morales, encantados de recibirle en el Hotel Playa Victoria. Le deseamos una feliz estancia en nuestro hotel”. Me aseguro de que me dan una habitación con vistas al mar. “He reservado habitación en este Hotel porque quiero que mi despertar en Cádiz sea frente al mar”. “No se preocupe, señor, la 315 es una habitación con vistas a la playa. No encontrará motivo de queja”. Nos entendemos de maravilla. Y nos entendemos aún mejor cuando me pide las llaves del coche. “Se lo aparcaremos nosotros, señor. Mañana sólo tiene que pedirlas en recepción”. Le dejo las llaves, un tanto temeroso de que me rayen el coche, y subo a mi habitación.

Es tal y como me la han descrito, así que suspiro, satisfecho. Coloco mi maleta encima del maletero, la abro y saco mi neceser. Me doy un afeitado nocturno, respetando el bigote. Decidí dejármelo años atrás, cuando mis entradas en las sienes pasaron a ser una calva propiamente dicha. En conjunto, no tengo mal aspecto. Guapo nunca fui, pero siempre me preocupé de dar a mi rostro una expresión varonil. Ante el espejo del baño, sin embargo, me veo cansado. Estoy ojeroso, y tengo la mirada apagada. Necesito dormir, pero estoy desvelado. Abro el minibar, y cojo una botellita de JB. Me lo sirvo en uno de los vasos que hay dispuestos encima. No hay hielo, pero el whiskey está fresco. Tomo un sorbo, mientras me aflojo el cinturón, me siento en la butaca que hay al lado de la cama y enciendo el televisor. Como es habitual, no hay nada interesante que ver. Me planteo pagar por un canal porno. Lo pienso, y comprendo que estoy muy cansado como para disfrutarlo, así que decido que mejor que no. Saco un libro de mi bolsa de viaje: Viajes por el Scriptorium, de Paul Auster. No sé de qué va. Lo compré en la estación marítima de Las Palmas, antes de embarcar. Pero no lo he abierto en todo el viaje. En realidad, llevo décadas sin leer otra cosa que informes, sentencias judiciales y sesudos libros jurídicos. De joven, sin embargo, leía mucha literatura. Pero, según fui involucrándome en la vida activa, en los avatares de mi profesión y en los ajetreos de mi matrimonio, fui abandonando una costumbre que siempre me pareció propia de desocupados e impropia de gente seria. Abro el libro por la primera página, y comienzo a leer: “El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo...”. En realidad, no me interesa, así que lo cierro. Tomo un segundo sorbo de mi vaso de whiskey, y me desnudo completamente. Abro la cama, y me introduzco en ella. Apago la luz y me giro dentro de las sábanas, hasta ponerme boca abajo. Me amodorro de inmediato.