Nunca, en los años que viví en Las Palmas, volví a tener aquella sensación de plenitud vital de mis tres primeros años de Facultad, en Jerez de la Frontera. Allí lo tuve todo, y en Las Palmas lo perdí todo. Al poco de llegar a la ciudad, conocí a mis nuevos compañeros de estudios. Comparados con mis alegres y cultos andaluces, los canarios resultaron toscos, zafios y de una mezquindad repugnante. No es que fueran tan distintos en el fondo, en realidad, aunque esto lo comprendí después, mucho después. Pero sí había una diferencia muy real entre mis andaluces y los canarios que conocí después: el andaluz tiene interiorizada una ley, según la cual hay que procurar que, en la medida de lo posible, la vida sea una sucesión de experiencias placenteras: “Simpatía y Belleza”, éste podría ser el lema del andaluz: hacer la vida lo más agradable posible, lo que no quiere decir que Andalucía esté exenta, ni mucho menos, de tipos humanos mezquinos, avariciosos, crueles, despóticos o simplemente malvados. Sin embargo, en la vieja Bética, milenios de civilización han cristalizado en un esmero por hacer poco visibles, y si es posible por ocultar, las peores y más desagradables facetas del humano vivir.
En la Canarias que yo conocí a mediados de los ochenta, faltaba completamente esta norma de vida que hace de Andalucía un lugar tan acogedor. En la tierra de los volcanes las pasiones elementales se manifiestan volcánicamente. El avaricioso, el ambicioso, el trepa, y cabronazo, ni siquiera consideran necesario esconder su abyecta condición. Es más, alardean de lo que son, y así consiguen acogotar a la gente normal. Porque Canarias es un lugar donde los más débiles no gozan de la protección del grupo. De hecho, casi no puede hablarse de un grupo, de una sociedad fundada sobre el respeto de un acervo de valores común. En Canarias hablar de valor y virtud es perder el tiempo. Lo que se reconoce y respeta es el interés y la fuerza, no necesariamente física, pero sí la fuerza del dinero y de la consideración social que éste suscita.
Para mí fue un cambio tremendo pasar de la calidez andaluza a la frialdad canaria; de los amigos, más o menos superficiales, pero siempre presentes en mi vida andaluza, a su ausencia casi completa durante las dos décadas largas que viví en Canarias. Por otro lado, era cierto que, en los dos años de estudios que aún me restaban y que debía completar en Canarias, y en los posteriores, yo me estaba incorporando, junto con toda mi generación, a la lucha por la vida. Una lucha en la que los unos nos íbamos a enseñar los dientes a los otros. Una lucha en la que íbamos a hacernos mucho más que eso. Yo me llevé mis buenas dentelladas, y con el tiempo aprendí también a darlas...