Ni siquiera después del episodio de la carpeta comprendí yo el cambio que se había operado en el corazón de Tati. Tal vez ni la propia Tati lo había comprendido. Oficialmente, ella y Tono seguían siendo novios, él en Salamanca, ella en Jerez. Pero ella no vivía en Salamanca, ni le gustaban las nuevas costumbres ni los nuevos amigos que él se estaba haciendo allí, y, quizás, sospechaba que podía estar siéndole infiel. Pero yo diría que éste no era el motivo principal por el que Tatiana sentía enfriarse sus sentimientos por su novio. La cosa era aún más elemental. Tati necesitaba calor, mucho calor. Un novio que se pasaba la mayor parte del año lejos de ella, y en concreto la parte del año en que la vida es más difícil, no le proporcionaba el calor que ella necesitaba para llegar al siguiente día. Necesitaba atención y cariño diarios, constantes, permanentes, seguros e indudables. Pero Tono nunca había sido precisamente un hombre atento. Era muy simpático, muy cordial, muy caballeroso incluso con los rivales. En una ocasión, antes de las vacaciones de Navidad de tercero de carrera, me encontré con Tati y con Tono en Jerez. Nos saludamos y estuvimos charlando, y en un momento determinado me invitaron a almorzar en casa de él. Fuimos en su coche (recuerdo, y no creo equivocarme, que era un Lancia Lambda minúsculo) a su casa en el Puerto de Santa María, donde nos recibió la madre de Tono, una cordialísima señora de unos cuarenta y cinco años. Creo que recuerdo hasta el sabor del filete con patatas fritas que me ofrecieron para almorzar, y recuerdo también todos los cigarrillos fumados, la conversación al estilo andaluz, reposada y cordial, la sensación de que en aquella casa siempre sería recibido de la misma manera, casi como si fuera un miembro de la familia o un amigo muy querido, lo cual es singular si se piensa que yo pisaba aquel hogar por vez primera.
Sí. Recuerdo todo eso, y también la increíble belleza de Tati aquel día. Estaba resplandeciente, de un modo que a mí me cortaba la respiración. Recuerdo, casi como si lo tuviera delante ahora mismo, el perfil de su rostro, sus pómulos carnosos y salientes, su nariz recta y afilada, sus labios, fruncidos en una sonrisa que era casi extática, y su mirada tierna y dulce, de mujer que intenta merecer el amor que sabe que suscita entre los hombres, de hija que añora sin esperanza a un padre que murió estrellado con sus compañeros en una remota colina, y del que luego no hubo nada que enterrar, de tal modo que su viuda y su hija rezan a una lápida vacía. Recuerdo su cuello de cisne, y los jerseys de lana de ancho cuello vuelto que solía ponerse.
Me pregunto ahora qué fue exactamente aquello. Por qué una pareja de novios invitaba a un amigo que en realidad era un competidor por los favores de la chica a pasar una tarde con ellos. He pensado que tal vez fue idea de Tati. Las mujeres hacen esas cosas: ponen juntos a sus dos pretendientes, al titular de su favor y al aspirante, y comparan. También he pensado que pudo ser cosa de él. Quizá me invitó para comprobar la reacción de ella y si yo valía lo suficiente como para poner en peligro su estatus de Adonis favorecido por la diosa Venus. Los hombres también pueden hacer esas cosas, aunque generalmente son más simples y expeditivos. Sí. Normalmente un hombre que siente en su nuca el aliento de un rival procura alejar a su chica de éste, y además hace lo posible por manifestarle su desagrado en términos inequívocos. Tal vez Tono no vio peligro alguno en mí. Tal vez no estaba seguro. No sé.
Ni sé ahora, ni supe entonces. El curso continuó, y yo procuré entregarme en cuerpo y alma a los estudios de Derecho. Me tomé muy en serio las asignaturas, aunque ya desde el principio tuve problemas con el Derecho Administrativo. ¡Ironías de la vida! Como Fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Canarias tuve que enfrentarme luego a numerosos litigios contra la Administración, en los que pude comprobar que, una vez que entiendes que el Derecho Administrativo es la herramienta a través de la cual el poder político ejerce su dominio sobre los ciudadanos, es muy fácil de comprender y de aplicar. Pero entonces yo era un chico que, a pesar de su inteligencia, no llegaba a captar la sutileza (una sutileza que hoy me parece de papel de barba) de los argumentos de los administrativistas: cómo hacen que parezca que las normas que el Estado dicta para preservar su poder son normas dictadas en beneficio de aquellos a los que acogota. Eso es algo que he aprendido sólo con el tiempo y la práctica de mi profesión de Fiscal.
En fin, me puse a estudiar a modo. Me uní al grupo de los empollones. En tercero comenzamos a tener clases prácticas, que yo me preparaba en casa de uno de sus más conspicuos integrantes. Manuel de Luis, hijo de abogado y una de las lumbreras de mi promoción, vivía con su familia en un chalecito del barrio de Bahía Blanca. Allí, en el despacho de su padre, con la colección íntegra de jurisprudencia Aranzadi en los anaqueles de la librería, discutíamos el planteamiento de los casos prácticos que teníamos que estudiar, para presentar el lunes siguiente un dictamen jurídico. Solíamos estar de acuerdo en la identificación del problema. Los debates comenzaban, sin embargo, a la hora de buscar soluciones. Pero habíamos acordado desde el primer momento que nos ayudaríamos sólo en cuanto al planteamiento de las cuestiones jurídicas y en la búsqueda de jurisprudencia en los índices de la interminable colección Aranzadi. Yo estaba fascinado, porque veía que aquellos libracos eran un compendio de la historia de la aplicación del Derecho desde el comienzo de la Guerra Civil hasta nuestros días, una fuente de inspiración y de soluciones que podían ser rastreadas en el tiempo y traídas de vuelta al presente, para su aplicación en el caso que se nos encomendaba informar.
Aquellos domingos por la tarde en los que Manuel de Luis y yo trabajábamos juntos los casos prácticos de Derecho civil fueron algunos de los momentos más apasionantes de mi tercer curso de derecho. Por entonces yo estaba decidido a dedicarme a la abogacía privada. Me veía capaz, joven, fuerte y brillante, y creía que el futuro me estaba esperando, pleno de satisfacciones a poco que me decidiera a salir de mi concha de estudiante. Quería dedicarme al Derecho civil y al Derecho penal, que desde que había comenzado a estudiarlos en segundo de carrera se habían convertido en mis dos asignaturas favoritas. Estaba tan decidido a saber tanto Derecho penal como fuera posible, que me presenté en el Departamento de Derecho penal de la Facultad, pidiendo ser admitido como alumno colaborador. Se me respondió que ello dependería de mis calificaciones, y que por lo menos había de obtener un notable en junio para obtener la venia del catedrático.
Para remate, ese año me tocó actuar como delegado de curso. Se había decidido que a partir de tercero habría delegados especializados por asignaturas, y además un delegado general de curso. Yo me presenté a delegado por la asignatura de Derecho penal. Obtuve la confianza de mi clase sin dificultades. Pero pronto comenzaron los problemas con el delegado general, el cual, en cuanto obtuvo su cargo, simplemente desapareció del aula. Apenas si asistía a clase, y desatendía de modo miserable sus deberes de representante del alumnado. Tras varios debates bastante acalorados acerca de qué hacer, se llegó al consenso de que el Delegado de Derecho penal actuara como subdelegado asistiendo al Delegado general de tercero, lo que en la práctica supuso que yo asumiera todas sus funciones. Así que de pronto me vi convertido en una figura dentro del curso, brillante orador, buen expositor, interrogador incisivo, polemista genial, y además serio representante de los intereses colectivos. Yo sentía que estaba dando a mi incipiente carrera el impulso que necesitaba, y estaba casi feliz por encontrarme en el momento más dulce de mi vida estudiantil. Sólo faltaba, según mi concepto de las cosas, una novia que pusiese la guinda en la tarta de mi vida.
Pero hasta eso estaba a punto de cambiar. Yo no había dejado a mis amigos del café. Me las había arreglado para compatibilizar el ejercicio de mis obligaciones como estudiante, como aspirante a colaborar en el Departamento de Derecho penal y como representante del alumnado de tercero de Derecho, con una asistencia regular, aunque limitada, a las reuniones en el burguer, donde se seguía hablando de los viejos temas esenciales de la juventud: la amistad, la lealtad, el valor, el amor, la música y lo eterno, entre cafés y cigarrillos que eran consumidos a destajo. Allí seguían estando mis viejos amigos de primero de Derecho, y del trío formado por Pepi, Caye y Maribel, las dos primeras, porque Maribel había dejado la carrera y se había matriculado en la Escuela de Enfermería, que por lo visto era lo que realmente le gustaba. Tati también estaba allí, junto con Caye. Caye y Tati, ya lo he dicho, se sentaban a mi lado en clase, pero no siempre estaban físicamente, sino representadas por sus carpetas, y cuando la clase se hacía muy aburrida se marchaban al burguer. Yo me quedaba, porque la experiencia de segundo de carrera me había enseñado a ser responsable, y porque tercero lo había comenzado de otro modo.
Había un momento en el que mi contacto con el grupo de los cafés era mucho más intenso. Cuando teníamos clases prácticas había que estar todo el día en la Facultad. Las prácticas las hacíamos por la mañana, y las clases teóricas las teníamos por las tardes. Aquellas mañanas eran especiales, porque dedicábamos a lo sumo tres horas a discutir los supuestos prácticos, y el resto era tiempo libre. Adquirimos la costumbre de hacer excursiones por Jerez. Tati no solía asistir a las clases prácticas. Así que, como ella era la jerezana del grupo, los demás íbamos muchas veces a su casa a estar con ella.
Una mañana de prácticas estábamos todos reunidos en casa de Tati. Hablábamos de cosas, picábamos manises y bebíamos cocacola fría. Era el mes de abril y la mañana era calurosa, nosotros estábamos muy animados y las risas atronaban el saloncito de la casa de Tati. Ella estaba como siempre, bellísima, y era la anfitriona perfecta. Yo estaba encantado de estar allí, mirándola, y realmente no me interesaba tanto la conversación banal que manteníamos todos como su cercanía, su calor, su simpatía, y la contemplación de su belleza. Mi estado se asemejaba al de los santos en el cielo, pues mi dicha suprema consistía en la contemplación de mi Diosa. Tati era mi Diosa, perfecta, adorable y completamente inalcanzable para mí, o eso pensaba.
Porque esa mañana lo inalcanzable fue depositado en mis manos. Habíamos decidido fumarnos la práctica de Derecho Internacional Público (una castaña insoportable) y nos habíamos ido todos a casa de Tati, donde ésta nos recibió feliz y espléndida, como siempre. Yo, sin embargo, tenía previsto regresar para asistir a mi práctica de civil, que para mí era sagrada. Así que me estuve un rato con ellos, y cuando llegó mi hora me despedí. Entonces ocurrió algo que yo no esperaba. Tati no quería que me fuera. Los demás me decían también que no me marchara, pero cuando me vieron decidido desistieron. Pero Tati no se resignaba. Me lo pedía. Me lo suplicaba. Yo respondía negativamente a cada nueva súplica, sonriendo, sin dar mucha importancia a su actitud. Esta me acompañó a la puerta, y cuando ya la había franqueado e iba a darle un beso para despedirme, me tomó el cuello con sus manos. “¡No te vayas! ¡Por favor!” – me dijo, y su mirada parecía aterciopelada de tan acariciante; su expresión, de desolación por mi marcha; su gesto, de entrega; una entrega que, lo intuía, sería sin reservas.
Entonces, sólo entonces, me di cuenta. El corazón de mi Diosa se había derretido. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Cómo era posible? Mirando retrospectivamente, mi respuesta es que todo comenzó el día que le acaricié la mano y le di ánimos, en el césped del campus de la facultad. Ella debió sentir que eso que yo le ofrecía era algo que no conseguía jamás de Tono Lacalle. Y tuvo que saber que eso que yo le ofrecía y que Tono jamás le daba era algo que ella necesitaba con cada poro de su piel, con cada gramo de su cuerpo, con cada partícula de su alma. Lo demás vino sólo: la soledad, la frialdad de la distancia, el egoísmo de su novio; mi cercanía, mi calidez, mi limpieza de intenciones para con ella… y la elección ni siquiera fue una elección. Fue un impulso que apenas si era capaz de contener. En aquella ocasión, en la puerta de su casa, Tati no pudo evitar traslucir que ya me amaba. Aún era la novia de su novio, y para colmo de un novio con el que no podía romper porque estaba en Salamanca. Pero, aún así, ya me quería a mí. Yo lo supe en aquel instante, aunque también sabía que eso no significaba que pudiera arrasar el campo. Previamente había que esperar a que se aclarasen las cosas entre ella y Tono. Luego sería mi turno para conquistarla de una forma definitiva, para hacerla mía. Pero, en aquel momento, mi primera prioridad era la práctica de Derecho civil. “Nada me gustaría más que quedarme contigo – le dije – pero debo ir a civil”. Mi mirada le dijo todo lo demás que aún no podía decirle con palabras. Ella se sintió apenada, pero aceptó mi decisión, y me dejó marchar.