viernes, 11 de julio de 2008

21 x 2... SUEÑOS Y DESENGAÑOS - VEINTIUN AÑOS (I - 2)

Esther llevaba años poniéndome los cuernos. Y yo sin enterarme. Por suerte, no tuvimos hijos. ¿Por qué habría aceptado yo casarme con ella? Cuando llegué a Las Palmas, lo primero que me impresionó fue la belleza con un punto exótico de sus mujeres. Pero pronto pude descubrir que todas ellas, sin excepción, eran flores venenosas. Esther lo era también. Su piel dorada, su pelo castaño rizado y sus ojos verdes me atrajeron desde el principio. Era tan joven y tan hermosa…

Diez años de matrimonio. Diez años de degradación. Me degradé, se degradó, y nos degradamos. Sólo me quedaba la profesión, y a ésta la odiaba cada día un poco más. Me asignaban los expedientes que nadie quería: pequeños delincuentes acusados de trapicheo con droga, reyertas callejeras entre inmigrantes y chusma lucal, pleitos de funcionarios a los que no se reconocía la antigüedad, acoso laboral, concursos de méritos mal resueltos... Desde luego, nunca caía en mis manos el recurso contra un Plan General de urbanismo. Eso no. Para eso ya estaban los fiscales que destacaban por sus buenas relaciones con la casta política local. Siempre supuse que era algo convenido de antemano, porque en Canarias, el negocio y la familia son siempre lo primero, Canarias (o sea, los amigos) lo segundo, y la legalidad lo último, si no queda más remedio. Tampoco podía esperar que me asignasen algún asunto con proyección en los medios de comunicación. Existen los jueces “estrella”, y también los fiscales “estrella”. Desde luego yo no era de éstos. Se me tenía por un trabajador honesto y por un fiscal concienzudo. Se sabía que era difícil que yo perdiera un caso si se ponía en mis manos. Pero nadie iba a permitir que consideraciones relativas a mi competencia profesional influyesen en la asignación de asuntos en los cuales la prensa local o nacional centrase su atención. Para éstos existían fiscales siempre bien conectados con el mundillo de la política local, casados con la hija de algún constructor o pertenecientes a asociaciones profesionales que funcionan como la extensión de los partidos políticos en el seno de la judicatura; fiscales guapos y con don de gentes, aptos para salir en la tele o para hacer una entrevista en la radio, para dar conferencias en la Universidad y para soñar con una incipiente carrera política. Yo no soy guapo, sino feo, más bien chaparro y barrigudo, con grandes entradas en la cabeza y unas enormes gafas rectangulares enmarcando mi cara rectangular. En realidad, no es que me sienta a disgusto con mi físico. Siempre fui así y no creo que sea un delito. Pero está claro que en el mundo de hoy mi aspecto físico resulta un handicap, por no hablar de mis orígenes y de que intenté ganarme la vida por mis propios méritos y sin recurrir jamás al amiguismo.

A mis cuarenta y dos años, me sé apartado para siempre del estrellato. Unas veces me ha dolido, otras me ha alegrado. A mí no se me ha perdido nada en los vestíbulos del poder. Nunca he querido ser otra cosa que un fiscal, un buen fiscal. Sí que quiero ascender en mi profesión. Con treinta años, soñaba con llegar a la Fiscalía del Tribunal Supremo. Doce años después, soy cruelmente consciente de que esos puestos, como tantos otros, están reservados para aquellos que saben significarse. Y yo no sé hacerlo.

Esther me lo recriminó muchas veces. Me decía que nunca llegaría a nada, a causa de mi actitud timorata y de mis ideas anticuadas. “El mundo de hoy exige hombres que estén decididos a hacer lo que sea necesario para salir adelante, y tú no eres más que un apocado, un cobarde...”. ¿Qué sabría ella del “mundo de hoy”? Ella, que no era más que una niña de familia bien que nunca había tenido que enfrentarse a él. Nos divorciamos hace cuatro años, y yo, al hacerlo, me divorcié definitivamente de Canarias, la tierra de la eterna primavera... No: de Canarias, la tierra de la eterna frustración...

Llego esta noche al Cádiz de mis años mozos, de cuando no era más que un chulito con pretensiones, un estudiante, primero en el instituto, luego en la Facultad de Derecho, y aún pensaba que en la vida llegaría a ser alguien importante: probablemente un abogado millonario, un regatista olímpico, un político brillante, o quizá un intelectual renombrado... Sí, eso debía ser: un intelectual de renombre; en aquella época yo aún creía en los intelectuales. Ahora sé lo que son: impostores engreídos, soberbias campanas de vacío, odres hinchados, tinajas de vinagre... mierda soez y podrida hasta lo hondo. Pero entonces yo no lo sabía. Yo creía. Ahora he dejado de creer.

Cuarenta y dos años. Soy demasiado mayor para todo, y sin embargo soy demasiado joven para dar mi vida por malograda... Recomenzaré aquí, en el Cádiz que una vez me vio llegar con doce años y todos los miedos del mundo ante lo nuevo, ante los gitanillos batiendo palmas en las calles, ante las freidurías de pescado, ante las voces y el habla incomprensible del andaluz de la baja Andalucía, ante los días de blanca luz que resaltaba cruelmente la miseria del pueblo, ante la Plaza de las Flores y sus vendedoras, ante la calle Columela y sus boutiques, ante la belleza de su bahía, con su horizonte verde – amarillo de pinares y playas. Era un mundo que a mis doce temerosos años se me aparecía amenazante. Demasiado vital para un chaval que apenas si había salido del hogar paterno a hacer alguna compra y a colegios de severos profesores... Pero, después de un par de años de confusión y temor, entendí a aquella gente y sus extrañas costumbres: aquella sociabilidad que parecía siempre fingida, aquella alegría casi antinatural, aquel amor absurdo a una ciudad que no hacía más que negarles el sustento y colocarlos a pique de la mendicidad, ya fuese la callejera o la oficial de la petición de ayudas asistenciales; una ciudad en la que, si se acababan los pedidos de los astilleros, los trabajadores se ponían en huelga, hacían intervenir al Gobierno, y conseguían, de una forma completamente inconcebible, que los mantuviesen en sus puestos de trabajo, aunque no tuvieran ningún trabajo que hacer... porque eran gaditanos, parias de las Españas, pero se habían defendido de los ejércitos napoleónicos a cañonazo limpio desde las Puertas de Tierra... con las bombas que tiran los fanfarrones, hacen las gaditanas tirabuzones... dice el tanguillo... Cádiz... aquí es donde yo regreso, veintiún años después de haber tenido que dejarlo todo, sin entender que la vida ya me había cambiado sin yo haberlo querido, sin haber tenido nada que ver en ello...