Desde la cubierta del J.J. Sister diviso las luces de la bahía de Cádiz en la noche. Al fondo, Puerto Real, Por la izquierda, cada vez más cerca, Rota y el Puerto de Santa María, con sus grandes urbanizaciones turísticas; delante, las luces del Puente “Ramón de Carranza” y Puerto Real. A mano derecha, las luces van conectando la tierra firme, la Isla de León y el promontorio de la antigua Gadir, sobre el que se asentaron originariamente los fenicios, luego los griegos, los cartagineses, los romanos, los visigodos, los árabes, los reconquistadores castellanos, y ahora los turistas y emigrados de todas las partes de la gris Europa en busca de color, de gracia, del placer de vivir en una tierra en la que sólo queda belleza y buen vivir, la ciudad de Cádiz, que dejó de ser próspera cuando se acabó el comercio con Sudamérica, y ya no ha vuelto a serlo desde entonces.
Regreso de mi destino en Canarias. Veintiún años como Fiscal de la Audiencia Provincial de Las Palmas. Todo un destierro. No suponía, cuando comenzaba a estudiar Derecho, que prácticamente todo cuanto mi vida es ahora se lo iba a deber a ese archipiélago que los españoles nos hemos dejado colgado en medio del Atlántico, indecisos sobre si retenerlo o cedérselo de una vez a los marroquíes. Al fin y al cabo, ¿qué se nos ha perdido a los españoles en Canarias? Además, los canarios no nos quieren. Nos soportan, como si fuésemos un pueblo invasor. ¡Demonios! Ni siquiera se dan cuenta de que ellos no son más que nosotros mismos, cinco siglos después de haber zarpado de las costas de Cádiz para conquistar siete peñascos salvajes. Dicen que descienden de los guanches, cuando la mayoría tiene, no sólo apellidos, sino rasgos europeos o hispánicos. Desde que llegué allí me fue imposible comprender su modo de pensar. Pasé veintiún años tratando de aplacar su hostilidad, su deseo apenas disimulado de librarse de mí y de todos los que, como yo, representamos para ellos la arrogancia del invasor castellano, el engreimiento del godo prepotente. Me toleraban, porque sabían que era inevitable que algunos de nosotros nos estableciéramos allí. Pero, deseaban que, en la medida de lo posible, no llegara ninguno de nuestra casta maldita a su tierra bienamada. Cuando el Ministerio de Justicia decidió destinarme a esta Andalucía de mis amores, apenas si pudieron disimular su satisfacción. Mis propios compañeros de profesión, canarios de origen y crianza, parecían encantados de que me marchara y dejara así el campo libre a esos apellidazos llenos de telarañas que constituyen la buena sociedad local, tras los que se esconde la colección de carcas más apolillados que he conocido en toda mi vida: enemigos jurados de la verdad, de la justicia, de la ciencia, de la honestidad o del servicio público, interesados sólo y exclusivamente en el lustre de su propio apellido y en su encumbramiento personal, en su enriquecimiento a costa de los demás, y en seguir siendo ellos quienes se reparten el pastel en que han convertido Canarias. O, peor: el pastel que siempre se han arreglado para hacer que Canarias sea, con cualquier régimen político y en cualquier época.
No hay nada que hacer, y lo sé. Tampoco espero nada aquí, en Cádiz. También aquí hay apellidos rimbombantes que son pronunciados con una mezcla de admiración a la riqueza y el poder y de temor reverencial, y que pertenecen a quienes desde siempre han patroneado la sociedad local. Pero tal vez los patrones sean otros ahora. Igual que en Canarias el turismo hizo emerger familias trabajadoras y creó toda una casta de nuevos ricos, seguro que aquí en Cádiz habrá sucedido lo mismo. Y allí como aquí ha llegado mucha gente nueva, dispuesta a hacer negocios. ¿Y yo? Yo no soy más que un funcionario. Alguien que treinta años atrás habría sido considerado como una estrella brillante en el firmamento de la sociedad local, pero que ahora mismo no es más que un oscuro lacayo del Estado, un pobre mayordomo con ínfulas, que vale menos que el ya exiguo sueldo que cobra. ¡Mierda! No me importa ser un triste lacayo del poder, pero me revienta que todos estos mercachifles llenos de anabolizantes y sus hiper colagenadas y siliconadas rubias de bote me tomen por un payaso inútil. Pero no hay nada que hacer. Es el mundo de hoy. Hoy día todo es una broma. Una broma pesada, para colmo. La vida se reduce a joder o ser jodido.
Querría retirarme a enseñar. Pero eso hoy día es tan ilusorio como todo lo demás. Tendría que empezar a frecuentar el trato de los mafiosos a cargo de la universidad. No es que no los haya en la fiscalía. Pero a éstos tengo la ventaja de conocerlos ya. A los otros no los conozco, ni quiero. Y, además, enseñar ¿qué? Y ¿a quiénes? Ya nadie quiere enseñar, y nadie quiere aprender nada. Ya siento demasiado asco. Así que seguiré donde estoy.
El buque se acerca a la bocana del puerto de Cádiz. La sirena retumba en el aire de la Bahía. En la bodega del barco, un contenedor transporta mis muebles y mis efectos personales. Mi coche, un Mercedes Clase A nuevecito, lo tengo allí abajo también. Me vengo a Cádiz con toda mi vida a cuestas. No dejo nada en Canarias.