lunes, 28 de julio de 2008

EL ANILLO - VEINTIUN AÑOS (XI)

Tati entró en la caseta de Derecho aquella noche de Feria en que yo estaba encargado, junto con varios compañeros, de atender la barra, y todo el escenario de la noche cambió. Las chicas estupendas que me invitaban a finos ya no me fascinaban, ni tampoco la sensación de dominio que te da el dispensar los líquidos que tus clientes desean. Mis ojos vigilaban constantemente los movimientos de la pareja. Hablaban con éste, y con aquélla, y con aquel otro. Finalmente, se acercaron a la barra. Ella me besó, y él me estrechó la mano. Yo hacía de tripas corazón. Me pinté una sonrisa triste en los labios, y hablé con ellos. Me pidieron unos finos, y Tono me invitó a otro. Nunca antes me había sabido tan mal el fino del Puerto de Santa María. Luego se retiraron. Me dijeron que iban a dar una vuelta por las demás casetas de la feria, pero Tati me prometió que volverían más tarde.

La noche pasaba. Las chicas guapas y sonrientes que me invitaban a finos se habían marchado, e iban quedando sólo los borrachos aulladores y pataleantes que quedan al final de todas las fiestas. Dosis extra de paciencia, y cansancio ya en una noche muy movida. Al amanecer cerramos. Justo antes, aparecieron Tati y Tono. Tati se prestó a ayudarnos en las labores de recogida. Había muchas botellas tiradas por ahí, muchos vasos de plástico esparcidos por el suelo que debíamos recoger, y teníamos que hacer un barrido general de la caseta, a fin de que estuviera medianamente presentable para el día siguiente. Finalmente, teníamos que hacer un fregado de bandejas y otros recipientes donde trajimos las viandas consumidas durante la noche. Tati se ofreció a fregar. Estaba ahí, plantada entre nosotros, majestuosa en medio de la tras-caseta. Se sacó su anillo del dedo para que no se le resbalase mientras fregaba, y entonces ocurrió: tenía a Tono delante, pero se dio la vuelta y, dirigiéndose hacia donde yo estaba, me lo puso en el bolsillo de la camisa. “¿Me lo guardas, por favor?” “¡Claro!” Volvió a darse la vuelta, y se encaró con la loza.

Hay momentos en la vida en que ni siquiera numerosos estratos de prejuicio y bisoñez impiden a un hombre en ciernes, como lo era yo en aquel entonces, comprender el significado profundo de un mínimo gesto femenino. Aquel momento fue, sin duda, uno de ellos. Me sentía absurdamente feliz. “¡Tengo su anillo en el bolsillo de mi camisa!” “¡Tengo su anillo en el bolsillo de mi camisa!” Mi mente no cesaba de repetir este pensamiento, y mi corazón se iba llenando de una alegría ridícula. Pensaba que había merecido la pena estar allí aquella noche. No por la diversión. No por la música, las bebidas o las chicas guapas que me guiñaron el ojo, invitándome a beber con ellas. No. Era Tati, el encuentro con Tati y lo que sucedió entre ella y yo, el pequeño mensaje cifrado que sólo comprendimos Tono y yo, lo que había hecho que aquella noche que ya se terminaba fuese especial para mí, y para ella también. Tras la escena del anillo, Tono, demasiado inteligente como para no comprender que sobraba, se eclipsó. Sólo reapareció al final, cuando habíamos cerrado la caseta, y volvió a encaramarse sobre Tati, haciendo un esfuerzo extraordinario de agilidad y flexibilidad para, siendo de menor estatura que ella, alcanzar a rodear su hombro con el brazo. Era evidente que, aún perdiendo la batalla, estaba dispuesto a pelear hasta el final. Ante eso, yo no podía o no sabía que podía hacer, salvo aguantar a pie firme, y seguir esperando, como lo había hecho hasta entonces. Poco antes, Tati se había acercado a mí, y con un gesto íntimo me pidió que le devolviera su anillo. Aquella noche yo había sido el guardián de su tesoro, y me sentía feliz. Ella se sentía también feliz, porque había aceptado serlo, aún teniendo a Tono delante. Le había confirmado simbólicamente que estaba dispuesto. Ella lo entendió, y para ella fue suficiente por aquella noche. Otras habían de venir después. El verano se acercaba. El viaje del paso de ecuador habría de ser nuestro gran momento.

Así lo creía yo. Eso era lo que esperaba. Conseguiría a Tati aquel verano. Con eso, mi vida estaría completa. Yo no tuve una juventud feliz, tampoco desgraciada, simplemente mi familia tuvo siempre que apretarse el cinturón. Nuestro padre nos inculcó a sus hijos una severa ética del trabajo y del esfuerzo, y olvidó, al igual que mi madre, enseñarnos a ser felices en la vida. Tampoco fuimos enseñados a triunfar. Sólo a conseguir defendernos, a “escapar” como siempre decía mi padre metafóricamente. Esta severidad, tan castellana, la había adquirido mi padre a base de soportar penurias en la posguerra, en los cuarenta y en los cincuenta. Entonces aprendió el valor del trabajo duro: la máxima de que quien se esfuerza siempre ve recompensado su sacrificio, la olímpica despreocupación por los privilegios y prebendas ajenas, y la concentración en el propio hacer, en las cosas bien hechas. “¡Cepíllalos, hasta que huelan a ajo!” me decía, cuando a trompetazo limpio, nos ordenaba a mi hermano y a mí coger nuestros zapatos de diario y limpiarlos con cepillo y betún hasta dejarlos como los chorros del oro. Cuando, ocasionalmente en el instituto, yo suspendía alguna asignatura, mi padre, que era tan duro con mis hermanos, en quienes reconocía una potente inteligencia y al mismo tiempo una actitud esquiva hacia el trabajo, a mí, que sabía era el hijo aplicado y estudioso, el hermano mayor ejemplar, sólo me decía: “no te preocupes: trabaja, que el trabajo siempre es reconocido”. La vida me ha enseñado que ésta es una verdad relativa; he conocido numerosos casos en los que los premios llegan sin haber trabajado, y he sido protagonista de episodios de mi vida en los que el trabajo duro no ha servido más que para ser ninguneado, puesto al margen para que los de siempre sigan llevándose todos los laureles. Sea como fuere, durante todos estos años he sido fiel a la máxima de mi padre. He trabajado como un mulo, me he deslomado, y he intentado siempre merecer lo que tengo. Pero ahora soy muy consciente de que el trabajo no siempre se reconoce, lo que no quiere decir que no sea mejor eso que obtener reconocimiento sin haberlo merecido, porque quien disfruta de tal privilegio en realidad se descompone por dentro.

En aquel momento de mi vida, yo sentía que estaba trabajando, y que mi trabajo era reconocido. Y pensaba que a Tati me la tenía que trabajar igual, y así la conseguiría. No contaba con que los acontecimientos que se irían sucediendo a partir de ese momento arrumbarían el precario edificio de mis logros, y arruinarían mis planes amorosos.