Era una primavera como recuerdo haber visto pocas otras en Cádiz. Las lluvias habían remitido muy pronto, y teníamos radiantes días de sol. Nuestras idas y vueltas estaban dominadas por aquel tiempo tan benigno. El temible viento de levante, el siroco gaditano, parecía haberse olvidado temporalmente de soplar. La vida era bella, yo era joven, y Tati me quería.
Porque Tati me quería. Me lo demostró aquella mañana, con su mirada. Yo lo supe, con la seguridad de quien sabe algo porque lo ha visto, pero lo que no sabía muy bien era qué hacer en aquella situación. Oficialmente, Tati y Tono eran aún novios. No tenía ninguna noticia de que se hubiese producido entre ellos una ruptura que yo ahora deseaba con grandísima vehemencia pero que no podía dar por supuesta. Y no quería ni por lo más remoto colocarme en una situación de tercero en un triángulo amoroso. Ya me había visto tiempo atrás en una situación absurda: en el burguer donde nos reuníamos, un día nos dio por sustituir los cafés por cervezas; lógicamente, la cosa empezó a animarse más de lo normal; Tati y yo estábamos sentados en el mismo asiento. Muy juntos. De pronto, la complicidad que los dos sabíamos había comenzado la mañana en que intenté tomarle la mano se hizo manifiesta; la cerveza enturbiaba la razón pero definía los impulsos; pronto estábamos enlazados por la cintura, haciéndonos confidencias como si fuéramos amantes. De pronto, alguien nos llamó la atención: era Miguel, uno de los amigos de Tono que se había quedado con nosotros. Se plantó delante de mí y me espetó lo siguiente: “¿Qué? ¿Tratando de ligarte a la novia de Tono a sus espaldas?” En ese momento lo único que salió de mis labios fue un escuetísimo “No”. Inmediatamente retiré mi brazo de la cintura de Tati, y ella hizo lo mismo con su brazo. Los dos teníamos mala conciencia. Pero los dos sabíamos lo que sentíamos por el otro.
Yo estaba decidido a conseguir a Tati. Pero debía esperar a que ella aclarara las cosas con su novio. Mientras sólo podía estar. Nada más, pero ¡qué importante me parecía! Todo lo que ella me permitía, que ya era mucho, y todo lo que me permitía yo, que quizá no fuera tanto como ella habría querido. Empecé a llamarla a su casa, para hablar. Le proponía quedar, pero ninguno de los dos tenía coche y los casi cincuenta kilómetros entre Cádiz y Jerez se hacían notar. Comencé a desplazarme yo a Jerez. Aprovechaba cualquier excusa y tomaba el tranvía. Tenía que ir a la biblioteca para esto o aquello, pero en realidad iba a ver a Tati. La llamaba, y si estaba, quedábamos. A mí me aterrorizaba pensar en la mera posibilidad de llamarla y que Tono estuviera con ella. Finalmente llamaba, y quedábamos, pero no mucho. Ella también sentía esa vergüenza que inunda a quienes creen que están vulnerando alguna norma importante. Nos veíamos, tras haber insistido yo un poco, y paseábamos por Jerez. Yo sentía su tensión, su incomodidad. Pero lo sabía. Estaba a punto de caer. Iba a caer. Caería seguro. Yo debía estar. Sobre todo, debía estar.
Llegó mayo, y en Jerez se celebra ese mes la Feria del Caballo. Estábamos en tercero de carrera, e íbamos a celebrar el Paso de Ecuador. Durante el curso habíamos organizado toda clase de rifas y actividades recaudatorias necesarias para obtener fondos para un viaje a Italia. Habíamos conseguido que se nos permitiera instalar una caseta en la Feria del Caballo. Ibamos a recaudar un montón de dinero, porque íbamos a atraer a toda la facultad y a mucha juventud vendiendo finos y cervezas. A todos los implicados en el Paso de Ecuador nos correspondía contribuir al buen éxito de la empresa. Estábamos prácticamente en época de exámenes, pero no había remedio. Debía pasar al menos una noche en blanco atendiendo en la caseta de Derecho en la Feria.
En realidad, fue toda una experiencia. Yo nunca había hecho de barman y, la verdad, me gustó. Al principio la gente entraba con parsimonia, pedía cervezas y unos taquitos de jamón y de queso (se nos acabaron enseguida), escuchaba las sevillanas que sonaban continuamente por la megafonía de la caseta, y se quedaba por allí un ratito, a ver lo que se acercaba. Pronto resultó que se acercaban grupos de veinteañeros como yo, compañeros veteranos de quinto de carrera, parejitas en plan formal y chicas, no una, ni dos, ni cinco, ni diez. Verdaderas bandadas. Pedían finos y algo para picar. Yo procuraba mantener una actitud profesional tras la barra, pero pronto comenzaron las invitaciones. Primero fue una pareja de novios a los que caí simpático. Luego llegaron ellas. Me guiñaban el ojo y me invitaban a copas. Aquello era muy agradable, y yo estaba encantado. Parecía que hubiera nacido para atender a festivos clientes y servir copas detrás de una barra. Más tarde en mi vida me he planteado esa misma hipótesis con un sentimiento de auténtico horror, pero aquella noche yo estaba feliz de mi éxito.
La experiencia era grata, y además me servía como compensación por mi frustración respecto a Tati. Su novio Tono había venido expresamente para la Feria del Caballo. Por entonces, yo lo encontraba de lo más natural, pero ahora me doy cuenta de que el muy egoísta no pensaba en Tati, sino en divertirse y no perderse ninguna de las fiestas de su tierra a las que estaba acostumbrado y de las que no podía disfrutar en la severa Salamanca (no tan severa, en realidad, pero nunca será Andalucía, no nos engañemos). No estaba seguro de que aparecerían por la caseta de Derecho precisamente aquella noche, pero no era improbable. Al fin y al cabo, ella era jerezana y él había venido a Jerez precisamente atraído por la feria. Y los dos eran estudiantes de la Facultad de Derecho, aunque él hubiera emigrado a Universidades de más lustre para que su título pesara más. En la caseta de Derecho encontrarían amigos. Irían. Pero yo no pensaba en eso. Estaba muy ocupado atendiendo a la ya numerosa clientela, y también estaba un poco achispado, porque había perdido ya la cuenta de los finos a que había sido invitado. Las chicas me miraban insinuantes, y yo me sentía en medio de una escena de la película “Cóctel”. Sólo faltaba que empezara a hacer malabarismos con las botellas de vino fino.
Pero todo eso acabó cuando mi ojo captó la entrada en la caseta de la pareja que, sin saberlo, estaba esperando. Venían los dos con cara de fiesta, sonrientes, pero no enlazados. Yo les había visto muchas veces pasear por la calle cogidos de la cintura. Era antinatural, porque Tono era como diez centímetros más bajo que ella. ¿Sabéis cuando uno mira a una pareja, y sólo con verla sabe, siente, intuye que esos dos no pueden ir juntos por ahí? Pues yo había tenido esa intuición con ellos desde el principio. Y el momento en que me parecía más palpable que Tati y Tono no eran el uno para el otro era cuando los veía pasear por la calle, enlazados por la cintura. El parecía caminar encaramado a ella. Casi como un apéndice, y un apéndice bastante feo, por cierto. ¿Por qué atrae tanto a las mujeres la seguridad que proporciona el haber nacido en una familia adinerada? No estoy hablando de materialismo. Estoy hablando de algo que presupone la riqueza, pero que no es la riqueza misma. Hablo de la conciencia de ser rico. De lo que dicha conciencia acarrea a quienes la tienen. Estos pisan la calle de otro modo que los demás. Miran de otra forma, y hacen las mismas cosas que los demás, pero de otra forma. Las mujeres notan enseguida esa diferencia de estilo y de actitud. Tati percibió la increíble seguridad en sí mismo de aquel Tono hijo de notario, estudiante en Salamanca, futuro notario con toda probabilidad, simpático, con don de gentes, tañedor de guitarra española (una habilidad muy popular en mis tiempos; hoy día ya no tanto ¿verdad?), conductor de un utilitario de lujo, libre como los pájaros y fuerte en su juventud despreocupada. Tati notó todo eso, y se sintió arrastrada por una personalidad que era su exacto contrapunto. Porque Tati, tras su impresionante fachada física, tras su sonrisa casi ultraterrena, tras su belleza intemporal, era una mujer marcada por el trágico destino de su padre, piloto del ejército desaparecido en un accidente de aviación, a quien perdió en esa edad en que las niñas están enamoradas de sus padres, sin recibir siquiera unos restos sobre los que derramar lágrimas de dolor. Tati no había superado en todos aquellos años la pérdida del primer amor de su vida. Y buscaba en cada hombre la admiración y la seguridad que había sentido por su padre: éste no sólo había sido un admirable piloto del ejército, sino además un jinete extraordinariamente dotado, que había enseñado a su hija a montar a caballo, cosa que por cierto hacía muy bien. Recuerdo verla vestida con una blusa a cuadros anudada a la altura del ombligo, pantalones vaqueros desteñidos y botas de montar. Es una imagen que no creo que olvide nunca en mi vida…
Cuando Tati conoció a Tono, creyó sentir la vieja seguridad que había conocido con su padre. Cierto que Tono no era un deportista de élite, ni un hombre físicamente valiente, ni tampoco eso que llamaríamos un hombre apuesto. Por contraste con él, yo era casi un Adonis, y nunca he podido presumir de mi atractivo físico. Pero es evidente que eso no era lo que Tati apreciaba en los hombres. De otro modo tampoco se explicaría qué es lo que pudo ver en mí. Creo que huía de los héroes del músculo y el mentón pretoriano, pero buscaba hombres que le proporcionaran un tipo de seguridad que su padre nunca le proporcionó, a pesar de lo mucho que lo había admirado, a pesar de cómo lo adoraba y lo echaba de menos: la seguridad que proviene no de ser el más guapo, el más ágil ni el más fuerte, no de realizar el olímpico citius, altius, fortius, sino de tener dominada la vida ordinaria, la que te da de comer y beber, la que te viste y te da calor o fresco, la que te hace dormir sin preocupaciones y da placer a tus días y tus noches. Tono dominaba el arte de vivir. Lo suyo no eran las proezas, sino ese brillo que proporciona a los niños bien su aparente facilidad para vivir por encima del nivel de los ordinarios supervivientes que llegábamos a la universidad con beca y que habíamos conseguido lo poco que teníamos a base de deslomarnos.
Pero Tono, ya lo he dicho, era un hedonista consumado y no tenía un concepto elevado del amor a una mujer. No, al menos, tan elevado como el mío. Tati estaba buena, muy buena en realidad, y era encantadora, y estaba frita por él. Y él, simplemente, se sentía henchido de orgullo por tener lo que había que tener para atraer a una mujer así. No podía resistirse a su propio influjo. Estaba enamorado de sí mismo, y precisamente por eso no podía de ningún modo estar enamorado de ella.
¿Y yo? ¿estaba realmente enamorado de Tati? Que sentía algo es indudable: una gran atracción física, la misma que Tono, y un deseo de hacerla feliz, de darle lo que le faltaba, lo que yo creía que podía proporcionarle, la serenidad interior y la confianza que necesitaba para dar pasos por sí sola en la vida. ¿Era eso amor? Muchas veces me lo he preguntado desde entonces, y ahora pienso que sí, que era amor, si bien era quizá un amor asentado sobre bases poco sólidas. El amor es admiración, ante todo. ¿Admiraba yo a Tati?