martes, 22 de julio de 2008

CENA CON TATI - VEINTIUN AÑOS (VIII)

En el restaurante del hotel, vigilado por circunspectos camareros, se acerca la hora de cenar. Yo he tenido un día completo: paseo por la playa en pantalón corto y deportivas, presentación ante el Fiscal Jefe de la Audiencia para tomar posesión de mi cargo, almuerzo con el Fiscal Jefe y varios Magistrados de la Audiencia Provincial, algunos de ellos compañeros míos de promoción, siesta prolongada, nuevo paseo, esta vez por la ciudad y vestido de calle, y ahora esta inesperada y al mismo tiempo muy esperada cena con Tati. ¡Vaya modo de reencontrarse con un antiguo amor de juventud! ¡Vaya comienzo de mi nueva vida en el viejo Cádiz!

Al volver del paseo, me he dado una buena ducha, me he afeitado ante el espejo del cuarto de baño, y me he repasado los pelos de la nariz y de las orejas. La barriga ya no tiene remedio, pero hay que estar medianamente presentable ante una mujer como ella. Me hago ilusiones. ¡Cómo no hacérmelas! Imagino que Tati, que está de vacaciones, y sola, podría ser mía esta vez. Ahora yo me he trasladado para vivir en la península, las distancias ya no son insuperables, y aunque ella no viva ya en la provincia, no creo que se haya alejado mucho de la ciudad. Sevilla, diría yo. Una hora en coche. Cerquísima. Ella podrá ver que, cambios físicos aparte, soy el mismo hombre que ya empezaba a ser cuando tenía veinte años.

En el restaurante hay unas pocas parejas sentadas en sus mesas, hojeando la carta con aire dubitativo. Ella no ha llegado todavía. Uno de los camareros se me acerca, entre altivo y servicial, y me pregunta si deseo una mesa y si será para uno. Le respondo que sí y que será para dos, y entonces soy guiado entre mesas hasta encontrar una perfectamente invisible tras una columna. Miro al camarero y le explico que deseo ocupar otra mesa que estoy viendo en ese mismo momento, vacía, situada junto a los grandes ventanales con vistas a la playa y al mar. No de muy buen grado soy conducido a la mesa deseada, donde por fin tomo asiento y pido una cerveza y unos cacahuetes. Tengo hambre. Enciendo un cigarrillo y espero.

Al cabo de un cuarto de hora, diviso la silueta de Tati aproximarse entre las mesas. Me levanto y me acerco a ella. Nos besamos y se sienta frente a mí. Debo tener cara de gilipollas total, porque ella esta radiante, radiantísima, y me lanza miradas de reconocimiento por mi admiración, que debe ser tan ostentosa que llama su atención. Entre miradas y sonrisas, saca su paquete de cigarrillos del bolso y enciende uno. Pide otra cerveza para ella al camarero mientras éste nos extiende las cartas, y cuando por fin se marcha, me habla.

- ¡Bueno! ¡Qué sorpresa! ¿No? Eres la última persona que yo esperaba encontrarme en Cádiz, ¡te lo juro!

Yo estoy semilelo. Casi no puedo pronunciar la palabra más sencilla. Uno de los cacahuetes se resbala por mi faringe, y me provoca un conato de atragantamiento. Tati me mira, preocupada.

- ¿Estás bien? – me pregunta. Yo me he librado del cacahuete asesino y por fin puedo hablar.
- ¡Sí! – respondo – Ha sido sólo un cacahuete que se me ha ido por donde no debía. ¡Bueno, Tati! ¡Qué te puedo decir yo! Estoy tan sorprendido como tú. Veintiún años. Es mucho tiempo, ¿sabes?
- ¡Claro!
- No esperaba encontrarme aquí con nadie que conociera. Llego a este hotel, que antes de irme a Canarias llevaba tanto tiempo cerrado, ¡y resulta que te encuentro a ti, la primera mañana del primer día de mi estancia! Es una maravillosa casualidad, si me permites que lo diga.
- ¡Te lo permito! ¡Te lo permito! ¡Je, je!
- ¡Bueno! ¿Y por qué no me explicas eso de que te encuentre de vacaciones en tu tierra? ¿Dónde estás viviendo?
- En Sevilla – ¡Acerté!
- ¿Hace mucho que vives allí?
- ¡Pues sí! Desde que acabé Derecho en el ochenta y ocho. Conseguí una pasantía en un bufete de Sevilla, y desde entonces vivo allí.
- Entonces, ¿eres abogada?
- ¡Desde luego!
- ¿Y te va bien?
- No me puedo quejar. Me dedico al mercantil. Mi bufete asesora a grandes empresas de Cádiz, Sevilla, Córdoba, Málaga y Huelva. Me di cuenta de que tenía dotes para la asesoría jurídica. Dotes y presencia, ya sabes… Hoy día la imagen lo es todo, o casi.

En ese momento me dio por recordar que me había quedado calvo, que llevaba un bigote poblado y algo descuidado, que no hacía ejercicio y que me había salido una tripa indecente. Ciertamente era un pensamiento incómodo.

- Así es – repuse, tratando de ahuyentar mis desasosegantes reflexiones.
- Además, me casé con el jefe… y eso siempre ayuda, ¡je, je!

¡Mierda! ¡Casada! ¡Era demasiado bonito para ser cierto! ¿Qué podía esperar de una mujer de este porte. ¡Mírala! Cuarenta y pocos años y la miran hasta los chicos de veintitantos. Precisamente uno de los camareros, un jovenzuelo muy descarado, le está lanzando unas miradas tales, que me están dando ganas de levantarme y decirle cuatro cosas bien dichas. Pero, ¡joder! No tengo derecho. Al fin y al cabo, yo también la miro con deseo, ¡y resulta que tiene marido! Es él el quien debería estar aquí, apartando los moscones que acosamos a su mujer. ¿Y por qué no está?

- ¡Vaya! ¡Casada con el jefe! ¡Eso sí que es progresar en la vida! ¡Je, je! ¿Y no te has venido con él?
- Nos divorciamos hace tres años – ¡¡Falsa alarma!! – Y de todos modos, alguien se tiene que quedar a cargo del bufete.
- Os divorciasteis, ¿y seguís trabajando los dos en el mismo bufete?
- ¡A ver! ¡Qué remedio! Si me voy yo, levanto del bufete una cartera de clientes muy importante. Y lo mismo él. Ya no somos marido y mujer. Somos socios. Así lo enfocamos. Además, Ernesto y yo tuvimos un divorcio modélico, y mantenemos una relación personal fantástica, sin rencores y con mucho cariño.
- ¡Cómo me alegro! ¡Y cómo os envidio! Yo también estoy divorciado, y lo último que puedo decir es que tenga alguna relación, buena, mala o regular, con mi ex – mujer.
- Bueno. Es cuestión de suerte, creo yo. A mí me tocó un ex estupendo. A otras les han tocado horrorosos, algunos de esos que deberían estar en la cárcel, ya sabes…
- Sí.
- Y ahora estás disfrutando de la soltería.
- ¡Exacto! Me encuentro muy tranquila.
- ¿No tuvisteis hijos?
- No – una ligera bruma empaña sus ojos; entiendo que no debo insistir en este punto.
- Yo tampoco tuve. ¡En fin! No di con la mujer adecuada…
- ¿Te volviste por eso?
- Quizá. En parte sí. De todos modos, necesitaba un cambio.
- No sé si has venido al lugar adecuado para cambiar. Siempre que vengo a Cádiz pienso que está igual, y que nunca cambiará.
- ¡Pero si ha cambiado muchísimo! Yo veo que la ciudad ha crecido, se ha modernizado, está más limpia. ¡Mira este hotel, sin ir más lejos! ¡Es una maravilla!
- Sí. Bueno. ¡En fin! Yo me entiendo.

Y yo también la entiendo. Los cambios de Cádiz son meramente cosméticos. En lo profundo, la sociedad gaditana sigue siendo la misma, para lo bueno y para lo malo. Posiblemente Tati se refiere a lo malo…

Miramos las cartas. Ella pide una ensalada césar. Yo pido un consomé y un pescado a la plancha. De algún modo, la presencia de Tati al otro lado de la mesa me empuja a ser cuidadoso con mi dieta. Mi cuerpo me lo agradecerá mañana. No obstante, no puedo evitar sugerir un par de copas de vino para acompañar la cena. Ella acepta, y la comanda queda hecha. El camarero se marcha, presto a cantarla a cocina.

- ¡Bueno, Víctor! – Tati se lanza a la ataque – Háblame de tu vida en Canarias.

No es un tema que me entusiasme, pero comprendo que quiera saber de mi vida. Y mi vida, los últimos veintiún años, ha transcurrido en Canarias. Así que comienzo.