lunes, 31 de marzo de 2008

EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC

Hoy no tengo letra. Sólo tengo música. Y sólo tengo ésta.






Es "The Sinking of the Titanic", compuesto en 1969 por Gavin Bryars, emblema de la música minimalista.

Nota: Yo cada día lo flipo más con los japoneses...

viernes, 28 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXI)

Fuera empezó a llover. Una nube gris se aproximó rauda a su ventana, descargando gotas que pronto perlaron el cristal. Lidia sentía aquellas gotas resbalando por sus propias mejillas, mientras en su mente se confundían los pensamientos: por un lado recordaba su entrevista al doctor Sanchís del día anterior, y por el otro su alma luchaba para entenderse: ¿amaba u odiaba a Henry? ¿por qué acogía ambos sentimientos en su interior? Y, por cierto, ¿por qué se acordaba de Henry cada vez que pensaba en Sanchís? Debía concentrarse, y dejar de llorar como una tonta. Se alejó de la ventana u se aproximó a la mesa en la que parpadeaba, haciendo señales, su portátil. Abrió el procesador de textos y escribió un título provisional para su artículo: “EL VIEJO QUE AMÓ DEMASIADO”. Luego dejó el teclado, clavó los codos en la mesa, y sus ojos, ya secos, volvieron a posarse en el vano de la ventana, en busca de las palabras que necesitaba.

León Sanchís debió haberlo dejado todo en el momento en que ella se vió con él en aquella terraza, por segunda vez en un año, y le privó definitivamente de toda esperanza respecto a ella. Porque, si había sufrido el dolor de la frustración de su sentimiento, si había sentido en su cuerpo las palizas y los atropellos de los secuaces de Robaina, si había soportado estoicamente un encarcelamiento absurdo por un delito inexistente (a menos que se considerase su verdadero delito: amar a la mujer de otro), tras su última conversación con Marga, Sanchís se expuso a un dolor más insoportable que ningún otro que hubiera conocido con anterioridad: el dolor del amor desesperado que es mayor, cuanto mayor es el desprecio que sufre.

Y es que no se resignaba. Sabía que la amaría por siempre. Que nunca posaría la mirada en ninguna otra mujer. Que no accedería a ninguna proposición, ni por desahogo, ni por compensación, ni por no tirar su vida por el desagüe. La tiraría sin dudar, porque no quería vivirla con nadie que no fuera Marga, ni quería vivir por nadie que no fuera Marga. Y, por eso mismo, la certeza de que él único ser que daba sentido a su vida se había sustraído de forma irrevocable de ella lo sumió en un dolor implacable, en un inmenso e insondable océano de angustia.

Regresó a su trabajo en la consulta. Pero había perdido la clientela que con tanto entusiasmo había acudido a él cuando era un médico de postín, recién llegado de París, y no un apestado social, un loco capaz de hundir su vida por una ramera, un individuo execrable al que los matones de Robaina tenían vigilado, por su afición a codiciar la mujer del prójimo, un subversivo que participaba en los horrendos conciliábulos del comunismo. Intentó mantener abierta su consulta, pero nadie acudía. Tras varios meses, aburrido, deprimido, la cerró definitivamente.

A partir de ese momento se entregó a una vida que, durante el día, consistía básicamente en leer y pasear, y durante la noche, en beber, cada vez más. Dejó definitivamente la timba de los viernes, y sólo aceptaba aquellas compañías que aceptaran emborracharse con él. Pronto se vio rodeado de la escoria de las calles, compartiendo sus vicios y, más que terminar abandonado por su familia, terminó abandonándola él. Dejó de acudir a los almuerzos dominicales, rechazó las visitas de su madre y las llamadas de su padre, y no permitía a sus hermanos interceder en su favor o ayudarle en modo alguno, a pesar de que se habían ofrecido en reiteradas ocasiones. Para ellos, León había enfermado de una grave dolencia mental que estaba llevando su vida al abismo. Era preciso ponerle en manos de un profesional ante lo que tenía todas las trazas de ser una grave depresión. Fueron a su casa en repetidas ocasiones a hablar con él, ya que no querían internarlo a la fuerza. Recordaban que había sido encarcelado, y no querían que León los asimilase con los matones y los policías que lo apalizaron y apresaron. Ellos querían ayudarle, pero León no creía que pudiera ser ayudado por nadie. Les dijo que la mejor ayuda que podían prestarle consistía en dejarlo en paz. Tras una serie de visitas, sus hermanos se cansaron de su actitud, y además tenían sus propios asuntos, que reclamaban su atención y les impulsaban a dejar por imposible al hermano díscolo, al que, de todos ellos, eligió perderse. Tenían el fraternal deber de ayudarle, y lo hacían, hasta donde él se dejaba. Pero no se dejaba, y su a partir de ahí su deber decaía en ese punto.

Fue entonces cuando terminó el contacto de León Sanchís con la realidad, y comenzó un largo recorrido de nueve años en sanatorios mentales, a los que llegó por propio impulso cuando el alcohol ingerido y las drogas consumidas lo dejaron en tal estado que, además de la imprescindible desintoxicación, se vio por fin en la necesidad, reconocida por el mismo como médico que era, de tratarse de la depresión en que había caído. Una mañana, León Sanchís se levantó y, sin siquiera pasar por el cuarto de baño para asearse, se dirigió al balcón de su casa, decidido a tirarse a la calle. Abrió la puerta del balcón y miró al exterior. Apoyó sus manos en la baranda y se encaramó sobre la rodilla derecha. Justo en ese momento, desde la acera, una señora entrada en carnes, vestida de verde y tocada con un ridículo sombrero le miró de hito en hito. No había alarma en su expresión, ni tampoco asombro, como recordaba ahora, tantos años después, hablando de ello con Lidia, sentados ambos en la mesa de la cocina del pisito que Marga ocupó, en el que comerció con su cuerpo y en el que finalmente falleció, en brazos de León. Más bien, el médico suicida detectó en los ojos de aquel ser extravagante un matiz de reconvención. Parecía decirle: “Si se te ocurre tirarte, te corro a paraguazos”. Y Sanchís se amedrentó. No quería merecer la mirada iracunda de aquella mujer con aspecto de madre de siete hijos, acostumbrada a dirigir a su tropa a paraguazo limpio. Retiró la rodilla de la baranda del balcón y se internó en su casa. A continuación, tomó el teléfono, y habló con Melquíades Soto, reputado psiquiátra de la ciudad. Quería que lo tratara.

Al recordar la narración que de estos episodios de su vida le había hecho León Sanchís, en la entrevista que tuvo con él, Lidia experimentaba una sensación de irrealidad. Si había algo que caracterizaba la vida del médico era eso: resultaba inverosímil que un médico reputado, vástago de una de las familias de renombre de la ciudad, se perdiera, física, mental, profesional y socialmente por una mujer. Era algo completamente impensable, algo que lo convertía en un monstruo, en un ser de otro mundo, no de éste. Pues había algo monstruoso en un hombre que sacrifica todo el sentido común por el amor. “El amor” pensaba la periodista, sentada de mala forma ante la pantalla de su portátil, mientras afuera la mañana avanzaba, lluviosa, “no merece tanto sacrificio, ni debería ser algo tan trágico. Este hombre se equivocó”. Y, mientras lo pensaba, Lidia sintió una sobrecogida admiración por León Sanchís.

Encendió un cigarrillo y empezó a escribir. Borró el título que había escrito al comienzo, y en su lugar escribió este otro: LA VIDA DEL DOCTOR SANCHIS: UN ERROR GRANDIOSO.

jueves, 27 de marzo de 2008

DAVID BOWIE




Porque sí...




EL PUENTE ROTO

No sabía nada de él. Tan sólo lo oyó hablar una vez. Tenía una voz hermosa. Ponía el corazón en lo que decía. Miraba de frente. Ella se dijo: la próxima vez le hablaré. Y no volvió a verlo.

Mucho tiempo después lo encontró. Seguía teniendo la voz hermosa. Seguía poniendo el corazón al hablar. Y seguía mirando de frente. Pero estaba tan lejos, tan distante... A ella no le importó, y se acercó a él, tal y como se había prometido. Hablaron o, mejor dicho, le habló, porque él apenas se separaba de los monosílabos y las respuestas cortas. Estaba en otro mundo. Pero le sonreía. ¡Oh Dios! ¡y qué sonrisa tenía! Luego de un rato, se despidieron. En los ojos de ella había prendido la ilusión.

Días más tarde, le envió un mensaje con el teléfono móvil. Pero él estaba tan lejos... No le contestó hasta el día siguiente. No había oído el teléfono. A ella le sonó a excusa, y no contestó.

Un buen día, sin embargo, ella le envió un correo electrónico. No le hablaba de nada trascendental, pero le deseó una muy feliz semana. El contestó, correcto, atento, deseándole lo mismo.

Un día, ella recibió en su teléfono móvil un mensaje. Era de él. Le hablaba de naderías, pero ella no pensó en eso, sino "¡me ha escrito! ¡me ha escrito!". Y le contestó, la mar de contenta. El seguía estando lejos, muy lejos, en realidad... Pero a ella no le importó.

Días más tarde le envíó un correo electrónico lleno de palabras hermosas y tiernos sentimientos. No le hablaba de él, ni del amor, no se trataba de eso. Sólo quería que él supiera que le deseaba lo mejor.

El recibió el mensaje, como todos los demás, y sintió que debía sentir algo por una mujer que de tan dulce manera intentaba atrapar su corazón. Pero, en realidad, su cuerpo se consumía por una joven de pechos pequeños y redondos, y su mente se decía continuamente "debes parar esto; debes pararlo antes de que sea demasiado tarde". El sabía cómo era la mujer por la que enloquecería. Y sabía con amarga lucidez que esa mujer no existía.

Pero necesitaba reposo, y calor, y sentirse adorado...

martes, 25 de marzo de 2008

VIDA Y DESTINO




El totalitarismo no es meramente una monstruosidad producida por hombres poseídos por una cruel enfermedad psicopática. No es cierto que haya sido erradicado de una vez y para siempre de nuestro mundo. Porque el totalitarismo vive en cada uno de nuestros corazones.

Aún no he terminado de leer la monumental Vida y Destino, escrita por Vasili Grossman, ingeniero, novelista y periodista soviético, judío asimilado, que fue un escritor adicto al régimen soviético prácticamente hasta el final de su vida, hasta que intentó plasmar en sus obras el exterminio por hambre de poblaciones enteras en el interior de su país, durante la colectivización forzosa de 1937, o el increíble y siniestro parecido que existía entre los dos totalitarismos en paradójica pugna durante la Segunda Guerra Mundial: el nazismo y el comunismo soviético fundado por Lenin y "mejorado" por Stalin.




Grossman, quien al ser invadida la Unión Soviética por Alemania se había presentado voluntario para combatir y había sido declarado inútil, presenció de todas formas en primera línea, como corresponsal de guerra, los acontecimientos bélicos, y la represión política simultánea, paralela, en pleno frente. Asistió, al final de la guerra, a la liberación de los campos de Treblinka y Majdanek. Cuando, años después, quiso explicarse literariamente lo sucedido durante la guerra en su país, no pudo evitar plasmar la evidencia de que había asistido al choque de las dictaduras totalitarias más férreas y despiadadas que jamás habían existido. Una cruel batalla entre monstruos hermanos, que se saldó con millones de muertos, producto no sólo del choque de los rivales, sino de la propia y mortífera tarea de depuración interna a que los dos se dedicaron.




Grossman, como todo verdadero intelectual, escribió Vida y Destino y Todo Fluye dominado por la necesidad de explicarse lo ocurrido, de entenderlo a fondo, hasta la raíz, si era posible. Todo Fluye narra las hambrunas producidas en Ucrania por la colectivización del campo, con millones de muertos en aras de la cuota de producción. En cuanto a Vida y Destino, escrita en tiempos de Jhruschov, Grossman creyó que tal vez podría publicarla. Le fueron confiscadas todas las copias que se llegó a descubrir (pero no todas, o ahora no podríamos leerla) e incluso las cintas de la máquina en que la escribió.

Necesitaría hacer varias relecturas concienzudas, minuciosas, llenas de anotaciones e interpolaciones, junto con un estudio histórico de la Rusia soviética y de la Segunda Guerra Mundial, y de la literatura rusa, para poder hacer una reseña digna de tal nombre sobre esta obra. Así pues, esto no es una reseña. Es sólo un comentario, resultado del impacto de lo leído sobre mi sensibilidad, y quizá también, de los trastornos del insomnio producto de un ataque de acidez...

Vida y Destino es un fresco de la Unión Soviética durante los momentos cruciales de la batalla de Stalingrado. En el libro se puede vislumbrar los grandes movimientos políticos y su significado, y las estrategias principales de los líderes durante la guerra. Pero, sobre todo, lo que se aprecia es la vida del hombre corriente en medio de los trastornos del siglo XX: de la anciana que perdió a su marido y a su hijo durante las hambrunas producidas por la instauración del sistema de koljoses en el campo ucraniano; del físico que ha hecho un descubrimiento que podría llevar a Rusia a la era atómica, y es celebrado por sus colegas, pero inmediatamente censurado por el Régimen, que considera sus teorías, fundadas en el análisis matemático, demasiado "idealistas" y por lo tanto incompatibles con la ciencia socialista, pegada al terreno y practicista; de la madre que espera, y espera, y espera tener noticias de su hijo, que ya ha muerto en el campo de batalla; de la mujer enamorada del brillante coronel de caballería, pero que aún recuerda con dolor y un sentimiento que es amor en un sentido más profundo a su primer esposo, antiguo chequista ahora víctima del sistema represivo en el que tan activamente y con tanta convicción había tomado parte; del viejo bolchevique prisionero en Treblinka, que ve morir ante sus ojos a su compañero de los viejos tiempos de la Revolución de Octubre, a su amigo del alma, diciéndole que los dos se habían equivocado, que la libertad era lo más importante y que ellos la habían destruído; de la doctora judía que, pudiendo salvarse de la cámara de gas aduciendo su título profesional, prefiere acompañar a ella a un niño desvalido, abandonado de su propia madre; del comisario político que, después de haber sobrevivido a Stalingrado, es detenido y preso en la Lubianka; de un Hitler que pasea por el bosque nocturno, angustiado, al conocer la derrota alemana en Stalingrado; de un Stalin que se sabe inferior a la imagen que ha proyectado de sí mismo, y que odia a todos, a los que le temen y le adulan, y a los que le alzan la voz en las reuniones, y principalmente a sí mismo, como Hitler, pues, como dice el agente de la Gestapo que interroga al viejo bolchevique en Treblinka, los soviéticos, al odiar a los alemanes, se odian a sí mismos, porque el nazismo y el bolchevismo no son más que dos aspectos de un mismo movimiento general de odio, de terror, de miedo del hombre ante su propio poder.

Y ese es el signo de nuestro tiempo. Ya lo era el siglo pasado, y lo sigue siendo en el siglo presente. La Humanidad, que avanzaba confiada en su capacidad para dominar la naturaleza y ponerla a su servicio, que creía haber encontrado las fórmulas perfectas para organizarse, inspiradas en modelos científico-naturales, descubre en el siglo XX que las fuerzas de la naturaleza no han sido realmente dominadas, sino a lo sumo vislumbradas, que los torpes manejos de los hombres se parecen peligrosamente al jugueteo de un niño con una picadora enchufada, que los sistemas creados oficialmente para expandir el bienestar colectivo no son más que crueles máquinas de poder, que destruyen al hombre y lo convierten en pura materia aprovechable por un mecanismo que devora incluso a sus propios operarios y hasta a sus propios diseñadores.

La Humanidad ha adquirido tal poder sobre la Naturaleza y sobre los individuos, que finalmente ha comprendido que carece en realidad de él. Y esta comprensión produce angustia, y excita paradójicamente un férreo deseo de control. Ante un mundo volátil, la débil alma humana sigue queriendo aherrojarse y aherrojar la realidad, para que el mal ya existente no aumente, o al menos le sirva de algo.

Hasta el siglo XX, los sistemas de dominación de la Humanidad existentes eran primoridalmente físicos: o bien se basaban en el poder militar, o bien en el predominio económico: la seguridad y la supervivencia eran las palancas que suscitaban la adhesión del pueblo a sus líderes. Siempre acompañó a estos mecanismos la utilización, el aprovechamiento, de los cuerpos dominantes de creencias; pero éstas surgían de formas relativamente espontáneas, e incluso (véase el cristianismo) fueron en sus inicios movimientos espirituales estrictamente marginales.

Desde el siglo XX, sin embargo, se está desarrollando una eficiente máquina de dominación de los espíritus, basada en la manipulación de la verdad, que ha llegado hasta el extremo de, no ya cuestionar filosóficamente el concepto de verdad, que es un cuestionamiento lícito y potencialmente muy fructífero, sino cuestionar el concepto vulgar de verdad, el que funciona en la calle. Se ha conseguido desvalorizar la verdad hasta el extremo de que, hoy día, casi nadie cree que decir la verdad sea algo valioso por sí mismo. Así es como se ha demolido al individuo, y se lo ha transformado en mero engranaje de la Gran Maquinaria de Poder, cuyos afortunados tripulantes manejan orgullosos, hasta que ésta, que es mucho más poderosa que cualquiera de ellos, los devore a su vez, y los convierta en tuercas y tornillos, engranajes y bielas, conectores y chips...

La destrucción del concepto de verdad y del concepto de individuo libre como ente portador de la verdad era necesaria para extender en nuestro mundo la propaganda de masas, que es el mecanismo actual por excelencia de toda dominación política. Y la propaganda de masas es la condición ineludible de cualquier sistema de dominación totalitaria del hombre. El totalitarismo aspira, no meramente a controlar coactivamente la conducta exterior del hombre, sino a controlar del mismo modo su alma, sus resortes interiores, su cuerpo de creencias, sus afectos y desafectos, en fin, todo cuanto el hombre es.

Pero no podemos olvidar que la destrucción del concepto de verdad y de individuo libre no ha sido perpetrada por nuestros dirigentes, sino por todos nosotros.

Y, con todo y por eso mismo, en nosotros vive la esperanza, la posibilidad de sobrevivir a nuestra propia destrucción.

Eso es Vida y Destino, a mi juicio: la narración de cómo nos destruimos a nosotros mismos, y en los mismos estertores de nuestra agonía encontramos las fuerzas necesarias para seguir vivos...

domingo, 23 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXX)

Muchos años después, el doctor Sanchís conoció toda la verdad, de labios de la propia Marga, de una Marga ya tocada de muerte por la enfermedad, y que no quería irse de este mundo sin haberse puesto en paz con quienes la habían amado u odiado, con quienes habían significado algo en su vida. Sanchís, para Marga, significó el amor en un mundo sin amor, y por eso lo llamó.

Aquella noche, después de la última entrevista con León Sanchís, Marga no pegó ojo. Cuando se levantó de la mesita de la terraza en que le había dicho aquellas palabras, que ya en el fondo no sentía, pero que sabía que tenía que decir, estuvo a punto de desfallecer por el dolor. Se sentía furiosa consigo misma, porque no estaba consiguiendo ser tan fuerte como ella misma se había impuesto ser desde un principio, desde que dejó el colegio de monjas y se lanzó a la vida, desde que dejó la casa de sus padres para ganarse el sustento por sí misma, desde que urdió el plan perfecto que le permitiría no depender jamás de un hombre, dependiendo a la vez de todos ellos. Había decidido verle, en realidad, porque quería tener cerca de un hombre que parecía amarla. Quería saber cómo era un hombre así. Quería comprobar que estaba hecho de la misma sustancia corrupta de los demás hombres, los que la amaban durante una hora, pagaban y se marchaban, o de la de Robaina, el hombre que la había comprado para su disfrute particular. Marga quería saber, y al mismo tiempo quería impedir que aquel loco que la había pretendido durante un año entero, que se había arriesgado a todo por ella, y que había padecido por su insensata pasión, siguiera haciendo exponiéndose a la ira de Prudencio Robaina, porque sabía que si las cosas seguían como hasta entonces, al doctor Sanchís le quedaba poco tiempo de vida. Lo sabía. Algún día, tendría un accidente tan grave que ningún hospital podría curarlo. Quería decírselo. Quería hacerle comprender que tenía que conformarse. No quería ser dura con él, pero la vida ya lo era por ella y por todos. Era evidente que el doctor, que tan versado parecía en tantas cosas, sin embargo no comprendía lo que la vida era en realidad: un continuo bregar por sobrevivir, y punto. Ningún idealismo, ningún sentimentalismo tenía lugar en el mundo en que ella y él vivían. Era un mundo que pertenecía por entero a los fuertes, y si no se era fuerte, se perecía. No había otra ley que mereciera la pena conocer, salvo la de ofrecer la menor cantidad posible de flancos débiles al enemigo. El enemigo era todos los demás. Había enemigos declarados, desafiantes, ofensivos, como Prudencio Robaina, y enemigos estructurales, involuntarios, benevolentes pero equivocados, gente que podía, si te descuidabas, conducirte al abismo. Sanchís era de los segundos. Vivía con su flanco débil permanentemente expuesto al mundo, y recibía golpes de todos los lados. Pero lo peor era que, exponiendo su lado sensible a los demás, se convertía en una peligrosa tentación. Invitaba a los demás a hacer lo mismo, induciéndoles a creer en una vida mejor, en la que el amor y la nobleza fuesen las leyes indudables de la vida. Contra enemigos como Robaina era posible luchar, o por lo menos pactar. Ella lo había hecho, y no le iba mal. No le faltaba de nada, y se sentía segura. Tenía que pagar un precio, obviamente, porque nada bueno es gratis. Pero contra enemigos como Sanchís sólo cabía destruir o ser destruído. La única manera de escapar de aquella alternativa maldita era neutralizarlo, convertirlo en nada, y que de esa forma dejase de ser un enemigo, para formar parte de la masa gris de la gente que no significaba nada para ella. Pero Marga entendía oscuramente lo que eso implicaba: Sanchís ya significaba algo para ella. Estaba perdiendo en su lucha contra él. Cada vez que le llegaban noticias sobre la última paliza, una congoja invencible la dominaba, un dolor sordo la sometía, unas insoportables ganas de llorar hacían que se odiase a sí misma. Cuando supo de su encarcelamiento, un aborrecible pensamiento invadió su mente, sin que su voluntad, férreamente decidida a ignorarle, pudiera hacer nada: “Al menos ahí Robaina no podrá hacerle nada más. Estará vigilado, y nadie lo tocará”. No pensó que, si su protector quería, Sanchís podía ser apalizado en prisión, igual que si estuviera en la calle. Pero aquél no necesitaba ensañarse de ese modo con un hombre que no podía seguir molestándole desde su celda. Eso fue lo que le salvó, y no una supuesta imposibilidad de llegar hasta él por parte del empresario.

No. Marga estaba empezando a caer en la trampa que el ingenuo y sentimental Sanchís había tejido para atraparla. Y debía parar aquello, sobre todo por su propio bien. Por eso, cuando le escribió rogándole una última entrevista, con la promesa de dejarla en paz en adelante, Marga creyó que, quizá, esa era la oportunidad que buscaba de firmar una frágil paz con el mundo, de obtener una tregua en su guerra contra la vida. La idea de que aquel hombre, que la había cortejado como nadie lo había hecho nunca, dejase de hacerlo para siempre, le dejaba un poso de amargura del que no se quería hacer demasiado consciente. No obstante, procuraba alegrarse por él, porque gracias a eso seguiría viviendo, y podría seguir amándola, si quería, pero sin molestarla a ella ni a Robaina. Y una tenue sonrisa de satisfacción se le esbozaba en los labios cuando pensaba que aquel estúpido la iba a seguir amando, a pesar de todo, y que Robaina no tenía poder contra ese sentimiento, aunque lo tuviera contra todo lo demás.

Se arregló como pocas veces. Quería refulgir para él. Ya que iba a ser la última vez que se vieran, quería dejar en él un recuerdo imborrable. Tomó un taxi y se presentó en la terraza del Gran Café, puntual. Sanchís ya estaba allí, de pie, esperándola. En cuanto la vio, se lanzó en lo que casi parecía una carrera en pos de ella. Le extendió la mano, que ella tomó. Palpitaba. Ardía. Aquel hombre estaba inflamado de amor. Inmediatamente se sintió muy débil. “No podré” – se decía. Se sentaron. Pidieron café para los dos. El le ofreció un cigarrillo que sacó de una pitillera de plata, que ella aceptó, y luego sacó otro para él. Le ofreció fuego con un mechero de oro, y ella lo tomó. Volvió a sentirlo. “Este hombre podría hacerme feliz”. Y volvió a desfallecer. Rompió a hablar. Le explicó que en la vida había cosas que se podía esperar conseguir, y otras que no. Le habló de su propia vida, de lo alejada que estaba de sus costumbres de buen burgués. Insistió en que ella era una prostituta, una mujer acostumbrada a ofrecer su cuerpo por dinero. Presentó su relación con Robaina en esos términos, y con gran cinismo declaró que, en el fondo, tampoco se sentía tan diferente de las que se tenían a sí mismas por decentes. Le hizo ver que estaba conforme con su vida, y que no aspiraba a nada mayor. Que, muchas veces, los sueños son nuestros peores enemigos. Que, en el afán por conseguir lo mejor, perdemos todo cuanto tenemos, sin obtener lo otro, y quedamos reducidos a polvo y ceniza. Ella, dijo, había construido toda su vida basándose en un principio opuesto: conseguiría lo que estuviera al alcance de su mano, y no pretendería alcanzar metas excelsas o sublimes. Le hizo ver que él estaba siguiendo la senda contraria, y lo estaba perdiendo todo: su profesión, su status, su clientela, su prestigio, su dinero, su libertad y su salud, pero que no por ello la conseguiría a ella. Le estaba muy agradecida por los bellos sentimientos que le profesaba, pero le pedía, por última vez en su vida, que se alejase de ella, que no la acosara más con su amor desaforado. Además, le advertía de que ya no podía controlar a Prudencio Robaina. Que éste veía a Sanchís, si no como una amenaza, sí como un incordio de suficiente entidad como para concebir la idea de eliminarlo. Que debía tomarse en serio el celo territorial y posesorio de Robaina. Le recomendó que no la amara más, y le explicó que había muchas otras mujeres atractivas en las que podía posar su mirada, si quería. El no tendría ningún problema: aún joven, muy guapo, y de buena posición social, solamente tendría que hacerse perdonar aquel año de desvarío que había tenido. Y las mujeres, le explicó Marga, son mucho menos románticas de lo que él cree: se lo perdonarán todo, con tal de tener la seguridad de que, en adelante, será para ellas, tanto él como, sobre todo, su dinero. No debía olvidarlo. La buena planta, la educación y las buenas maneras, la cultura y la sensibilidad eran buenas cosas. Servían para atraer a ciertas mujeres. Pero, para retenerlas, sólo había dos cosas que realmente funcionaban: los hijos y el dinero. Le recomendaba que hiciese uso de sus cualidades más románticas al principio, y de las más prosaicas después. Y le pedía, por lo que más quisiera, que no le soltara el discurso que sin duda traía preparado para la ocasión. Ella podía imaginar perfectamente lo que le diría. Le hablaría de la comunión de las almas y de los cuerpos, de una vida mejor, de dejar descendencia y no estar solos. Se equivocaba. Siempre se está solo. Los inteligentes se distinguen de los demás en que soportan su soledad con compañías convenientes. ¿Era él de los inteligentes, o de los tontos?

viernes, 21 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXIX)

La despertó el sonido del teléfono móvil. Henry le había enviando un mensaje, en el que le preguntaba cómo estaba, y le decía que la echaba de menos. Reaccionó como de costumbre: se enfadó ante el gesto de su novio, quien parecía haber acudido a una academia expresamente para aprender a irritarla. Pero, junto con el enfado, Lidia sentía en su interior una extraña congoja, que no esperaba. Algo le decía que, por aquella vez, ella iba a tener que dar su brazo a torcer. El plan de batalla de Henry, inexplicablemente, estaba dando resultado.

Se levantó de la cama, morosa. No iría a la redacción. Tenía que pensar en tantas cosas… Se había pasado catorce horas seguidas entrevistando al Doctor Sanchís. Nadie podía exigirle que fuera hoy a trabajar.

De golpe, todo lo vivido el día anterior se volvió nítido en su mente mientras hacía pis. Aquel viejo, de verdad, tenía una historia. Una historia de amor como ninguna mujer cree posible que pueda haberla. Una historia de amor que le habría gustado conocer con quince años, y así se habría enfrentado a los hombres con más confianza. Su propia historia con Henry había sido el resultado de un asedio pertinaz por parte de él, asedio que chocó contra la más inexpugnable de las murallas por parte de ella durante meses, hasta que, un buen día, inexplicablemente, un confundidísimo Henry accedió al mismo tiempo a su corazón y a su dormitorio. Si por aquel entonces Lidia hubiera conocido la historia de los amores de León Sanchís, probablemente el pobre Henry no habría sufrido tanto, ni para conseguir su amor, ni probablemente después de haberlo obtenido.

En realidad, sí que iba a trabajar. No iría a la redacción, pero sabía que tenía que empezar a escribir ya, antes de que los recuerdos perdieran su frescura. Se duchó, y después preparó un café con leche y una tostada con mantequilla y mermelada, y se las llevó en una bandeja a la mesa donde tenía su portátil. Encendió éste y se entretuvo durante diez minutos viendo las noticias por internet y revisando su correo electrónico, mientras daba bocaditos a la tostada y sorbitos al café con leche. Terminada la tostada, Lidia encendió un cigarrillo, y se preparó para el intenso disfrute del sabor del humo tabaco, impregnado de café con leche. De pronto, se levantó de la mesa con el cigarrillo entre los dedos, y se dirigió a la ventana de la habitación. Un radiante sol matinal lo bañaba todo en luz. Pero Lidia no tenía puesta su atención en los colores de los toldos de los balcones, ni en el brillo del pelo del muchacho que sacaba a pasear su perro labrador, ni en los destellos que el sol radiante arrancaba a la pintura metalizada de los automóviles que pasaban, raudos, bajo su ventana. Sólo estaba dejando que el sol despertara su pensamiento y su memoria, y que lo vivido, lo escuchado, lo aprendido en el día de ayer se convirtiera, lentamente, en palabras, palabras que debía volcar en el que podía ser su mejor artículo escrito hasta la fecha.

Ahora, después de haber dormido, con el café en la mano y dando chupadas al cigarrillo, semidesnuda en su casa, la casa que era suya y de Henry, pero sobre todo suya, porque cuando la vio por primera vez cayo enamorada y no paró de insistirle a él hasta que accedió a comprarla con ella, Lidia era capaz de apreciar mejor las sensaciones que el día anterior se iban agolpando de forma desordenada y confusa en su cerebro. Sanchís había hablado sin parar durante horas. Al principio, ella tomaba notas, sin confiarse a la grabadora. Dichas notas no siempre recogían palabras del doctor, sino gestos, miradas, actitudes, que le serían muy útiles a la hora de componer el artículo. Pero el doctor seguía hablando, y era casi la una de la tarde, y Lidia empezaba a cansarse. Su interlocutor se dio cuenta, y la invitó a salir a la calle. Era su hora del paseo. Así conocería el barrio.

La llevó por las calles que durante decenios había transitado él en solitario. Durante el trayecto, no le habló de su historia con Marga, pero sí le contaba toda clase de anécdotas relacionadas con los vecinos del arrabal que había ido conociendo durante todo aquel tiempo, y que había aprendido a apreciar. Le habló de mujeres maltratadas que acudían a que él les redujera las fracturas que les causaban sus maridos; de niños de siete años enganchados al pegamento, a los que había tenido que atender por causa de una intoxicación debida a la excesiva inhalación del producto; del adolescente que acudió temeroso a su casa, porque había hecho el amor por primera vez en su vida, y creía que había contraído una enfermedad, porque tenía el pene inflamado; el doctor le había atendido entre risas, aplicando una pomada antiinflamatoria al miembro tumefacto y explicándo al paciente que, cuando algo se usa por primera vez, hay que ir con prudencia, hasta que el instrumento se habitúa al nuevo uso. Pero no sólo podía contarle Sanchís anécdotas médicas a Lidia: también podía hablarle de cómo le recibieron la primera vez que se quedó a dormir en el piso de Marga, aún viva pero ya enferma. La prevención infinita con que lo trataron, el miedo a que cualquier gesto fuera malinterpretado por él, el temor a no encajar, a desagradar a un hombre llegado de los barrios alcurniosos de la ciudad, se tradujo en una actitud hosca, casi hostil, que Sanchís tuvo que soportar durante semanas, hasta que se hizo evidente para todos los habitantes del arrabal que el doctor no había llegado allí a imponer su ley, ni a tratarlos con desprecio. Entonces fue cuando el recién llegado conoció la verdadera hospitalidad de aquella gente. Entonces fue cuando comprendió, por primera vez en su vida, lo que era pedir ayuda y que esta fuese prestada sin reservas y sin límite, con actitud desinteresada y amistosa.

De vez en cuando, el viejo saludaba a algún vecino, más frecuentemente vecina, que inmediatamente desviaba la mirada para interesarse en Lidia. Esta era presentada por el doctor como “una periodista que ha venido a hacerme una entrevista, y le estoy enseñando esto un poco”. Pasaron por una cafetería en la que él solía tomarse una cerveza y un pincho antes de regresar a casa, y entraron en ella. Lidia fue presentada al regente de la casa, que se puso inmediatamente meloso en cuanto vio aparecer en su local a semejante “reina mora” (no paró de decirle esto en los veinte minutos escasos que consumieron en aquel lugar). Finalmente, regresaron al piso del Sanchís, donde les estaba esperando Mindi, que había regresado para preparar el almuerzo. Cuando Lidia la vio, tomó nota mental: “En el fondo, Sanchís sigue siendo un burgués, y no prescinde del servicio” pensó.

Almorzaron, y tomaron café. Y en el café Sanchís se lanzó de nuevo, cogiendo a Lidia casi desprevenida. Ya le había hablado de su juventud, de sus años estupendos en París, de su regreso a la ciudad, de cómo conoció a Marga y se enamoró de ella, y del año de tormento que hubo de vivir por causa de aquel amor imposible y contrariado. Le habló de la entrevista que, después de las palizas y las temporadas en el hospital y en la cárcel, Marga se dignó por fin concederle. Pero Lidia no entendía cómo podía Marga tener un corazón tan duro. Si llevaba todo un año inmolándose por amor a ella, ¿cómo era posible que ella no le dirigiese la palabra durante todo aquel tiempo? ¿Y cómo era posible que la entrevista con ella tuviera un resultado tan penoso?

Sanchís miró a los ojos a Lidia, y entendió muchas cosas de golpe. “Pobrecita – pensó. Aún tienes que aprender mucho de la vida”. Le explicó que Marga no era tan insensible como para no sufrir al saber que un hombre estaba siendo vapuleado por amor a ella. Sufrió muchísimo, según supo después, y rogó innumerables veces a Robaina que no permitiera que sus hombres mataran a León Sanchís, o no podría mirarse nunca más en un espejo ni permitir que nadie más la mirara, porque se consideraría culpable de su muerte. Sólo tras la segunda hospitalización del doctor accedió el celoso amante de Marga a cambiar de táctica, y habló con el comisario Bermúdez.

No. Marga sí era una mujer sensible. No era el monstruo de egoísmo que aparentaba ser. El lo sabía. El lo entendió el día en que la conoció, en su consulta. Detrás de su actitud fría se escondía un corazón que necesitaba amar, como el de cualquier mujer. Ella lo había mantenido prisionero de su necesidad y de su concepto de cómo era el mundo: cruel y despiadado, despreciativo para con las almas sensibles. Marga había renunciado a ser un alma sensible, y había elegido el camino de los triunfadores. Un camino lleno de victorias que encubrían la derrota fundamental. Desde el primer momento, él vio esta verdad en su corazón, y la amó, por ello mismo, y al mismo tiempo a pesar de ello. Porque Sanchís supo desde el principio que el suyo era un amor quimérico; que había elegido, de todas las mujeres, a la que paradójicamente era menos capaz de ofrecerle amor; que se resistiría con todas sus fuerzas a amarle, no porque él no fuera digno de amor a sus ojos, sino porque el amor era un sentimiento que ella había proscrito a su corazón.

Y por eso, cuando Marga se levantó aquella tarde, tantos años atrás en el tiempo que parecían haber transcurrido épocas enteras en la Historia, de la mesita en que él la había esperado, paciente y tenso a la vez, para hablar con ella después de todo un año de dolor y sufrimiento, León Sanchís había comprendido que ella no podía decirle otra cosa que lo que le había dicho, y que su amor desesperado por ella no iba a menguar después de aquella nueva decepción; pero comprendía, también, que su vida se había acabado, que sin un atisbo de esperanza de ganarla para él ya no tenía sentido vivir.

lunes, 17 de marzo de 2008

INFELICIDAD E INFIDELIDAD AL PROPIO DESTINO

Ya sé que suena a que me falta un tornillo, a que he caído en las mallas lamentables de la depresión, o a que no me aclaro, pero he de decir esto: irme de fiesta me sienta mal...

¿Cómo es posible que prefiera pasarme el día en mi casa, viendo peli tras peli y leyendo Vida y Destino hasta sentirme embotado, relleno de drama bélico, de amistades truncadas, de amores difíciles y destinos trágicos, antes que recorrer mi isla con una bella en el asiento derecho de mi coche, perdernos por los pueblos y barrancos, contemplar horizontes difuminados por el polvo en suspensión, tomar cafés en terracitas recoletas y almorzar en hotelitos con camareras demasiado confianzudas, mientras dejamos que la mañana dé paso a la tarde, y que ésta avance y veamos llegar la noche?

Me temo que la respuesta a esta pregunta está contenida en el título de este post...

domingo, 16 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXVIII)

Lidia conducía aquella mañana en dirección al domicilio de León Sanchís, dominada por una sensación de nueva fortaleza, poseída por unas ganas salvajes de luchar contra la vida y vencerla. Por otra parte, se había operado un cambio casi imperceptible en su corazón. Era una renovación, pero aún no lo sabía. Todavía odiaba a Henry. No le perdonaba su cobardía, que se figuraba doble: por no atreverse a hablar con ella de modo abierto de sus problemas y huir en lugar de quedarse y tratar de resolverlos, y por no atreverse a reconocer que le había sido infiel. Lidia creía firmemente esto último. Pero, de una forma oscura e imperceptible, una convicción se iba imponiendo en su mente sobre cualquier otro sentimiento o pensamiento. Henry se había dejado seducir por algún putón que supo hacer que olvidara el pacto de fidelidad que ambos habían suscrito. Henry era un burro, un tonto, un ignorante con estudios, un percebe sin voluntad. Sí. Henry estaba muy lejos de ser el hombre perfecto. Pero era su hombre. Era el hombre que ella había elegido, y lo amaba, con una fuerza tal que le resultaba inexplicable incluso a ella misma. Amaba todos y cada uno de sus odiosos defectos. Quería ser la única mujer en el mundo con derecho a castigarle por su infidelidad. Quería ser la única mujer en el mundo con derecho a odiarle. No soportaba la idea de que le pudiese ser infiel a otra. Quería ser la única con derecho a abroncarle por su indecisión, por su falta de criterio, por su cobardía, por su incomprensión. Mientras conducía hacia la casa del Doctor Sanchís, experimentaba las contradicciones de su amor por Henry en la forma de un aborrecible sentimiento de ternura que la invadía cuando se acordaba de él. “¡Jajaja! ¡Estoy perdida!” se decía la pobre Lidia en el coche, y reía a carcajada limpia, mientras se detenía ante la luz roja del semáforo, y una señora mayor con perro que cruzaba en ese momento la miraba como se mira a una alucinada.

Por eso, cuando sonó el tono de mensajes de su teléfono móvil, Lidia no se extrañó de leer un mensaje de Henry. “No miento. Te quiero. Buenos días”. Lo leyó, y soltó un bufido. “¡Y una mierda!” pensó a gritos. Y una sonrisa, la primera en semanas, la transfiguró. Durante unos segundos fue feliz.

Rápidamente dejó de pensar en sí misma, para centrarse en la historia que llevaba tanto tiempo persiguiendo: la de León Sanchís, el señor, el niño bien que había renunciado a su vida acomodada por una prostituta. Por fin iba a entrevistarlo.

Esta vez no se tomó la molestia de aparcar el coche fuera del arrabal, y buscó aparcamiento lo más cerca posible del portal de Sanchís. Una única visita al barrio había bastado para que adquiriera una falsa sensación de seguridad. Dejó el coche y se encaminó a su destino, mientras se recolocaba el vestido negro de tirantes, que llevaba muy ceñido a su figura bajo una chaquetilla blanca de punto, y se situaba el minibolso negro bajo la axila derecha, que lo acogía con la firmeza y suavidad con la que una madre acoge en su seno a su bebé. Taconeaba Lidia con el paso ágil de la mujer deseable que sabe que ninguno de sus movimientos deja de excitar al varón, y se aproximaba al portal donde Sanchís vivía. Llamó, y por toda respuesta oyó el zumbido del portero automático, y el chasquido de la cerradura. Subió las escaleras balanceando suavemente las caderas, con un movimiento que habría puesto en un apuro a cualquier varón que la hubiese seguido desde abajo.

Sanchís la estaba esperando. A través de Mindi había concertado cita con él para las diez de la mañana. Era la primera vez que Lidia podía observarlo a su placer. Tenía casi setenta años, pero conservaba una apostura natural que hacía que la mirada femenina se siguiese fijando en él. Ya era un viejo, desde luego, pero era un viejo guapo, un viejo que a una le habría gustado tener por padre. El padre de Lidia no era viejo todavía, pero estaba gordo, y calvo, y tenía orzuelos, y ella lo adoraba, pero ¡joder! ¡Podía haberle salido un poco más guapo, caramba! Este habría sido un padre guapísimo, aunque también le habría valido como suegro guapísimo. Pero el padre de Henry era como el hijo: una especie de Hércules de pelo rizado, un oso Teddy escalable de tan velludo. A Lidia le gustaban los hombres de pelo en pecho, le encantaban los músculos duros, tensos, la sensación de protección que experimentaba cuando Henry la cogía de la cintura, y sentía la increíble fuerza contenida en su cuerpo. Si él quisiera, la podía quebrar como una patata frita. Y lo maravilloso era que, en lugar de eso, la tocaba con delicadeza, con amoroso cuidado. Henry y su padre eran ese tipo de hombres, pero a ella le habría gustado poder contar con una especie de bello elegante, tipo Joseph Cotten, o incluso más atlético, pero guapísimo, tipo Cary Grant o Brad Pitt cuando era joven y no estaba tan acabado. Sanchís se parecía más a Joseph Cotten. De joven tuvo que ser un partidazo. Pero ¿por qué había echado su vida a perder? ¿De veras la había echado a perder?

Se fijó, ahora mejor, en su casa. Los muebles estaban ya viejos, pero eran de buena calidad, y en su momento debieron haber sido elegidos con gusto. Lo que llamó especialmente la atención de Lidia era la increíble cantidad de libros de poesía, de novela, de relatos, que poblaba el piso, perfectamente ordenados por épocas y autores.

Estaba claro que se hallaba en el piso de un amante de la literatura. Un gran lector que la miraba, justo en aquel instante, con el ojo experto de quien ha sido toda la vida un gran catador de mujeres. Lidia se ruborizó al instante. Se había dado cuenta de que el viejo tenía los instintos todavía en su sitio. Le preguntó si había leído todos aquellos libros, y Sanchís respondió afirmativamente. Siempre le había gustado, pero se puso a leer en serio en la cárcel, hacía decenios, y desde entonces había cultivado la afición a la gran literatura de una forma que podría quizá calificarse como compulsiva, pero que para él era la mejor manera de llenar una vida que se había visto vaciada de cualquier otro aliciente.

Sanchís miraba a Lidia, la super-reportera, y admiraba su juventud avasalladora, aquella plenitud de formas, aquel prodigio de energía de que hacía gala. Y se sentía transportado de nuevo a su propia juventud, a sus años locos de París. “¡Qué no habríamos hecho tú y yo en París, si te hubiese encontrado allí!” pensaba el viejo, sin malicia en realidad, sólo con la nostalgia de lo vivido. No tenía derecho a quejarse. Es verdad que su vida se acabó a los cuarenta, y desde entonces había dejado se ser un hombre vivo para convertirse en aquel semihombre dedicado a la lectura y a una medicina de poca monta, para hacerse querer en el barrio. Pero, hasta aquel momento, vivió al máximo de sus posibilidades. Amo a una mujer hasta apurar el cáliz, pero antes había disfrutado de todos los placeres, había conocido todas las perversiones, había experimentado con todo lo nuevo, y se había colocado en la vanguardia de la sociedad, en defensa de ideales por los que habría merecido la pena sacrificarse. Luego Marga apareció en su vida, y muchas cosas terminaron de golpe en ese momento, y sólo hubo espacio en su vida para el amor, vivido en la forma más completa y más sin esperanzas que era posible concebir.

Lidia se sentó en la mesa de la cocina, a invitación de Sanchís, y comenzó un interrogatorio que a éste le pareció una pérdida de tiempo: cuánto tiempo hacía que vivía en aquél piso, si el barrio le había cogido bien o mal, cómo se las apañó para integrarse, cuál fue el motivo de su abandono de la clase acomodada de la ciudad, por qué había dejado su profesión... todas estas eran las preguntas que Lidia traía preparadas para ir sacando poco a poco la información que necesitaba del doctor Sanchís. Pero éste la atajó con un gesto, y comenzó a hablar.

Ya que ella quería saber, ya que quería una historia, le iba a dar una historia, pero convenía que estuviera preparada, porque esa grabadora que llevaba no iba a ser ni mucho menos suficiente para recoger todo cuanto iba a contarle. Sí. Podía fumar. ¿Quería un café? No. No había hecho pero no le costaba nada preparar una buena cafetera. A mediodía tendrían un buen cocido para almorzar. ¡Claro que se quedaría a almorzar! ¡Y a cenar! Si quería toda la historia, él se la contaría. Pero no iba a contestar preguntas como si fuera un tonto. Oiría la historia completa, como él siempre había querido contarla. Si se iba a dar a conocer, era preciso que ella y los lectores llegasen a saber que lo que él vivió tenía sentido.

viernes, 14 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXVII)

[Pues, como decía en el post anterior, empiezo ya la republicación de lo que hasta ahora venía publicando en Libro de Arena. Lo último ha sido una nueva entrega de mi folletón actual, que reproduzco ahora aquí, en Miradas y Destellos]

XXVII
León Sanchís iba a recibir a Lidia, una joven y bella periodista que se interesaba por su vida sin interés. Mindi lo había convencido, después de haber discutido los dos acaloradamente durante horas. Ella conocía la historia de Sanchís, porque había circulado por el arrabal tantas veces que, aún distorsionada, sus hitos principales eran de conocimiento público. Lidia podría informarse de un modo bastante completo sin entrevistar a Sanchís, pero era lógico que, estando vivo uno de los dos protagonistas, una periodista como Dios manda acudiera directamente a él.

Sí. Mindi lo había convencido, a pesar de que se había hecho el propósito de pasar lo que le quedara de vida en la más absoluta oscuridad. Se había habituado a la vida sórdida y sin relieve del arrabal. No era más que un humilde médico que diagnosticaba gripes, cosía heridas, y daba remedios de urgencia para males de hombres y mujeres que lo conocían y se fiaban de él. En realidad, podían ir a la seguridad social, aunque sabían que él los trataba con más humanidad. Por otra parte, no aceptaba que le pagaran. La parte de la herencia que finalmente recibió, a pesar de todas las renuncias, directamente de manos de su madre, la había invertido bien. Había podido vivir sin trabajar. No se había metido en gastos absurdos, y había hecho una vida muy sobria. No necesitaba que sus pacientes le pagaran por sus servicios, y esto entusiasmaba a la gente del barrio, que consideraba a Sanchís no sólo como un héroe romántico, sino como un benefactor en socorro de los más desfavorecidos de la sociedad. El quería terminar su vida así, sin volver a llamar la atención, y ni mucho menos se le hubiera ocurrido que su historia acabara llenando páginas de un periódico. Pero, por otro lado, Mindi había despertado en él algo que no sabía que tuviera: el orgullo de lo vivido. Sí: León Sanchís estaba orgulloso de su vida miserable. Orgulloso de haberla malgastado por una mujer. “Sí. Por una mujer. Pero por una mujer que valía la pena”. Sí. Marga valía la pena. A pesar de todo el sufrimiento que le causó, siempre creyó que valía tanto como para sufrir lo que había sufrido y más todavía. No fue solamente que tuvo que soportar un año de palizas y cárcel por amarla. Lo que vino después fue incluso peor.

Habían quedado en verse, después de aquel año de locura, y León creía que era su gran oportunidad de convencerla. El día que recibió su nota, se lo pasó entero preparando mentalmente lo que le diría cuando la viera. Al principio, no pensaba. Sólo sentía un desbordamiento de emociones que le hizo temer que, cuando la viera por fin, perdería el control, y desaprovecharía de manera trágica una oportunidad única (en sentido literal). Luego, lentamente, comenzó a articular ideas. Le preguntaría por la clase de vida que hacía. Dejaría que hablara lo que quisiera, y luego empezaría él. Le preguntaría si ella pensaba que él podía creerse que amaba a Prudencio Robaina y, sobre todo, si podía creerse que él la amaba a ella. Le demostraría que, entre dos hombres que aspiran a su favor, ella debía inclinarse siempre por el que la amara de verdad, aunque no fuera ni tan rico ni tan poderoso como el que sólo la quería para tener una posesión más en el mundo, una fuente – receptáculo de placeres que, de no ser por ella, seguramente serían solitarios. Le haría ver que envejecería, y entonces Robaina se desentendería de ella sin demasiadas contemplaciones. Era una mujer muy bella, pero ya no era la jovencita que atrapaba señoritos de buena casa. Algún día, probablemente aún lejano pero de inexorable llegada, dejaría de ser la mujer más guapa de la ciudad, aparecería un pimpollo más joven y más dispuesto a complacer que ella, y Robaina la abandonaría. Y no se trataba de si para entonces había conseguido acumular el capitalito que le aseguraría una madurez y una vejez más dignas y respetables que su juventud y su momento de plenitud vital. Ya se imaginaba él que esa era su idea. Parecía una mujer inteligente, y no tenía dudas de que lograría ese objetivo con cierta facilidad, aunque Robaina no era ningún bobo, y no permitiría que lo saquearan impunemente.

Pero, con todo, no se trataba de eso. Ella tenía que entenderlo. La vida no era sólo una cuestión pecuniaria. ¿Qué haría, con cuarenta años, ajada y sola? ¿Sentarse sobre su dinero a esperar la muerte? ¿Quién la querría, entonces? Y, ¿qué dejaría en el mundo al marcharse de él? ¿Es que no quería ser madre? ¿Podía plantearse serlo con el empresario?

Y luego lanzaría su oferta. Una oferta de entrega absoluta a ella y a su vida. Una oferta de amor incondicional y completo. Una declaración en la que se arrancaría el corazón del pecho y se lo pondría en sus manos, empapado en sangre y aún palpitante.

Al recordar aquella tarde antes de ver a Marga, los pensamientos que tuvo, los propósitos que se hizo, al evocar el encuentro que se produjo horas después, León Sanchís lloraba sin consuelo. ¿Cómo iba a poder narrarle a Lidia, la joven periodista de rizada cabellera negra, ojos como carbones, pechos esculturales y nalgas imponentes, que era como un niño, que creyó lo que quiso creer, que no se dio cuenta de que se había lanzado al abismo, el abismo del amor? Y, sin embargo, en aquel momento, Sanchís ya estaba en el aire, y el suelo se acercaba vertiginoso a su encuentro. Se estrellaría contra él, y moriría. Sólo después de morir viviría todo aquello por lo que ahora pensaba que no había vivido en vano. Sólo después de morir vendría aquello que le hacía sentirse orgulloso de su historia.

QUE YA ESTOY HASTA LOS COJONES DE LIBRO DE ARENA

La verdad es que no puedo estar más harto de los contínuos apagones de Libro de Arena, de su constante lentitud, de que a veces para poner un comentario hay que hacer una triple instancia a un ministerio de Franco. Por eso, a partir de ya, pienso publicarlo todo aquí. En Libro de Arena, me pensaré si replico los contenidos de este blog o simplemente dejo unos posts-llamada que conduzcan aquí.

Es una pena, pero la verdad es que los administradores de Libro de Arena no se merecen la comunidad que tienen, porque no la cuidan nada, pero nada, nada.

lunes, 3 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXV)

Había sido demasiado doloroso. Mindi no lo entendía. Todo lo que había sucedido durante aquellos horribles nueve años había sido demasiado doloroso, como para contárselo a una niñata de veintitantos años, como si se tratara de una peripecia interesante, de una aventura excitante, de un susto que ya pasó. No. Su vida fue verdaderamente un infierno. Las palizas de los tres primeros meses se repitieron a intervalos periódicos durante el año siguiente, hasta que Sanchís se quebró como una rama seca. Simplemente, no lo soportó más. La detención no había sido nada. Le tomaron huellas, le hicieron una foto, lo ficharon, lo pasaron por el juzgado de orden público, y un juez iba a condenarle a una pena severísima por el delito de rebelión militar, que era el que las leyes del momento hacían encajar en la conducta consistente en asistir a reuniones clandestinas de partidos políticos prohibidos, cuando una milagrosa gestión hecha in extremis por su padre redujo la condena, sin suprimirla, a nueve meses de prisión, que Sanchís pasó sin mayores traumas, en el penal militar próximo a su ciudad, recuperándose todavía de las fracturas, leyendo libros a montones y escribiendo largas cartas de amor que enviaba puntualmente a Marga.

¿Qué podía decirle un médico idealista de buena posición social a una prostituta de humilde extracción, aunque se diera aquellos aires de gran dama? Sanchís le intentaba explicar a Marga en cada carta que ella debía comprender que él no era dueño de sus sentimientos. Que nunca se habría atrevido a molestarla en lo más mínimo si ella no se hubiera pasado aquella aciaga tarde por su consulta, y le hubiera inoculado un virus mortal, contra el que no disponía de vacuna: se trataba de un amor tan inflamado que su corazón había quedado reducido a cenizas, y su alma se había evaporado. No quedaba de él más que un irreductible afán de pertenecerle a ella, de ser en ella, de confundirse con ella. Ya no era dueño de su voluntad, pues ya no tenía voluntad. Ya no era un hombre que la amaba, era simplemente amor de ella, mera sustancia amorosa. No podía ser extinguido, mientras ella existiera.

En otras cartas, Sanchís se esforzaba por regresar del misticismo del amor y tratar de hablarle en un lenguaje, pensaba, más fácil de entender para ella. Le hablaba entonces de los planes que tenía para los dos, en caso de que su sueño llegara a cumplirse. Le hablaba de la felicidad, no como un imposible o como un deseo inalcanzable, sino como algo concreto que llegaría a conocer, si se quedaba con él. Le hablaba de tener hijos, de fundar un hogar, quizá no allí, en aquella ciudad, pero sí en otra, donde sus habilidades médicas serían igualmente necesarias y el pasado de ella no saldría a relucir. Le hablaba de una vejez en paz y amor, y de la muerte, que se acercaría a ellos y los cubriría con velo piadoso, sólo cuando, al final de toda una vida de felicidad y trabajo, de cotidianos desvelos e íntimas alegrías, sus cuerpos y sus almas se hubiesen desgastado, y ya no tuviesen sustancia suficiente perdurable en la tierra. Le hablaba de la alegría del desayuno compartido, de la dicha de regresar a casa y ver al amado en su quehacer, de la satisfacción continua de la prole que crece en vigor, en humanidad, en alegría, al paso que la propia energía, la propia sustancia humana de los progenitores va menguando, encaminándolos a la desaparición, una desaparición que no sería en vano, pues habrían cumplido su propósito en la tierra, dejar una sucesión, alguien que siguiera sus pasos cuando se hubieran ido...

Largas horas, días enteros se le iban a León Sanchís en la confección de aquellas cartas, de manera que a veces pasaba una semana entera y él ni se daba cuenta. El penal militar estaba casi vacío: sus celdas estaban apenas ocupadas por algún recluta indisciplinado, por algún oficial que se había dejado coger con las manos en la masa en la adjudicación del algún contrato de suministros, y por un par de presos del artículo segundo, condenados por el mismo delito de rebelión militar que él, pero a penas exorbitantes, vertiginosas, terribles: veinte, treinta años. Estos le odiaban. Con razón, lo tildaban de enchufado y de señorito. Acusaciones éstas que dolían especialmente a un León Sanchís que no entendía de qué rebelión militar se trataba, porque no había conocido ninguna salvo en los libros de historia, y que tampoco veía qué podía haber de peligroso para el Régimen en participar en un juego que había sido montado desde los propios servicios secretos del Régimen. “Simplemente, a mí me tocó representar el papel de malo. A Arnedillo y a O’Flagherty, y a esos dos matones que pusieron a vigilarme, el de buenos. Pero el juego era el mismo para todos, así que, ¿por qué me tenían que condenar como si realmente hubiera puesto en peligro el Estado? Nueve meses, por jugar un juego que no entendía, me parece suficiente. En cambio, vosotros sí que habíais sido pillados organizando huelgas y hasta un pequeño secuestro. ¿Adónde ibais, secuestrando a la Delegada regional de la Sección Femenina? Si es inofensiva y no tiene mayor interés… Ni siquiera es joven, ni guapa. Yo la conozco, y es el callo más desagradable que un hombre con las entrañas en su sitio se pueda echar a la cara... ¿Y todo para qué? Para soltarla a los pocos días, y luego poder ir por ahí presumiendo de héroes. ¡Idiotas!”

En fin, el ambiente carcelario era más bien frío para con León Sanchís, de manera que éste consumía la mayor parte de su tiempo leyendo y escribiéndole cartas a Marga. Había conseguido que su padre le pasara las obras completas de Víctor Hugo y las de Alejandro Dumas, para poder alternar lecturas más serias con otras más folletinescas y llenas de aventuras excitantes que lo distrajesen del tedio carcelario. Pensaba que con aquel cargamento de libros tenía para los nueve meses, y no se equivocaba. Cuando salió de la cárcel acababa de terminar Nuestra Señora de París y ya iba a comenzar La Dama de las Camelias, que por supuesto continuó en su casa. La consulta estaba cerrada por tiempo indefinido. Sabía que, aunque abriera, no tendría clientela. Su auxiliar la había traspasado por mediación de su padre a un colega que andaba necesitado de una buena ayudante y al que conocía bien, y podía confiar en que la trataría como es debido. En adelante, viviría de sus ahorros. A pesar de su tren de vida, había tenido buenísimos ingresos y ello le permitía pasar inactivo un año, incluso dos, hasta que todo se olvidase y pudiese regresar a la vida activa con provecho y sin sufrir desaires.

Por supuesto, reinició sus excursiones matinales, ramo de rosas rojas en mano, al piso de Marga. Una mañana, sin embargo, hubo de enfrentarse a la realidad de la que con tanta insistencia se empeñaba en huir. Apostado con su ramo de rosas frente al portal de Marga, vio salir de el a Prudencio Robaina. Este, por supuesto, también lo vio a él. La escena que se produjo a continuación fue impresionante, hasta el punto de que los vecinos llamaron a la policía. Prudencio Robaina había agarrado a León Sanchís por el cuello, y con toda la fuerza de sus casi cien kilos, al menos ochenta de ellos hercúlea musculatura, estuvo a punto de acabarlo allí mismo. Antes de marcharse, profirió una amenaza que sus antecedentes hacían enteramente creíble. “Esta vez no te voy a romper los huesos, pero te voy a quebrar el alma. ¡Te lo juro!”. Y se besó los dedos índice y pulgar juntos por las yemas, en señal de que su juramento era sagrado y nada ni nadie lo apartaría de su propósito. A decir verdad, había tenido una conversación con el Comisario de Policía, a instancias del propio León senior, en la que le había tenido que prometer que no volvería a enviar a su hijo al hospital, pues de lo contrario, le aseguró el policía, ni todo su dinero impediría que lo enviara a la sombra por una buena temporada. Robaina prometió solemnemente no volver a enviar al hospital a León Sanchís hijo, y a los términos de esa promesa pensaba atenerse.

Esto sólo significó para León Sanchís que la campaña de acoso se intensificó, y el maltrato físico llegó a ser insoportable. Pero, ahora, lo vapuleaban con trozos de manguera o con toallas mojadas. Otro día lo agarraron entre varios y le dieron un bonito apretón en los testículos, “para que te pienses mejor con quién los quieres usar”. Al final, bastaba la presencia en las cercanías de su casa de uno o dos de los matones que el empresario tenía alquilados para hacerle la vida imposible, para que León Sanchís experimentara una sensación de pánico, que cada vez le resultaba más difícil de soportar. Dormía poquísimo, y en sus sueños Marga ocupaba cada vez menos espacio, y cada vez más la amenaza permanente de que era víctima. Soñaba con animales salvajes que lo perseguían, con tranvías que parecía iban a atropellarlo, y, el peor de todos los sueños, el sueño de la sombra: estaba en un piso con habitaciones de paredes desnudas, y era de noche. Al interior sólo accedía el resplandor vago del alumbrado público. Quería salir de aquel piso al rellano de la escalera, pero, cada vez que lo intentaba, una sombra, una ominosa presencia, vaga e indiscernible, pero de terrible contextura, de espantosa sustancia, se interponía entre él y la puerta de salida. Sabía que, si intentaba atravesarla, moriría. Y sabía que, de todos modos, moriría, porque la sombra se hacía cada vez más grande, y oscurecía las habitaciones una a una, y se iba acercando a él, que retrocedía, espantado, hacia el fondo del pasillo.

En el momento justo, en la hora y el minuto precisos de su muerte, Sanchís despertaba, empapado en sudor, muchas veces gritando y saltando de la cama, con los ojos desencajados, la respiración agitada y el corazón a punto de estallar. Tardaba casi una hora en serenarse lo suficiente como para volver a conciliar un sueño esquivo, que regresaba sin garantía de quedarse lo suficiente ni de proporcionarle un verdadero descanso. Se levantaba entonces tarde en la mañana, agotado, y comenzaba un día de suplicio, en el que su mente, desocupada al no tener que atender pacientes, desentendida por completo de la ginecología, materia que había dejado de estudiar desde el momento de su ingreso en prisión, se daba a los pensamientos más desasosegadores, preocupado como estaba por la siguiente paliza, por la presencia o ausencia, ese día, de los matones de Prudencio Robaina, y con un miedo creciente a acercarse a casa de Marga.

En efecto, cada vez la visitaba con una frecuencia menor. Ya no se atrevía a ir de madrugada, y de todos modos no iría aunque se atreviera, porque se levantaba siempre demasiado tarde. Le escribió una nueva carta, en la que le pedía desesperadamente una cita. Le decía en ella que, si quedaba en su corazón un mínimo de humanidad, pidiera por favor a Prudencio Robaina que dejara de apalizarlo. Que ya no era una amenaza para nadie, sobre todo en vista de era la propia Marga la que, con su silencio obstinado de casi un año, había dejado más que claro que no existía posibilidad alguna para su amor. Lo único que le rogaba por lo más sagrado que hubiera en el mundo para ella, era que le permitiera hablar con ella, que le dejara estar con ella una hora, nada más, y luego la dejaría en paz, para siempre. Lo juraba.

Un incrédulo Sanchís recibió al día siguiente una nota escrita de puño y letra de la propia Marga. “Accedo a tu petición. Prudencio está enterado. Nos veremos mañana, a las seis de la tarde, en la terraza del Gran Café”. Al fin iba a poder hablar con ella. Todo aquel año de sufrimiento rendía este exiguo fruto. Trataría de saborearlo al máximo. Pero, en realidad, lo que se le venía encima a León Sanchís era el período más negro de su vida. ¿Y cómo iba Sanchís, el anciano que había hundido su vida, a contarle a una joven periodista los horribles pormenores de su hundimiento? ¿Cómo iba a hablarle abiertamente a una mujer joven acerca de la destrucción del alma que el amor le había causado? ¿Y cómo iba a exponerse de nuevo a la vergüenza pública, cuarenta años después de que todo sucediera? No. Definitivamente, Mindi no entendía nada. No importaba cuántas horas se pasase dándole la paliza con que si Lidia para arriba, Lidia para abajo, que si esto o que si lo otro. Aguantaría como un campeón y mantendría su boca cerrada.

Pero Mindi, a base de probar, encontró la clave que le iba a abrir la puerta de la voluntad del viejo. Lo leyó en sus ojos. Sanchís se moría por contarlo. Todas las objeciones que ponía, las ponía por cobardía de anciano. Pero era su vida. Era lo único que podría legar a las generaciones venideras. Se sentía orgulloso de su proeza romántica. En realidad, quería contarla. Mindi lo vio claro, y le atacó justo en su deseo de hablar. Sanchís hablaría con Lidia, porque si se moría sin contarlo no descansaría en su tumba. “¿Verdad, viejo tonto? ¿Verdad, mi doctorcito? ¿Verdad, mi sueño de hombre? – Mindi si colgaba del cuello del anciano, y le hacía carantoñas y lo llenaba de besos -¡Ojalá hubiera nacido un poco antes! -añadía- ¡Entonces yo le habría arrebatado a usted de las manos de la Marga esa, que debió ser un putón de mucho cuidado! ¡Una mujer sin sentimientos!” Pero Sanchís la mandó callar, y no hablar de lo que no conocía. Marga sí tenía sentimientos. El lo supo, aunque demasiado tarde.

FAMA, LA ESO Y LOS LIBROS

No cabe duda de que vivimos un tiempo extraño. "Te deseo que vivas tiempos interesantes" reza la famosa maldición china, ¡y por Júpiter que el chino que la ideó tenía muy mala leche!

Pues éstos son unos tiempos interesantísimos, en los que el esfuerzo, la exigencia y el nivel están proscritos de las escuelas, pero proclamados a bombo y platillo en Fama, el concurso - escuela de baile que emite Cuatro. Yo no soy ducho en cuestiones relacionadas con el arte del movimiento corporal, pero, por lo que veo, los alumnos - concursantes sudan tinta, y llegan a pasarlo realmente mal dentro de la escuela - plató de televisión. Y la presentadora - Paula Vázquez, creo que se llama, ya saben, la rubia de bote de exuberante melena que en temporadas pasadas se dedicó a lucir pareos en las islas de los supervivientes - ha elogiado enfáticamente esta vocación por el rigor que los profesores de la "academia" (Si estás leyendo esto, Platón, ¡por favor perdóname!) parecen profesar. Toda una refutación de la ESO sobre la cual los espectadores - desconozco la audiencia que tiene este programa, pero vistos los horarios, será alta - tal vez podrían reflexionar.

Y hoy asistí a otro extraño caso de refutación del modelo educativo vigente, pero admito que aún no he terminado de captarlo en toda su hondura. ¡Señoras y señores! ¡Lo inconcebible ha sucedido! ¡Un programa de máxima audiencia de Cuatro ha emitido imágenes de libros, muy simbólicamente asociadas a las cabezas de los concursantes! Ya digo que se trata de un fenómeno de vastas proporciones y recóndito significado, pues voy captando sus sutiles implicaciones con el paso de las horas. El hecho es que hubo libros en la emisión vespertina del programa aunque ¡ay! desgraciadamente no podría deciros su título o autor. Tan sólo, que se trataba de unos libros azules muy bonitos, que adornaron las cabezas de los alumnos - concursantes.

Yo los miraba semipetrificado en el sofá del salón de la casa de mi madre, mientras Víctor Ullate in person les explicaba sus alumnos la importancia trascendental de aquellos libros. Los alumnos debían fundirse con aquellos libros. Era esencial que ellos y los libros constituyesen una unidad indisoluble, pues de ese modo, portándolos en lo alto de sus cocorotas engominadas y muchas veces simplemente pasadas por la cortacésped, conseguirían al caminar un movimiento cadencioso que sería ideal para la danza...

Y este fue, señoras y señores, el venturoso paso que los libros tuvieron esta tarde por las pantallas de La Cuatro. De las cabezas de los alumnos - concursantes, ya los veo viajando al contenedor de basuras más próximo.

Me quedó una sospecha. Yo los miraba, y todos eran azules, y todos parecían tener el mismo título en el lomo. ¿Será que los compraron a granel para este programa? Por cierto ¿alguien ha visto a alguno de esos alumnos - concursantes, cuya vida es expuesta en su plenitud e integridad a las cámaras, repito, alguien les ha visto alguna vez leer un libro, o quizá un periódico, o quizá... un tebeo? Lo pregunto con verdadera ingenuidad y sin intención sarcástica. Yo no suelo ver ese programa.

domingo, 2 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXIV)

A la mañana siguiente, las brumas y dolores de la resaca tenían a Lidia sumida en un estado atroz. Se había quedado dormida en el sofá, con la tele puesta. La botella de whiskey montaba guardia, con menos de la mitad del contenido con que había empezado la noche. Una barrena filosa se paseaba por el cerebro de una Lidia recién despierta la cual, al alzarse del sofá, comenzó a sentir unas arcadas violentas, que la obligaron a volar al cuarto de baño y arrojarse de cabeza en la taza del water. Veinte minutos después, con la cara de color verde y unas profundas ojeras, regresaba al salón. Se había dado una ducha especialmente larga. Aún se sentía mal. Pensaba llamar al periódico y excusarse alegando enfermedad. La luz matinal hería su vista incluso con el cielo nublado. Abrió una ventana, y el fragor del tráfico casi la hizo enloquecer. Volvió a cerrarla, a pesar de que el piso necesitaba ventilarse. Olía a vómitos y a humo viejo de cigarrillo rubio, pero en aquel momento Lidia no habría soportado la invasión del ambiente exterior en su piso. Buscó desesperadamente la caja de aspirinas, pero no la encontró. “¡Maldito Henry! ¡Seguro que se las acabó, el muy adicto, y no compró otra caja!”. Tenía que intentar desayunar, o se desmayaría, pero su estómago no admitía nada sólido en aquel momento. Se preparó un café con leche, y se lo fue bebiendo a sorbos muy pequeños. Cuando terminó, con la cabeza a punto de estallar, regresó al sofá, y se acurrucó en él con una manta cubriendo su cuerpo. En posición fetal, necesitando olvidarlo todo, Lidia se durmió.

Despertó horas más tarde. Su teléfono móvil sonaba. No había llamado a la redacción, y llevaban horas tratando de localizarla, extrañados por su ausencia. Contestó. Estaba enferma. Lo sentía mucho, no había pegado ojo en toda la noche y por la mañana se había quedado dormida. Confiaba en poder incorporarse al día siguiente. De no ser así, avisaría, por supuesto. Colgaron. Ella se levantó. La cabeza le dolía menos, y el hambre la acuciaba. Se dirigió a la cocina, y abrió la nevera. Quedaban restos de los guisos que hacía Henry. Encontró lo suficiente como para servirse un plato. Buscó pan, pero estaba duro, así que se resignó a comerlo así. Abrió una lata de cerveza, con permiso de su estómago debilitado por el escocés, y se lo llevó todo al salón. Puso la televisión. Todo se desmoronaba. Era increíble. Tantos años votando al mismo partido, confiando ingenuamente en las promesas de sus líderes, confiando en su honestidad personal, admitiendo como pecados menores las trapacerías que la política les obligaba a hacer, pero aquello del GAL, ¡qué mala pinta tenía, coño! Y todos habían mirado a otro lado mientras todo sucedía. Detenían policías españoles en Francia, y en España nadie, ni en el gobierno, ni en la oposición, nadie, había dicho nada de nada. Y, ahora, ese del bigote, ¡por Dios, qué hipocresía!, rasgándose las vestiduras y llamando a Felipe de lo peor, simplemente porque ahora había periodistas y jueces interesados en meter políticos en la cárcel... una vergüenza. Todos son iguales. Todo es una mierda. La vida es una mierda. Henry es una mierda. Sanchís, otra mierda y yo... ¡yo soy también una mierda!”.

A Lidia le caían las lágrimas mejillas abajo, e iban salando el guiso que Henry había preparado para que ambos almorzaran días atrás, cuando aún eran una pareja, en las últimas, sí, pero una pareja, y las manos le caían lacias con los cubiertos colgando con las puntas mirando al suelo, y el vaso de cerveza susurraba una nana de espuma, mientras el superjuez Garzón chupaba cámara que era un gusto en la pantalla de televisión. Tenía que pensar. Pero no tenía tiempo. Pero tenía que pensar. Se llevó una cucharada del guiso a la boca, y le supo mal. Tuvo que dejar el almuerzo. No podía comer aquello. ¡Joooderrr! ¡Lo había cocinado él! ¡Estaba asqueroso! Le hacía sentir en la boca un sabor acre y terrible, como de humo de crematorio de cementerio: el sabor de la muerte... Pero ella quería vivir. No quería seguir siendo una mierda de mujer. La huída de Henry, en el fondo, era buena para ella. El no era más que un lastre, un peso muerto en su vida. Sin él, podría volar libremente en pos de su destino, de su gran destino de periodista, que la aguardaba en el horizonte, haciéndole señales. Pero ¡cómo iba a alcanzarlo sola, si no era más que una débil mujer, incapaz de soportar la soledad! Pues tendría que soportarla. La pérdida de Henry le producía un dolor mucho más terrible de lo que ella misma se atrevía a confesarse, pero lo soportaría, y en adelante sería la supermujer que se había propuesto ser, y demostraría su poder renunciando a eso a lo que las mujeres nunca quieren renunciar: el amor.

Algo reconfortada por estos pensamientos, Lidia pasó la tarde, recostada en el sofá, descansando, viendo la tele, sin pensar en nada más. Era un guerrero que descansaba, esperando que el clarín lo llamara de nuevo a la batalla.

A la mañana siguiente, Mindi llamó a Lidia. Había pasado todo el día anterior tratando de convencer a León Sanchís para que hablara con ella, y finalmente lo había conseguido. Cuando quisiera, podría pasarse por allí. El señor hablaría con ella.

UN POCO MAS DE VASILI GROSSMAN

Las agrupaciones humanas tienen un propósito principal: conquistar el derecho que todo el mundo tiene a ser diferente, a ser especial, a sentir, pensar y vivir cada uno a su manera.

Para conquistar ese derecho, defenderlo o ampliarlo, la gente se une. Y de ahí nace un prejuicio horrible pero poderoso: en aquella unión en nombre de la raza, de Dios, del Partido, del Estado se ve el sentido de la vida y no un medio. ¡No, no y no! Es en el hombre, en su modesta singularidad, en su derecho a esa particularidad donde reside el único, verdadero y eterno significado de la lucha por la vida.

Vasili Grossman. Vida y Destino. Pág. 281.

EL TOTALITARISMO Y TU

La población que colabora con las autoridades para llevar el ganado infectado a los mataderos o para capturar los animales dispersos no lo hace por un odio cerval hacia los terneros y las vacas, sino por instinto de conservación.

Asimismo, en los casos de exterminios masivos de personas la población local no profesa un odio sanguinario contra las mujeres, los ancianos y los niños que van a ser aniquilados. Por ese motivo, la campaña para el exterminio masivo de personas exige una preparación especial. En este caso no basta tan sólo con el instinto de conservación: es necesario incitar en la población el odio y la repugnancia...

La primera mitad del siglo XX será recordada como una época de grandes descubrimientos científicos, revoluciones, grandiosas transformaciones sociales y dos guerras mundiales.

Pero la primera mitad del siglo XX entrará en la historia de la humanidad como la época del exterminio total de enormes estratos de población judía, un exterminio basado en teorías sociales o raciales. Hoy en día se guarda silencio sobre ello con una discreción comprensible.

En ese tiempo, una de las particularidades más sorprendentes de la naturaleza humana que se reveló fue la sumisión. Hubo episodios en que se formaron enormes colas en las inmediaciones del lugar de la ejecución y eran las propias víctimas las que regulaban el movimiento de las colas. Se dieron casos en que algunas madres previsoras, sabiendo que habría que hacer cola desde la mañana hasta bien entrada la noche en espera de la ejecución, que tendrían un día largo y caluroso por delante, se llevaban botellas de agua y pan para sus hijos. Millones de inocentes, presintiendo un arresto inminente, preparaban con antelación fardos con ropa blanca, toallas, y se despedían de sus más allegados. Millones de seres humanos vivieron en campos gigantescos, no sólo construidos sino también custodiados por ellos mismos.

Y no ya decenas de miles, ni siquiera decenas de millones, sino masas ingentes de hombres fueron testigos sumisos de la masacre de inocentes. Pero no sólo fueron testigos sumisos: cuando era preciso votaban a favor de la aniquilación en medio de un barullo de voces aprobador. Había algo insólito en aquella extrema sumisión.

¿Qué hemos aprendido? ¿Se trata de un nuevo rasgo que brotó de repente en la naturaleza humana? No, esta sumisión nos habla de una nueva fuerza terrible que triunfó sobre los hombres. La extrema violencia de los sistemas totalitarios demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano en continentes enteros.

Una vez puesta al servicio del fascismo, el alma del hombre declara que la esclavitud, ese mal absoluto portador de muerte, es el único bien verdadero. Sin renegar de los sentimientos humanos, el alma traidora proclama que los crímenes cometidos por el fascismo son la más alta forma de humanitarismo y está conforme en dividir a los hombres en puros y dignos e impuros e indignos. La voluntad de sobrevivir a cualquier precio se expresa en el oportunismo del instinto y la conciencia.

En ayuda del instinto acude la fuerza hipnótica de las grandes ideas...

Y al lado del instinto de supervivencia, al lado de la fuerza hipnótica de las grandes ideas, trabaja también una tercera fuerza: el terror ante la violencia ilimitada de un Estado poderoso que utiliza el asesinato como medio cotidiano para gobernar.

La violencia del Estado totalitario es tan grande que deja de ser un medio para convertirse en un objeto de culto místico, de exaltación religiosa.

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Uno de los medios de los que se sirve el fascismo para actuar sobre el hombre es la total, o casi total, ceguera. El hombre no cree que vaya al encuentro de su propia aniquilación. Es sorprendente que aquellos que se encontraban al borde de la tumba fueran tan optimistas. Sobre la base de la esperanza -una esperanza absurda, a veces deshonesta, a veces infame- surgió la sumisión, que a menudo era igual de miserable y ruin

Vasili Grosssman, Vida y Destino, págs. 259 - 263