viernes, 28 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXI)

Fuera empezó a llover. Una nube gris se aproximó rauda a su ventana, descargando gotas que pronto perlaron el cristal. Lidia sentía aquellas gotas resbalando por sus propias mejillas, mientras en su mente se confundían los pensamientos: por un lado recordaba su entrevista al doctor Sanchís del día anterior, y por el otro su alma luchaba para entenderse: ¿amaba u odiaba a Henry? ¿por qué acogía ambos sentimientos en su interior? Y, por cierto, ¿por qué se acordaba de Henry cada vez que pensaba en Sanchís? Debía concentrarse, y dejar de llorar como una tonta. Se alejó de la ventana u se aproximó a la mesa en la que parpadeaba, haciendo señales, su portátil. Abrió el procesador de textos y escribió un título provisional para su artículo: “EL VIEJO QUE AMÓ DEMASIADO”. Luego dejó el teclado, clavó los codos en la mesa, y sus ojos, ya secos, volvieron a posarse en el vano de la ventana, en busca de las palabras que necesitaba.

León Sanchís debió haberlo dejado todo en el momento en que ella se vió con él en aquella terraza, por segunda vez en un año, y le privó definitivamente de toda esperanza respecto a ella. Porque, si había sufrido el dolor de la frustración de su sentimiento, si había sentido en su cuerpo las palizas y los atropellos de los secuaces de Robaina, si había soportado estoicamente un encarcelamiento absurdo por un delito inexistente (a menos que se considerase su verdadero delito: amar a la mujer de otro), tras su última conversación con Marga, Sanchís se expuso a un dolor más insoportable que ningún otro que hubiera conocido con anterioridad: el dolor del amor desesperado que es mayor, cuanto mayor es el desprecio que sufre.

Y es que no se resignaba. Sabía que la amaría por siempre. Que nunca posaría la mirada en ninguna otra mujer. Que no accedería a ninguna proposición, ni por desahogo, ni por compensación, ni por no tirar su vida por el desagüe. La tiraría sin dudar, porque no quería vivirla con nadie que no fuera Marga, ni quería vivir por nadie que no fuera Marga. Y, por eso mismo, la certeza de que él único ser que daba sentido a su vida se había sustraído de forma irrevocable de ella lo sumió en un dolor implacable, en un inmenso e insondable océano de angustia.

Regresó a su trabajo en la consulta. Pero había perdido la clientela que con tanto entusiasmo había acudido a él cuando era un médico de postín, recién llegado de París, y no un apestado social, un loco capaz de hundir su vida por una ramera, un individuo execrable al que los matones de Robaina tenían vigilado, por su afición a codiciar la mujer del prójimo, un subversivo que participaba en los horrendos conciliábulos del comunismo. Intentó mantener abierta su consulta, pero nadie acudía. Tras varios meses, aburrido, deprimido, la cerró definitivamente.

A partir de ese momento se entregó a una vida que, durante el día, consistía básicamente en leer y pasear, y durante la noche, en beber, cada vez más. Dejó definitivamente la timba de los viernes, y sólo aceptaba aquellas compañías que aceptaran emborracharse con él. Pronto se vio rodeado de la escoria de las calles, compartiendo sus vicios y, más que terminar abandonado por su familia, terminó abandonándola él. Dejó de acudir a los almuerzos dominicales, rechazó las visitas de su madre y las llamadas de su padre, y no permitía a sus hermanos interceder en su favor o ayudarle en modo alguno, a pesar de que se habían ofrecido en reiteradas ocasiones. Para ellos, León había enfermado de una grave dolencia mental que estaba llevando su vida al abismo. Era preciso ponerle en manos de un profesional ante lo que tenía todas las trazas de ser una grave depresión. Fueron a su casa en repetidas ocasiones a hablar con él, ya que no querían internarlo a la fuerza. Recordaban que había sido encarcelado, y no querían que León los asimilase con los matones y los policías que lo apalizaron y apresaron. Ellos querían ayudarle, pero León no creía que pudiera ser ayudado por nadie. Les dijo que la mejor ayuda que podían prestarle consistía en dejarlo en paz. Tras una serie de visitas, sus hermanos se cansaron de su actitud, y además tenían sus propios asuntos, que reclamaban su atención y les impulsaban a dejar por imposible al hermano díscolo, al que, de todos ellos, eligió perderse. Tenían el fraternal deber de ayudarle, y lo hacían, hasta donde él se dejaba. Pero no se dejaba, y su a partir de ahí su deber decaía en ese punto.

Fue entonces cuando terminó el contacto de León Sanchís con la realidad, y comenzó un largo recorrido de nueve años en sanatorios mentales, a los que llegó por propio impulso cuando el alcohol ingerido y las drogas consumidas lo dejaron en tal estado que, además de la imprescindible desintoxicación, se vio por fin en la necesidad, reconocida por el mismo como médico que era, de tratarse de la depresión en que había caído. Una mañana, León Sanchís se levantó y, sin siquiera pasar por el cuarto de baño para asearse, se dirigió al balcón de su casa, decidido a tirarse a la calle. Abrió la puerta del balcón y miró al exterior. Apoyó sus manos en la baranda y se encaramó sobre la rodilla derecha. Justo en ese momento, desde la acera, una señora entrada en carnes, vestida de verde y tocada con un ridículo sombrero le miró de hito en hito. No había alarma en su expresión, ni tampoco asombro, como recordaba ahora, tantos años después, hablando de ello con Lidia, sentados ambos en la mesa de la cocina del pisito que Marga ocupó, en el que comerció con su cuerpo y en el que finalmente falleció, en brazos de León. Más bien, el médico suicida detectó en los ojos de aquel ser extravagante un matiz de reconvención. Parecía decirle: “Si se te ocurre tirarte, te corro a paraguazos”. Y Sanchís se amedrentó. No quería merecer la mirada iracunda de aquella mujer con aspecto de madre de siete hijos, acostumbrada a dirigir a su tropa a paraguazo limpio. Retiró la rodilla de la baranda del balcón y se internó en su casa. A continuación, tomó el teléfono, y habló con Melquíades Soto, reputado psiquiátra de la ciudad. Quería que lo tratara.

Al recordar la narración que de estos episodios de su vida le había hecho León Sanchís, en la entrevista que tuvo con él, Lidia experimentaba una sensación de irrealidad. Si había algo que caracterizaba la vida del médico era eso: resultaba inverosímil que un médico reputado, vástago de una de las familias de renombre de la ciudad, se perdiera, física, mental, profesional y socialmente por una mujer. Era algo completamente impensable, algo que lo convertía en un monstruo, en un ser de otro mundo, no de éste. Pues había algo monstruoso en un hombre que sacrifica todo el sentido común por el amor. “El amor” pensaba la periodista, sentada de mala forma ante la pantalla de su portátil, mientras afuera la mañana avanzaba, lluviosa, “no merece tanto sacrificio, ni debería ser algo tan trágico. Este hombre se equivocó”. Y, mientras lo pensaba, Lidia sintió una sobrecogida admiración por León Sanchís.

Encendió un cigarrillo y empezó a escribir. Borró el título que había escrito al comienzo, y en su lugar escribió este otro: LA VIDA DEL DOCTOR SANCHIS: UN ERROR GRANDIOSO.