domingo, 16 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXVIII)

Lidia conducía aquella mañana en dirección al domicilio de León Sanchís, dominada por una sensación de nueva fortaleza, poseída por unas ganas salvajes de luchar contra la vida y vencerla. Por otra parte, se había operado un cambio casi imperceptible en su corazón. Era una renovación, pero aún no lo sabía. Todavía odiaba a Henry. No le perdonaba su cobardía, que se figuraba doble: por no atreverse a hablar con ella de modo abierto de sus problemas y huir en lugar de quedarse y tratar de resolverlos, y por no atreverse a reconocer que le había sido infiel. Lidia creía firmemente esto último. Pero, de una forma oscura e imperceptible, una convicción se iba imponiendo en su mente sobre cualquier otro sentimiento o pensamiento. Henry se había dejado seducir por algún putón que supo hacer que olvidara el pacto de fidelidad que ambos habían suscrito. Henry era un burro, un tonto, un ignorante con estudios, un percebe sin voluntad. Sí. Henry estaba muy lejos de ser el hombre perfecto. Pero era su hombre. Era el hombre que ella había elegido, y lo amaba, con una fuerza tal que le resultaba inexplicable incluso a ella misma. Amaba todos y cada uno de sus odiosos defectos. Quería ser la única mujer en el mundo con derecho a castigarle por su infidelidad. Quería ser la única mujer en el mundo con derecho a odiarle. No soportaba la idea de que le pudiese ser infiel a otra. Quería ser la única con derecho a abroncarle por su indecisión, por su falta de criterio, por su cobardía, por su incomprensión. Mientras conducía hacia la casa del Doctor Sanchís, experimentaba las contradicciones de su amor por Henry en la forma de un aborrecible sentimiento de ternura que la invadía cuando se acordaba de él. “¡Jajaja! ¡Estoy perdida!” se decía la pobre Lidia en el coche, y reía a carcajada limpia, mientras se detenía ante la luz roja del semáforo, y una señora mayor con perro que cruzaba en ese momento la miraba como se mira a una alucinada.

Por eso, cuando sonó el tono de mensajes de su teléfono móvil, Lidia no se extrañó de leer un mensaje de Henry. “No miento. Te quiero. Buenos días”. Lo leyó, y soltó un bufido. “¡Y una mierda!” pensó a gritos. Y una sonrisa, la primera en semanas, la transfiguró. Durante unos segundos fue feliz.

Rápidamente dejó de pensar en sí misma, para centrarse en la historia que llevaba tanto tiempo persiguiendo: la de León Sanchís, el señor, el niño bien que había renunciado a su vida acomodada por una prostituta. Por fin iba a entrevistarlo.

Esta vez no se tomó la molestia de aparcar el coche fuera del arrabal, y buscó aparcamiento lo más cerca posible del portal de Sanchís. Una única visita al barrio había bastado para que adquiriera una falsa sensación de seguridad. Dejó el coche y se encaminó a su destino, mientras se recolocaba el vestido negro de tirantes, que llevaba muy ceñido a su figura bajo una chaquetilla blanca de punto, y se situaba el minibolso negro bajo la axila derecha, que lo acogía con la firmeza y suavidad con la que una madre acoge en su seno a su bebé. Taconeaba Lidia con el paso ágil de la mujer deseable que sabe que ninguno de sus movimientos deja de excitar al varón, y se aproximaba al portal donde Sanchís vivía. Llamó, y por toda respuesta oyó el zumbido del portero automático, y el chasquido de la cerradura. Subió las escaleras balanceando suavemente las caderas, con un movimiento que habría puesto en un apuro a cualquier varón que la hubiese seguido desde abajo.

Sanchís la estaba esperando. A través de Mindi había concertado cita con él para las diez de la mañana. Era la primera vez que Lidia podía observarlo a su placer. Tenía casi setenta años, pero conservaba una apostura natural que hacía que la mirada femenina se siguiese fijando en él. Ya era un viejo, desde luego, pero era un viejo guapo, un viejo que a una le habría gustado tener por padre. El padre de Lidia no era viejo todavía, pero estaba gordo, y calvo, y tenía orzuelos, y ella lo adoraba, pero ¡joder! ¡Podía haberle salido un poco más guapo, caramba! Este habría sido un padre guapísimo, aunque también le habría valido como suegro guapísimo. Pero el padre de Henry era como el hijo: una especie de Hércules de pelo rizado, un oso Teddy escalable de tan velludo. A Lidia le gustaban los hombres de pelo en pecho, le encantaban los músculos duros, tensos, la sensación de protección que experimentaba cuando Henry la cogía de la cintura, y sentía la increíble fuerza contenida en su cuerpo. Si él quisiera, la podía quebrar como una patata frita. Y lo maravilloso era que, en lugar de eso, la tocaba con delicadeza, con amoroso cuidado. Henry y su padre eran ese tipo de hombres, pero a ella le habría gustado poder contar con una especie de bello elegante, tipo Joseph Cotten, o incluso más atlético, pero guapísimo, tipo Cary Grant o Brad Pitt cuando era joven y no estaba tan acabado. Sanchís se parecía más a Joseph Cotten. De joven tuvo que ser un partidazo. Pero ¿por qué había echado su vida a perder? ¿De veras la había echado a perder?

Se fijó, ahora mejor, en su casa. Los muebles estaban ya viejos, pero eran de buena calidad, y en su momento debieron haber sido elegidos con gusto. Lo que llamó especialmente la atención de Lidia era la increíble cantidad de libros de poesía, de novela, de relatos, que poblaba el piso, perfectamente ordenados por épocas y autores.

Estaba claro que se hallaba en el piso de un amante de la literatura. Un gran lector que la miraba, justo en aquel instante, con el ojo experto de quien ha sido toda la vida un gran catador de mujeres. Lidia se ruborizó al instante. Se había dado cuenta de que el viejo tenía los instintos todavía en su sitio. Le preguntó si había leído todos aquellos libros, y Sanchís respondió afirmativamente. Siempre le había gustado, pero se puso a leer en serio en la cárcel, hacía decenios, y desde entonces había cultivado la afición a la gran literatura de una forma que podría quizá calificarse como compulsiva, pero que para él era la mejor manera de llenar una vida que se había visto vaciada de cualquier otro aliciente.

Sanchís miraba a Lidia, la super-reportera, y admiraba su juventud avasalladora, aquella plenitud de formas, aquel prodigio de energía de que hacía gala. Y se sentía transportado de nuevo a su propia juventud, a sus años locos de París. “¡Qué no habríamos hecho tú y yo en París, si te hubiese encontrado allí!” pensaba el viejo, sin malicia en realidad, sólo con la nostalgia de lo vivido. No tenía derecho a quejarse. Es verdad que su vida se acabó a los cuarenta, y desde entonces había dejado se ser un hombre vivo para convertirse en aquel semihombre dedicado a la lectura y a una medicina de poca monta, para hacerse querer en el barrio. Pero, hasta aquel momento, vivió al máximo de sus posibilidades. Amo a una mujer hasta apurar el cáliz, pero antes había disfrutado de todos los placeres, había conocido todas las perversiones, había experimentado con todo lo nuevo, y se había colocado en la vanguardia de la sociedad, en defensa de ideales por los que habría merecido la pena sacrificarse. Luego Marga apareció en su vida, y muchas cosas terminaron de golpe en ese momento, y sólo hubo espacio en su vida para el amor, vivido en la forma más completa y más sin esperanzas que era posible concebir.

Lidia se sentó en la mesa de la cocina, a invitación de Sanchís, y comenzó un interrogatorio que a éste le pareció una pérdida de tiempo: cuánto tiempo hacía que vivía en aquél piso, si el barrio le había cogido bien o mal, cómo se las apañó para integrarse, cuál fue el motivo de su abandono de la clase acomodada de la ciudad, por qué había dejado su profesión... todas estas eran las preguntas que Lidia traía preparadas para ir sacando poco a poco la información que necesitaba del doctor Sanchís. Pero éste la atajó con un gesto, y comenzó a hablar.

Ya que ella quería saber, ya que quería una historia, le iba a dar una historia, pero convenía que estuviera preparada, porque esa grabadora que llevaba no iba a ser ni mucho menos suficiente para recoger todo cuanto iba a contarle. Sí. Podía fumar. ¿Quería un café? No. No había hecho pero no le costaba nada preparar una buena cafetera. A mediodía tendrían un buen cocido para almorzar. ¡Claro que se quedaría a almorzar! ¡Y a cenar! Si quería toda la historia, él se la contaría. Pero no iba a contestar preguntas como si fuera un tonto. Oiría la historia completa, como él siempre había querido contarla. Si se iba a dar a conocer, era preciso que ella y los lectores llegasen a saber que lo que él vivió tenía sentido.