Muchos años después, el doctor Sanchís conoció toda la verdad, de labios de la propia Marga, de una Marga ya tocada de muerte por la enfermedad, y que no quería irse de este mundo sin haberse puesto en paz con quienes la habían amado u odiado, con quienes habían significado algo en su vida. Sanchís, para Marga, significó el amor en un mundo sin amor, y por eso lo llamó.
Aquella noche, después de la última entrevista con León Sanchís, Marga no pegó ojo. Cuando se levantó de la mesita de la terraza en que le había dicho aquellas palabras, que ya en el fondo no sentía, pero que sabía que tenía que decir, estuvo a punto de desfallecer por el dolor. Se sentía furiosa consigo misma, porque no estaba consiguiendo ser tan fuerte como ella misma se había impuesto ser desde un principio, desde que dejó el colegio de monjas y se lanzó a la vida, desde que dejó la casa de sus padres para ganarse el sustento por sí misma, desde que urdió el plan perfecto que le permitiría no depender jamás de un hombre, dependiendo a la vez de todos ellos. Había decidido verle, en realidad, porque quería tener cerca de un hombre que parecía amarla. Quería saber cómo era un hombre así. Quería comprobar que estaba hecho de la misma sustancia corrupta de los demás hombres, los que la amaban durante una hora, pagaban y se marchaban, o de la de Robaina, el hombre que la había comprado para su disfrute particular. Marga quería saber, y al mismo tiempo quería impedir que aquel loco que la había pretendido durante un año entero, que se había arriesgado a todo por ella, y que había padecido por su insensata pasión, siguiera haciendo exponiéndose a la ira de Prudencio Robaina, porque sabía que si las cosas seguían como hasta entonces, al doctor Sanchís le quedaba poco tiempo de vida. Lo sabía. Algún día, tendría un accidente tan grave que ningún hospital podría curarlo. Quería decírselo. Quería hacerle comprender que tenía que conformarse. No quería ser dura con él, pero la vida ya lo era por ella y por todos. Era evidente que el doctor, que tan versado parecía en tantas cosas, sin embargo no comprendía lo que la vida era en realidad: un continuo bregar por sobrevivir, y punto. Ningún idealismo, ningún sentimentalismo tenía lugar en el mundo en que ella y él vivían. Era un mundo que pertenecía por entero a los fuertes, y si no se era fuerte, se perecía. No había otra ley que mereciera la pena conocer, salvo la de ofrecer la menor cantidad posible de flancos débiles al enemigo. El enemigo era todos los demás. Había enemigos declarados, desafiantes, ofensivos, como Prudencio Robaina, y enemigos estructurales, involuntarios, benevolentes pero equivocados, gente que podía, si te descuidabas, conducirte al abismo. Sanchís era de los segundos. Vivía con su flanco débil permanentemente expuesto al mundo, y recibía golpes de todos los lados. Pero lo peor era que, exponiendo su lado sensible a los demás, se convertía en una peligrosa tentación. Invitaba a los demás a hacer lo mismo, induciéndoles a creer en una vida mejor, en la que el amor y la nobleza fuesen las leyes indudables de la vida. Contra enemigos como Robaina era posible luchar, o por lo menos pactar. Ella lo había hecho, y no le iba mal. No le faltaba de nada, y se sentía segura. Tenía que pagar un precio, obviamente, porque nada bueno es gratis. Pero contra enemigos como Sanchís sólo cabía destruir o ser destruído. La única manera de escapar de aquella alternativa maldita era neutralizarlo, convertirlo en nada, y que de esa forma dejase de ser un enemigo, para formar parte de la masa gris de la gente que no significaba nada para ella. Pero Marga entendía oscuramente lo que eso implicaba: Sanchís ya significaba algo para ella. Estaba perdiendo en su lucha contra él. Cada vez que le llegaban noticias sobre la última paliza, una congoja invencible la dominaba, un dolor sordo la sometía, unas insoportables ganas de llorar hacían que se odiase a sí misma. Cuando supo de su encarcelamiento, un aborrecible pensamiento invadió su mente, sin que su voluntad, férreamente decidida a ignorarle, pudiera hacer nada: “Al menos ahí Robaina no podrá hacerle nada más. Estará vigilado, y nadie lo tocará”. No pensó que, si su protector quería, Sanchís podía ser apalizado en prisión, igual que si estuviera en la calle. Pero aquél no necesitaba ensañarse de ese modo con un hombre que no podía seguir molestándole desde su celda. Eso fue lo que le salvó, y no una supuesta imposibilidad de llegar hasta él por parte del empresario.
No. Marga estaba empezando a caer en la trampa que el ingenuo y sentimental Sanchís había tejido para atraparla. Y debía parar aquello, sobre todo por su propio bien. Por eso, cuando le escribió rogándole una última entrevista, con la promesa de dejarla en paz en adelante, Marga creyó que, quizá, esa era la oportunidad que buscaba de firmar una frágil paz con el mundo, de obtener una tregua en su guerra contra la vida. La idea de que aquel hombre, que la había cortejado como nadie lo había hecho nunca, dejase de hacerlo para siempre, le dejaba un poso de amargura del que no se quería hacer demasiado consciente. No obstante, procuraba alegrarse por él, porque gracias a eso seguiría viviendo, y podría seguir amándola, si quería, pero sin molestarla a ella ni a Robaina. Y una tenue sonrisa de satisfacción se le esbozaba en los labios cuando pensaba que aquel estúpido la iba a seguir amando, a pesar de todo, y que Robaina no tenía poder contra ese sentimiento, aunque lo tuviera contra todo lo demás.
Se arregló como pocas veces. Quería refulgir para él. Ya que iba a ser la última vez que se vieran, quería dejar en él un recuerdo imborrable. Tomó un taxi y se presentó en la terraza del Gran Café, puntual. Sanchís ya estaba allí, de pie, esperándola. En cuanto la vio, se lanzó en lo que casi parecía una carrera en pos de ella. Le extendió la mano, que ella tomó. Palpitaba. Ardía. Aquel hombre estaba inflamado de amor. Inmediatamente se sintió muy débil. “No podré” – se decía. Se sentaron. Pidieron café para los dos. El le ofreció un cigarrillo que sacó de una pitillera de plata, que ella aceptó, y luego sacó otro para él. Le ofreció fuego con un mechero de oro, y ella lo tomó. Volvió a sentirlo. “Este hombre podría hacerme feliz”. Y volvió a desfallecer. Rompió a hablar. Le explicó que en la vida había cosas que se podía esperar conseguir, y otras que no. Le habló de su propia vida, de lo alejada que estaba de sus costumbres de buen burgués. Insistió en que ella era una prostituta, una mujer acostumbrada a ofrecer su cuerpo por dinero. Presentó su relación con Robaina en esos términos, y con gran cinismo declaró que, en el fondo, tampoco se sentía tan diferente de las que se tenían a sí mismas por decentes. Le hizo ver que estaba conforme con su vida, y que no aspiraba a nada mayor. Que, muchas veces, los sueños son nuestros peores enemigos. Que, en el afán por conseguir lo mejor, perdemos todo cuanto tenemos, sin obtener lo otro, y quedamos reducidos a polvo y ceniza. Ella, dijo, había construido toda su vida basándose en un principio opuesto: conseguiría lo que estuviera al alcance de su mano, y no pretendería alcanzar metas excelsas o sublimes. Le hizo ver que él estaba siguiendo la senda contraria, y lo estaba perdiendo todo: su profesión, su status, su clientela, su prestigio, su dinero, su libertad y su salud, pero que no por ello la conseguiría a ella. Le estaba muy agradecida por los bellos sentimientos que le profesaba, pero le pedía, por última vez en su vida, que se alejase de ella, que no la acosara más con su amor desaforado. Además, le advertía de que ya no podía controlar a Prudencio Robaina. Que éste veía a Sanchís, si no como una amenaza, sí como un incordio de suficiente entidad como para concebir la idea de eliminarlo. Que debía tomarse en serio el celo territorial y posesorio de Robaina. Le recomendó que no la amara más, y le explicó que había muchas otras mujeres atractivas en las que podía posar su mirada, si quería. El no tendría ningún problema: aún joven, muy guapo, y de buena posición social, solamente tendría que hacerse perdonar aquel año de desvarío que había tenido. Y las mujeres, le explicó Marga, son mucho menos románticas de lo que él cree: se lo perdonarán todo, con tal de tener la seguridad de que, en adelante, será para ellas, tanto él como, sobre todo, su dinero. No debía olvidarlo. La buena planta, la educación y las buenas maneras, la cultura y la sensibilidad eran buenas cosas. Servían para atraer a ciertas mujeres. Pero, para retenerlas, sólo había dos cosas que realmente funcionaban: los hijos y el dinero. Le recomendaba que hiciese uso de sus cualidades más románticas al principio, y de las más prosaicas después. Y le pedía, por lo que más quisiera, que no le soltara el discurso que sin duda traía preparado para la ocasión. Ella podía imaginar perfectamente lo que le diría. Le hablaría de la comunión de las almas y de los cuerpos, de una vida mejor, de dejar descendencia y no estar solos. Se equivocaba. Siempre se está solo. Los inteligentes se distinguen de los demás en que soportan su soledad con compañías convenientes. ¿Era él de los inteligentes, o de los tontos?