La despertó el sonido del teléfono móvil. Henry le había enviando un mensaje, en el que le preguntaba cómo estaba, y le decía que la echaba de menos. Reaccionó como de costumbre: se enfadó ante el gesto de su novio, quien parecía haber acudido a una academia expresamente para aprender a irritarla. Pero, junto con el enfado, Lidia sentía en su interior una extraña congoja, que no esperaba. Algo le decía que, por aquella vez, ella iba a tener que dar su brazo a torcer. El plan de batalla de Henry, inexplicablemente, estaba dando resultado.
Se levantó de la cama, morosa. No iría a la redacción. Tenía que pensar en tantas cosas… Se había pasado catorce horas seguidas entrevistando al Doctor Sanchís. Nadie podía exigirle que fuera hoy a trabajar.
De golpe, todo lo vivido el día anterior se volvió nítido en su mente mientras hacía pis. Aquel viejo, de verdad, tenía una historia. Una historia de amor como ninguna mujer cree posible que pueda haberla. Una historia de amor que le habría gustado conocer con quince años, y así se habría enfrentado a los hombres con más confianza. Su propia historia con Henry había sido el resultado de un asedio pertinaz por parte de él, asedio que chocó contra la más inexpugnable de las murallas por parte de ella durante meses, hasta que, un buen día, inexplicablemente, un confundidísimo Henry accedió al mismo tiempo a su corazón y a su dormitorio. Si por aquel entonces Lidia hubiera conocido la historia de los amores de León Sanchís, probablemente el pobre Henry no habría sufrido tanto, ni para conseguir su amor, ni probablemente después de haberlo obtenido.
En realidad, sí que iba a trabajar. No iría a la redacción, pero sabía que tenía que empezar a escribir ya, antes de que los recuerdos perdieran su frescura. Se duchó, y después preparó un café con leche y una tostada con mantequilla y mermelada, y se las llevó en una bandeja a la mesa donde tenía su portátil. Encendió éste y se entretuvo durante diez minutos viendo las noticias por internet y revisando su correo electrónico, mientras daba bocaditos a la tostada y sorbitos al café con leche. Terminada la tostada, Lidia encendió un cigarrillo, y se preparó para el intenso disfrute del sabor del humo tabaco, impregnado de café con leche. De pronto, se levantó de la mesa con el cigarrillo entre los dedos, y se dirigió a la ventana de la habitación. Un radiante sol matinal lo bañaba todo en luz. Pero Lidia no tenía puesta su atención en los colores de los toldos de los balcones, ni en el brillo del pelo del muchacho que sacaba a pasear su perro labrador, ni en los destellos que el sol radiante arrancaba a la pintura metalizada de los automóviles que pasaban, raudos, bajo su ventana. Sólo estaba dejando que el sol despertara su pensamiento y su memoria, y que lo vivido, lo escuchado, lo aprendido en el día de ayer se convirtiera, lentamente, en palabras, palabras que debía volcar en el que podía ser su mejor artículo escrito hasta la fecha.
Ahora, después de haber dormido, con el café en la mano y dando chupadas al cigarrillo, semidesnuda en su casa, la casa que era suya y de Henry, pero sobre todo suya, porque cuando la vio por primera vez cayo enamorada y no paró de insistirle a él hasta que accedió a comprarla con ella, Lidia era capaz de apreciar mejor las sensaciones que el día anterior se iban agolpando de forma desordenada y confusa en su cerebro. Sanchís había hablado sin parar durante horas. Al principio, ella tomaba notas, sin confiarse a la grabadora. Dichas notas no siempre recogían palabras del doctor, sino gestos, miradas, actitudes, que le serían muy útiles a la hora de componer el artículo. Pero el doctor seguía hablando, y era casi la una de la tarde, y Lidia empezaba a cansarse. Su interlocutor se dio cuenta, y la invitó a salir a la calle. Era su hora del paseo. Así conocería el barrio.
La llevó por las calles que durante decenios había transitado él en solitario. Durante el trayecto, no le habló de su historia con Marga, pero sí le contaba toda clase de anécdotas relacionadas con los vecinos del arrabal que había ido conociendo durante todo aquel tiempo, y que había aprendido a apreciar. Le habló de mujeres maltratadas que acudían a que él les redujera las fracturas que les causaban sus maridos; de niños de siete años enganchados al pegamento, a los que había tenido que atender por causa de una intoxicación debida a la excesiva inhalación del producto; del adolescente que acudió temeroso a su casa, porque había hecho el amor por primera vez en su vida, y creía que había contraído una enfermedad, porque tenía el pene inflamado; el doctor le había atendido entre risas, aplicando una pomada antiinflamatoria al miembro tumefacto y explicándo al paciente que, cuando algo se usa por primera vez, hay que ir con prudencia, hasta que el instrumento se habitúa al nuevo uso. Pero no sólo podía contarle Sanchís anécdotas médicas a Lidia: también podía hablarle de cómo le recibieron la primera vez que se quedó a dormir en el piso de Marga, aún viva pero ya enferma. La prevención infinita con que lo trataron, el miedo a que cualquier gesto fuera malinterpretado por él, el temor a no encajar, a desagradar a un hombre llegado de los barrios alcurniosos de la ciudad, se tradujo en una actitud hosca, casi hostil, que Sanchís tuvo que soportar durante semanas, hasta que se hizo evidente para todos los habitantes del arrabal que el doctor no había llegado allí a imponer su ley, ni a tratarlos con desprecio. Entonces fue cuando el recién llegado conoció la verdadera hospitalidad de aquella gente. Entonces fue cuando comprendió, por primera vez en su vida, lo que era pedir ayuda y que esta fuese prestada sin reservas y sin límite, con actitud desinteresada y amistosa.
De vez en cuando, el viejo saludaba a algún vecino, más frecuentemente vecina, que inmediatamente desviaba la mirada para interesarse en Lidia. Esta era presentada por el doctor como “una periodista que ha venido a hacerme una entrevista, y le estoy enseñando esto un poco”. Pasaron por una cafetería en la que él solía tomarse una cerveza y un pincho antes de regresar a casa, y entraron en ella. Lidia fue presentada al regente de la casa, que se puso inmediatamente meloso en cuanto vio aparecer en su local a semejante “reina mora” (no paró de decirle esto en los veinte minutos escasos que consumieron en aquel lugar). Finalmente, regresaron al piso del Sanchís, donde les estaba esperando Mindi, que había regresado para preparar el almuerzo. Cuando Lidia la vio, tomó nota mental: “En el fondo, Sanchís sigue siendo un burgués, y no prescinde del servicio” pensó.
Almorzaron, y tomaron café. Y en el café Sanchís se lanzó de nuevo, cogiendo a Lidia casi desprevenida. Ya le había hablado de su juventud, de sus años estupendos en París, de su regreso a la ciudad, de cómo conoció a Marga y se enamoró de ella, y del año de tormento que hubo de vivir por causa de aquel amor imposible y contrariado. Le habló de la entrevista que, después de las palizas y las temporadas en el hospital y en la cárcel, Marga se dignó por fin concederle. Pero Lidia no entendía cómo podía Marga tener un corazón tan duro. Si llevaba todo un año inmolándose por amor a ella, ¿cómo era posible que ella no le dirigiese la palabra durante todo aquel tiempo? ¿Y cómo era posible que la entrevista con ella tuviera un resultado tan penoso?
Sanchís miró a los ojos a Lidia, y entendió muchas cosas de golpe. “Pobrecita – pensó. Aún tienes que aprender mucho de la vida”. Le explicó que Marga no era tan insensible como para no sufrir al saber que un hombre estaba siendo vapuleado por amor a ella. Sufrió muchísimo, según supo después, y rogó innumerables veces a Robaina que no permitiera que sus hombres mataran a León Sanchís, o no podría mirarse nunca más en un espejo ni permitir que nadie más la mirara, porque se consideraría culpable de su muerte. Sólo tras la segunda hospitalización del doctor accedió el celoso amante de Marga a cambiar de táctica, y habló con el comisario Bermúdez.
No. Marga sí era una mujer sensible. No era el monstruo de egoísmo que aparentaba ser. El lo sabía. El lo entendió el día en que la conoció, en su consulta. Detrás de su actitud fría se escondía un corazón que necesitaba amar, como el de cualquier mujer. Ella lo había mantenido prisionero de su necesidad y de su concepto de cómo era el mundo: cruel y despiadado, despreciativo para con las almas sensibles. Marga había renunciado a ser un alma sensible, y había elegido el camino de los triunfadores. Un camino lleno de victorias que encubrían la derrota fundamental. Desde el primer momento, él vio esta verdad en su corazón, y la amó, por ello mismo, y al mismo tiempo a pesar de ello. Porque Sanchís supo desde el principio que el suyo era un amor quimérico; que había elegido, de todas las mujeres, a la que paradójicamente era menos capaz de ofrecerle amor; que se resistiría con todas sus fuerzas a amarle, no porque él no fuera digno de amor a sus ojos, sino porque el amor era un sentimiento que ella había proscrito a su corazón.
Y por eso, cuando Marga se levantó aquella tarde, tantos años atrás en el tiempo que parecían haber transcurrido épocas enteras en la Historia, de la mesita en que él la había esperado, paciente y tenso a la vez, para hablar con ella después de todo un año de dolor y sufrimiento, León Sanchís había comprendido que ella no podía decirle otra cosa que lo que le había dicho, y que su amor desesperado por ella no iba a menguar después de aquella nueva decepción; pero comprendía, también, que su vida se había acabado, que sin un atisbo de esperanza de ganarla para él ya no tenía sentido vivir.