martes, 25 de marzo de 2008

VIDA Y DESTINO




El totalitarismo no es meramente una monstruosidad producida por hombres poseídos por una cruel enfermedad psicopática. No es cierto que haya sido erradicado de una vez y para siempre de nuestro mundo. Porque el totalitarismo vive en cada uno de nuestros corazones.

Aún no he terminado de leer la monumental Vida y Destino, escrita por Vasili Grossman, ingeniero, novelista y periodista soviético, judío asimilado, que fue un escritor adicto al régimen soviético prácticamente hasta el final de su vida, hasta que intentó plasmar en sus obras el exterminio por hambre de poblaciones enteras en el interior de su país, durante la colectivización forzosa de 1937, o el increíble y siniestro parecido que existía entre los dos totalitarismos en paradójica pugna durante la Segunda Guerra Mundial: el nazismo y el comunismo soviético fundado por Lenin y "mejorado" por Stalin.




Grossman, quien al ser invadida la Unión Soviética por Alemania se había presentado voluntario para combatir y había sido declarado inútil, presenció de todas formas en primera línea, como corresponsal de guerra, los acontecimientos bélicos, y la represión política simultánea, paralela, en pleno frente. Asistió, al final de la guerra, a la liberación de los campos de Treblinka y Majdanek. Cuando, años después, quiso explicarse literariamente lo sucedido durante la guerra en su país, no pudo evitar plasmar la evidencia de que había asistido al choque de las dictaduras totalitarias más férreas y despiadadas que jamás habían existido. Una cruel batalla entre monstruos hermanos, que se saldó con millones de muertos, producto no sólo del choque de los rivales, sino de la propia y mortífera tarea de depuración interna a que los dos se dedicaron.




Grossman, como todo verdadero intelectual, escribió Vida y Destino y Todo Fluye dominado por la necesidad de explicarse lo ocurrido, de entenderlo a fondo, hasta la raíz, si era posible. Todo Fluye narra las hambrunas producidas en Ucrania por la colectivización del campo, con millones de muertos en aras de la cuota de producción. En cuanto a Vida y Destino, escrita en tiempos de Jhruschov, Grossman creyó que tal vez podría publicarla. Le fueron confiscadas todas las copias que se llegó a descubrir (pero no todas, o ahora no podríamos leerla) e incluso las cintas de la máquina en que la escribió.

Necesitaría hacer varias relecturas concienzudas, minuciosas, llenas de anotaciones e interpolaciones, junto con un estudio histórico de la Rusia soviética y de la Segunda Guerra Mundial, y de la literatura rusa, para poder hacer una reseña digna de tal nombre sobre esta obra. Así pues, esto no es una reseña. Es sólo un comentario, resultado del impacto de lo leído sobre mi sensibilidad, y quizá también, de los trastornos del insomnio producto de un ataque de acidez...

Vida y Destino es un fresco de la Unión Soviética durante los momentos cruciales de la batalla de Stalingrado. En el libro se puede vislumbrar los grandes movimientos políticos y su significado, y las estrategias principales de los líderes durante la guerra. Pero, sobre todo, lo que se aprecia es la vida del hombre corriente en medio de los trastornos del siglo XX: de la anciana que perdió a su marido y a su hijo durante las hambrunas producidas por la instauración del sistema de koljoses en el campo ucraniano; del físico que ha hecho un descubrimiento que podría llevar a Rusia a la era atómica, y es celebrado por sus colegas, pero inmediatamente censurado por el Régimen, que considera sus teorías, fundadas en el análisis matemático, demasiado "idealistas" y por lo tanto incompatibles con la ciencia socialista, pegada al terreno y practicista; de la madre que espera, y espera, y espera tener noticias de su hijo, que ya ha muerto en el campo de batalla; de la mujer enamorada del brillante coronel de caballería, pero que aún recuerda con dolor y un sentimiento que es amor en un sentido más profundo a su primer esposo, antiguo chequista ahora víctima del sistema represivo en el que tan activamente y con tanta convicción había tomado parte; del viejo bolchevique prisionero en Treblinka, que ve morir ante sus ojos a su compañero de los viejos tiempos de la Revolución de Octubre, a su amigo del alma, diciéndole que los dos se habían equivocado, que la libertad era lo más importante y que ellos la habían destruído; de la doctora judía que, pudiendo salvarse de la cámara de gas aduciendo su título profesional, prefiere acompañar a ella a un niño desvalido, abandonado de su propia madre; del comisario político que, después de haber sobrevivido a Stalingrado, es detenido y preso en la Lubianka; de un Hitler que pasea por el bosque nocturno, angustiado, al conocer la derrota alemana en Stalingrado; de un Stalin que se sabe inferior a la imagen que ha proyectado de sí mismo, y que odia a todos, a los que le temen y le adulan, y a los que le alzan la voz en las reuniones, y principalmente a sí mismo, como Hitler, pues, como dice el agente de la Gestapo que interroga al viejo bolchevique en Treblinka, los soviéticos, al odiar a los alemanes, se odian a sí mismos, porque el nazismo y el bolchevismo no son más que dos aspectos de un mismo movimiento general de odio, de terror, de miedo del hombre ante su propio poder.

Y ese es el signo de nuestro tiempo. Ya lo era el siglo pasado, y lo sigue siendo en el siglo presente. La Humanidad, que avanzaba confiada en su capacidad para dominar la naturaleza y ponerla a su servicio, que creía haber encontrado las fórmulas perfectas para organizarse, inspiradas en modelos científico-naturales, descubre en el siglo XX que las fuerzas de la naturaleza no han sido realmente dominadas, sino a lo sumo vislumbradas, que los torpes manejos de los hombres se parecen peligrosamente al jugueteo de un niño con una picadora enchufada, que los sistemas creados oficialmente para expandir el bienestar colectivo no son más que crueles máquinas de poder, que destruyen al hombre y lo convierten en pura materia aprovechable por un mecanismo que devora incluso a sus propios operarios y hasta a sus propios diseñadores.

La Humanidad ha adquirido tal poder sobre la Naturaleza y sobre los individuos, que finalmente ha comprendido que carece en realidad de él. Y esta comprensión produce angustia, y excita paradójicamente un férreo deseo de control. Ante un mundo volátil, la débil alma humana sigue queriendo aherrojarse y aherrojar la realidad, para que el mal ya existente no aumente, o al menos le sirva de algo.

Hasta el siglo XX, los sistemas de dominación de la Humanidad existentes eran primoridalmente físicos: o bien se basaban en el poder militar, o bien en el predominio económico: la seguridad y la supervivencia eran las palancas que suscitaban la adhesión del pueblo a sus líderes. Siempre acompañó a estos mecanismos la utilización, el aprovechamiento, de los cuerpos dominantes de creencias; pero éstas surgían de formas relativamente espontáneas, e incluso (véase el cristianismo) fueron en sus inicios movimientos espirituales estrictamente marginales.

Desde el siglo XX, sin embargo, se está desarrollando una eficiente máquina de dominación de los espíritus, basada en la manipulación de la verdad, que ha llegado hasta el extremo de, no ya cuestionar filosóficamente el concepto de verdad, que es un cuestionamiento lícito y potencialmente muy fructífero, sino cuestionar el concepto vulgar de verdad, el que funciona en la calle. Se ha conseguido desvalorizar la verdad hasta el extremo de que, hoy día, casi nadie cree que decir la verdad sea algo valioso por sí mismo. Así es como se ha demolido al individuo, y se lo ha transformado en mero engranaje de la Gran Maquinaria de Poder, cuyos afortunados tripulantes manejan orgullosos, hasta que ésta, que es mucho más poderosa que cualquiera de ellos, los devore a su vez, y los convierta en tuercas y tornillos, engranajes y bielas, conectores y chips...

La destrucción del concepto de verdad y del concepto de individuo libre como ente portador de la verdad era necesaria para extender en nuestro mundo la propaganda de masas, que es el mecanismo actual por excelencia de toda dominación política. Y la propaganda de masas es la condición ineludible de cualquier sistema de dominación totalitaria del hombre. El totalitarismo aspira, no meramente a controlar coactivamente la conducta exterior del hombre, sino a controlar del mismo modo su alma, sus resortes interiores, su cuerpo de creencias, sus afectos y desafectos, en fin, todo cuanto el hombre es.

Pero no podemos olvidar que la destrucción del concepto de verdad y de individuo libre no ha sido perpetrada por nuestros dirigentes, sino por todos nosotros.

Y, con todo y por eso mismo, en nosotros vive la esperanza, la posibilidad de sobrevivir a nuestra propia destrucción.

Eso es Vida y Destino, a mi juicio: la narración de cómo nos destruimos a nosotros mismos, y en los mismos estertores de nuestra agonía encontramos las fuerzas necesarias para seguir vivos...