domingo, 2 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXIV)

A la mañana siguiente, las brumas y dolores de la resaca tenían a Lidia sumida en un estado atroz. Se había quedado dormida en el sofá, con la tele puesta. La botella de whiskey montaba guardia, con menos de la mitad del contenido con que había empezado la noche. Una barrena filosa se paseaba por el cerebro de una Lidia recién despierta la cual, al alzarse del sofá, comenzó a sentir unas arcadas violentas, que la obligaron a volar al cuarto de baño y arrojarse de cabeza en la taza del water. Veinte minutos después, con la cara de color verde y unas profundas ojeras, regresaba al salón. Se había dado una ducha especialmente larga. Aún se sentía mal. Pensaba llamar al periódico y excusarse alegando enfermedad. La luz matinal hería su vista incluso con el cielo nublado. Abrió una ventana, y el fragor del tráfico casi la hizo enloquecer. Volvió a cerrarla, a pesar de que el piso necesitaba ventilarse. Olía a vómitos y a humo viejo de cigarrillo rubio, pero en aquel momento Lidia no habría soportado la invasión del ambiente exterior en su piso. Buscó desesperadamente la caja de aspirinas, pero no la encontró. “¡Maldito Henry! ¡Seguro que se las acabó, el muy adicto, y no compró otra caja!”. Tenía que intentar desayunar, o se desmayaría, pero su estómago no admitía nada sólido en aquel momento. Se preparó un café con leche, y se lo fue bebiendo a sorbos muy pequeños. Cuando terminó, con la cabeza a punto de estallar, regresó al sofá, y se acurrucó en él con una manta cubriendo su cuerpo. En posición fetal, necesitando olvidarlo todo, Lidia se durmió.

Despertó horas más tarde. Su teléfono móvil sonaba. No había llamado a la redacción, y llevaban horas tratando de localizarla, extrañados por su ausencia. Contestó. Estaba enferma. Lo sentía mucho, no había pegado ojo en toda la noche y por la mañana se había quedado dormida. Confiaba en poder incorporarse al día siguiente. De no ser así, avisaría, por supuesto. Colgaron. Ella se levantó. La cabeza le dolía menos, y el hambre la acuciaba. Se dirigió a la cocina, y abrió la nevera. Quedaban restos de los guisos que hacía Henry. Encontró lo suficiente como para servirse un plato. Buscó pan, pero estaba duro, así que se resignó a comerlo así. Abrió una lata de cerveza, con permiso de su estómago debilitado por el escocés, y se lo llevó todo al salón. Puso la televisión. Todo se desmoronaba. Era increíble. Tantos años votando al mismo partido, confiando ingenuamente en las promesas de sus líderes, confiando en su honestidad personal, admitiendo como pecados menores las trapacerías que la política les obligaba a hacer, pero aquello del GAL, ¡qué mala pinta tenía, coño! Y todos habían mirado a otro lado mientras todo sucedía. Detenían policías españoles en Francia, y en España nadie, ni en el gobierno, ni en la oposición, nadie, había dicho nada de nada. Y, ahora, ese del bigote, ¡por Dios, qué hipocresía!, rasgándose las vestiduras y llamando a Felipe de lo peor, simplemente porque ahora había periodistas y jueces interesados en meter políticos en la cárcel... una vergüenza. Todos son iguales. Todo es una mierda. La vida es una mierda. Henry es una mierda. Sanchís, otra mierda y yo... ¡yo soy también una mierda!”.

A Lidia le caían las lágrimas mejillas abajo, e iban salando el guiso que Henry había preparado para que ambos almorzaran días atrás, cuando aún eran una pareja, en las últimas, sí, pero una pareja, y las manos le caían lacias con los cubiertos colgando con las puntas mirando al suelo, y el vaso de cerveza susurraba una nana de espuma, mientras el superjuez Garzón chupaba cámara que era un gusto en la pantalla de televisión. Tenía que pensar. Pero no tenía tiempo. Pero tenía que pensar. Se llevó una cucharada del guiso a la boca, y le supo mal. Tuvo que dejar el almuerzo. No podía comer aquello. ¡Joooderrr! ¡Lo había cocinado él! ¡Estaba asqueroso! Le hacía sentir en la boca un sabor acre y terrible, como de humo de crematorio de cementerio: el sabor de la muerte... Pero ella quería vivir. No quería seguir siendo una mierda de mujer. La huída de Henry, en el fondo, era buena para ella. El no era más que un lastre, un peso muerto en su vida. Sin él, podría volar libremente en pos de su destino, de su gran destino de periodista, que la aguardaba en el horizonte, haciéndole señales. Pero ¡cómo iba a alcanzarlo sola, si no era más que una débil mujer, incapaz de soportar la soledad! Pues tendría que soportarla. La pérdida de Henry le producía un dolor mucho más terrible de lo que ella misma se atrevía a confesarse, pero lo soportaría, y en adelante sería la supermujer que se había propuesto ser, y demostraría su poder renunciando a eso a lo que las mujeres nunca quieren renunciar: el amor.

Algo reconfortada por estos pensamientos, Lidia pasó la tarde, recostada en el sofá, descansando, viendo la tele, sin pensar en nada más. Era un guerrero que descansaba, esperando que el clarín lo llamara de nuevo a la batalla.

A la mañana siguiente, Mindi llamó a Lidia. Había pasado todo el día anterior tratando de convencer a León Sanchís para que hablara con ella, y finalmente lo había conseguido. Cuando quisiera, podría pasarse por allí. El señor hablaría con ella.