lunes, 3 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXV)

Había sido demasiado doloroso. Mindi no lo entendía. Todo lo que había sucedido durante aquellos horribles nueve años había sido demasiado doloroso, como para contárselo a una niñata de veintitantos años, como si se tratara de una peripecia interesante, de una aventura excitante, de un susto que ya pasó. No. Su vida fue verdaderamente un infierno. Las palizas de los tres primeros meses se repitieron a intervalos periódicos durante el año siguiente, hasta que Sanchís se quebró como una rama seca. Simplemente, no lo soportó más. La detención no había sido nada. Le tomaron huellas, le hicieron una foto, lo ficharon, lo pasaron por el juzgado de orden público, y un juez iba a condenarle a una pena severísima por el delito de rebelión militar, que era el que las leyes del momento hacían encajar en la conducta consistente en asistir a reuniones clandestinas de partidos políticos prohibidos, cuando una milagrosa gestión hecha in extremis por su padre redujo la condena, sin suprimirla, a nueve meses de prisión, que Sanchís pasó sin mayores traumas, en el penal militar próximo a su ciudad, recuperándose todavía de las fracturas, leyendo libros a montones y escribiendo largas cartas de amor que enviaba puntualmente a Marga.

¿Qué podía decirle un médico idealista de buena posición social a una prostituta de humilde extracción, aunque se diera aquellos aires de gran dama? Sanchís le intentaba explicar a Marga en cada carta que ella debía comprender que él no era dueño de sus sentimientos. Que nunca se habría atrevido a molestarla en lo más mínimo si ella no se hubiera pasado aquella aciaga tarde por su consulta, y le hubiera inoculado un virus mortal, contra el que no disponía de vacuna: se trataba de un amor tan inflamado que su corazón había quedado reducido a cenizas, y su alma se había evaporado. No quedaba de él más que un irreductible afán de pertenecerle a ella, de ser en ella, de confundirse con ella. Ya no era dueño de su voluntad, pues ya no tenía voluntad. Ya no era un hombre que la amaba, era simplemente amor de ella, mera sustancia amorosa. No podía ser extinguido, mientras ella existiera.

En otras cartas, Sanchís se esforzaba por regresar del misticismo del amor y tratar de hablarle en un lenguaje, pensaba, más fácil de entender para ella. Le hablaba entonces de los planes que tenía para los dos, en caso de que su sueño llegara a cumplirse. Le hablaba de la felicidad, no como un imposible o como un deseo inalcanzable, sino como algo concreto que llegaría a conocer, si se quedaba con él. Le hablaba de tener hijos, de fundar un hogar, quizá no allí, en aquella ciudad, pero sí en otra, donde sus habilidades médicas serían igualmente necesarias y el pasado de ella no saldría a relucir. Le hablaba de una vejez en paz y amor, y de la muerte, que se acercaría a ellos y los cubriría con velo piadoso, sólo cuando, al final de toda una vida de felicidad y trabajo, de cotidianos desvelos e íntimas alegrías, sus cuerpos y sus almas se hubiesen desgastado, y ya no tuviesen sustancia suficiente perdurable en la tierra. Le hablaba de la alegría del desayuno compartido, de la dicha de regresar a casa y ver al amado en su quehacer, de la satisfacción continua de la prole que crece en vigor, en humanidad, en alegría, al paso que la propia energía, la propia sustancia humana de los progenitores va menguando, encaminándolos a la desaparición, una desaparición que no sería en vano, pues habrían cumplido su propósito en la tierra, dejar una sucesión, alguien que siguiera sus pasos cuando se hubieran ido...

Largas horas, días enteros se le iban a León Sanchís en la confección de aquellas cartas, de manera que a veces pasaba una semana entera y él ni se daba cuenta. El penal militar estaba casi vacío: sus celdas estaban apenas ocupadas por algún recluta indisciplinado, por algún oficial que se había dejado coger con las manos en la masa en la adjudicación del algún contrato de suministros, y por un par de presos del artículo segundo, condenados por el mismo delito de rebelión militar que él, pero a penas exorbitantes, vertiginosas, terribles: veinte, treinta años. Estos le odiaban. Con razón, lo tildaban de enchufado y de señorito. Acusaciones éstas que dolían especialmente a un León Sanchís que no entendía de qué rebelión militar se trataba, porque no había conocido ninguna salvo en los libros de historia, y que tampoco veía qué podía haber de peligroso para el Régimen en participar en un juego que había sido montado desde los propios servicios secretos del Régimen. “Simplemente, a mí me tocó representar el papel de malo. A Arnedillo y a O’Flagherty, y a esos dos matones que pusieron a vigilarme, el de buenos. Pero el juego era el mismo para todos, así que, ¿por qué me tenían que condenar como si realmente hubiera puesto en peligro el Estado? Nueve meses, por jugar un juego que no entendía, me parece suficiente. En cambio, vosotros sí que habíais sido pillados organizando huelgas y hasta un pequeño secuestro. ¿Adónde ibais, secuestrando a la Delegada regional de la Sección Femenina? Si es inofensiva y no tiene mayor interés… Ni siquiera es joven, ni guapa. Yo la conozco, y es el callo más desagradable que un hombre con las entrañas en su sitio se pueda echar a la cara... ¿Y todo para qué? Para soltarla a los pocos días, y luego poder ir por ahí presumiendo de héroes. ¡Idiotas!”

En fin, el ambiente carcelario era más bien frío para con León Sanchís, de manera que éste consumía la mayor parte de su tiempo leyendo y escribiéndole cartas a Marga. Había conseguido que su padre le pasara las obras completas de Víctor Hugo y las de Alejandro Dumas, para poder alternar lecturas más serias con otras más folletinescas y llenas de aventuras excitantes que lo distrajesen del tedio carcelario. Pensaba que con aquel cargamento de libros tenía para los nueve meses, y no se equivocaba. Cuando salió de la cárcel acababa de terminar Nuestra Señora de París y ya iba a comenzar La Dama de las Camelias, que por supuesto continuó en su casa. La consulta estaba cerrada por tiempo indefinido. Sabía que, aunque abriera, no tendría clientela. Su auxiliar la había traspasado por mediación de su padre a un colega que andaba necesitado de una buena ayudante y al que conocía bien, y podía confiar en que la trataría como es debido. En adelante, viviría de sus ahorros. A pesar de su tren de vida, había tenido buenísimos ingresos y ello le permitía pasar inactivo un año, incluso dos, hasta que todo se olvidase y pudiese regresar a la vida activa con provecho y sin sufrir desaires.

Por supuesto, reinició sus excursiones matinales, ramo de rosas rojas en mano, al piso de Marga. Una mañana, sin embargo, hubo de enfrentarse a la realidad de la que con tanta insistencia se empeñaba en huir. Apostado con su ramo de rosas frente al portal de Marga, vio salir de el a Prudencio Robaina. Este, por supuesto, también lo vio a él. La escena que se produjo a continuación fue impresionante, hasta el punto de que los vecinos llamaron a la policía. Prudencio Robaina había agarrado a León Sanchís por el cuello, y con toda la fuerza de sus casi cien kilos, al menos ochenta de ellos hercúlea musculatura, estuvo a punto de acabarlo allí mismo. Antes de marcharse, profirió una amenaza que sus antecedentes hacían enteramente creíble. “Esta vez no te voy a romper los huesos, pero te voy a quebrar el alma. ¡Te lo juro!”. Y se besó los dedos índice y pulgar juntos por las yemas, en señal de que su juramento era sagrado y nada ni nadie lo apartaría de su propósito. A decir verdad, había tenido una conversación con el Comisario de Policía, a instancias del propio León senior, en la que le había tenido que prometer que no volvería a enviar a su hijo al hospital, pues de lo contrario, le aseguró el policía, ni todo su dinero impediría que lo enviara a la sombra por una buena temporada. Robaina prometió solemnemente no volver a enviar al hospital a León Sanchís hijo, y a los términos de esa promesa pensaba atenerse.

Esto sólo significó para León Sanchís que la campaña de acoso se intensificó, y el maltrato físico llegó a ser insoportable. Pero, ahora, lo vapuleaban con trozos de manguera o con toallas mojadas. Otro día lo agarraron entre varios y le dieron un bonito apretón en los testículos, “para que te pienses mejor con quién los quieres usar”. Al final, bastaba la presencia en las cercanías de su casa de uno o dos de los matones que el empresario tenía alquilados para hacerle la vida imposible, para que León Sanchís experimentara una sensación de pánico, que cada vez le resultaba más difícil de soportar. Dormía poquísimo, y en sus sueños Marga ocupaba cada vez menos espacio, y cada vez más la amenaza permanente de que era víctima. Soñaba con animales salvajes que lo perseguían, con tranvías que parecía iban a atropellarlo, y, el peor de todos los sueños, el sueño de la sombra: estaba en un piso con habitaciones de paredes desnudas, y era de noche. Al interior sólo accedía el resplandor vago del alumbrado público. Quería salir de aquel piso al rellano de la escalera, pero, cada vez que lo intentaba, una sombra, una ominosa presencia, vaga e indiscernible, pero de terrible contextura, de espantosa sustancia, se interponía entre él y la puerta de salida. Sabía que, si intentaba atravesarla, moriría. Y sabía que, de todos modos, moriría, porque la sombra se hacía cada vez más grande, y oscurecía las habitaciones una a una, y se iba acercando a él, que retrocedía, espantado, hacia el fondo del pasillo.

En el momento justo, en la hora y el minuto precisos de su muerte, Sanchís despertaba, empapado en sudor, muchas veces gritando y saltando de la cama, con los ojos desencajados, la respiración agitada y el corazón a punto de estallar. Tardaba casi una hora en serenarse lo suficiente como para volver a conciliar un sueño esquivo, que regresaba sin garantía de quedarse lo suficiente ni de proporcionarle un verdadero descanso. Se levantaba entonces tarde en la mañana, agotado, y comenzaba un día de suplicio, en el que su mente, desocupada al no tener que atender pacientes, desentendida por completo de la ginecología, materia que había dejado de estudiar desde el momento de su ingreso en prisión, se daba a los pensamientos más desasosegadores, preocupado como estaba por la siguiente paliza, por la presencia o ausencia, ese día, de los matones de Prudencio Robaina, y con un miedo creciente a acercarse a casa de Marga.

En efecto, cada vez la visitaba con una frecuencia menor. Ya no se atrevía a ir de madrugada, y de todos modos no iría aunque se atreviera, porque se levantaba siempre demasiado tarde. Le escribió una nueva carta, en la que le pedía desesperadamente una cita. Le decía en ella que, si quedaba en su corazón un mínimo de humanidad, pidiera por favor a Prudencio Robaina que dejara de apalizarlo. Que ya no era una amenaza para nadie, sobre todo en vista de era la propia Marga la que, con su silencio obstinado de casi un año, había dejado más que claro que no existía posibilidad alguna para su amor. Lo único que le rogaba por lo más sagrado que hubiera en el mundo para ella, era que le permitiera hablar con ella, que le dejara estar con ella una hora, nada más, y luego la dejaría en paz, para siempre. Lo juraba.

Un incrédulo Sanchís recibió al día siguiente una nota escrita de puño y letra de la propia Marga. “Accedo a tu petición. Prudencio está enterado. Nos veremos mañana, a las seis de la tarde, en la terraza del Gran Café”. Al fin iba a poder hablar con ella. Todo aquel año de sufrimiento rendía este exiguo fruto. Trataría de saborearlo al máximo. Pero, en realidad, lo que se le venía encima a León Sanchís era el período más negro de su vida. ¿Y cómo iba Sanchís, el anciano que había hundido su vida, a contarle a una joven periodista los horribles pormenores de su hundimiento? ¿Cómo iba a hablarle abiertamente a una mujer joven acerca de la destrucción del alma que el amor le había causado? ¿Y cómo iba a exponerse de nuevo a la vergüenza pública, cuarenta años después de que todo sucediera? No. Definitivamente, Mindi no entendía nada. No importaba cuántas horas se pasase dándole la paliza con que si Lidia para arriba, Lidia para abajo, que si esto o que si lo otro. Aguantaría como un campeón y mantendría su boca cerrada.

Pero Mindi, a base de probar, encontró la clave que le iba a abrir la puerta de la voluntad del viejo. Lo leyó en sus ojos. Sanchís se moría por contarlo. Todas las objeciones que ponía, las ponía por cobardía de anciano. Pero era su vida. Era lo único que podría legar a las generaciones venideras. Se sentía orgulloso de su proeza romántica. En realidad, quería contarla. Mindi lo vio claro, y le atacó justo en su deseo de hablar. Sanchís hablaría con Lidia, porque si se moría sin contarlo no descansaría en su tumba. “¿Verdad, viejo tonto? ¿Verdad, mi doctorcito? ¿Verdad, mi sueño de hombre? – Mindi si colgaba del cuello del anciano, y le hacía carantoñas y lo llenaba de besos -¡Ojalá hubiera nacido un poco antes! -añadía- ¡Entonces yo le habría arrebatado a usted de las manos de la Marga esa, que debió ser un putón de mucho cuidado! ¡Una mujer sin sentimientos!” Pero Sanchís la mandó callar, y no hablar de lo que no conocía. Marga sí tenía sentimientos. El lo supo, aunque demasiado tarde.