viernes, 14 de marzo de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXVII)

[Pues, como decía en el post anterior, empiezo ya la republicación de lo que hasta ahora venía publicando en Libro de Arena. Lo último ha sido una nueva entrega de mi folletón actual, que reproduzco ahora aquí, en Miradas y Destellos]

XXVII
León Sanchís iba a recibir a Lidia, una joven y bella periodista que se interesaba por su vida sin interés. Mindi lo había convencido, después de haber discutido los dos acaloradamente durante horas. Ella conocía la historia de Sanchís, porque había circulado por el arrabal tantas veces que, aún distorsionada, sus hitos principales eran de conocimiento público. Lidia podría informarse de un modo bastante completo sin entrevistar a Sanchís, pero era lógico que, estando vivo uno de los dos protagonistas, una periodista como Dios manda acudiera directamente a él.

Sí. Mindi lo había convencido, a pesar de que se había hecho el propósito de pasar lo que le quedara de vida en la más absoluta oscuridad. Se había habituado a la vida sórdida y sin relieve del arrabal. No era más que un humilde médico que diagnosticaba gripes, cosía heridas, y daba remedios de urgencia para males de hombres y mujeres que lo conocían y se fiaban de él. En realidad, podían ir a la seguridad social, aunque sabían que él los trataba con más humanidad. Por otra parte, no aceptaba que le pagaran. La parte de la herencia que finalmente recibió, a pesar de todas las renuncias, directamente de manos de su madre, la había invertido bien. Había podido vivir sin trabajar. No se había metido en gastos absurdos, y había hecho una vida muy sobria. No necesitaba que sus pacientes le pagaran por sus servicios, y esto entusiasmaba a la gente del barrio, que consideraba a Sanchís no sólo como un héroe romántico, sino como un benefactor en socorro de los más desfavorecidos de la sociedad. El quería terminar su vida así, sin volver a llamar la atención, y ni mucho menos se le hubiera ocurrido que su historia acabara llenando páginas de un periódico. Pero, por otro lado, Mindi había despertado en él algo que no sabía que tuviera: el orgullo de lo vivido. Sí: León Sanchís estaba orgulloso de su vida miserable. Orgulloso de haberla malgastado por una mujer. “Sí. Por una mujer. Pero por una mujer que valía la pena”. Sí. Marga valía la pena. A pesar de todo el sufrimiento que le causó, siempre creyó que valía tanto como para sufrir lo que había sufrido y más todavía. No fue solamente que tuvo que soportar un año de palizas y cárcel por amarla. Lo que vino después fue incluso peor.

Habían quedado en verse, después de aquel año de locura, y León creía que era su gran oportunidad de convencerla. El día que recibió su nota, se lo pasó entero preparando mentalmente lo que le diría cuando la viera. Al principio, no pensaba. Sólo sentía un desbordamiento de emociones que le hizo temer que, cuando la viera por fin, perdería el control, y desaprovecharía de manera trágica una oportunidad única (en sentido literal). Luego, lentamente, comenzó a articular ideas. Le preguntaría por la clase de vida que hacía. Dejaría que hablara lo que quisiera, y luego empezaría él. Le preguntaría si ella pensaba que él podía creerse que amaba a Prudencio Robaina y, sobre todo, si podía creerse que él la amaba a ella. Le demostraría que, entre dos hombres que aspiran a su favor, ella debía inclinarse siempre por el que la amara de verdad, aunque no fuera ni tan rico ni tan poderoso como el que sólo la quería para tener una posesión más en el mundo, una fuente – receptáculo de placeres que, de no ser por ella, seguramente serían solitarios. Le haría ver que envejecería, y entonces Robaina se desentendería de ella sin demasiadas contemplaciones. Era una mujer muy bella, pero ya no era la jovencita que atrapaba señoritos de buena casa. Algún día, probablemente aún lejano pero de inexorable llegada, dejaría de ser la mujer más guapa de la ciudad, aparecería un pimpollo más joven y más dispuesto a complacer que ella, y Robaina la abandonaría. Y no se trataba de si para entonces había conseguido acumular el capitalito que le aseguraría una madurez y una vejez más dignas y respetables que su juventud y su momento de plenitud vital. Ya se imaginaba él que esa era su idea. Parecía una mujer inteligente, y no tenía dudas de que lograría ese objetivo con cierta facilidad, aunque Robaina no era ningún bobo, y no permitiría que lo saquearan impunemente.

Pero, con todo, no se trataba de eso. Ella tenía que entenderlo. La vida no era sólo una cuestión pecuniaria. ¿Qué haría, con cuarenta años, ajada y sola? ¿Sentarse sobre su dinero a esperar la muerte? ¿Quién la querría, entonces? Y, ¿qué dejaría en el mundo al marcharse de él? ¿Es que no quería ser madre? ¿Podía plantearse serlo con el empresario?

Y luego lanzaría su oferta. Una oferta de entrega absoluta a ella y a su vida. Una oferta de amor incondicional y completo. Una declaración en la que se arrancaría el corazón del pecho y se lo pondría en sus manos, empapado en sangre y aún palpitante.

Al recordar aquella tarde antes de ver a Marga, los pensamientos que tuvo, los propósitos que se hizo, al evocar el encuentro que se produjo horas después, León Sanchís lloraba sin consuelo. ¿Cómo iba a poder narrarle a Lidia, la joven periodista de rizada cabellera negra, ojos como carbones, pechos esculturales y nalgas imponentes, que era como un niño, que creyó lo que quiso creer, que no se dio cuenta de que se había lanzado al abismo, el abismo del amor? Y, sin embargo, en aquel momento, Sanchís ya estaba en el aire, y el suelo se acercaba vertiginoso a su encuentro. Se estrellaría contra él, y moriría. Sólo después de morir viviría todo aquello por lo que ahora pensaba que no había vivido en vano. Sólo después de morir vendría aquello que le hacía sentirse orgulloso de su historia.