viernes, 2 de abril de 2010

La desintegración del hombre

Dostoievski no es facil de leer. Es casi demasiado intenso. No lo es, sino que casi lo es. Quien se quiera internar en las obras mayores del autor moscovita tiene que hacerse cargo de que cada una de ellas es una asfixiante inmersión en el torbellino moral y psicológico de sus personajes, torturados y torturadores a la vez, entre sí y de sí al lector. Al menos yo salgo de cada lectura de una obra este genio fatigado, exhausto, y consciente de que aún no le comprendo, de que todavía no he penetrado hasta el fondo en la complejidad de sus intrigas, de que no he sacado todo el jugo de su prosa lujuriosa y avasalladora.

Leer a Dostoievski resulta necesario a quien quiera realmente llegar a hacerse cargo de la desintegración del hombre, o quizá de un modelo antropológico que está en plena transformación, la cual sin duda el genio ruso conoció o como mínimo anticipó.

En las obras de Dostoievski el hombre se enfrenta a sus límites: a los de su cordura, a los de su valor y su temple, a los de sus convicciones, o a la conciencia de la falta de ellas. El drama personal no es el centro del relato, sino la excusa para hablar de otras cosas. ¿De qué cosas? De las cosas que sus torrencialmente locuaces personajes tratan en extenso, mientras sus vidas tortuosas circulan de desastre en desastre, pasando por fugaces momentos de dicha. Y estas cosas de que hablan los personajes de las obras de Dostoeivski son, básicamente: ¿qué es el hombre? ¿por qué, pero sobre todo para qué sufre? ¿cuál es la función del mal y del bien en nuestra vida? Los sentimientos, la felicidad o la desgracia, y los acontecimientos, en sí nimios, insignificantes, no son más que la vereda por la que discurre el eterno diálogo, el debate, la discusión o el monólogo de los personajes. Este discurso es el verdadero protagonista de las obras mayores de Dostoievski. Y por eso es agotador. Porque, cuando Rodion Raskolnikov monologa sobre Napoleón en Crimen y Castigo, o cuando Arcadio Makarovich conferencia con su padre natural Versilov en El Adolescente, o cuando Piotr Stepanovich habla y habla y habla sobre ideas avanzadas en Los Endemoniados, la densidad de su pensamiento-sentimiento se traslada íntegra al lector, que no puede abstraerse de los problemas planteados ni considerarlos como avatares de una vida ajena a la suya, sino que se siente directamente interpelado por el personaje respectivo, obligado a adoptar posición respecto de la cuestión discutida, y además obligado a adoptarla personalmente. Por eso, en las novelas de Dostoievski, el lector es un personaje más, sobre el cual el autor nada dice.