sábado, 19 de diciembre de 2009

TODO MARLOWE

Como decía al principio, no sé con precisión cuándo empezaron a cocinar los detectives, ni cuándo decidieron apuntarse al cuerpo de policía con todas las consecuencias (el Méndez de González Ledesma es una excepción, un policía atípico en todos los sentidos, tan extremadamente distinto del resto como los policías corruptos de Ellroy), pero percibo en todo ello una decadencia del hombre duro que lamento. Tal vez se debe a que ya no hay sitio para el individuo y que el mecanismo de la ley hace imposible que un tipo solo y solitario tenga la menor influencia sobre ninguna zona, por pequeña que sea, de la realidad.


Me encuentro con este párrafo al final del artículo que Horacio Vázquez Rial dedica a la última recopilación publicada por RBA de las novelas de Raymond Chandler. Una opinión pesimista, influida sin duda por la tonalidad gris-marrón de la vida que vivimos, tanto en lo público como en lo privado (vida política lamentable, vida económica catastrófica, vida personal convertida en uso-consumo de mercancías y personas), en la que parece imposible, o por lo menos muy poco probable, encontrarse con hombres y mujeres "de verdad" (y no me estoy refiriendo a los hombres y mujeres "virtuales" que nos asomamos a internet, pero en esto hay mucho de aquello también).

¿Será la novela negra clásica americana una elegía al "hombre", al "héroe" con el que el siglo XX parece haber acabado para siempre (y mientras escribo esto me vienen a la mente los protagonistas de "Banderas de Nuestros Padres", de Clint Eastwood)?

martes, 15 de diciembre de 2009

Salvo Montalbano: un Ulises de andar por Sicilia

A Salvo Montalbano, el detective, personaje de las novelas de Andrea Camilleri (ya me da miedo decir que es famoso: siempre descubro que el personal ni se cosca de qué hablo a veces) le tengo más visto que leído. Y es que la RAI lleva años filmando las historias de este Ulises siciliano. De modo que, cuando pienso en él, ya no puedo evitar asociarlo con la maciza figura y la cabeza rapada, un tanto musoliniana (pero sólo me refiero al aspecto de la testa) de Luca Zingaretti, el gran actor italiano que da vida ante las cámaras al personaje novelesco. He leído algunos relatos de Camilleri, porque es una vergüenza no probar la letra si te gustó la música. Hay ingenio, intensidad, conocimiento del medio (jajaja, ¡dios mío! ¡la LOE hace estragos incluso en mí!) y algo que me parece importante, porque está en la ética (real) del italiano, y sospecho que también del hispano: un sentimiento de fatalidad, de inevitabilidad del destino, que hace que este hombre duro, honesto, profundamente desconfiado ante sus superiores y todo cuanto huela siquiera vagamente a política, marxista arrepentido o quizá enfriado, y que a menudo se las arregla para usar la ley, los políticos, los mafiosos, y todo cuanto tiene a mano para, si la justicia oficial no es posible, por lo menos lograr una justicia divina o poética, o la justicia del hombre bueno, a quien no le importa que el mundo se alíe en su contra, porque él hará que lo que ha de ser, sea.... digo, que hace que este Ulises siciliano, postmoderno, de testa pelada al cero, zapatos de diseño, vestido de Adolfo Dominguez (o algo así, que yo de trapitos no entiendo...), pero que en el fondo de su ser es un hijo de campesino, un hombre del pueblo, un amante de la riquísima cocina popular italiana, un hijo de la Italia que se desmorona política y moralmente mientras vive del milagro, de su industria norteña y de su historia maravillosa, fascinante, enloquecedora y admirable, de su atracción perenne, de su encanto irresistible... ¡¡digo, y nunca acabo de decirlo!! que este hombre, que podría ser un triunfador si fuera menos honesto y más egoista, y que es un triunfador de todos modos porque tiene el ingenio de Ulises, y también su desgracia: la desgracia de amar un mundo donde no está su amada (que vive en Génova)... digo, que este hombre que lo tiene todo para ser lo que quiera, ha decidido enfrentarse con eso que sabemos que es el fatum, siendo consciente de que éste siempre vencerá sobre el hombre.

En las historias de Montalbano, la estructura profunda del país siciliano se muestra en mujeres severas y al mismo tiempo sensualmente vestidas, como clones de Silvana Mangano o, mejor aún, en el caso de algunas, de Sofía Loren, de comendatores ridículos pero peligrosos, de mafiosos de la vieja escuela, tigres sin colmillos que desean conocer a Montalbano, porque ven en él al equivalente en la policía de lo que en ellos sería un uomo di respeto, de simpáticos viejecillos y de ancianas a las que se diría que Montalbano podría haber amado, de tener su edad. Pero, sobre todo, se muestra en la forma de crímenes, y más crímenes. Crímenes pasionales, un tanto al estilo de las Crónicas Italianas de Stendhal, muy a menudo marcados por el trágico final del suicidio del culpable (lo cual es digno de realce: en las culturas primitivas, en las que la organización política no se había desarrollado hasta el punto de poder contar con una fuerza de orden estable y unas instituciones judiciales profesionales, el derecho penal incluía la figura del autocastigo como forma de expiación y redención del culpable). Y, siempre, los jefes superiores y los políticos, retratados como odres hinchados, monstruos de hipocresía y deshonestidad, envidiosos e incompetentes, viciosos, vinculados (los políticos) a la mafia.

Montalbano es la encarnación del hombre de acción que decía que era Spade en el cuerpo/alma de un italiano que vive en el caos mediterráneo. Es más culto que Spade. También es un hombre mejor que Spade. Es un buen hombre, o al menos quiere serlo. Necesita serlo, porque cuando un país está más próximo al caos que al orden, los hombres buenos se hacen imprescindibles, mientras que en el caso contrario, puedes permitirte el lujo de no serlo. Nada importante depende de ello.

Y, más o menos, eso es Montalbano para mí: un hombre bueno que intenta seguir a flote y hacer lo que debe en medio de la vorágine.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Un hombre llamado Sam Spade

Sam Spade es Estados Unidos. Quizá el mejor Estados Unidos que ha habido jamás. Yo creo que Estados Unidos llegó a su apogeo en el primer tercio del siglo XX, cuando la gran emigración europea estaba aún fresca, los nuevos territorios eran aún casi nuevos, y el país entero estaba en construcción. Creo que el ideal de la nueva Atenas, la repristinación de la civilización europea, sin sus vicios, que estuvo en el origen de la unión de las trece colonias, y que fue manifestándose de múltiples maneras a medida que la primitiva Unión crecía territorialmente, si hubo algún momento en que fue posible realizarlo, ese momento fue, precisamente, el primer tercio del siglo XX. Fue la inmensa potencia de un país riquísimo, fundado sobre bases no nuevas, pero sí renovadas y depuradas, lo que hizo posible que Estados Unidos pasara de un aislacionismo voluntario, y por otro lado necesario (sus gentes estaban absortas en el proceso de su constitución como nación) a la hegemonía mundial que todavía ostenta. Sin embargo, las guerras mundiales, la Primera, pero sobre todo la Segunda, lo cambiaron todo. El ideal primitivo dejó de ser posible en el momento mismo en que Roosevelt anunció el New Deal. O quizá en el momento en que Wilson anunció su doctrina sobre la guerra que pondría fin a todas las guerras. Algo cambió en el momento en que Estados Unidos abandonó su existencia tranquila y solitaria y se lanzó de cabeza al torbellino de la política internacional.

Sam Spade es un hombre que está viviendo el New Deal. Aún es un hombre inocente. No se dejen engañar por su cinismo y por la falicidad con la que se envuelve en historias sórdidas. Sam Spade es un idealista. Aún cree en esa cosa tan ingenua de que, combinando inteligencia, serenidad, ingenio, experiencia, y disposición a la acción, todo lo mejor es posible.

Sam Spade es detective. Se gana la vida "resolviendo problemas". ¿Hay algo más ingenuo? Cree en ello con tal vocación que, a menudo, se deja envolver en los líos que le han encargado aclarar. Es un hombre consciente de su debilidad, pero también de su fuerza. Por eso confía en sí mismo. ¿No hay pureza en esto?

Sam Spade es un hombre puro. Es un puro hombre de acción. Un hombre de acción no es el que irreflexivamente alza los puños ante cualquier amenaza, sino quien, ante ella, se pone a trabajar con todas las potencias de su ser aguzadas hasta el punto de ruptura. ¿Y no ha sido eso Estados Unidos durante este período de hegemonía, para muchos interminable?

Sam Spade no se cree bueno. De hecho, no lo es. Lo sabe, y no lo disimula. Quiere las mismas cosas que los demás. No está dominado por ningún impulso noble: no anhela el conocimiento, ni añora el bien, no se enfada porque el mundo esté dominado por la injusticia y la crueldad. Simplemente, lo acepta tal y como es, y juega con las cartas que le han tocado. Es capaz de matar, si es necesario. Pero no lo desea. Simplemente está dispuesto a todo.

¿Puede amar? Desde luego. Pero no se hace ilusiones respecto al amor. Conoce a las mujeres. Sabe de qué pasta están hechas. Y sabe que amar no es siempre lo mejor. He dicho que Spade es un ingenuo, no que sea un romántico.

Si yo quisiera escribir una novela negra, no podría elegir a un trasunto de Sam Spade como protagonista. Es demasiado americano para ser creíble como detective en España.

Me estoy acordando ahora de que lo más parecido que he visto a Sam Spade en el cine español es a Alfredo Landa en "el Crack". La escena inicial de la película, en la que ese pequeñajo con bigote que se está comiendo una cena en un restaurante de carretera que perfectamente podría ser la escena de una "road movie" reduce a dos atracadores (uno de ellos Cervino, el otro no recuerdo ahora qué actor era) casi sin despeinarse, con una combinación de ingenio y fuerza absolutamente insuperable, podría haberla protagonizado perfectamente un Bogart dirigido por John Huston.

Pero ¿alguien por aquí ha visto o por lo menos sabe lo que es "El Crack"?

QUIEN ES JULES MAIGRET

No se trata aquí de dar los datos de la biografía novelada del célebre inspector. Eso ya lo hace Wikipedia...

Pero sí se trata de decir quién es Maigret para mí. Y aquí es donde debo detenerme.

Maigret es un hombre sin pasiones. Mejor dicho: es un hombre con pasiones minúsculas: el tabaco de pipa, los cortos de vino de la tierra, y los guisos de su mujer. Por minúsculas que sean, son pasiones capaces de nublarle a uno el juicio y la vista. Pero también son pasiones que dejan su alma en franquía para dedicarse a su pasión principal.

Porque Maigret no es un policía. Sí, ya lo sé: es comisario de la Policía Judicial con sede en el Quai des Orfebres de París. Es un comisario importante y famoso. Ha salido muchas veces en los periódicos. La gente por la calle y sus colegas, la mayoría, lo miran con respeto. Ha hecho muchas detenciones importantes en casos muy difíciles. Y, sin embargo, Maigret no es un policía. No es que no sea un policía en primer lugar. Es que no lo es en absoluto. Hasta tal punto no lo es que, en ocasiones, le importa mucho menos averiguar quién es el culpable que llegar a comprender cabalmente las vidas de los sospechosos a quienes investiga.

Maigret es un espectador: es alguien que ama ante todo situarse al margen de la vida que sucede, pero sin perderla ni un minuto de vista. Es un antropólogo y un psicólogo. Se parece al novelista en que desea comprender la naturaleza humana, aunque no se ha propuesto nunca escribir sobre ella. Y quiere comprenderla por compasión, es decir: com - pasión: porque quiere sentir lo mismo que su prójimo. Maigret ama a su prójimo, y en este sentido es profundamente cristiano. Las novelas de Maigret nos enseñan algo que la literatura no suele enseñarnos: que las vidas de los más humildes tienen el mismo valor que las de los más grandes. Y la demostración de este teorema se produce al mostrarnos el enorme poder sugestivo de las tragedias de los pequeños.

Leí por primera vez las novelas de Maigret con dieciséis años. Me queda de entonces un regusto a novela policíaca con tintes sociales. Ahora he reemprendido una lectura extensiva de este monumento literario, y tengo una muy otra impresión: a pesar de que, por la época en que están ambientadas (entre principios y mediados del siglo XX) a veces resultan un tanto anacrónicas, las novelas de Maigret constituyen un soberbio tratado sobre la naturaleza humana. En este sentido, para mí, Maigret es un maestro del que lo aprendo todo una y otra vez. Y Simenon, su creador, es un pequeño dios.

viernes, 11 de diciembre de 2009

¿POR QUE ESCRIBIR OOOOTRA NOVELA NEGRA?

¿No hay ya demasiadas en el mercado? Incluso, diría, tengo demasiadas en casa. No he probado aún todos los palos, sin embargo: Simenon, Hammet, García Pavón, Isaac Montero, Vázquez Montalbán, Qiu Xialong, Mankell... de ellos he leído historias en las que el crimen es la excusa, y lo sustantivo, la amalgama de pasiones, prejuicios, y destino inexorable. Quedan en mis anaqueles aún varios volumenes dedicados a Maigret y un "todo Marlowe" que acabo de adquirir. Y tengo pendiente iniciar una exploración como es debido por los grandes nombres femeninos de la novela negra: Mary Higgins Clark, P.D. James, Batya Gur, Anne Perry, Sue Grafton...

El día que empecé a creerme que podía juntar letras y que su resultado podía ser interesante para los demás, inicié la composición de una novela "policíaca". Si lo pienso despacio, era "policíaca", no "negra". No pretendía retratar los "bajos fondos" de los que el crimen emerge como un exudado natural, sino el nacimiento del crimen en el seno mismo de la "sociedad normal". También, la íntima conexión existente entre política y crimen.

El resultado fue un texto ingenuo, antiliterario, hiperexplicativo y en el que mis demonios personales no eran objeto de un tratamiento adecuado. A punto de terminar de escribirlo, lo dejé "por un tiempo". Meses después, durante una de mis recurrentes crisis de escritor, di en la idea de destruirlo. Tiré a la basura el texto impreso, y poco faltó para que me deshiciera de los archvos de word. Una -por entonces- buena amiga me disuadió justo en el último minuto.

No salvaría nada de aquel texto. Nada, excepto una cosa, quizá la única que merece ser salvada: un personaje, el único de todos los que ideé para aquel texto que, más de dos años después de haberlo abandonado por infumable, exige de mí que haga algo con él. E, inevitablemente, se trata de un policía...

Pero, ¿qué tienen los policías, que resultan tan atractivos para ciertos escritores?

lunes, 3 de agosto de 2009

POR QUE NO ME DA LA SANTA REAL GANA DE ESCRIBIR

Porque no me da la gana. Y punto.

O, porque estoy leyendo mucho, muchísimo, y apenas si me queda tiempo y energía para emborronar archivos de word.

O, porque estoy enamorado, y aún no me he dado cuenta.

O, porque estoy atravesando un bloqueo de escritor de la hostia.

O, porque lo de escribir tiene su ritmo, su cadencia, y he de respetarla.

O, porque me he dado cuenta de que, para escribir algo que valga realmente la pena, es necesario tener una cultura literaria muy superior a la mía,
o un talento muy superior al mío.

O ambas cosas.

O, por que no me da la gana. Y punto.

martes, 28 de julio de 2009

MUSICA DE PALABRAS

- ¡Te voy a matar de un tiro! -gritó Will.
- Calla, calla - dijo su madre.

El padre levantó la mano y dijo:

- Escuchad.

Entonces su casa se vio arrastrada al mismo corazón de la tormenta.

Josie quedó quieta como un animal y pensó aterrada en el futuro..., el día claro en que correría por el campo llevando los tallos de vara de oro cogidos apresuradamente y las cálidas flores arrancadas como obsequio para alguien. El futuro era ella misma llevando regalos, la temporada de los regalos. ¿Cuándo llegaría el día en que el viento amainaría y se sentarían en silencio en el borde de la fuente, una vez acabados los juegos, y los niños cascarían las nueces con el tacón de sus zapatos? Si pudieran recuperar el tiempo, ella no perdería nada de lo que le fuera dado y guardaría las nueces como una ardilla.

Por primera vez en su vida pensó: ¿Puede que no se repitan las mismas maravillas? ¿Era cada maravilla única y original como una estrella fugaz y cuando caía se enterraba fuera donde se la buscaba? ¿Debería albergar la esperanza de ver nevar dos veces, y a la profesora correr de nuevo a abrir la ventana, extender su capa negra para cogerla al caer y luego ir de arriba abajo por el aula a toda prisa para enseñarles los copos?


Definitivamente, las mujeres escriben de otro modo. No voy a decir la mentecatez que algunos quizá esperen. Simplemente diré que hay, o había, mujeres, que miraban el mundo a su alrededor como mujeres que eran, y como mujeres que eran lo plasmaban en el papel, y si hay algún hombre lo bastante valiente como para atraverse a mirar el mundo a través del cristal de color de la obra literaria de una mujer como la que ha escrito el párrafo con el que comienzo este artículo, ese hombre sabrá entonces que es verdad que las cosas pueden ser diferentes de como un hombre las ve.


Josie no se habría regocijado más si en lugar de sonidos hubieran salido flores de la corneta. Estaba embargada de placer. Los sonidos que tan trémulamente brotaban con el esfuerzo de los labios le resultaban dulces y agradables. Entre ella y la corneta alzada no había ninguna barrera; sólo el aire rancio y expectante del viejo refugio de la tienda. La cornetista era hermosa. Allí estaba, el resplandor flamígero que de algún modo era irreal, venida de muy lejos, y parecía que la antigüedad del mundo la envolviera. Vestía toda de blanco, matizado de azul, como una reina, y permanecía erguida, mirando hacia arriba, como el mascarón de proa de un barco vikingo. Mientras la canción continuaba, Josie advirtió la lenta aparición de una fina vena en su mejilla. Cuando la cornetista alcanzó la nota alta, sus párpados cerrados parecieron vibrar y al mismo tiempo permanecer inmóviles, como las alas de un colibrí. Respiraba de forma asombrosa, y cada vez que tomaba aire se levantaba en su pecho un pequeño medallón. Josie escuchaba con creciente atención, cada vez más intrigada, como si la interpretación la llevara en una dirección; como si le estuviera enseñando un destino. No muy lejos de allí, con cara de exaltación, estaba Cornella, también escuchando, pero se encontraba sola. Alertada por algo, Josie se volvió y buscó con la mirada a sus padres, pero estaban al fondo, entre la gente; ellos no la vieron. No estaban escuchando. La habían dejado libre, y al volverse otra vez hacia la cornetista, que estaba paralizada bajo su instrumento, se inclinó despacio hacia delante y cerró las manos sobre las rodillas*.

Un segundo. Esto es lo que da de si un segundo en manos de una maga de las palabras, de una compositora de música de palabras.


*Fragmentos tomados del cuento titulado "Los vientos", incluido en el imprescindible volumen de Cuentos Completos de la escritora norteamericana Eudora Welty, editados por Lumen.

sábado, 25 de julio de 2009

VIAJE CON VENUS

¡Era tan cálida, suave, entre sus brazos! Sintió su cabeza en el hombro, el pelo se vertió en su brazo y lo calentó. Bajó emocionado la cabeza para mirarla, vio los ojos que reflejaban las estrellas. Ese mar del cielo, que se hundía allí dentro, lo mareó. Perdido, se inclinó a beber. Y le pareció como si una flor con pétalos de carne, aterciopelados, le sorbiera los labios como en un sueño.
Angelos TERZAKIS, Viaje con Venus, Rey Lear, 2008, pág. 168.

martes, 16 de junio de 2009

TODO ME PASA EN LA CALLE PEREGRINA...

Es oficial: últimamente todo lo que me ocurre, me ocurre en la calle Peregrina...

Hace unos días contaba una historia mínima sobre dos borrachos y un bar. Los borrachos circulaban por esa calle, el bar estaba en esa calle.

Hoy me abordó alguien en la calle.

Fue en la calle Peregrina, mientras me daba mi primer paseo matinal, antes de entrar a trabajar.

Siempre ando quejándome de lo deshumanizada que está la vida en las calles de esta ciudad. La gente se cruza la una con la otra, y nunca se traba ni siquiera un conato de relación entre ellos. Sólo se saludan los que ya se conocen de otro sitio, porque o bien son familia, o son amigos del instituto, o son o han sido compañeros en algún centro de trabajo, o se han conocido en un "asadero", que es como se llama por aquí a las parrilladas o barbacoas que es costumbre organizar cada vez que se quiere reunir a un número importante de conocidos para darse una buena juerga.

Admitamos que soy un asocial. Hace mil años, por lo menos, que no participo en ninguno de esos "asaderos". Ni que decir tiene, en mi vida se me ha pasado por la cabeza organizar uno. En consecuencia, supongo, soy el habitante de esta ciudad con menos derecho a quejarse por la deshumanización de su vida callejera. Soy el más inhumano de los habitantes de Las Palmas.

Y, aún así, no puedo por menos de sorprenderme, de extrañarme, de espeluznarme incluso, de las cosas que llegan a sucederle al viandante solitario. Si andas solo por la calle, te expones a toda clase de vejaciones. Señoras sin educación y con pretensiones imperialistas consideran apropiado dirigir sus pasos en tu trayectoria y chocar contigo, incluso si la acera es ancha y no está atestada de gente. La maligna intención oculta tras este comportamiento absurdo es conseguir que te apartes de lo que ellas han decidido que es su trayectoria. Es sumamente habitual para el viandante solitario chocar, incomprensiblemente, con el bolso de una señora de digno porte que se dirige contra tu humilde corporeidad mirando absorta el interior de algún escaparate. Ni que decir tiene, estas señoras-panzer no piden perdón, ni siquiera como puro formulismo.

Otras veces, el incidente adquiere tintes peligrosos. Doblar una esquina puede resultar peligrosísimo. En una ocasión un sujeto estrambótico se materializó a la vuelta de una de esas esquinas. Iba avanzando con la cabeza vuelta hacia algún punto del piso segundo del inmueble de enfrente, y abría sus piernas y sus brazos al caminar como si se tratara de las aspas de un molino. Una de sus manos se proyectó a meteórica velocidad... ¡contra mi entrepierna! Me llevé un golpe ciertamente desagradable en mis partes nobles. El sujeto masculló un "perdón" pronunciado en un tono no más grave que si estuviera pidiendo paso, y siguió su compleja trayectoria con movimientos de traslación y rotación. Lo llamé, aguantando el dolor de mis bajos, y se volvió a mirarme, con el miedo pintado en la cara.

- Acércate un momento - solicité.
- ¿Por qué? ¡Ya pedí perdón! - respondió con voz de pito, agudizada por el miedo; evidentemente, pensaba que quería aflojarle un guantazo, y ganas no me faltaban, la verdad.
- Porque quiero decirte una cosa y no quiero decírtela a gritos - ni a hostias, quizá hubiera debido aclarar.
- ¡Ya pedí perdón!
- ¿Y tú te crees que eso te da derecho a ir haciendo el chulito por ahí?

El hombre-molino no encontró nada sarcástico que responder y, volviendo la cara, salió a escape del lugar en que había conseguido situarle por unos breves instantes. ¿Que qué lugar? La dichosa calle Peregrina.

Y, por fin, el asunto de hoy: sentada en una terraza, a primera hora de la mañana, había una mujer. Me inspiró curiosidad. Yo es que soy muy curioso, ¿sabéis? Muy curioso y muy mirón. Me gusta mirar a la gente. Estudio sus expresiones y trato de imaginar a qué obedecen, cómo son sus vidas. Es un vicio, y a veces sale caro.

En este caso, no salió exactamente caro, pero sí raro. La mujer había captado mi mirada, y ello la impulsó como un resorte a una cadena de reacciones que mostraron que no estaba en sus cabales. Me alejaba yo de ella en dirección a la ¡calle Peregrina!, y cuando ya llevaba recorrido un tercio de la longitud de esta calle, comencé a oir que alguien llamaba con estas palabras:

-¡Oye! ¿Eres tú? ¿Quién eres? ¡Quítate las gafas! - Debo aclarar que suelo llevar puestas las gafas de sol mientras es de día, pues la radiación solar es muy alta en Canarias y mis ojos son muy sensibles.

En un principio no reaccioné. De hecho, pensé que aquella voz no me llamaba a mí. Pero su tono y lo que a mis oídos llegaba de las extrañas palabras en que consistía me alertaron. Pronto volví a oir esa voz, y el mensaje llegó esta vez a mis oídos con toda nitidez. ¿Era posible que me estuviera llamando a mí? ¡No! ¡Qué va! ¡A quién se le puede ocurrir decirme semejantes locuras!

Al poco comencé a oir los pasos de alguien que, calzado con unas ligeras sandalias, corría en pos de mí. De nuevo la voz habló: ¡Oye! ¡Detente! ¿Quién eres tú? ¡Espera! Esta vez no había duda de que se dirigía a mí. Antes de que pudiera decidir si huir o enfrentarme a la voz, tenía a su propietaria a mi lado. Era la mujer que había suscitado mi curiosidad unos minutos antes, sentada sola en aquella terraza a una hora tan temprana de la mañana. Me dirigió una mirada extraviada, y con voz suplicante, me repitió su letanía en forma de pregunta:

-¿Quién eres? ¿eres un espíritu? ¡quítate las gafas!

Lo primero que se me ocurrió contestarle fue un "Vete a casa, chiquilla", pero me insistió en que me quitara las gafas de sol, y al final accedí. La miré a los ojos, y entonces fui plenamente consciente de lo perdida que estaba la mente de aquella pobre mujer. Dulcemente, le repetí: "Anda. Vuélvete a tu casa" y seguí mi camino.

Todo esto sucedió en la salida de la calle Peregrina. Qué tendrá esa calle...

martes, 9 de junio de 2009

HOMBRES SALMONELA EN EL PLANETA PORNO

-¡Fuego! ¡Fuegooo!
Cuando se oyó este grito, yo estaba haciendo el amor con Yasuko Ono por tercera vez. Para entonces, un humo negro ya se estaba filtrando por debajo de la puerta de la habitación, como si fuera una lengua achatada. Aparté el brazo de Yasuko, que al parecer no había oído nada por el clímax de unos momentos antes, y, a pesar de que ella no quería soltarme, me levanté.
De "Estoy desnudo", en Estoy Desnudo y otros cuentos, Gerona, Atalanta, 2009, pág. 11


La primera vez que tuve noticia de la publicación en España de obras del japonés Yasutaka Tsutsui fue bajo el impactante título que doy al post. Pensé que un escritor que era capaz de inventarse un título así debía ser un escritor interesante. No me equivoqué.



Empecé comprando Estoy Desnudo y Otros Cuentos. Allí me encontré con la maravilla del tratamiento desacomplejado de los tópicos más hirientes. En "El día de la pérdida", un oficinista obsesionado con perder la virginidad hace toda clase de estupideces el día en que una hermosa compañera de trabajo le propone una cita sexual. O qué decir del increíble relato titulado "La embestida del autobús loco": dieciocho individuos, todos con idéntica cicatriz en la frente, disputan entre sí, a bordo de un autobús, por alcanzar el micrófono y tener la voz cantante en una conversación con una mujer (no lo destripo más, diré simplemente que es una alegoría deliciosa del cortejo).

También me encontré con relatos de un hilarante efectismo macabro, como "Líneas Aéreas Gorohachi", en el que el autor juega con la amenaza constante de un vuelo de locos en medio de un tifón para acabar matando al personaje más prudente del relato de una muerte absurda y totalmente imprevista; o en "Maneras de morir", donde se introduce un Oni, un monstruo - fantasma propio de la mitología japonesa, que organiza una escabechina en una empresa, ninguno de cuyos empleados merecía en realidad vivir; o en "La Ley del Talión", donde un honesto ciudadano se venga de un delincuente que ha secuestrado a su familia, secuestrando a la de aquél. Otros, como "El peor contacto posible", podríamos calificarlos como de risa-ficción: un emisario es enviado desde el planeta Tierra a otro mundo en el que las personas han perdido la costumbre de hablar y se comunican haciendo crujir sus articulaciones.

Tsutsui se me reveló como un buen escritor y un humorista inteligente, además de como (algo muy japonés, me parece) un violador de tabús. Quizá, si sus obras fuesen escritas aquí, parecerían ridículas, pues muchas de ellas son inteligibles en el contexto del conjunto de convenciones sociales que imperan en Japón. Aún así, creo, los escritos del japonés llegan al público extranjero por su humor negro y por su maravilloso sentido del absurdo.




Terminé Estoy desnudo y otros cuentos y me lancé sin vacilar a la lectura de Hombres salmonela en el planeta porno. En este volumen me encontré ya con historias que abordan temas que son comunes a nuestra sociedad globalizada: el abuso de los medios de comunicación, la banalización de las noticias y la labilidad de la fama (en "Rumores sobre mí") el ostracismo contra la crítica del poder (en una "El mundo se inclina" una ciudad flotante, gobernada por un partido feminista, se escora en el mar y amenaza volcar, pero la alcaldesa prohibe propalar tan malas noticias), la estupidez convertida en moda e impuesta coactivamente (así, "El último fumador") y finalmente con el relato que da título al libro, "Hombres salmonela en el planeta porno", que es un mixto de humor "verde" (no negro) y ciencia ficción: una misión expedicionaria llega a un planeta peculiar, en el que todos sus habitantes, tanto animales como vegetales, han evolucionado hacia formas y comportamientos que en la Tierra son considerados obscenos.

El libro termina con una interesante entrevista realizada al escritor en la que, los que quieran, tendrán el consuelo de comprobar que la vida no es fácil para unos y difícil para otros, sino difícil siempre para los mismos, vivan donde vivan. Señores: resulta que en Japón existe la censura. ¿Qué oigo? ¿que en España no existe?

-¿En qué se inspira para crear sus obras? Antes me ha comentado que los sueños le han proporcionado una buena parte de sus personajes e historias...

-Sí. Eso es así en parte, pero también, por ejemplo, se me ocurren cosas cuando leo un libro. Sin embargo, no me suele pasar cuando leo una novela. Lo que más me inspira son los libros de Ciencias Sociales, de Psicología, de Zoología, etcétera. Y también, claro está, lo que más me ha servido de base son los montones de películas cómicas que he visto, sobre todo las de Estados Unidos, que me encantaban. Todas ellas eran de serie B. Pero el argumento estaba muy bien urdido y el clímax muy conseguido, y su desarrollo lógico era muy claro. Eso es lo que más me ha inspirado. Según dicen los críticos, yo suelo sacar las ideas para mis obras de los libros. Hay quien dice que por eso soy un bookish [un bibliófilo]. Pues sí, es cierto que lo soy, aunque al principio creía que me llamaban bukitcho [torpe, desmañado] y me enfadaba mucho [risas]. En fin, que soy muy de libros, pero también me inspiro mucho en el cine. Claro que, por otro lado, conozco bien la vida de la sociedad, ya que durante una época fui asalariado [trabajó en la importante empresa Nomura Kôgeisha dedicada al diseño].

- ¿Le interesa la literatura clásica japonesa?

- Como no tenía intención de ser escritor, no tengo ninguna formación literaria. Así pues, apenas he leído la literatura clásica japonesa.

- ¿Conoce la literatura española o latinoamericana?

- Sí, conozco a Blasco Ibáñez. Sale en mi último libro [Kyosen Berasu Retorasu, "El trasatlántico "Bellas Letras"].

- Sí, estuvo en Japón en el año 1923.

- Así es, al parecer le gustaba mucho. También se hizo una película con su obra Sangre y Arena, protagonizada por Tyrone Power. De los clásicos, he leído Don Quijote... Y por lo que respecta a los escritores latinoamericanos, Garcia Márquez (¡sobre todo El Otoño del Patriarca!), Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Manuel Puig... ¡Ah! Y Donoso. Me encanta José Donoso. Bueno, me gustan todos, la verdad. En Latinoamérica la fantasía es increíble. El obsceno pájaro de la noche [1970] es una historia apasionante [risas]. Me encantaría haber escrito cualquiera de esas obras...

-En el verano de 1993 dejó de escribir, en parte por una reacción a las protestas de la Asociación de Epilépticos de Japón, que no vieron con buenos ojos su relato Mujin Keisatsu ("El robot policía"), y en febrero de 1997 volvió a la actividad literaria con Jaganchô. ¿Cree que es duro escribir en Japón? ¿Hay mucha censura?

- Es evidente que hay presión, pero es una presión que se puede combatir. Lo bueno es que no hay pena de muerte por eso [risas]. Yo no le doy ninguna importancia. Ahora bien, sobre las protestas de la Asociación de Epilépticos de Japón, no hay nada malo en ello. Tienen todo su derecho y libertad para protestar, y yo también tengo libertad para escribir sobre ellos. Lo que es intolerable es lo que hicieron los medios de comunicación al meterse en medio. A su capricho decidieron crear palabras discriminatorias, autolimitarse. Mis protestas no iban dirigidas contra la Asociación de Epilépticos, sino contra la autocensura por parte de los medios de comunicación. Y es que éstos no recogieron mi opinión, sino que sólo tuvieron en cuenta la de la Asociación de Epilépticos de Japón. Eso era discriminación... Por eso me encolericé. Fue una protesta dirigida contra los medios de comunicación.

Extracto de la entrevista a Yasutaka Tsutsui que aparece en Hombres Salmonela en el Planeta Porno, Gerona, Atalanta, 2009, págs. 176-177.



domingo, 31 de mayo de 2009

EL TEMPLO DE LA FELICIDAD

Hacía calor. Siempre lo hacía en aquella oficina. Gaby no lo soportaba. Trataba de concentrarse en su trabajo, pero el calor hacía que su atención se dispersase. Enfrente, Elena. Al lado, Gloria. Fría como el hielo la una, fogosa, ruidosa la otra. Tan diferentes. Gaby no lo entendía. Por qué la gente puede ser tan diferente, la una de la otra. Y todo el mundo, diferente de Gaby. No alcanzaba a encontrar la vía que la conectaba con los demás. Y hacía calor. Y el trabajo, tan aburrido. Salió a la calle.

 

Estaba en la calle. Hacía calor. Tanto calor. El sol relumbraba y las cosas eran de color blanco. No había sombra, porque era mediodía. Caminaba por la calle peatonal. Los hombres llevaban gafas oscuras. Las mujeres desnudaban sus hombros, ofreciendo su carne al sol. No había niños. ¿Dónde están los niños en esta ciudad? Los niños están prohibidos. Acababa de entenderlo.

 

Seguía caminando por la calle peatonal, mirando aquí y allá. Un escaparate. Otro. Una chica guapa. Un hombre interesante. Un viejo… Gaby quería conectar con ellos. Pero el puente… no había puente. Dobló a la derecha. En la calle transversal se proyectaban algunas sombras. Terrazas abiertas. Gente tomando bebidas, combatiendo el calor. Continuó su marcha. ¿Por qué caminaba? Sudaba. Hacía mucho calor. ¿Adónde iba? A ninguna parte. Sólo huía de la oficina hirviente. No llegaría a ningún sitio, porque no iba a ninguna parte.

 

Giró de nuevo a la izquierda. El sol daba otra vez de frente. El calor era intenso. Apenas si podía ver. Una sombra se le acercaba. Parecía vacilar al caminar. Hacía eses. Eso era. Se acercaba, tambaleante. Pertenecía a un hombre mayor. Greñas canosas se levantaban de su cráneo curtido. Sus ojos. No miraban a nada, ni siquiera al suelo. Sus pies. Apenas si se levantaban de las baldosas y volvían a caer aleatoriamente. Avanzaba por pura probabilidad estadística. No era fácil predecir dónde estaría, al segundo siguiente. Pero ahora. Ahora estaba allí, frente a Gaby. Colisión inminente. Había que apartarse, pero adónde…

 

El viejo esquivó a Gaby, y siguió su… ¿camino? Gaby reemprendió su marcha sin rumbo. No había tanta diferencia, al fin y al cabo. Sin embargo, se habría cambiado por él. Avanzaba por la callejuela. Una segunda sombra se atravesó. Se agrandaba por momentos a contraluz del sol. ¡También! Vacilaba al caminar. Una vacilación firme, de todos modos. Era un borracho. Como el otro. Borracho, pero más joven. Se acercaba a Gaby. De nuevo había que apartarse. Pero, al final, no fue necesario.

 

Al fondo de la callejuela sonaba música. Música corriente, éxitos de la radio. ¿De dónde salía ese sonido? Gaby siguió marchando, con el sol de frente. La música servía de guía. Sus oídos la conducían. La puerta estaba abierta. El interior estaba bañando en penumbra. La barra estaba sucia. Y los parroquianos, también. Botellas, vasos y ese olor…

 

“¿Dónde estoy?”

Por las sonrisas de los presentes lo supo.

sábado, 30 de mayo de 2009

PATANISMO


Me acabo de inventar el término. Viene a significar "condición del patán". ¿Qué injusto, no? Cargar a la célebre tribu afgana de los pashtunes con el terrible sambenito que supone la comparación con nuestros coaldeanos españoles. Y digo coaldeanos, porque ya, por fin, tras muchos años de duda, lo he entendido. Lo que caracteriza al español respecto al nacional de cualquier otro país es que es un aldeano universal. ¡Viva mi pueblo!

Tenía un amigo llamado, por esas cosas de la vida y de los padres, Romualdo. Romualdo de segundo, porque de primero era José, Jose, Coque para los hermanos, parientes, amigos y próximos como yo.

Este amigo solía decir, cuando estaba en confianza, que era el Presidente de Romualdonia, el metro cuadrado más importante del universo... Ahí tenéis, resumido genialmente en un chascarrillo, la esencia de lo español.

Y ahora, vamos a lo sustantivo, a lo mollar de esta entrada. ¿Por qué me detengo en consideraciomes sobre las afrentas a que sometemos a tribus afganas o en recuerdos sobre chistes de amigos míos a los que hace décadas que no veo? Pues, porque ayer fui al teatro.

"No es motivo suficiente" - me responderéis, quizá. "Quizá no - replicaría yo - pero ved!" ¿Qué habéis de ver? Lo siguiente:

Ayer pasaban "Matrimonio de Boston" en un teatro local. Obra escrita por David Mamet y protagonizada por una actriz de bastante renombre en los últimos años, que casualmente es oriunda de esta ciudad de provincias desde la que escribo.

El teatro, naturalmente, estaba a rebosar. El público ya estaba en éxtasis antes de que la obra comenzara. Cualquier gesto de la diva era inmediatamente coreado por salvas de carcajadas y brotares de aplauso. El público, prácticamente en estado de clímax desde el comienzo hasta el final de la obra, fue el principal espectáculo para mis miopes ojos, porque la obra, para mi gusto, se limitó a no estar mal, y la diva estuvo un tantico sobreactuada, también para mi gusto.

A mitad de la función me sobrevino una de mis típicas crisis de sueño. Cuando la obra no me atrapa, el cansancio puede más y me duermo, aunque, os lo juro, lucho denodadamente para mantener la compostura en el teatro. No quedan bien las bocas abiertas ni las babas rebosantes, y yo soy un cuidador escrupuloso mi apariencia exterior. Además, un teatro es, por definición, un espacio archirrepleto de mujeres, y a mí las mujeres, bien que a menudo sólo en algunas de sus partes, me resultan fascinadoras. No quiero desmerecer ante los ojos de las legiones de féminas que atestan estos locales.

Otras veces, sin embargo, la obra no me atrapa, pero sí el enfado gigantesco que me inunda ante la zafiedad, la baja calidad, la vanidad o la estulticia de lo que se representa (o del público, a mí me cabrea potencialmente todo).

Pero ayer la cosa no llegó a tales extremos. Simplemente, hubo un momento en que perdí el mediano interés que tenía en lo que se representaba en el escenario, y dirigí entonces mi soñolienta mirada al techo, a mis vecinos, a mi móvil... todo ello sazonado con episodios tipo "cabezadas", que junto con el bostezo son la señal más obvia de aburrimiento que se puede transmitir en derredor.

Por pura curiosidad, decidí mantenerme en mi asiento hasta que la función terminara. El público emitió una especie de rugido acompañado de una frenética rapsodia de aplausos, y parecía que la onda expansiva debía tirar atrás a las actrices (no había actores varones en la obra, pero no hay que preocuparse, no hay discriminación en este caso, simplemente porque la obra carece de personajes masculinos, supongo que por eso mismo me aburrió tanto) pero no lo hizo. Al contrario, se retiraron protocolariamente y volvieron a salir una vez más. Tras de ello, se echó el telón y la gente, que segundos antes parecía dispuesta a batir los records mundiales de duración de las ovaciones alcanzados por los partidos comunistas chino o búlgaro, empezó a disolverse con una rapidez y eficacia que me dejaron aún más asombrado que todo el supuesto fervor manifestado hasta aquel mismo instante. ¿No era fervor, entonces?

No, claro que no. Es sólo otra de las formas en que se manifiesta en nuestro país la tiranía de los espíritus a que estamos sujetos. Al actor local hay que adorarlo con furia. Es obligatorio. Luego, no es algo que se sienta de verdad.

Patanismo.

ECLIPSES

La vida no está hecha de días iguales los unos a los otros ni todos entre sí. La vida está hecha de altos y bajos, de montes y valles, de caídas y levantares, de eclipses y amaneceres.

El autor de este blog se ha eclipsado una temporada. Se trataba de una desaparición necesaria para el restablecimiento de un cierto decoroso equilibrio intelectual y emocional, que estaba en riesgo de perderse en el tiempo en que aquella desaparición tuvo lugar.

Ha llegado la hora de asomarse de nuevo por esta ventana de internet. A los que esperaban más y quedaron decepcionados, las más humildes excusas. A los que se alegraron del eclipse, una sonrisa irónica.

No caben promesas dignas de crédito donde no hay más que inconstancia. Pero no hay inconstancia tan poderosa que no pueda ser derrotada, aunque sea un ratito.

Decíamos ayer...

martes, 24 de marzo de 2009

SIN VELATORIO

Al despertar aquella mañana, ella dormía aún. El se levantó despacio, y fue al cuarto de baño. Abrió la tapa del wáter, desabrochó la bragueta del pijama y orinó. Luego se lavó la cara con agua fría y sin jabón. Al terminar, se miró al espejo. Se vio viejo, y sintió tristeza. Bajó la mirada y salió con paso torpe en dirección a la cocina. Abrió la alacena, y sacó el bote de café. Era un viejo recipiente de plástico amarillo, con tapa roja, al que su mujer le había quitado la etiqueta. Abrió el filtro de la cafetera eléctrica y lo llenó de café molido. Luego llenó el depósito de agua y conectó el aparato. Regresó a la alcoba.

Manuela seguía durmiendo. Su expresión era la de un bebé. Siempre, desde la primera noche que durmió con ella, había notado esa peculiaridad del rostro de su mujer. De algún modo tenía que ver con la estabilidad, con la apacibilidad de su vida matrimonial. Durante cuarenta y siete años, no habían reñido de veras ni una sola vez. Pequeños enfados sí que habían tenido, pero jamás una desavenencia seria. El creía que se debía a que ella lo hechizó en la misma noche de bodas. Para ella era la primera vez, y él tuvo que conducirla con cuidado por los recovecos del sexo. Cuando terminaron, durmieron. A la mañana siguiente, él despertó primero, y pudo contemplar el rostro moreno de su esposa. Siempre le había parecido que era una mujer guapísima, pero ahora había algo en aquel rostro que no era perceptible cuando estaba despierta: la especial belleza de los inocentes. Desde entonces, estuvo seguro de algo que ya sospechaba: era tan buena como un pedazo de pan. Ese fue el hechizo que su mujer operó en él.

Aún surtía efecto. Con ochenta y cuatro años él, y ochenta ella, cuando la veía dormir se sentía el hombre más feliz de la creación, y su larga vida de sacrificio, la pérdida de sus hijos y nietos bajo la guadaña de la muerte por la droga en aquel barrio abandonado de El Polvorín, y la pobreza asfixiante en que habían vivido todos aquellos años, no significaban nada en comparación con aquel sentimiento. Manuela había sido su bendición, y así lo iba declarando, ufano, a sus amigos del barrio de la Isleta, a sus compañeros barrenderos mientras fue un hombre útil a la sociedad, y a los asistentes sociales, ahora que eran dos ancianos asolados por la enfermedad y por los años.

La miró de nuevo, y una lágrima de triste dulzura escapó de su ojo reseco. “Qué viejos nos hemos hecho, y qué solos estamos”, pensó. Veía a su mujer doblada por la edad, liviana y frágil, acurrucada en la cama desvencijada como un perrito ciego, y le venía a la memoria la imagen de aquella joven de la que se enamoró con treinta años. Recordaba su pelo negro azabache, sus pechos firmes, su andar felino, y sobre todo aquellos ojos negros, enormes, abrasadores pero siempre velados por dos párpados de terciopelo, que impedían a los transeúntes morir víctimas de aquella irradiación.

Ahora era él quien tenía la vista nublada, no sólo por las lágrimas de viejo, sino también por las cataratas, que no se había podido operar, porque llevaba casi tres años en lista de espera. Aquellas cataratas malditas eran las responsables de que de cuando en cuando se diera un golpe contra la esquina del armario, o de que tropezara en el desnivel que había entre el cuarto de baño y el pasillo, resultado de una obra de cambio de suelo un tanto chapucera que habían encargado años atrás. Y también eran responsables de que Chicho no advirtiera al primer golpe de vista el hilo de vómito que salía de los labios de Manuela y que desembocaba en una mancha acidulenta que impregnaba sábanas y colchón. Sólo tras acercarse para besarla y marchar a por el café, pudo advertir el olor inconfundible, y luego fijarse bien y ver que había vomitado mientras dormía.

Fue a la cocina, a toda la velocidad que le permitían sus miembros de anciano. Apagó la cafetera y tomó una bayeta. Regresó al dormitorio y procedió a hacer una limpieza de urgencia del fluido vertido sobre la cama. Luego limpió con su pañuelo los labios y el rostro de Manuela, y se dispuso a desplazarla al lado limpio. Fue entonces cuando sintió algo raro, que lo alarmó. “La pobre ha cogido frío esta noche”, pensó. “Está enferma”. Con grandes esfuerzos, consiguió moverla. Luego la tapó bien con las sábanas y con la manta. Volvió a besarla, esta vez en la frente, y fue a la salita, para llamar a su hija.

- ¿Sí? – Eran sólo las seis de la mañana y la voz de Anahí era un simple susurro soñoliento.
- Hija, mamá se ha puesto malita.
- ¿Qué le pasa? – la voz despertó de pronto, y se volvió dura y nítida.
- Ha vomitado, y está fría. Hija, voy a llamar a urgencias.
- Espera, papá. En seguida estoy allí. No llames a nadie hasta que haya llegado… ¿Me oyes? – el hombre estaba, además de algo ciego, también algo sordo.
- Sí, hija. Aquí te espero. Ven pronto.

Caminó de nuevo en dirección a la alcoba. Volvió a palpar el rostro y las manos de su mujer, en busca de signos de mejoría. Pero Manuela seguía helada.

Cuando llegó Anahí, su padre ya estaba bastante seguro de que Manuela había fallecido la noche anterior. Lo encontró sentado al lado de la cama, con una de sus manos enlazada en la de ella. Le dirigió una mirada febril y le dijo: “Ya se fue, niña mía, ya no sufrirá más”. Al oír estas palabras, su hija se cogió el rostro, intentando impedir que el dolor se lo descompusiera. El que luego hubieran de esperar veintiséis horas a que llegaran los del Ayuntamiento a llevarse el cuerpo, el que no pudieran hacerle un velatorio como es debido en una de esas fábricas de funerales informatizadas, eso queda sólo para que los periódicos vendan ejemplares.

lunes, 23 de marzo de 2009

"¡VENGA!"

- ¡Hombre! ¿Qué tal va eso?
- ¡Aquí estamos! ¡tirando del carro!
- ¿Y la familia?
- ¡Estupendamente! ¿Y la tuya?
- ¡De fábula!
- ¡Pues a seguir bien!
- ¡Lo mismo digo!
- ¡Venga!
- ¡Venga!

En cualquier parte del país se oye a nuestros compatriotas despedirse de esta manera cuando se cruzan por la calle. Incluso en las conversaciones telefónicas pilladas al desgaire de los teléfonos móviles de los españolitos oímos ese "¡venga!" dicho a modo de despedida, pero que a quien esto escribe le suena a "¡Hala, que ya está bien!" o a "nos tenemos demasiada confianza como para andarnos con etiquetas".

Lo cierto es que, lo que en un principio me pareció una más de las formas en que se manifiesta el desparpajo nacional, ha acabado por convertirse en una muletilla sumamente molesta y que empieza a "sonar mal". No se trata de que nos convirtamos a la cursilería en los saludos, ni tampoco de que empecemos a hacer de censores del habla popular. Quiero decir: se trata de una moda, que pasará como tantas otras antes. A mi parecer, es una moda muy desafortunada. Si a alguien más se lo parece, podríamos intentar dejar de despedirnos de nuestros conocidos, amigos, novias, legítimas, hermanos y parientes de toda índole con un "¡venga!".

viernes, 13 de marzo de 2009

IMPORTANTES PALABRAS SOBRE EL AMOR DE CARSON McCULLERS

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y autosuficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya un abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una chica desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia unloco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y cualidad de todo amor.

Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.
Carson McCULLERS, Balada del Café Triste, en El Aliento del Cielo, Barcelona, Seix Barral, 2008, 327-388, págs. 349-350.



Es gracias a Firmin que conozco la obra de Carson McCullers. Bueno, acabo de empezar a conocerla. Los lectores de los blogs de Firmin seguro que habréis leído cosas sobre El Corazón es un cazador solitario en Paralajes 365. Allí hay un extracto de esta obra. Yo he empezado por la recopilación de sus cuentos y sus nouvelles, y estoy francamente maravillado ante la rara perfección de la narrativa de esta autora estadounidense.

El pasaje que transcribo me llamó la atención, en primer lugar, porque coincide con reflexiones que yo, y supongo que todos, nos hemos hecho alguna vez. Revolviendo en mi diario, me parece que hay algun pasaje de contenido parecido al que reproduzco al principio.

(01/05/05)
"...usualmente la causa de la atracción que otra persona ejerce sobre uno está en uno mismo, casi tanto o más que en la persona deseada. Si buscas en tu interior, con seguridad encontrarás la raíces de la impresión que el mundo exterior te produce. No es acertado olvidar que en la atracción no hay un sujeto atrayente y un objeto atraído, sino que usualmente el sujeto atraído es el activo, y el atrayente lo es más en calidad de objeto que de sujeto. Basta modificar una pequeña partícula de la actitud de uno hacia el mundo exterior, y el atractivo del otro puede desaparecer con la misma facilidad con la que surgió".

Naturalmente, no es exactamente lo mismo. Tampoco reclamo los laureles de la genialidad por haber escrito esto tiempo atrás. Sólo se parece, y por eso me llama la atención el texto de McCullers. Pero, lo mejor, en mi opinión, no es tanto el contenido (que es profundo, y merece detenerse a reflexionar detenidamente sobre el) como la forma, perfecta, en que está escrito.

domingo, 1 de marzo de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (6)

-Bien, Señor Tach, ¿cómo se explica usted el éxito extraordinario de sus obras en todo el mundo?
-No me lo explico.
-Vamos, seguro que habrá tenido tiempo de pensar en ello e imaginar las respuestas.
-No.
-¿No? ¿Ha vendido millones de ejemplares en China, y eso no le ha hecho reflexionar?
-Cada día, las fábricas de armamento venden miles de misiles en todo el mundo, y eso tampoco les hace reflexionar.
-Eso no tiene nada que ver.
-¿Usted cree? El paralelismo, sin embargo, salta a la vista. Esa acumulación, por ejemplo: se habla de carrera armamentística, también debería hablarse de "carrera literaria". Es un argumento de peso como cualquier otro: cada pueblo enarbola su escritor o sus escritores como si fueran cañones. Tarde o temprano me enarbolarán, a mí también, y le sacarán brillo a mi premio Nobel.
-Si lo cree así, estoy de acuerdo. Pero, gracias a Dios, la literatura resulta menos nociva.
-No la mía. La mía es más nociva que la guerra.
-¿No se estará adulando a sí mismo?
-Alguien tiene que hacerlo, ya que soy el único lector capaz de comprenderme. Sí, mis libros son más nocivos que una guerra, ya que dan ganas de morir, mientras que la guerra, ella, da ganas de vivir. Después de leerme, la gente debería suicidarse.
-¿Y cómo se explica que no lo haga?
-Esto, en cambio, lo explico muy fácilmente: se debe a que nadie me lee. En el fondo, puede que ésta sea la razón de mi extraordinario éxito: si soy famoso, querido, es porque nadie me lee.
-¡Menuda paradoja!
-Al contrario: si esos infelices hubieran intentado leerme, me habrían tomado ojeriza y, para vengarse del esfuerzo que les habría infligido, me habrían condenado a las mazmorras. Mientras que, al no leerme, les parezco relajante y, en consecuencia, simpático y digno de éxito.
-He aquí un razonamiento extraordinario.
-Pero irrefutable. Mire, tomemos a Homero: nunca ha sido tan famoso como ahora. Sin embargo, ¿conoce a muchos lectores que de verdad hayan leído La Ilíada y la auténtica Odisea? Un puñado de filólogos calvos, nada más, porque no irá usted a considerar lectores a los raros estudiantes dormidos que aún balbucean a Homero sobre los bancos del instituto pensando exclusivamente en Dépêche Mode o en el sida. Y, precisamente por eso, Homero es la referencia.
-Suponiendo que eso sea cierto, ¿le parece una buena razón? ¿No le parece más bien penoso?
-Excelente, insisto. ¿Acaso no resulta reconfortante, para un auténtico, un puro, un gran, un genial escritor como yo, saber que nadie le lee? ¿Que nadie ensucia, con su grosera mirada, las maravillas que he dado a luz desde lo más recóndito de mi ser y de mi soledad?
-Para evitar esa mirada grosera, ¿no habría sido más sencillo no editar nada en absoluto?
-Demasiado fácil. No, mire usted, la cima del refinamiento es vender millones de ejemplares y no ser leído.
-Sin contar el dinero que habrá ganado.
-Es cierto. Me gusta mucho el dinero.
-¿A usted le gusta el dinero?
-Sí. Resulta fascinante. Nunca le he encontrado utilidad alguna, pero me encanta mirarlo. Una moneda de cinco francos es hermosa como una margarita.
-Nunca se me habría ocurrido semejante comparación.
-Normal, usted no es premio Nobel de Literatura.
-En el fondo, ese premio Nobel, ¿mo le parece que desmonta su teoría? ¿Tendrá que admitir que, por lo menos, ej jurado del Nobel sí le ha leído?
-Nada es menos seguro. Pero, en el supuesto de que los miembros del jurado me hubieran leído, crea usted que eso no cambia en nada mi teoría. Hay muchas personas que llevan la sofisticación hasta el extremo de leer sin leer. Como hombres-rana, atraviesan los libros sin mojarse lo más mínimo.
-Sí, ya habló de eso en una entrevista anterior.
-Son los lectores-rana. Constituyen la inmensa mayoría de los lectores humanos y, sin embargo, no descubrí su existencia hasta muy tarde. Soy tan ingenuo. Creía que todo el mundo leía como yo; yo leo igual que como: no significa únicamente que lo necesito, significa sobre todo que entra dentro de mis cálculos y que los modifica. Uno no es el mismo si ha comido morcilla que si ha comido caviar; uno tampoco es el mismo si acaba de leer a Kant (Dios me preserve de hacerlo) o a Queneau. Por supuesto, cuando digo "uno" debería decir "yo y algunos más", ya que la mayoría de la gente emerge de Proust o de Simenon sin inmutarse, sin haber perdido ni un ápice de lo que eran antes y sin haber adquirido un ápice de más. Han leído, eso es todo: en el mejor de los casos, saben "de qué se trata". No crea que exagero. Cuántas veces he preguntado a personas inteligentes: "¿Ese libro le ha cambiado?" Y me miraban con los ojos muy abiertos y con aspecto de decir: "¿Por qué quiere usted que cambie?".
-Permítame que me sorprenda, señor Tach: acaba de hablar como un defensor de los libros con mensaje, lo que no parece propio de usted.
-No es usted muy listo, ¿no es cierto? ¿De verdad cree que son los libros con "mensaje" los que pueden cambiar a un individuo? Pero si son precisamente los que menos lo cambian. No, los libros que marcan y metamorfosean son los otros, los libros de placer, los libros de genio y, sobre todo, los libros de belleza. Tomemos, por ejemplo, un gran libro de belleza: Viaje al final de la noche. ¿Cómo continuar siendo el mismo después de haberlo leído? Pues bien, la mayoría de los lectores logran superar esa proeza sin dificultad. Después, le dicen a uno: "Ah, sí Céline, es estupendo", y regresan a sus asuntos. Evidentemente, Céline es un caso extremo, pero podría hablar de otros. Uno nunca es el mismo después de leer un libro, aunque sea del modesto Léo Malet; un Léo Malet le cambia a uno. Después de leer a Léo Malet, uno ya no mira a las chicas con impermeable como las miraba antes. ¡Ah, pero no crea, es muy importante! Modificar la mirada: ésta es nuestra gran obra.

Amélie NOTHOMB, La Higiene del Asesino, Barcelona, Circe, 1996-2002, págs. 54-57.
Y podría seguir, como me ocurrió en el último post. Uno no sabe cuánto más le gustaría seguir copiando para un post, cuando entra en un libro de Amélie Nothomb. Es brillante, es profunda, a ratos, es divertida, siempre, es oscura y al mismo tiempo resplandeciente. Y es autorreferencial. Apenas si he leído un libro suyo en el que no hable de sí misma. Claro que, ¿a qué escritor no le pasa eso, más o menos? Pero en el caso de la Nothomb resulta ostensible. No es que ella sea este horrible Prétextat Tach, premio Nobel de Literatura, obeso hasta la invalidez, glotón asqueroso, moralmente depravado, ególatra y autodestructivo a la vez, dotado, según él mismo afirma en esta obra, con una sola virtud: la capacidad de amar, pero hasta extremos grotescos, horribles, delictivos y absurdos. No. Nothomb no es Tach, pero sí que respira a través de Tach. Respira cuando el protagonista habla de literatura, como lo hace en el párrafo transcrito. Y también cuando habla de sí mismo, de su proceso de autodestrucción a través de la comida (Nothomb fue anoréxica en su adolescencia, y Tach es un glotón desde su preciso paso a esta edad).

Esta es la primera novela publicada por la autora, hace ya trece años. Es brillante, y aunque resulte obvio, es inmadura. Esta alegoría de su vocación literaria y de su vida tiene un final que, a mi sentido del gusto de lector, le sabe un poco a plástico. Algo parecido me sucedió al leer Acido Sulfúrico, y algo debí decir en el post correspondiente.

He leído ya casi todo lo que esta escritora ha publicado. No me falta más que un título o dos (que recuerde, La Metafísica de los Tubos). Supongo que ya me estoy formando una impresión de conjunto de su obra. Y esa impresión es que el arte actual está en una condición tal que los artistas acaban siempre mirándose el ombligo. ¿Habremos perdido la capacidad de contar la vida de la gente? ¿Sólo podemos escribir bien, o hacer buen cine, o musicar, sobre cosas que sólo interesan a los artistas?

No lo sé.

sábado, 28 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (5)

Un fin de semana de mediados de diciembre, me marché sola al campo. Rinri había comprendido que resultaba inútil intentar acompañarme a un territorio semejante, en el que me convertía en un ser inaccesible. Hacía tiempo que no me marchaba sola y la perspectiva me atraía. Ansiaba sobre todo poder practicar, por fin, el montañismo nipón bajo la nieve.

Bajé del tren a una hora y media de Tokio: era un pueblo situado en el fondo de un valle desde el cual empezaba la ascensión al poco conocido Kumotori Yama. Una montaña de menos de dos mil metros, lo cual, para una primera excursión en solitario por la nieve, me había parecido razonable. Sobre el mapa, el paseo se me había antojado muy accesible y prometía inmejorables vistas sobre el monte Fuji, al que ya consideraba un amigo.

El otro criterio de elección fue su nombre: Kumotori Yama, que significa "la montaña de la nube y del pájaro". De entrada, un topónimo de estas características contenía una estampa que soñaba con explorar. Y más teniendo en cuenta que la promiscuidad de la vida de Tokio generaba fantasías eremíticas para las que la altitud constituía la mejor válvula de escape.

Nunca se destacará lo suficiente hasta qué punto Japón es un país montañoso. Por eso dos tercios del territorio están prácticamente deshabitados. En Europa, las montañas son lugares muy frecuentados, a veces la antesala de fiestas mundanas proporcionadas por la presencia de innumerables y esnobs estaciones de esquí. En Japón, hay muy pocas estaciones de esquí y ninguna población sedentaria habita la montaña, convertida en reino de la muerte y de las brujas. Esa es la razón por la cual el Imperio sigue siendo un salvajismo al que los testimonios no hacen bastante justicia.

Yo misma tenía que superar mi miedo al aventurarme sin escolta. Cuando era pequeña, mi bienamada aya nipona me contaba historias de Yamamba, la más malvada de las onibaba (brujas), la que reinaba en las montañas, donde atrapaba a los paseantes solitarios para convertirlos en sopa -la sopa de los paseantes solitarios, potaje rousseauniano donde los haya, atormentó tanto mi imaginario que estoy segura de conocer su sabor.

Sobre el mapa, había localizado un refugio no demasiado alejado de la cima donde tenía previsto pasar la noche, siempre y cuando Yamamba no me echara antes en su caldero.

Abandoné el pueblo en dirección al vacío. El sendero ascendía afablemente por la nieve, y enseguida constaté, con una estúpida alegría de sultán, que estaba virgen. Aquel sábado por la mañana, nadie me había precedido en aquel repecho. Hasta los dos mil metros de altura, el paseo fue una delicia.

El bosque de coníferas y árboles frondosos se detuvo bruscamente para señalarme la presencia de un cielo cargado de advertencias a las que yo no atendí. Ante mí se desplegaba uno de los paisajes más hermosos del mundo: sobre una larga ladera en forma de falda acampanada, un bosque de bambús bajo la nieve. El silencio me devolvió, intacto, mi grito de éxtasis.

Siempre he sentido un desaforado amor por el bambú, esa criatura híbrida que los japoneses no clasifican ni como árbol no como planta y que combina una delicada flexibilidad con la elegancia de su abundancia. En mis recuerdos, sin embargo, el bambú jamás había alcanzado el singular esplendor de aquel bosque nevado.Pese a su finura, cada silueta presentaba su propia carga de nieve y su cabellera almidonada de blancura, a la manera de jovencitas convocadas prematuramente para realizar alguna misión sagrada.

Crucé el bosque como quien recorre otro mundo. La exaltación había sustituido el sentimiento de duración, ignoro durante cuánto tiempo me vi absorbida por el ascenso de aquella ladera.

Al llegar, divisé, trescientos metros más arriba, la cima del Kumotori Yama. Me pareció muy cercano, menos, sin embargo, que la pesada nube de nieve que se extendía por su flanco izquierdo. Para acabar de justificar su nombre, sólo faltaba un pájaro: yo iba a convertirme en ese ser volátil y despreocupado del peligro. Caminé a vuelo rápido hacia aquella cima demasiado accesible, pensando que mil novecientos metros de altura eran buenos para los blandengues y que yo jamás caería tan bajo.

Apenas hube llegado a la cumbre cuando, reconociendo mi naturaleza aviaria, la nube me alcanzó para cumplir con el destino etimológico de la montaña. El nubarrón llevaba la tormenta en su seno y, de repente, no se vio más que un torbellino de copos de nieve. Maravillada, me senté en el suelo para presenciar el espectáculo. Había subido a toda velocidad, me moría de calor y resultaba exquisito ofrecer mi cabeza desnuda a aquel gélido maná. Nunca había visto nevar con tanta fuerza: el estallido era tan intenso y sostenido que resultaba difícil mantener los ojos abiertos. "Si quieres conocer el secreto de la nieve, es ahora cuando tienes que observar: estás en el corazón de la fábrica y del cañón al mismo tiempo". El espionaje industrial no fue posible: nada es tan misterioso como lo que ocurre delante de uno.

No sé si la nube se había encariñado conmigo o con la cima: ya no se movió de allí. De repente me di cuenta de que tenía la cabellera tan blanca como la helada barba que decoraba mi barbilla: debía de parecer un anciano eremita.

"Me resguardaré en el refugio", pensé, y casi inmediatamente caí en la cuenta de que no había visto ningún refugio. Sin embargo, el mapa indicaba su existencia, ligeramente más abajo. Era del año anterior: ¿habría destruido Yamamba aquella cabaña desde entonces? Enseguida inicié su búsqueda. La tormenta de nieve se había intensificado hasta cubrir el macizo entero: no conseguí salir de la nube. Descendí en espiral alrededor de la cima, para estar segura de no equivocarme de objetivo. A duras penas lograba ver la punta de mis manos tendidas hacia delante. Aquel sonambulismo estando despierto no se acababa nunca.

Mis dedos tropezarpn con algo duro: el refugio. "¡Salvada!", grité. Avanzando a tientas alrededor de la casita encontré una puerta y me precipité en su interior.

No había nada ni nadie. El suelo, las paredes y el techo eran de madera. En el suelo, una vieja manta debajo de la cual se escondía un kotatsu: mis ojos se abrieron de par en par ante la visión de semejante lujo y grité de alegría y de estupefacción al descubrir que aquella estufa estaba encendida. Bizancio.

El kotatsu representa más un modo de vida que la calefacción: en las casas tradicionales, un boquete cuadrado ocupa un amplio rincón de la estancia y el centro de dicho hueco alberga una estufa metálica. Te sientas en el suelo, con las piernas colgando en esa piscina llena de calor y, con una inmensa manta, te proteges del baño de aire tórrido.

He conocido japoneses que maldecían el kotatsu: "Te pasas todo el invierno encarcelado debajo de esa pelliza, eres cautivo de ese hueco y de la presencia de los demás, estás obligado a padecer la ineptitud de las chocheces de los ancianos".

Yo tenía un kotatsu para mí sola, ¿sola? ¿Quién se ocupaba de aquella estufa?

"Mientras el guardia no esté, aprovecha para desvestirte", pensé. Me quité la ropa empapada de sudor y de nieve y, como buenamente pude, la tendí a mi alrededor con la finalidad de que se secara. En mi mochila llevaba un pijama que me puse mientras me burlaba de mí misma: "Un pijama, ¿y por qué no un vestido de noche, ya puestos? Habría estado bastante más inspirada si me hubiera traído una muda". Cómodamente instalada debajo del kotatsu, me comí las provisiones escuchando el bramido de la tormenta exterior: mi situación me llenaba de júbilo.

Estaba impaciente por que volviera el dueño o la dueña del lugar: sin duda, él o ella debía de pasar por allí cada día para abastecer de combustible la estufa. Imaginaba la conversación que podía mantener con esa persona, a la fuerza extraordinaria.

Brusca constatación: pipí. Tendría que haberlo pensado antes. Lo más cómodo era la montaña. Salir en pijama en plena tempestad equivalía a perder mi última ropa seca, y tampoco iba a volver a ponerme la empapada. No había demasiadas alternativas: me quité el pijama, respiré hondo y corrí hacia fuera como quien se lanza al vacío. Descalza en la nieve, acuclillada en cueros, procedí con una mezcla de horror y de éstasis. La oscuridad era absoluta y no se veía la blancura de los remolinos de nieve, sólo se percibía a través de otros sentidos: aquello tenía un tacto y un gusto blancos, aquello olía a blanco, aquello sonaba a blanco. Ebria de dolor, regresé al refugio y me sumergí debajo del kotatsu, aliviada de que el guarda no me hubiera sorprendido en esa postura. Cuando la estufa consiguió secar mi piel, volvía a ponerme el pijama.

Me acosté debajo de la manta e intenté conciliar el sueño. Poco a poco, me di cuenta de que como consecuencia de la excursión gímnica al exterior, me resultaba imposible entrar en calor. Por más que me enrollé dentro de la manta y me acerqué cuanto pude a la estufa, seguía tiritando. La dentellada de la tormenta me había penetrado tan profundamente que no conseguía expulsar de mi cuerpo sus gélidos colmillos.

Acabé cometiendo una locura, pero no tenía otra elección: entre la quemadura de segundo o tercer grado o la muerte, elegí la quemadura. Me enrosqué alrededor de la estufa, directamente del metal encendido, con un pijama y los faldones de la manta como única protección. Fue entonces cuando constaté la gravedad del problema: no sentía absolutamente nada. Mi piel no tenía ninguna percepción de lo que debería haberla abrasado.

Sin embargo, con la punta de los dedos podía comprobar el buen funcionamiento de la combustión: sólo mis falanges disponían aún de terminaciones nerviosas. Era un cadáver que vivía únicamente en el extremo de sus falanges y en su cerebro, el cual había activado una inoperante señal de alarma.

¡Si por lo menos hubiera podido estremecerme! Mi cuerpo estaba tan muerto que se negaba a sí mismo ese saludable reflejo. Seguía siendo de plomo helado. Por fortuna, sufría: llegué a bendecir aquel dolor, que constituía la última prueba de mi pertenencia al mundo de los vivos. Aquel martirio resultaba sospechoso, ya que había invertido las sensaciones: la estufa me quemaba de frío. Pero era mejor eso que el terrible e inminente momento en el que ya no sentiría nada.

¡Y pensar que había temido acabar en el caldero de Yamamba! Mi aya de entonces había subestimado la crueldad de la bruja de la montaña. No convertía a los paseantes solitarios en sopa sino en congelados -quizá pensando en una sopa futura-. Aquel pensamiento me hizo reír y esa reacción nerviosa provocó que las otras resucitaran: el escalofrío. Mi cuerpo se puso a temblar como una máquina.

No por ello disminuyó el suplicio: saber que sobreviviría hizo que la noche fuera más larga, que durara diez años. Envejecí un siglo: agarrada a la estufa, cuyas quemaduras no sentía, pasé intermiables horas escuchando. Primero escuchando la tormenta de nieve que se encarnizó largamente sobre la montaña y dejó, después de marcharse, un silencio de un inquietante espesor.

Luego, escuchando, con la esperanza más animal del mundo, el advenimiento de ese milagro conocido con el nombre de mañana: ¡cuánto tardó en llegar!

Tuve tiempo de prestar el siguiente juramento interior: "Cada vez que se te dé la oportunidad de dormir en una cama, por humilde que sea, ¡bendícela y llora de alegría!. Hasta hoy nunca he cometido perjurio a aquella palabra dada.

Mientras esperaba las primicias del alba, me pareció escuchar unos pasos en el refugio: no tuve valor para asomar la nariz fuera del kotatsu, nunca pude comprobar si los ruidos provenían de mi imaginación electizada por el frío o de una presencia real. Mi miedo era tan intenso que temblé con más violencia todavía.

Resulta muy improbable que fuera un animal, sus pasos producían un sonido humano. Si había alguien allí, debía de estar contemplando mi ropa esparcida y sabía que estaba debajo del kotatsu. Yo podría haber dicho algo para indicar que no dormía, pero no encontré las palabras adecuadas: el espanto me enviscaba las facultades.

El ruido se desvaneció, suponiendo que hubiera existido alguna vez. De repente, reteniendo la respiración, escuché en el exterior ese ahondamiento del silencio, el sagrado aliento del universo que precede a la aurora.

Sin la sombra de una duda, salté del kotatsu: no había nadie, ni rastro de nadie. Me esperaba una desagradable sorpresa: mi ropa tendida se había helado. Lo cual da fe de la temperatura que reinaba en el interior del refugio. Hundí los pies en las perneras del pantalón como quien se abre camino sobre el hielo. El peor momento fue el contacto de mi espalda con la camiseta escarchada. Afortunadamente, no tenía tiempo para analizar aquellas sensaciones. Marcharse era una cuestión de vida o muerte: tenía que expulsar aquel frío que no dejaba de devorarme hasta lo más profundo.

Nunca podré expresar el impacto que experimenté al abrir la puerta: era arrancar tu propia tumba para desembocar en el misterio. Durante unos momentos, permanecí estática ante aquel mundo desconocido: la tormenta, que me lo había escondido la víspera, lo había enterrado bajo metros de nueva blancura. Mi oreja no se había confundido: el alba balbuceaba el día. Ni una pizca de viento, ningún grito de pájaro de presa, únicamente el silencio glaciar. Ni rastro de pasos en la nieve: suponiendo que existiera, mi visitante nocturno sólo podía ser Yamamba, llegada para comprobar si su trampa para paseantes solitarios había funcionado y evaluar, a través de la ropa tendida, la naturaleza de su presa. Estaba en deuda con ella: no habría sobrevivido sin el kotatsu. Pero si quería seguir sobreviviendo, no podía entretenerme: las cinco y diez de la mañana.

A toda velocidad, me inserté en el paisaje. ¡Qué maravilloso resultaba correr! El espacio, suprema liberación. Ni un tormento que se resista al propio desparramamiento del universo. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría que el mundo fuera tan grande? La lengua no engaña: largarse rima con salvarse. Si te estás muriendo, lárgate. Si estás sufriendo, muévete. No existe más ley que la del movimiento.

La noche me había encarcelado en los dominios de Yamamba, al devolverme la geografía, la luz del día me liberaba. Me sentía exultante: no, Yamamba, no tengo alma de sopa, soy un ser vivo y lo demuestro, me largo, nunca sabrás lo indigesta que puedo resultar. Mi insomnio ha sido blanco como la nieve de los alrededores, pero tengo la increíble energía de los supervivientes y corro por la montaña demasiado hermosa para permitirme morir aquí. Cada vez que llego a la cima de una ladera, descubro un mundo magnífico y tan virgen que casi da miedo.

Miedo, sí. Siempre debería haber reconocido un paisaje visto la víspera. Nada de eso. ¿Tanto ha metamorfoseado el universo la tormenta de nieve? Cojo el mapa y marco la referencia de orientación: el monte Fuji. Está muy lejos de aquí, pero cuando lo vea significará que voy en la dirección correcta. Mientras tanto, por fin he encontrado el lugar nipón desde el cual no se ve el monte Fuji: es aquí donde estoy. Corramos hacia otra parte.

Me pierdo. Extraviarme me embriaga, así que corro todavía más deprisa. Yamamba, te la he pegado, ningún ser humano ha venido aquí donde estoy. Fanfarroneo para disimular mi terror. Esta noche me he librado de la muerte, y ahí está, persiguiéndome. Estaba escrito que abandonaría este mundo a los veintidós años en las montañas japonesas. ¿Encontrarán mi cadáver?

No quiero palmarla, corro. ¿Cómo se puede correr tanto? Las diez de la mañana. El cielo es la máxima expresión del color azul, sin la sombra de una nube. Es un día hermoso para no morir. Zaratustra salvará el pellejo. Mis piernas son tan largas que devorarán las cimas una tras otra, no podéis imaginar cuánto apetito tienen.

Pero corro y no encuentro nada. Cada vez que llego a lo alto de una ladera, ruego para que se vea el monte Fuji, lo llamo como se llama al mejor amigo, acuérdate, hermano, me acosté junto a tu cráter, grité para saludar la salida del sol, soy uno de los tuyos, te lo suplico, reconócelo, reconóceme, formo parte de los tuyos, espérame en la cima de esa ladera, renegaré de todos los dioses para creer sólo en ti, estate allí, estoy perdida, sólo tienes que aparecer y estoy salvada, llego a la cumbre, no estás.

Mi energía se ha convertido en la energía de la desesperación, sigo corriendo. Se acerca el mediodía. Pronto llevaré siete horas perdida y agravando mi situación. Mi máquina carbura sin sentido, llegará la noche y me ahogará en su nieve oscura. Es el fin de mi carrera sobre esta tierra. Me niego a creerlo. Zaratustra no puede morir, sería lo nunca visto.

Nueva ladera. Ya no me quedan esperanzas pero sigo subiendo. No tengo nada que perder, ya estoy perdida. Mis piernas trepan sin la energía de tener hambre. Cada paso se paga muy caro. Allí está la línea de la cima, una nueva contrariedad, sin duda. Corro los últimos metros.

Allí está el monte Fuji, delante de mí. Me desplomo de rodillas. Nadie sabe lo grande que es. He encontrado el lugar desde el que se lo ve entero. Grito, lloro, ¡eres inmenso, tú que me anuncias la vida! ¡Qué hermoso eres!

El saludo me fulmina súbitamente las entrañas, me quito los pantalones y procedo a vaciarme. Monte Fuji, aquí te dejo un testimonio imperecedero que te demuestra que no tienes que vértelas con una indiferente. Río de felicidad.

Las doce en punto. Miro la línea de cresta, sólo tengo que seguirla, mis ojos calculan seis horas de marcha hasta el valle. No es nada cuando uno sabe que va a vivir.

Corro a lo largo de la cima. Durante seis horas de soly y de azul del cielo, voy a tener al monte Fuji para mí sola. Esas seis horas no bastarán para contener mi éxtasis. La exaltación actúa en mí como un combustible: no hay otro mejor. Nunca Zaratustra había corrido tan deprisa y con tanta embriaguez. Tuteo al Fuji, bailo sobre la cumbre. Resulta sublime, quisiera que no terminara nunca.

Esas seis horas son las más hermosas de mi vida. Mi alegría es una marcha. Ahora sé por qué una música triunfal se denomina marcha. El monte Fuji llena el cielo, hay para todos, pero lo tengo entero para mí solita, los ausentes siempre se equivocan. Nadie como yo sabe lo grandioso y soberbio que es el Fuji, lo que no le impide ser el más agradable de los compañeros de ruta. Es mi mejor amigo. Zaratustra no se codea con cualquiera.

Allí está el valle y el alba. El regreso se ha desarrollado demasiado deprisa, a mi pesar. Me inclino ante mi mejor amigo y salto al valle, desde el que ya deja de ser visible. Ya lo echo de menos. Corro cuesta abajo a la velocidad de la luz declinante. Nunca más encontré paisajes como los de la víspera. Debía de estar realmente perdida. Llego al pueblo al mismo tiempo que la oscuridad.
Amélie NOTHOMB, Ni de Eva ni de Adán, Barcelona, Anagrama, 2008, págs. 120-132.

miércoles, 25 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (4)


Jamás era el país en el que vivía. Era un país sin retorno. No me gustaba. Japón era mi país, el que yo había elegido, pero él no me había elegido a mí. Jamás me había designado: era súbdito del estado de jamás.

Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objeto de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas saben a los sesenta y tres años.

De todo esto no habría que deducir que los habitantes de jamás son tristes. Al contrario, no existe un pueblo más alegre. Las más minúsculas migajas de gracia sumergen a los jamasianos en un estado de embriaguez. Su propensión a reir, a disfrutar, a gozar y a maravillarse no tiene parangón en este planeta. La muerte les acecha con tanta fuerza que tienen por la vida un delirante apetito.

Su himno nacional es una marcha fúnebre, su marcha fúnebre es un himno a la alegría; es una rapsodia tan frenética que la simple lectura de la partitura hace estremecer. Y, sin embargo, los jamasianos tocan todas sus notas.

El símbolo que adorna su blasón es el beleño.

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Aquél fue mi primer comienzo de curso serio. El Liceo Francés de Nueva York no era lo mismo que la Pequeña Escuela Francesa de Pekín. Era un establecimiento esnob, reaccionario, displicente. Altivos profesores nos explicaban que debíamos comportarnos como una élite.

Semejantes sandeces me dejaban indiferente. La clase rebosaba de niños a los que miraba con curiosidad. Había una mayoría de franceses pero también americanos, ya que, para los neoyorquinos, matricular a su progenitura en el Liceo Francés era el colmo de la sofisticación.

No había belgas. He observado este mismo fenómeno en el mundo entero: siempre era la única belga de la clase, lo que me valió ser el blanco de torrentes de burlas de las que yo misma era la primera en reírme.

En aquel tiempo mi cerebro funcionaba demasiado bien. Era tan consciente de mi exactitud, que me bastaba menos de un segundo para multiplicar números irracionales, cuyos decimales contaba con aburrimiento. La gramática me salía por los poros, la ignorancia era para mí como hablar en chino, el atlas era mi carnet de identidad, las lenguas me habían elegido como torre de Babel.

Hubiera (sic) resultado odiosa si al mismo tiempo no me hubiera importado un bledo.

Los profesores se extasiaban y me preguntaban:

-¿Seguro que es usted belga?

Se lo garantizaba. Sí, mi madre también era belga. Sí, mis antepasados también lo eran.

Perplejidad de los profesores franceses.

Los niños me observaban con suspicacia, con cara de decir: "Aquí hay gato encerrado".

Las niñas me echaban miradas cariñosas. El monstruoso elitismo del Liceo influía sobre ellas y me declaraban sin tapujos: "Eres la mejor: ¿Quieres ser mi amiga?" Era para desanimarse. Semejantes modales hubieran (sic) resultado inconcebibles en Pekín, donde los únicos méritos estaban relacionados con la guerra. Pero no podía negarme: los corazones de las niñas no se rechazan.

A veces, una súbdita de Costa de Marfil, un yugoslavo o un yemenita pasaban por allí. Me impresionaban esas nacionalidades tan accidentales como la mía. A los americanos y a los franceses siempre les parecía increíble que uno no fuera americano o francés.

Llegada dos semanas después del comienzo de curso, una pequeña francesa me quiso mucho. Se llamaba Marie.

Un día, en un arrebato de pasión, le confié la terrible verdad:

-¿Sabes? Soy belga.

Marie me dio entonces una hermosa prueba de amor; con una voz contenida, declaró:

-No se lo contaré a nadie.


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Una noche, tuve una revelación. Desplomada en el sofá estaba leyendo un cuento de Colette titulado "La cera verde". Aquella historia no venía a contar nada concreto: una joven muchacha lacraba unas cartas. Sin embargo, aquel relato me cautivaba sin que pudiera explicarme por qué. A la vuelta de una frase que no aportaba demasiadas informaciones suplementarias, se produjo un fenómeno increíble: un influjo recorrió mi columna vertebral, mi piel se estremeció, y pese a la temperatura ambiental de treinta y ocho grados, se me puso la carne de gallina.

Estupefacta, releí el fragmento que había provocado aquella reacción, intentando descubrir su origen. Pero allí sólo se hablaba de cera en fusión, de su textura, de su olor: o sea de nada. ¿Entonces por qué aquella emoción espectacular?

Acabé por averiguarlo. Aquella frase era hermosa: lo que había ocurrido era la belleza.

Por supuesto que me recordaba los discursos de los profesores: "Analizad el estilo de este escritor", "Este poema está muy bien escrito, por ejemplo la vocal tal aparece cuatro veces en el verso", etc. Semejantes disecciones resultan tan pesadas como un enamorado detallando a un tercero los encantos de su bienamada. No es que la belleza literaria no exista: sólo que es una experiencia tan incomunicable como los encantos de la Dulcinea para quien no era sensible a los mismos. Hay que apasionarse uno mismo o resignarse a no entender nunca nada.

Para mí, aquel descubrimiento equivalía a una revolución copernicana. La lectura constituía, junto con el alcohol, la parte esencial de mis días: en adelante, sería la búsqueda de esa insoluble belleza.
Podría seguir copiando fragmentos sin fin de esta Biografía del Hambre. No voy a intentar emular a los deplorables críticos cuyos vagidos estropean la contraportada del libro. Sólo diré que he disfrutado intensamente cada línea de este libro.