sábado, 28 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (5)

Un fin de semana de mediados de diciembre, me marché sola al campo. Rinri había comprendido que resultaba inútil intentar acompañarme a un territorio semejante, en el que me convertía en un ser inaccesible. Hacía tiempo que no me marchaba sola y la perspectiva me atraía. Ansiaba sobre todo poder practicar, por fin, el montañismo nipón bajo la nieve.

Bajé del tren a una hora y media de Tokio: era un pueblo situado en el fondo de un valle desde el cual empezaba la ascensión al poco conocido Kumotori Yama. Una montaña de menos de dos mil metros, lo cual, para una primera excursión en solitario por la nieve, me había parecido razonable. Sobre el mapa, el paseo se me había antojado muy accesible y prometía inmejorables vistas sobre el monte Fuji, al que ya consideraba un amigo.

El otro criterio de elección fue su nombre: Kumotori Yama, que significa "la montaña de la nube y del pájaro". De entrada, un topónimo de estas características contenía una estampa que soñaba con explorar. Y más teniendo en cuenta que la promiscuidad de la vida de Tokio generaba fantasías eremíticas para las que la altitud constituía la mejor válvula de escape.

Nunca se destacará lo suficiente hasta qué punto Japón es un país montañoso. Por eso dos tercios del territorio están prácticamente deshabitados. En Europa, las montañas son lugares muy frecuentados, a veces la antesala de fiestas mundanas proporcionadas por la presencia de innumerables y esnobs estaciones de esquí. En Japón, hay muy pocas estaciones de esquí y ninguna población sedentaria habita la montaña, convertida en reino de la muerte y de las brujas. Esa es la razón por la cual el Imperio sigue siendo un salvajismo al que los testimonios no hacen bastante justicia.

Yo misma tenía que superar mi miedo al aventurarme sin escolta. Cuando era pequeña, mi bienamada aya nipona me contaba historias de Yamamba, la más malvada de las onibaba (brujas), la que reinaba en las montañas, donde atrapaba a los paseantes solitarios para convertirlos en sopa -la sopa de los paseantes solitarios, potaje rousseauniano donde los haya, atormentó tanto mi imaginario que estoy segura de conocer su sabor.

Sobre el mapa, había localizado un refugio no demasiado alejado de la cima donde tenía previsto pasar la noche, siempre y cuando Yamamba no me echara antes en su caldero.

Abandoné el pueblo en dirección al vacío. El sendero ascendía afablemente por la nieve, y enseguida constaté, con una estúpida alegría de sultán, que estaba virgen. Aquel sábado por la mañana, nadie me había precedido en aquel repecho. Hasta los dos mil metros de altura, el paseo fue una delicia.

El bosque de coníferas y árboles frondosos se detuvo bruscamente para señalarme la presencia de un cielo cargado de advertencias a las que yo no atendí. Ante mí se desplegaba uno de los paisajes más hermosos del mundo: sobre una larga ladera en forma de falda acampanada, un bosque de bambús bajo la nieve. El silencio me devolvió, intacto, mi grito de éxtasis.

Siempre he sentido un desaforado amor por el bambú, esa criatura híbrida que los japoneses no clasifican ni como árbol no como planta y que combina una delicada flexibilidad con la elegancia de su abundancia. En mis recuerdos, sin embargo, el bambú jamás había alcanzado el singular esplendor de aquel bosque nevado.Pese a su finura, cada silueta presentaba su propia carga de nieve y su cabellera almidonada de blancura, a la manera de jovencitas convocadas prematuramente para realizar alguna misión sagrada.

Crucé el bosque como quien recorre otro mundo. La exaltación había sustituido el sentimiento de duración, ignoro durante cuánto tiempo me vi absorbida por el ascenso de aquella ladera.

Al llegar, divisé, trescientos metros más arriba, la cima del Kumotori Yama. Me pareció muy cercano, menos, sin embargo, que la pesada nube de nieve que se extendía por su flanco izquierdo. Para acabar de justificar su nombre, sólo faltaba un pájaro: yo iba a convertirme en ese ser volátil y despreocupado del peligro. Caminé a vuelo rápido hacia aquella cima demasiado accesible, pensando que mil novecientos metros de altura eran buenos para los blandengues y que yo jamás caería tan bajo.

Apenas hube llegado a la cumbre cuando, reconociendo mi naturaleza aviaria, la nube me alcanzó para cumplir con el destino etimológico de la montaña. El nubarrón llevaba la tormenta en su seno y, de repente, no se vio más que un torbellino de copos de nieve. Maravillada, me senté en el suelo para presenciar el espectáculo. Había subido a toda velocidad, me moría de calor y resultaba exquisito ofrecer mi cabeza desnuda a aquel gélido maná. Nunca había visto nevar con tanta fuerza: el estallido era tan intenso y sostenido que resultaba difícil mantener los ojos abiertos. "Si quieres conocer el secreto de la nieve, es ahora cuando tienes que observar: estás en el corazón de la fábrica y del cañón al mismo tiempo". El espionaje industrial no fue posible: nada es tan misterioso como lo que ocurre delante de uno.

No sé si la nube se había encariñado conmigo o con la cima: ya no se movió de allí. De repente me di cuenta de que tenía la cabellera tan blanca como la helada barba que decoraba mi barbilla: debía de parecer un anciano eremita.

"Me resguardaré en el refugio", pensé, y casi inmediatamente caí en la cuenta de que no había visto ningún refugio. Sin embargo, el mapa indicaba su existencia, ligeramente más abajo. Era del año anterior: ¿habría destruido Yamamba aquella cabaña desde entonces? Enseguida inicié su búsqueda. La tormenta de nieve se había intensificado hasta cubrir el macizo entero: no conseguí salir de la nube. Descendí en espiral alrededor de la cima, para estar segura de no equivocarme de objetivo. A duras penas lograba ver la punta de mis manos tendidas hacia delante. Aquel sonambulismo estando despierto no se acababa nunca.

Mis dedos tropezarpn con algo duro: el refugio. "¡Salvada!", grité. Avanzando a tientas alrededor de la casita encontré una puerta y me precipité en su interior.

No había nada ni nadie. El suelo, las paredes y el techo eran de madera. En el suelo, una vieja manta debajo de la cual se escondía un kotatsu: mis ojos se abrieron de par en par ante la visión de semejante lujo y grité de alegría y de estupefacción al descubrir que aquella estufa estaba encendida. Bizancio.

El kotatsu representa más un modo de vida que la calefacción: en las casas tradicionales, un boquete cuadrado ocupa un amplio rincón de la estancia y el centro de dicho hueco alberga una estufa metálica. Te sientas en el suelo, con las piernas colgando en esa piscina llena de calor y, con una inmensa manta, te proteges del baño de aire tórrido.

He conocido japoneses que maldecían el kotatsu: "Te pasas todo el invierno encarcelado debajo de esa pelliza, eres cautivo de ese hueco y de la presencia de los demás, estás obligado a padecer la ineptitud de las chocheces de los ancianos".

Yo tenía un kotatsu para mí sola, ¿sola? ¿Quién se ocupaba de aquella estufa?

"Mientras el guardia no esté, aprovecha para desvestirte", pensé. Me quité la ropa empapada de sudor y de nieve y, como buenamente pude, la tendí a mi alrededor con la finalidad de que se secara. En mi mochila llevaba un pijama que me puse mientras me burlaba de mí misma: "Un pijama, ¿y por qué no un vestido de noche, ya puestos? Habría estado bastante más inspirada si me hubiera traído una muda". Cómodamente instalada debajo del kotatsu, me comí las provisiones escuchando el bramido de la tormenta exterior: mi situación me llenaba de júbilo.

Estaba impaciente por que volviera el dueño o la dueña del lugar: sin duda, él o ella debía de pasar por allí cada día para abastecer de combustible la estufa. Imaginaba la conversación que podía mantener con esa persona, a la fuerza extraordinaria.

Brusca constatación: pipí. Tendría que haberlo pensado antes. Lo más cómodo era la montaña. Salir en pijama en plena tempestad equivalía a perder mi última ropa seca, y tampoco iba a volver a ponerme la empapada. No había demasiadas alternativas: me quité el pijama, respiré hondo y corrí hacia fuera como quien se lanza al vacío. Descalza en la nieve, acuclillada en cueros, procedí con una mezcla de horror y de éstasis. La oscuridad era absoluta y no se veía la blancura de los remolinos de nieve, sólo se percibía a través de otros sentidos: aquello tenía un tacto y un gusto blancos, aquello olía a blanco, aquello sonaba a blanco. Ebria de dolor, regresé al refugio y me sumergí debajo del kotatsu, aliviada de que el guarda no me hubiera sorprendido en esa postura. Cuando la estufa consiguió secar mi piel, volvía a ponerme el pijama.

Me acosté debajo de la manta e intenté conciliar el sueño. Poco a poco, me di cuenta de que como consecuencia de la excursión gímnica al exterior, me resultaba imposible entrar en calor. Por más que me enrollé dentro de la manta y me acerqué cuanto pude a la estufa, seguía tiritando. La dentellada de la tormenta me había penetrado tan profundamente que no conseguía expulsar de mi cuerpo sus gélidos colmillos.

Acabé cometiendo una locura, pero no tenía otra elección: entre la quemadura de segundo o tercer grado o la muerte, elegí la quemadura. Me enrosqué alrededor de la estufa, directamente del metal encendido, con un pijama y los faldones de la manta como única protección. Fue entonces cuando constaté la gravedad del problema: no sentía absolutamente nada. Mi piel no tenía ninguna percepción de lo que debería haberla abrasado.

Sin embargo, con la punta de los dedos podía comprobar el buen funcionamiento de la combustión: sólo mis falanges disponían aún de terminaciones nerviosas. Era un cadáver que vivía únicamente en el extremo de sus falanges y en su cerebro, el cual había activado una inoperante señal de alarma.

¡Si por lo menos hubiera podido estremecerme! Mi cuerpo estaba tan muerto que se negaba a sí mismo ese saludable reflejo. Seguía siendo de plomo helado. Por fortuna, sufría: llegué a bendecir aquel dolor, que constituía la última prueba de mi pertenencia al mundo de los vivos. Aquel martirio resultaba sospechoso, ya que había invertido las sensaciones: la estufa me quemaba de frío. Pero era mejor eso que el terrible e inminente momento en el que ya no sentiría nada.

¡Y pensar que había temido acabar en el caldero de Yamamba! Mi aya de entonces había subestimado la crueldad de la bruja de la montaña. No convertía a los paseantes solitarios en sopa sino en congelados -quizá pensando en una sopa futura-. Aquel pensamiento me hizo reír y esa reacción nerviosa provocó que las otras resucitaran: el escalofrío. Mi cuerpo se puso a temblar como una máquina.

No por ello disminuyó el suplicio: saber que sobreviviría hizo que la noche fuera más larga, que durara diez años. Envejecí un siglo: agarrada a la estufa, cuyas quemaduras no sentía, pasé intermiables horas escuchando. Primero escuchando la tormenta de nieve que se encarnizó largamente sobre la montaña y dejó, después de marcharse, un silencio de un inquietante espesor.

Luego, escuchando, con la esperanza más animal del mundo, el advenimiento de ese milagro conocido con el nombre de mañana: ¡cuánto tardó en llegar!

Tuve tiempo de prestar el siguiente juramento interior: "Cada vez que se te dé la oportunidad de dormir en una cama, por humilde que sea, ¡bendícela y llora de alegría!. Hasta hoy nunca he cometido perjurio a aquella palabra dada.

Mientras esperaba las primicias del alba, me pareció escuchar unos pasos en el refugio: no tuve valor para asomar la nariz fuera del kotatsu, nunca pude comprobar si los ruidos provenían de mi imaginación electizada por el frío o de una presencia real. Mi miedo era tan intenso que temblé con más violencia todavía.

Resulta muy improbable que fuera un animal, sus pasos producían un sonido humano. Si había alguien allí, debía de estar contemplando mi ropa esparcida y sabía que estaba debajo del kotatsu. Yo podría haber dicho algo para indicar que no dormía, pero no encontré las palabras adecuadas: el espanto me enviscaba las facultades.

El ruido se desvaneció, suponiendo que hubiera existido alguna vez. De repente, reteniendo la respiración, escuché en el exterior ese ahondamiento del silencio, el sagrado aliento del universo que precede a la aurora.

Sin la sombra de una duda, salté del kotatsu: no había nadie, ni rastro de nadie. Me esperaba una desagradable sorpresa: mi ropa tendida se había helado. Lo cual da fe de la temperatura que reinaba en el interior del refugio. Hundí los pies en las perneras del pantalón como quien se abre camino sobre el hielo. El peor momento fue el contacto de mi espalda con la camiseta escarchada. Afortunadamente, no tenía tiempo para analizar aquellas sensaciones. Marcharse era una cuestión de vida o muerte: tenía que expulsar aquel frío que no dejaba de devorarme hasta lo más profundo.

Nunca podré expresar el impacto que experimenté al abrir la puerta: era arrancar tu propia tumba para desembocar en el misterio. Durante unos momentos, permanecí estática ante aquel mundo desconocido: la tormenta, que me lo había escondido la víspera, lo había enterrado bajo metros de nueva blancura. Mi oreja no se había confundido: el alba balbuceaba el día. Ni una pizca de viento, ningún grito de pájaro de presa, únicamente el silencio glaciar. Ni rastro de pasos en la nieve: suponiendo que existiera, mi visitante nocturno sólo podía ser Yamamba, llegada para comprobar si su trampa para paseantes solitarios había funcionado y evaluar, a través de la ropa tendida, la naturaleza de su presa. Estaba en deuda con ella: no habría sobrevivido sin el kotatsu. Pero si quería seguir sobreviviendo, no podía entretenerme: las cinco y diez de la mañana.

A toda velocidad, me inserté en el paisaje. ¡Qué maravilloso resultaba correr! El espacio, suprema liberación. Ni un tormento que se resista al propio desparramamiento del universo. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría que el mundo fuera tan grande? La lengua no engaña: largarse rima con salvarse. Si te estás muriendo, lárgate. Si estás sufriendo, muévete. No existe más ley que la del movimiento.

La noche me había encarcelado en los dominios de Yamamba, al devolverme la geografía, la luz del día me liberaba. Me sentía exultante: no, Yamamba, no tengo alma de sopa, soy un ser vivo y lo demuestro, me largo, nunca sabrás lo indigesta que puedo resultar. Mi insomnio ha sido blanco como la nieve de los alrededores, pero tengo la increíble energía de los supervivientes y corro por la montaña demasiado hermosa para permitirme morir aquí. Cada vez que llego a la cima de una ladera, descubro un mundo magnífico y tan virgen que casi da miedo.

Miedo, sí. Siempre debería haber reconocido un paisaje visto la víspera. Nada de eso. ¿Tanto ha metamorfoseado el universo la tormenta de nieve? Cojo el mapa y marco la referencia de orientación: el monte Fuji. Está muy lejos de aquí, pero cuando lo vea significará que voy en la dirección correcta. Mientras tanto, por fin he encontrado el lugar nipón desde el cual no se ve el monte Fuji: es aquí donde estoy. Corramos hacia otra parte.

Me pierdo. Extraviarme me embriaga, así que corro todavía más deprisa. Yamamba, te la he pegado, ningún ser humano ha venido aquí donde estoy. Fanfarroneo para disimular mi terror. Esta noche me he librado de la muerte, y ahí está, persiguiéndome. Estaba escrito que abandonaría este mundo a los veintidós años en las montañas japonesas. ¿Encontrarán mi cadáver?

No quiero palmarla, corro. ¿Cómo se puede correr tanto? Las diez de la mañana. El cielo es la máxima expresión del color azul, sin la sombra de una nube. Es un día hermoso para no morir. Zaratustra salvará el pellejo. Mis piernas son tan largas que devorarán las cimas una tras otra, no podéis imaginar cuánto apetito tienen.

Pero corro y no encuentro nada. Cada vez que llego a lo alto de una ladera, ruego para que se vea el monte Fuji, lo llamo como se llama al mejor amigo, acuérdate, hermano, me acosté junto a tu cráter, grité para saludar la salida del sol, soy uno de los tuyos, te lo suplico, reconócelo, reconóceme, formo parte de los tuyos, espérame en la cima de esa ladera, renegaré de todos los dioses para creer sólo en ti, estate allí, estoy perdida, sólo tienes que aparecer y estoy salvada, llego a la cumbre, no estás.

Mi energía se ha convertido en la energía de la desesperación, sigo corriendo. Se acerca el mediodía. Pronto llevaré siete horas perdida y agravando mi situación. Mi máquina carbura sin sentido, llegará la noche y me ahogará en su nieve oscura. Es el fin de mi carrera sobre esta tierra. Me niego a creerlo. Zaratustra no puede morir, sería lo nunca visto.

Nueva ladera. Ya no me quedan esperanzas pero sigo subiendo. No tengo nada que perder, ya estoy perdida. Mis piernas trepan sin la energía de tener hambre. Cada paso se paga muy caro. Allí está la línea de la cima, una nueva contrariedad, sin duda. Corro los últimos metros.

Allí está el monte Fuji, delante de mí. Me desplomo de rodillas. Nadie sabe lo grande que es. He encontrado el lugar desde el que se lo ve entero. Grito, lloro, ¡eres inmenso, tú que me anuncias la vida! ¡Qué hermoso eres!

El saludo me fulmina súbitamente las entrañas, me quito los pantalones y procedo a vaciarme. Monte Fuji, aquí te dejo un testimonio imperecedero que te demuestra que no tienes que vértelas con una indiferente. Río de felicidad.

Las doce en punto. Miro la línea de cresta, sólo tengo que seguirla, mis ojos calculan seis horas de marcha hasta el valle. No es nada cuando uno sabe que va a vivir.

Corro a lo largo de la cima. Durante seis horas de soly y de azul del cielo, voy a tener al monte Fuji para mí sola. Esas seis horas no bastarán para contener mi éxtasis. La exaltación actúa en mí como un combustible: no hay otro mejor. Nunca Zaratustra había corrido tan deprisa y con tanta embriaguez. Tuteo al Fuji, bailo sobre la cumbre. Resulta sublime, quisiera que no terminara nunca.

Esas seis horas son las más hermosas de mi vida. Mi alegría es una marcha. Ahora sé por qué una música triunfal se denomina marcha. El monte Fuji llena el cielo, hay para todos, pero lo tengo entero para mí solita, los ausentes siempre se equivocan. Nadie como yo sabe lo grandioso y soberbio que es el Fuji, lo que no le impide ser el más agradable de los compañeros de ruta. Es mi mejor amigo. Zaratustra no se codea con cualquiera.

Allí está el valle y el alba. El regreso se ha desarrollado demasiado deprisa, a mi pesar. Me inclino ante mi mejor amigo y salto al valle, desde el que ya deja de ser visible. Ya lo echo de menos. Corro cuesta abajo a la velocidad de la luz declinante. Nunca más encontré paisajes como los de la víspera. Debía de estar realmente perdida. Llego al pueblo al mismo tiempo que la oscuridad.
Amélie NOTHOMB, Ni de Eva ni de Adán, Barcelona, Anagrama, 2008, págs. 120-132.