-Bien, Señor Tach, ¿cómo se explica usted el éxito extraordinario de sus obras en todo el mundo?Y podría seguir, como me ocurrió en el último post. Uno no sabe cuánto más le gustaría seguir copiando para un post, cuando entra en un libro de Amélie Nothomb. Es brillante, es profunda, a ratos, es divertida, siempre, es oscura y al mismo tiempo resplandeciente. Y es autorreferencial. Apenas si he leído un libro suyo en el que no hable de sí misma. Claro que, ¿a qué escritor no le pasa eso, más o menos? Pero en el caso de la Nothomb resulta ostensible. No es que ella sea este horrible Prétextat Tach, premio Nobel de Literatura, obeso hasta la invalidez, glotón asqueroso, moralmente depravado, ególatra y autodestructivo a la vez, dotado, según él mismo afirma en esta obra, con una sola virtud: la capacidad de amar, pero hasta extremos grotescos, horribles, delictivos y absurdos. No. Nothomb no es Tach, pero sí que respira a través de Tach. Respira cuando el protagonista habla de literatura, como lo hace en el párrafo transcrito. Y también cuando habla de sí mismo, de su proceso de autodestrucción a través de la comida (Nothomb fue anoréxica en su adolescencia, y Tach es un glotón desde su preciso paso a esta edad).
-No me lo explico.
-Vamos, seguro que habrá tenido tiempo de pensar en ello e imaginar las respuestas.
-No.
-¿No? ¿Ha vendido millones de ejemplares en China, y eso no le ha hecho reflexionar?
-Cada día, las fábricas de armamento venden miles de misiles en todo el mundo, y eso tampoco les hace reflexionar.
-Eso no tiene nada que ver.
-¿Usted cree? El paralelismo, sin embargo, salta a la vista. Esa acumulación, por ejemplo: se habla de carrera armamentística, también debería hablarse de "carrera literaria". Es un argumento de peso como cualquier otro: cada pueblo enarbola su escritor o sus escritores como si fueran cañones. Tarde o temprano me enarbolarán, a mí también, y le sacarán brillo a mi premio Nobel.
-Si lo cree así, estoy de acuerdo. Pero, gracias a Dios, la literatura resulta menos nociva.
-No la mía. La mía es más nociva que la guerra.
-¿No se estará adulando a sí mismo?
-Alguien tiene que hacerlo, ya que soy el único lector capaz de comprenderme. Sí, mis libros son más nocivos que una guerra, ya que dan ganas de morir, mientras que la guerra, ella, da ganas de vivir. Después de leerme, la gente debería suicidarse.
-¿Y cómo se explica que no lo haga?
-Esto, en cambio, lo explico muy fácilmente: se debe a que nadie me lee. En el fondo, puede que ésta sea la razón de mi extraordinario éxito: si soy famoso, querido, es porque nadie me lee.
-¡Menuda paradoja!
-Al contrario: si esos infelices hubieran intentado leerme, me habrían tomado ojeriza y, para vengarse del esfuerzo que les habría infligido, me habrían condenado a las mazmorras. Mientras que, al no leerme, les parezco relajante y, en consecuencia, simpático y digno de éxito.
-He aquí un razonamiento extraordinario.
-Pero irrefutable. Mire, tomemos a Homero: nunca ha sido tan famoso como ahora. Sin embargo, ¿conoce a muchos lectores que de verdad hayan leído La Ilíada y la auténtica Odisea? Un puñado de filólogos calvos, nada más, porque no irá usted a considerar lectores a los raros estudiantes dormidos que aún balbucean a Homero sobre los bancos del instituto pensando exclusivamente en Dépêche Mode o en el sida. Y, precisamente por eso, Homero es la referencia.
-Suponiendo que eso sea cierto, ¿le parece una buena razón? ¿No le parece más bien penoso?
-Excelente, insisto. ¿Acaso no resulta reconfortante, para un auténtico, un puro, un gran, un genial escritor como yo, saber que nadie le lee? ¿Que nadie ensucia, con su grosera mirada, las maravillas que he dado a luz desde lo más recóndito de mi ser y de mi soledad?
-Para evitar esa mirada grosera, ¿no habría sido más sencillo no editar nada en absoluto?
-Demasiado fácil. No, mire usted, la cima del refinamiento es vender millones de ejemplares y no ser leído.
-Sin contar el dinero que habrá ganado.
-Es cierto. Me gusta mucho el dinero.
-¿A usted le gusta el dinero?
-Sí. Resulta fascinante. Nunca le he encontrado utilidad alguna, pero me encanta mirarlo. Una moneda de cinco francos es hermosa como una margarita.
-Nunca se me habría ocurrido semejante comparación.
-Normal, usted no es premio Nobel de Literatura.
-En el fondo, ese premio Nobel, ¿mo le parece que desmonta su teoría? ¿Tendrá que admitir que, por lo menos, ej jurado del Nobel sí le ha leído?
-Nada es menos seguro. Pero, en el supuesto de que los miembros del jurado me hubieran leído, crea usted que eso no cambia en nada mi teoría. Hay muchas personas que llevan la sofisticación hasta el extremo de leer sin leer. Como hombres-rana, atraviesan los libros sin mojarse lo más mínimo.
-Sí, ya habló de eso en una entrevista anterior.
-Son los lectores-rana. Constituyen la inmensa mayoría de los lectores humanos y, sin embargo, no descubrí su existencia hasta muy tarde. Soy tan ingenuo. Creía que todo el mundo leía como yo; yo leo igual que como: no significa únicamente que lo necesito, significa sobre todo que entra dentro de mis cálculos y que los modifica. Uno no es el mismo si ha comido morcilla que si ha comido caviar; uno tampoco es el mismo si acaba de leer a Kant (Dios me preserve de hacerlo) o a Queneau. Por supuesto, cuando digo "uno" debería decir "yo y algunos más", ya que la mayoría de la gente emerge de Proust o de Simenon sin inmutarse, sin haber perdido ni un ápice de lo que eran antes y sin haber adquirido un ápice de más. Han leído, eso es todo: en el mejor de los casos, saben "de qué se trata". No crea que exagero. Cuántas veces he preguntado a personas inteligentes: "¿Ese libro le ha cambiado?" Y me miraban con los ojos muy abiertos y con aspecto de decir: "¿Por qué quiere usted que cambie?".
-Permítame que me sorprenda, señor Tach: acaba de hablar como un defensor de los libros con mensaje, lo que no parece propio de usted.
-No es usted muy listo, ¿no es cierto? ¿De verdad cree que son los libros con "mensaje" los que pueden cambiar a un individuo? Pero si son precisamente los que menos lo cambian. No, los libros que marcan y metamorfosean son los otros, los libros de placer, los libros de genio y, sobre todo, los libros de belleza. Tomemos, por ejemplo, un gran libro de belleza: Viaje al final de la noche. ¿Cómo continuar siendo el mismo después de haberlo leído? Pues bien, la mayoría de los lectores logran superar esa proeza sin dificultad. Después, le dicen a uno: "Ah, sí Céline, es estupendo", y regresan a sus asuntos. Evidentemente, Céline es un caso extremo, pero podría hablar de otros. Uno nunca es el mismo después de leer un libro, aunque sea del modesto Léo Malet; un Léo Malet le cambia a uno. Después de leer a Léo Malet, uno ya no mira a las chicas con impermeable como las miraba antes. ¡Ah, pero no crea, es muy importante! Modificar la mirada: ésta es nuestra gran obra.
Amélie NOTHOMB, La Higiene del Asesino, Barcelona, Circe, 1996-2002, págs. 54-57.
Esta es la primera novela publicada por la autora, hace ya trece años. Es brillante, y aunque resulte obvio, es inmadura. Esta alegoría de su vocación literaria y de su vida tiene un final que, a mi sentido del gusto de lector, le sabe un poco a plástico. Algo parecido me sucedió al leer Acido Sulfúrico, y algo debí decir en el post correspondiente.
He leído ya casi todo lo que esta escritora ha publicado. No me falta más que un título o dos (que recuerde, La Metafísica de los Tubos). Supongo que ya me estoy formando una impresión de conjunto de su obra. Y esa impresión es que el arte actual está en una condición tal que los artistas acaban siempre mirándose el ombligo. ¿Habremos perdido la capacidad de contar la vida de la gente? ¿Sólo podemos escribir bien, o hacer buen cine, o musicar, sobre cosas que sólo interesan a los artistas?
No lo sé.