miércoles, 25 de febrero de 2009

AMELIE NOTHOMB, "GOUTTE À GOUTTE" (4)


Jamás era el país en el que vivía. Era un país sin retorno. No me gustaba. Japón era mi país, el que yo había elegido, pero él no me había elegido a mí. Jamás me había designado: era súbdito del estado de jamás.

Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objeto de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas saben a los sesenta y tres años.

De todo esto no habría que deducir que los habitantes de jamás son tristes. Al contrario, no existe un pueblo más alegre. Las más minúsculas migajas de gracia sumergen a los jamasianos en un estado de embriaguez. Su propensión a reir, a disfrutar, a gozar y a maravillarse no tiene parangón en este planeta. La muerte les acecha con tanta fuerza que tienen por la vida un delirante apetito.

Su himno nacional es una marcha fúnebre, su marcha fúnebre es un himno a la alegría; es una rapsodia tan frenética que la simple lectura de la partitura hace estremecer. Y, sin embargo, los jamasianos tocan todas sus notas.

El símbolo que adorna su blasón es el beleño.

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Aquél fue mi primer comienzo de curso serio. El Liceo Francés de Nueva York no era lo mismo que la Pequeña Escuela Francesa de Pekín. Era un establecimiento esnob, reaccionario, displicente. Altivos profesores nos explicaban que debíamos comportarnos como una élite.

Semejantes sandeces me dejaban indiferente. La clase rebosaba de niños a los que miraba con curiosidad. Había una mayoría de franceses pero también americanos, ya que, para los neoyorquinos, matricular a su progenitura en el Liceo Francés era el colmo de la sofisticación.

No había belgas. He observado este mismo fenómeno en el mundo entero: siempre era la única belga de la clase, lo que me valió ser el blanco de torrentes de burlas de las que yo misma era la primera en reírme.

En aquel tiempo mi cerebro funcionaba demasiado bien. Era tan consciente de mi exactitud, que me bastaba menos de un segundo para multiplicar números irracionales, cuyos decimales contaba con aburrimiento. La gramática me salía por los poros, la ignorancia era para mí como hablar en chino, el atlas era mi carnet de identidad, las lenguas me habían elegido como torre de Babel.

Hubiera (sic) resultado odiosa si al mismo tiempo no me hubiera importado un bledo.

Los profesores se extasiaban y me preguntaban:

-¿Seguro que es usted belga?

Se lo garantizaba. Sí, mi madre también era belga. Sí, mis antepasados también lo eran.

Perplejidad de los profesores franceses.

Los niños me observaban con suspicacia, con cara de decir: "Aquí hay gato encerrado".

Las niñas me echaban miradas cariñosas. El monstruoso elitismo del Liceo influía sobre ellas y me declaraban sin tapujos: "Eres la mejor: ¿Quieres ser mi amiga?" Era para desanimarse. Semejantes modales hubieran (sic) resultado inconcebibles en Pekín, donde los únicos méritos estaban relacionados con la guerra. Pero no podía negarme: los corazones de las niñas no se rechazan.

A veces, una súbdita de Costa de Marfil, un yugoslavo o un yemenita pasaban por allí. Me impresionaban esas nacionalidades tan accidentales como la mía. A los americanos y a los franceses siempre les parecía increíble que uno no fuera americano o francés.

Llegada dos semanas después del comienzo de curso, una pequeña francesa me quiso mucho. Se llamaba Marie.

Un día, en un arrebato de pasión, le confié la terrible verdad:

-¿Sabes? Soy belga.

Marie me dio entonces una hermosa prueba de amor; con una voz contenida, declaró:

-No se lo contaré a nadie.


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Una noche, tuve una revelación. Desplomada en el sofá estaba leyendo un cuento de Colette titulado "La cera verde". Aquella historia no venía a contar nada concreto: una joven muchacha lacraba unas cartas. Sin embargo, aquel relato me cautivaba sin que pudiera explicarme por qué. A la vuelta de una frase que no aportaba demasiadas informaciones suplementarias, se produjo un fenómeno increíble: un influjo recorrió mi columna vertebral, mi piel se estremeció, y pese a la temperatura ambiental de treinta y ocho grados, se me puso la carne de gallina.

Estupefacta, releí el fragmento que había provocado aquella reacción, intentando descubrir su origen. Pero allí sólo se hablaba de cera en fusión, de su textura, de su olor: o sea de nada. ¿Entonces por qué aquella emoción espectacular?

Acabé por averiguarlo. Aquella frase era hermosa: lo que había ocurrido era la belleza.

Por supuesto que me recordaba los discursos de los profesores: "Analizad el estilo de este escritor", "Este poema está muy bien escrito, por ejemplo la vocal tal aparece cuatro veces en el verso", etc. Semejantes disecciones resultan tan pesadas como un enamorado detallando a un tercero los encantos de su bienamada. No es que la belleza literaria no exista: sólo que es una experiencia tan incomunicable como los encantos de la Dulcinea para quien no era sensible a los mismos. Hay que apasionarse uno mismo o resignarse a no entender nunca nada.

Para mí, aquel descubrimiento equivalía a una revolución copernicana. La lectura constituía, junto con el alcohol, la parte esencial de mis días: en adelante, sería la búsqueda de esa insoluble belleza.
Podría seguir copiando fragmentos sin fin de esta Biografía del Hambre. No voy a intentar emular a los deplorables críticos cuyos vagidos estropean la contraportada del libro. Sólo diré que he disfrutado intensamente cada línea de este libro.