martes, 16 de junio de 2009

TODO ME PASA EN LA CALLE PEREGRINA...

Es oficial: últimamente todo lo que me ocurre, me ocurre en la calle Peregrina...

Hace unos días contaba una historia mínima sobre dos borrachos y un bar. Los borrachos circulaban por esa calle, el bar estaba en esa calle.

Hoy me abordó alguien en la calle.

Fue en la calle Peregrina, mientras me daba mi primer paseo matinal, antes de entrar a trabajar.

Siempre ando quejándome de lo deshumanizada que está la vida en las calles de esta ciudad. La gente se cruza la una con la otra, y nunca se traba ni siquiera un conato de relación entre ellos. Sólo se saludan los que ya se conocen de otro sitio, porque o bien son familia, o son amigos del instituto, o son o han sido compañeros en algún centro de trabajo, o se han conocido en un "asadero", que es como se llama por aquí a las parrilladas o barbacoas que es costumbre organizar cada vez que se quiere reunir a un número importante de conocidos para darse una buena juerga.

Admitamos que soy un asocial. Hace mil años, por lo menos, que no participo en ninguno de esos "asaderos". Ni que decir tiene, en mi vida se me ha pasado por la cabeza organizar uno. En consecuencia, supongo, soy el habitante de esta ciudad con menos derecho a quejarse por la deshumanización de su vida callejera. Soy el más inhumano de los habitantes de Las Palmas.

Y, aún así, no puedo por menos de sorprenderme, de extrañarme, de espeluznarme incluso, de las cosas que llegan a sucederle al viandante solitario. Si andas solo por la calle, te expones a toda clase de vejaciones. Señoras sin educación y con pretensiones imperialistas consideran apropiado dirigir sus pasos en tu trayectoria y chocar contigo, incluso si la acera es ancha y no está atestada de gente. La maligna intención oculta tras este comportamiento absurdo es conseguir que te apartes de lo que ellas han decidido que es su trayectoria. Es sumamente habitual para el viandante solitario chocar, incomprensiblemente, con el bolso de una señora de digno porte que se dirige contra tu humilde corporeidad mirando absorta el interior de algún escaparate. Ni que decir tiene, estas señoras-panzer no piden perdón, ni siquiera como puro formulismo.

Otras veces, el incidente adquiere tintes peligrosos. Doblar una esquina puede resultar peligrosísimo. En una ocasión un sujeto estrambótico se materializó a la vuelta de una de esas esquinas. Iba avanzando con la cabeza vuelta hacia algún punto del piso segundo del inmueble de enfrente, y abría sus piernas y sus brazos al caminar como si se tratara de las aspas de un molino. Una de sus manos se proyectó a meteórica velocidad... ¡contra mi entrepierna! Me llevé un golpe ciertamente desagradable en mis partes nobles. El sujeto masculló un "perdón" pronunciado en un tono no más grave que si estuviera pidiendo paso, y siguió su compleja trayectoria con movimientos de traslación y rotación. Lo llamé, aguantando el dolor de mis bajos, y se volvió a mirarme, con el miedo pintado en la cara.

- Acércate un momento - solicité.
- ¿Por qué? ¡Ya pedí perdón! - respondió con voz de pito, agudizada por el miedo; evidentemente, pensaba que quería aflojarle un guantazo, y ganas no me faltaban, la verdad.
- Porque quiero decirte una cosa y no quiero decírtela a gritos - ni a hostias, quizá hubiera debido aclarar.
- ¡Ya pedí perdón!
- ¿Y tú te crees que eso te da derecho a ir haciendo el chulito por ahí?

El hombre-molino no encontró nada sarcástico que responder y, volviendo la cara, salió a escape del lugar en que había conseguido situarle por unos breves instantes. ¿Que qué lugar? La dichosa calle Peregrina.

Y, por fin, el asunto de hoy: sentada en una terraza, a primera hora de la mañana, había una mujer. Me inspiró curiosidad. Yo es que soy muy curioso, ¿sabéis? Muy curioso y muy mirón. Me gusta mirar a la gente. Estudio sus expresiones y trato de imaginar a qué obedecen, cómo son sus vidas. Es un vicio, y a veces sale caro.

En este caso, no salió exactamente caro, pero sí raro. La mujer había captado mi mirada, y ello la impulsó como un resorte a una cadena de reacciones que mostraron que no estaba en sus cabales. Me alejaba yo de ella en dirección a la ¡calle Peregrina!, y cuando ya llevaba recorrido un tercio de la longitud de esta calle, comencé a oir que alguien llamaba con estas palabras:

-¡Oye! ¿Eres tú? ¿Quién eres? ¡Quítate las gafas! - Debo aclarar que suelo llevar puestas las gafas de sol mientras es de día, pues la radiación solar es muy alta en Canarias y mis ojos son muy sensibles.

En un principio no reaccioné. De hecho, pensé que aquella voz no me llamaba a mí. Pero su tono y lo que a mis oídos llegaba de las extrañas palabras en que consistía me alertaron. Pronto volví a oir esa voz, y el mensaje llegó esta vez a mis oídos con toda nitidez. ¿Era posible que me estuviera llamando a mí? ¡No! ¡Qué va! ¡A quién se le puede ocurrir decirme semejantes locuras!

Al poco comencé a oir los pasos de alguien que, calzado con unas ligeras sandalias, corría en pos de mí. De nuevo la voz habló: ¡Oye! ¡Detente! ¿Quién eres tú? ¡Espera! Esta vez no había duda de que se dirigía a mí. Antes de que pudiera decidir si huir o enfrentarme a la voz, tenía a su propietaria a mi lado. Era la mujer que había suscitado mi curiosidad unos minutos antes, sentada sola en aquella terraza a una hora tan temprana de la mañana. Me dirigió una mirada extraviada, y con voz suplicante, me repitió su letanía en forma de pregunta:

-¿Quién eres? ¿eres un espíritu? ¡quítate las gafas!

Lo primero que se me ocurrió contestarle fue un "Vete a casa, chiquilla", pero me insistió en que me quitara las gafas de sol, y al final accedí. La miré a los ojos, y entonces fui plenamente consciente de lo perdida que estaba la mente de aquella pobre mujer. Dulcemente, le repetí: "Anda. Vuélvete a tu casa" y seguí mi camino.

Todo esto sucedió en la salida de la calle Peregrina. Qué tendrá esa calle...