sábado, 12 de abril de 2008

EL DOCTOR SANCHIS Y MARGA, LA PUTA FINA (XXXIV)

En el interior del piso que una vez fue el de Marga, León Sanchís estaba de pie, junto a la ventana, viendo caer la lluvia. Había dormido poco. No conciliaba el sueño la noche anterior, así que abrió un libro y se puso a leer hasta las cuatro de la madrugada. Finalmente se fue a la cama, y se entregó a un sueño perturbado por imágenes terroríficas. Robaina venía, en persona, a arrancarle los testículos. La policía venía a detenerle, otra vez, acusándole de la violación de una joven. Sus padres abandonaban sus tumbas para venir a reprocharle su vida desordenada y reprobable. Y Marga, ¡oh, horror! Marga también se aparecía, horrible, cadavérica, pútrida, y se reía de él con una espantosa carcajada que sonaba hueca entre sus huesos, y se le acercaba para envolverle en un nauseabundo abrazo y llevárselo con ella… a la nada. Despertó empapado en sudor, con los ojos desencajados y la boca abierta, preparada para aullar de terror. Saltó de la cama. No quería dormir. No para soñar esas cosas horribles. ¡Nada! ¡Eso había sido su vida! ¡Nada! Y Marga había venido de la tumba para mostrarle su propia inanidad. Había desperdiciado su vida. Podía haber tenido una vida tan feliz… podía haber sido un médico prestigioso, haber salvado vidas, haber ayudado a las mujeres. Podía haberse casado con una mujer de bien, que le habría dado hijos, en los que podría haber cifrado toda su esperanza de perpetuación. Podría haber vivido rodeado de calor y compañía, y sin embargo eligió una vida disoluta en su juventud, y un amor imposible, absurdo, condenado al fracaso en sus años de plenitud vital. Podía haberse reconducido, podía haber tratado de arreglar el desastre de su vida cuando Marga le dejó claro por segunda vez que nada había de hacer con ella, y sin embargo se encerró en sí mismo, abandonando su profesión, entregado a la lectura y a una melancólica molicie, impropia de un hombre de su condición. Podía haber acompañado a Marga en sus días finales, sí, pero para luego afrontar de una vez por todas sus responsabilidades para consigo mismo y para con los demás. No había hecho nada de eso, y ahora los fantasmas de su pasado se le aparecían en sueños para recordarle que su vida había sido un error.

Pero ya no había remedio. Era demasiado viejo. Ahora sólo podía esforzarse por encontrarle un sentido a lo que aparentemente no había tenido sentido alguno… Todo lo que le había dicho a Lidia era verdad, y al mismo tiempo era de algún modo falso. Sí que había entregado su vida por su amor verdadero. La había dado por nada, simplemente porque amaba desesperadamente a una mujer que ni le correspondía ni le convenía. No había hecho nada en su propio beneficio. Todo lo había sacrificado a las demandas de su corazón. Eso no tenía sentido, y al mismo tiempo, él lo sabía, estaba lleno de sentido: de un sentido que sólo tal vez una joven atormentada como Lidia podía apreciar.

La había acompañado en sus días finales. Había tratado de calmar sus dolores, y de hacerle compañía. Ella dejó pronto de hablarle, de modo que se trajo libros de su casa, libros que hablaran de felicidad, de alegría, de niños que jugaban y perritos, libros ingenuos con cuya lectura pudiera calmar el alma atormentada de su amada. Pero antes de todo eso, Marga se confesó con él, como nunca lo había hecho con un sacerdote. Le habló de su juramento de no depender nunca de un hombre, y de cómo lo traicionó de la forma más inconsecuente con Robaina. Le dijo que lo que tenía era la venganza de un mundo del que ella se había reído cínicamente. Su útero, al que había condenado a la sequedad, decidió cobrárselas todas juntas y caer presa del cáncer. Le dijo que lo había destruído, y que no tenía derecho a esperar de él, no ya su amor, sino no siquiera su compasión en aquellos momentos horribles, pero que era una mujer débil, y al mismo tiempo una manipuladora de hombres como lo había sido siempre, y por eso lo llamó, segura de que acudiría. Le dijo que tenía derecho a despreciarla, y a abandonarla. Merecía morir sola. Sanchís no pudo soportar aquellas palabras, y se abrazó, por primera y última vez, a su cuerpo febril y agonizante. Le dijo que siempre la había amado, y que nunca había estado en su mano dejar de amarla. Que daría su vida por salvar la suya, si fuera posible, y que ninguna fuerza de este mundo podría separarle de ella. Que sí, que había arruinado su vida por ella, pero que ese era su destino, amar y no ser correspondido. Que no debía pensar más en todo aquello. Que él iba a estar con ella, y moriría dulcemente. Se lo juraba.

Durante todos aquellos días, León Sanchís no se separó de Marga. Dormía en una mecedora al lado de su cama. No salía de aquél cuarto para nada. Envió a la niña, que dijo llamarse Raimunda, a su casa para traer unas mudas de ropa y determinadas medicinas y preparados que tenía siempre a mano, por si hacían falta. La niña también trajo alimentos y bebida para que tanto el doctor como la enferma pudieran comer y beber, aunque ella empezó pronto a hallarse en tal estado que sólo admitía líquidos, y pronto hubo que administrarle suero. Sanchís conoció al médico de cabecera de Marga, el doctor Cifuentes, un hombre de unos sesenta años, calvo, con gafas, que acudía a visitarla diariamente para controlar su estado. Cifuentes reconoció a Sanchís, y se alegró de que hubiera un colega de permanente guardia al pie de la enferma. Por lo demás, fue lo bastante delicado como para no hacer alusiones incómodas. Pero Sanchís no pudo evitar preguntarle a su colega si Prudencio Robaina costeaba sus atenciones, a lo que su colega contestó que no, que desde que se le declaró la enfermedad el empresario había abandonado a Marga a su suerte, y que él acudía a atenderla por amistad, y porque siempre fue amable y considerada con él en los tiempos en que le iban bien las cosas, en que era una belleza protegida por el hombre más fuerte de la ciudad. El siempre percibió la fragilidad de aquella mujer que se las daba de dura, y sintió desde el principio una gran conmiseración por su situación de mantenida. Había conocido, por supuesto, la historia de los amores desgraciados de León Sanchís, y la había comentado con su esposa, una mujer regordeta y racional, práctica, que procuraba usar el sentido común para todas las cosas. Ella mantenía que Sanchís habría hecho bien en alejarse de Marga, no porque ella fuera una perdida, sino porque nunca podría hacerlo feliz. Pero Cifuentes, que tenía su punto sentimental, habría deseado que León hubiera rescatado a la chica de las garras del depredador Robaina, y se sintió profundamente decepcionado al tiempo que conmovido al saber que el pretendiente frustrado se había retirado de la pelea con el rabo entre las piernas. Ahora lo veía ahí, reclamado cuando ya no había nada más que hacer sino asistir a sus últimos estertores, y su sentimiento de piedad se extendía a aquel hombre derrotado, impotente ante la muerte omnímoda, impotente ante una mujer que lo dominó siempre, incluso ahora, cuando ya casi no era más que una sombra.

Los últimos días de Marga fueron atroces. La morfina casi no le hacía efecto, y se hallaba tan debilitada que comenzó a contraer infecciones. Sanchís sabía que su muerte era cuestión de horas. Raimunda lloraba a moco tendido, al pie de la cama de la enferma. Sanchís se limitaba ya a estar a su lado, tomando su mano para que, en los escasos segundos en que volvía a la consciencia, se sintiese acompañada y cuidada hasta el final. Cuando despertaba, Marga solía gemir de dolor y pronunciaba palabras ininteligibles que salían de unos labios resecos. Entonces Sanchís le daba un suave apretón en su mano, y ella le volvía la mirada. No parecía verle o saber quién era, pero a veces sí, a veces sí parecía reconocerle, y lo miraba desde el fondo de sus ojos, enormes y oscuros por contraste con su tez cenicienta y demacrada. No llegaría al siguiente amanecer, así que Sanchís mandó llamar a Cifuentes. Le preguntó por la familia de Marga, pero çel no sabía nada de ellos, salvo que sus padres habían muerto hacía tiempo, y que sus hermanos se habían dispersado por el país. No había nadie más a quien llamar, salvo Robaina, así que lo llamaron. Sorprendentemente, el empresario acudió a presenciar las últimas horas de la mujer que tanto placer le dio en vida, y a la que había abandonado como a un animal enfermo. Nada más entrar en la habitación, divisó a Sanchís, y por segundos pareció que iba a desalojarlo violentamente de la cama de Marga. Pero éste le mantuvo la mirada, y Robaina comprendió que, probablemente por única y última vez en su vida, el ingenuo doctor le había ganado la mano. Miró al suelo, y se desplazó por la habitación hasta situarse a los pies de la cama. Cifuentes estaba sentado en una silla al lado de la cómoda. Al rato llegó Mindi, que miraba la escena desde la puerta, con un pañuelo en la mano. La noche avanzaba y el amanecer se acercaba. Marga abrió los ojos, y miró a su alrededor. Seguramente estaba viendo por última vez a todas las personas que le habían querido algo en esta vida. Lanzó una mirada circular, seria, terriblemente penetrante, y finalmente posó su mirada de cadáver en León. Con voz casi inaudible, dijo “mi amor”, y expiró.

La lluvia había amainado mucho, y Sanchís necesitaba estirar las piernas. Cogió un viejo anorak con capucha, se lo enfundó, abrió la puerta del piso que en tiempos había sido de Marga, y salió a la calle. En el fondo, a pesar de todas sus dudas, siempre lo había sabido. Ahora estaba seguro.