miércoles, 30 de abril de 2008

EL PROGRESISMO RECUPERA LAS IDEAS CARCAS DE BURKE, DE BONALD Y DE MAISTRE

El siglo XIX presenció varios intentos de conciliar la religión con los imperativos duales de orden y progreso, mediante el instrumento de una nueva generación de religiones seculares, ninguna de las cuales disfrutó de las sanciones estatales con las que contaron brevemente los jacobinos cuando intentaron introducir una utopía en este mundo a través de la matanza en masa.

Algunos de estos credos fueron meramente excéntricos, otros fueron más plausibles; sólo uno llegó hasta los círculos elitistas, otro constituyó el supuesto básico de generaciones enteras. Algunos, como el liberalismo, afortunadamente aún siguen con nosotros, mientras que otros, como el cientifismo y el socialismo marxista, han recibido una paliza, este último recamuflado como Eclecticismo de Izquierdas, mayoritariamente confinado en el mundo occidental hoy día en las universidades, sardónicamente descrito por un importante escéptico como "una especie de cielo para concepciones que se han escapado de sus amarres terrenales".

Las alternativas decimonónicas al cristianismo no eran el supermercado tranquilizador, la telenovela y los deportes espectáculo que tanto preocupan hoy día a arzobispos, moralistas y pesimistas, sino la búsqueda de una religión social actualizada más plausiblemente, sin la que se temía que las sociedades se precipitarían en la anarquía, la barbarie y la inmoralidad. El deseo de un orden de ese género solía surgir en la derecha, pero el contenido procedía cada vez más de la izquierda socialista y liberal. Así que lejos de ser productos aberrantes de la reacción a la Revolución Francesa, las ideas de Burke, De Bonald y De Maistre sibre la religión como garante de la estabilidad social tenían amplio apoyo, y las adoptaban y adaptaban a menudo los que deseaban unir el nuevo credo del Progreso con el mantenimiento del Orden. Las especulaciones utópicas más descabelladas eran a menudo un intento de restaurar la armonía y la estabilidad mientras las réplicas del terremoto de la Revolución Francesa seguían reverberando bajo el suelo de Europa, y la rampante industrialización estaba desbaratando una forma de vida.




La realidad de la anarquía se hizo estremecedoramente notoria entre el 23 y el 26 de junio de 1848 en el este de París. Después del derrocamiento del rey "burgués" Luis Felipe en febrero, los parados parisinos se levantaron contra los propietarios que dominaban la Segunda República (1848-1851) al negarse éstos a aprobar medidas de emergencia para aliviar un paro crónico y generalizado. El vizconde Víctor Hugo, antiguo monárquico ultra que había prosperado con la Monarquía de Julio antes de convertirse en diputado de la Asamblea Nacional republicana, se pasó tres días dirigiendo a las tropas contra los insurrectos; otro poeta, Baudelaire, combatió por el lado miserable de las barricadas. La rebelión de los "blusones", que era el atuendo de los trabajadores, fue reprimida con gran brutalidad. El novelista Gustave Flaubert, que no era un amigo de la democracia, dedicó varias páginas de La Educación Sentimental, un intento de calibrar la atmósfera moral de una época, al baño de sangre que siguió:

"Los guardias nacionales fueron en general crueles. Los que no se habían batido querían señalarse; era el desbordamiento del miedo. Se vengaban al mismo tiempo de los periódicos, de los clubes, de los corrillos, de las doctrinas, de todo lo que exasperaba desde hacía tres meses; y a despecho de la victoria, la igualdad (como para castigo de sus defensores e irrisión de sus enemigos) se manifestaba triunfalmente, una igualdad de brutos, un mismo nivel de sangrientas infamias; porque el fanatismo de los intereses se equiparó con los delirios de la necesidad, la aristocracia experimentó los furores del libertinaje, y el gorro de algodón no se mostró menos repugnante que el gorro encarnado. La razón pública se hallaba perturbada, como después de los grandes cataclismos de la naturaleza. Gentes de talento se volvieron idiotas para toda la vida".

Las fuerzas del general republicano Cavaignac fusilaron sumariamente a mil quinientos insurrectos, y once mil más fueron deportados a Argelia.
MICHAEL BURLEIGH. Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 242 -243.