Es paradójico que el intento más concertado de Robespierre de rematar la descristianización mediante lo que él concebía como el culto revolucionario último y definitivo fuese lo que provocó al final su caída. A Robespierre, que era un deísta estricto, le sobrecogieron las payasadas blasfemas del Culto a la Razón. El culto al Ser Supremo se celebró en los jardines de la Tullerías el 20 de pradial del año II (8 de junio de 1794). Se inició el acto a las ocho de la mañana, en que columnas de hombres, mujeres y jóvenes de las secciones parisinas convergieron allí. Los hombres llevaban ramas de roble con hojas, las mujeres ramos de rosas, y las muchachas cestos de flores.
Era un claro y hermoso día de verano. Robespierre tomó un desayuno ligero mientras contemplaba estas escenas, comentando: "Contemplad la parte más interesante de la humanidad". Al mediodía, él y el resto de la Convención aparecieron en un balcón. La casaca azul oscuro de Robespierre le distinguía de los diputados, que vestían de color azul más claro. Su sermón en dos partes bosquejaba la finalidad de la fiesta: "Oh, pueblo, entreguémonos hoy, bajo sus auspicios, a los justos transportes de una fiesta pura. Mañana volveremos al combate contra el vicio y los tiranos. Daremos al mundo el ejemplo de la virtud republicana". La misión providencial de Francia era "purificar la tierra que ellos han mancillado".
Los artistas de la ópera cantaron un himno de Desorgues en versión de Gossec:
. . . . . . . . . . . . . . . .
[Padre del Universo, inteligencia suprema,
benefactor desconocido de los ciegos mortales,
tú revelas tu ser al agradecimiento
sólo al que eleva tus altares.
Tu templo está en las cumbres de las montañas, en el aire,
en las olas.
No tienes pasado, ni futuro,
y sin ocuparlos, llenas todos los mundos
que no te pueden contener.]
Robespierre tomó una antorcha llameante que le pasó el pintor David y prendió fuego a una estatua de cartón del Ateísmo como respuesta deliberada a los que habían quemado imágenes y vestiduras eclesiásticas en nombre del materialismo. De los restos que se desmoronaron del Ateísmo y de sus confederados Ambición, Egoísmo, Discordia y Falsa Modestia, imágenes colectivamente denominadas "Unica Esperanza Extranjera", emergió una imagen dañada por el humo de la Sabiduría. Robespierre reanudó su sermón:
"Seamos graves y discretos en nuestras deliberaciones, como hombres que determinan los intereses del mundo. Seamos fogosos y tenaces en nuestra cólera contra los tiranos confederados; imperturbables ante el peligro, terribles en la adversidad, modestos y vigilantes en el triunfo. Seamos generosos con los buenos, compasivos con los desdichados, inexorables con los malvados, justos con todos".
Después de los discursos se puso en marcha una procesión que se dirigió a los Champs de Réunion, con soldados de caballería, tambores y artilleros en vanguardia. También estaban representadas las secciones parisinas. La sección Lepeletier, que ostentaba el nombre del pedagogo mártir asesinado, incluía una carroza de niños ciegos, que llevaban en alto un retrato del heroico cerrajero Geffroy que había salvado la vida de Collot d'Herbois. Seguía toda la Convención, el grupo entero unido por una cinta tricolor, y con el presidente Robespierre a la cabeza. Sus enemigos acentuaron malévolamente la impresión de que el espectáculo era algo suyo, quedándose significativamente por detrás de él. Al llegar a los Champs de Réunion, Robespierre precedió a los diputados en la subida a una montaña artificial, con acompañamiento de salvas de artillería, himnos y gritos de "¡Viva la república!". Había nada menos que 2.400 coristas. Los varones empezaron a cantar La Marsellesa, y los espectadores varones también participaron. Las mujeres y las muchachas se hicieron cargo de la segunda estrofa, y todos se unieron para el finale. Las madres alzaban a sus hijos, las muchachas lanzaban al aire los ramos de flores, los muchachos desenvainaban los sables mientras sus padres les bendecían.
Una semana después, Marc Vadier, uno de los adversarios de Robespierre en el Comité de Seguridad General, de menor importancia, entretuvo a la Convención con información secreta de la policía sobre una mística ya de edad, inofensiva, llamada Catherine Théot, que decía que estaba a punto de dar a luz a un ser divino. Los comentarios insidiosos sobre la religión ante una audiencia que incluía a muchos anticlericales declarados tenían una finalidad política clara. Implacablemente opuestos a la tolerancia puramente táctica de Robespierre al catolicismo, sus enemigos intentaban falsificar pruebas de que había tratado de inducir a Catherine Théot a proclamarle Hijo de Dios. En los dias siguientes, Robespierre cometió el error garrafal de mantenerse distante de las estructuras burocráticas en que se apoyaba su poder, aislándose en un calvario solipsista, mientras cavilaba sobre Sócrates, copas de cicuta y cosas por el estilo.
Sobreestimando la importancia de sus apoyos en la Comuna y en el club jacobino, Robespierre habló en la Convención el 8 de termidor. Su discurso fue un largo y tortuoso ejercicio de autojustificación, en el que introdujo la idea de que el gobierno revolucionario tendría que ser permanente, una idea que sus oyentes consideraron preludio de la dictadura personal. Al día siguiente, él y otros cuatro fueron detenidos en la Convención y conducidos a varias cárceles parisinas. Tropas de la Convención desbarataron un torpe intento de liberarles, emprendido por algunas secciones radicales. Robespierre hizo un intento chapucero de suicidarse pegándose un tiro. Sus colegas y él fueron guillotinados al día siguiente, con el paralítico Couthon chillando cuando lo enderezaron para colocarle la cabeza en la guillotina y Robespierre aullando de dolor cuando le arrancaron los vendajes de papel de la mandíbula que se había destrozado de un disparo en su intento de suicidio. El aparato burocrático del terrorismo fue desmantelado por dantonianos, girondinos y antiguos terroristas nuevamente en ascenso, que reafirmaron el poder de la Convención sobre los comités. Se prohibió a los clubes jacobinos comunicarse entre sí, en preparación de su cierre definitivo. Se excluyó de la guardia nacional a los pobres y se redujo el poder de las secciones.
A los teatros, cafés y salones de baile les iba bien y volvió algo parecido a la pluralidad de opinión a los periódicos. Las mujeres empezaron a vestir prendas de su propia elección. La revolución cultural jacobina había terminado cuando no había hecho más que empezar, aunque reverberase casi hasta nuestros días su mitología dinamizadora.
MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus, 2005. Págs. 128 - 130.