viernes, 5 de septiembre de 2008

LIGEIA: AMOR Y HAMBRE

Ligeia pasaba hambre. Un hambre de loba. El invierno había sido terrible, y la primavera no parecía más prometedora. Ella y su pareja, Licaón, se habían visto obligados en diversas oportunidades a acercarse al pueblo, en busca de alimento. Hacía tiempo que no se hacían ilusiones respecto a las ovejas que, guardadas en cerrados rediles, vigiladas por perros y hombres día y noche, balaban tranquilas su sumisa existencia y se sabían a salvo del colmillo del lobo. Ligeia y su compañero, Licaón, no bajaban al pueblo en busca de ovejas, sino más bien en busca de restos, de desperdicios dejados por los derrochadores humanos.

No había habido tiempos mejores. Desde su época de cachorro, Ligeia recordaba a sus augustos padres enseñarle las veredas y las horas de seguridad en que podía acercarse a los asentamientos humanos del valle, así como los lugares en que podía esperar encontrar una carcasa roída de pollo, una pierna de cordero reducida a huesos y cartílago, un jamón sin ultimar pero ya desechado, y otros extraños aunque alimenticios residuos dejados por los hombres: trozos de pan a medio comer, miguillas saladas de patatas fritas, mohosas porciones de queso y frutas y verduras podridas que los antaño orgullosos miembros de la manada de lobos a que pertenecían jamás se habrían dignado husmear siquiera en otro tiempo. Pero el hambre acosaba, y Ligeia no había conocido tiempos mejores. Para ella y para su joven compañero Licaón los vertederos de los pueblos eran una fuente tan legítima de abastecimiento como un supermercado para un humano cualquiera o como la mano del amo para cualquier perro.

Ligeia y Licaón vivían, pues, la mejor vida posible en aquel que era, en pensamiento digno de Spinoza, el mejor de los mundos posibles, pues no habían conocido otro. Correteaban el monte, en busca de algún conejo esquivo. Atrapaban ratas de campo y otros roedores, y en sus turbios sueños vespertinos imaginaban atrapar a la antigua usanza alguna inexistente pieza de caza mayor: algún corzo, algún venado, algún muflón, y si no, algún carnero doméstico. Luego, avanzada la noche, cuando sabían que los humanos se retiraban a descansar, bajaban al pueblo, en busca de sobras con que completar su exigua dieta.

Ligeia ya lo había notado muchas veces. Cada vez que bajaba al pueblo aquel perro la miraba de un modo especial. Ladraba a los lobos, porque su deber era espantarlos, alejarlos del pueblo y de las ovejas que tenía a su cuidado, pero la miraba sólo a ella. Ella lo sabía. En repetidas ocasiones se lo había indicado a Licaón, su compañero, con una significativa mirada. Licaón y Ligeia se amaban como sólo los lobos lo hacen: sin fisuras, para toda la vida, sin dudas, sin aventuras ni canas al aire. De todos modos, un simple perro, aunque sea un inteligente y apuesto perro pastor como Hocicudo, no tiene nada que hacer ante la pureza de linaje y la altivez aristocrática del lobo. Nada empece a estas consideraciones que el perro coma de lo mejor a manos de su dueño y el lobo tenga que arrastrarse por los estercoleros. La sangre es la sangre. Ligeia y Licaón lo sabían. Y Hocicudo, en el fondo, también.

Pero, sabiéndolo o sin saberlo, lo cierto es que el can de Luis Ignacio llevaba una temporada tan inquieto, tan íntimamente perturbado, asaltado por sueños obscenos en los que siempre aparecía la loba de sus amores, que apenas si podía concentrarse en su trabajo cotidiano de cuidador del rebaño. La última noche que vio a Ligeia fue decisiva para él. Por primera vez tuvo un mal pensamiento, producto de su amor descomedido. Pensó en abrir la cancela del redil para que aquella hermosa loba y su altivo compañero pudieran llevarse una oveja. Al fin y al cabo, ¿qué era una oveja para Luis Ignacio? ¿Sesenta, cien euros como mucho? Pero para aquellos hermosos animales, primos lejanos suyos, significaba una semana de vida y descanso de su triste vagar por el valle. Y para él significaba haber hecho algo por ella.

Ya iba Hocicudo a poner por obra su pensamiento, cuando los lobos detectaron su intención de moverse y, asustados, huyeron. Entonces el perro guardián salió repentinamente de su estado alienado y comprendió la gravedad de su acción. “Esto no puede seguir así – se ladró a sí mismo – He de poner remedio a este problema”. Y, sin perder un segundo más, se lanzó en persecución de la pareja de lobos en fuga.