martes, 16 de septiembre de 2008

MUERTE, MUERTE, MUERTE

- ¡Hombre de Dios! ¡Tienes que hacer algo!

A Luis Ignacio a frase le sonaba de algo, aunque no recordaba de qué. Sus compañeros pastores parecían sinceramente preocupados por él. Pero él no entendía muy bien el motivo. Hocicudo se había marchado, sí. Pero volvería. Sus ovejas podían esperar a que su perro regresara. El no podía sacarlas del redil. Ya lo había intentado. Sólo tenía que esperar a la vuelta de su perro, y todo se arreglaría. Despidió a sus amigos, y regresó a su sofá, en el que había pasado gran parte de la tarde.

Al principio, los demás pastores del pueblo, extrañados de que aquel día las ovejas de Luis Ignacio se hubieran quedado en el redil, decidieron, entre vinos, dirigirse a casa de su amigo, a ver que sucedía. Lo que encontraron al llegar les pareció raro, aunque no pensaron que hubiera verdaderos motivos de alarma. Creyeron de buena fe que todo volvería a su cauce al día siguiente. Decidieron no dar importancia al comportamiento de su amigo y confiar en su sentido de la responsabilidad. Pero pasaron los días y Luis Ignacio seguía sin hacer nada. Las ovejas balaban desesperadas por el hambre. Empezaban a enfermar, pues nadie mantenía la higiene dentro del corral. Si no se hacía algo, pronto morirían todas, creando además un grave problema de salud pública en el pueblo. Los amigos del pastor habían tratado de convencerlo para que, al menos, les permitiera a ellos hacerse cargo de sus ovejas. Sin embargo, nuestro pasivo héroe obeso e hiperglucémico se opuso enérgicamente a los ofrecimientos de sus colegas. Hocicudo debía de estar al llegar, y entonces todo se solucionaría. Con Hocicudo en casa, volvería a ser posible salir con las ovejas al prado todas las mañanas, y regresar por las noches a la taberna del pueblo a agotar las existencias de hamburguesas y cocacola.

Pero Hocicudo no regresó, y las ovejas comenzaron a morir. Del redil de Luis Ignacio ya no salían más balidos desesperados, pero sí el hedor de la podredumbre. Las reses que no habían muerto ya estaban tan debilitadas por el hambre y la enfermedad que apenas si podían levantar el careto del suelo. Pronto el rebaño se convertiría en carroña, y el alcalde del pueblo empezó a preocuparse de veras. Hasta aquel momento, los compañeros de Luis Ignacio habían conseguido calmarlo con promesas de que se harían cargo del problema. Pero no habían hecho nada, y ahora el problema, enormemente aumentado, lo tenía que asumir él. Se puso su chaqueta y le dijo a su secretaria que salía. Se dirigía a la casa del pastor.


Hocicudo corría aquella noche tras Ligeia y Licaón. Subía el monte con ellos, sin pensar en el peligro mortal que le acechaba. Ya nada importaba. Sabía que no regresaría nunca al pueblo. Sabía que seguramente no sobreviviría a aquella aventura. Pero ya no quería volver a pastorear ovejas. No. Hocicudo quería fundar su propia jauría. Quería ser su patriarca, y tener a Ligeia por compañera. Quería criar cachorros, mestizos de perro pastor y lobo, fuertes, ágiles, inteligentes, conocedores de las tretas y mañas del hombre, indómitos y dominadores, y devolver a su raza la altivez y la nobleza que una vez, hace milenios, la caracterizaron, y que perdieron por acercarse demasiado a esa raza de bípedos ruidosos y sucios, para vivir de sus restos, de sus basuras, de lo que ellos despreciaban de sus presas. Sueños. Sueños absurdos y mortales que tenía Hocicudo.

Cuando vio el primer lobo, su sorpresa fue mayúscula. Aquél le oteaba subido a una peña. Vio pasar al perro pastor a su lado, asustado, ladrando con miedo, y comenzó a seguirle, sin prisa, con la paciente determinación del cazador que sabe que dispone de una técnica infalible. Hocicudo se revolvió contra él. Debía hacerlo ahora, y no esperar a que fuera toda la jauría la que se lanzase contra él. Era un ejemplar magnífico de lobo gris. No creía, sin embargo, que fuera el jefe de la manada. Se lanzó furioso contra él, pero aquel lobo cobarde simplemente volvió grupas y se marchó, desactivando automáticamente la acometida del perro. Este siguió su marcha, tras Ligeia y Licaón, cuyo rastro no había perdido. Pero pronto comprendió la clase de celada que se estaba tendiendo para él. Cada quinientos metros o así se encontraba, recortada contra la noche clara, la figura de un lobo que lo vigilaba desde lo alto de una peña. Estaba entrando en una trampa mortal hecha de lobos dispuestos a asesinarle. Por un segundo, Hocicudo sintió la intensa humillación de saberse presa de sus parientes, quienes lo trataban como si fuera una cabra o un ciervo, eludiendo el encuentro frente a frente, que es el modo como actuarían ante un igual. En lugar de eso, aquellos lobos le acechaban como una mera presa de caza. Y este descubrimiento sublevaba al perro pastor, que se creía con derecho a esperar al menos un enfrentamiento limpio y no una taimada cacería.

Finalmente llegó en su carrera a una hondonada resguardada por escarpaduras, poblada por robles y atravesada por una pequeña corriente de agua. Allí Hocicudo se encontró por fin con la jauría al completo.

- ¡¡No debéis temerme!! – ladró en cuanto identificó al macho dominante – ¡¡No he venido a haceros daño!! ¡¡Sólo quiero que me aceptéis entre vosotros!!

A la súplica de Hocicudo siguió un silencio profundo. El macho dominante, por fin visible, lo miraba con ojos penetrantes en la profundidad de la noche. Sin hablar, le decía que sabían a qué había venido, y que su delito no tenía redención ni expiación posible.

- ¡¡Por favor!! – siguió ladrando Hocicudo, presa de la desesperación – ¡¡Aceptadme!! ¡¡Ya no puedo volver a mi pueblo!!
- Desde luego, no volverás.

Quien dijo esto último fue Ligeia, que había aparecido de pronto en la hondonada y se dirigía al lugar en que Hocicudo se había detenido. Estaba más hermosa que nunca, arrebatadora, y Hocicudo sabía que todo merecía la pena por el privilegio de volver a verla.

- Quiero quedarme con vosotros – le dijo el perro a la loba.
- Sabes que es imposible. No debiste internarte en nuestro territorio. Ahora debes morir.
- ¡Pero es que yo…!
- ¡Ni lo digas! Uno no debe decir siempre lo que piensa. Ni debe atreverse a soñar con cosas que están más allá de su alcance. Tú no sólo lo has hecho, sino que has osado violar las leyes sagradas de mi clan, internándote en nuestro territorio. Y ahora morirás, pues es necesario.

Dicho esto, Ligeia dio la vuelta y trotó hondonada arriba. Pero Hocicudo la detuvo con un aullido estremecedor. Ligeia se volvió, justo a tiempo para oir estos ladridos salidos de los labios de su enamorado.

- Sé que no te merezco, y que merezco morir. No puedo permitir que eso ocurra sin haberte dicho a ti, y a todos vosotros, lobos del monte, que estáis perdidos, que el hombre tiene bien trazados los planes de vuestra destrucción, mediante el veneno y la cacería con sus terribles escopetas, y que necesitáis aliaros con nosotros, los perros, que somos de vuestra raza, que conocemos bien al hombre y sus artimañas, para salvaros. No te merezco, y merezco morir, pero, ¿lo merecéis vosotros?

Ligeia se quedó mirando, sin decir nada. Había hablado la presa, cosa que no debía haber sucedido. Ahora era preciso responder a su alocución. Esto correspondía al jefe de la manada, quien se subió a una peña que había en los alrededores, a la vista de todos y, tras aullar para reclamar la atención sobre sí, dijo lo siguiente:

- ¡Tú, perro pastor! Eres un presuntuoso creyendo que puedes salvarnos del hombre. Hace siglos que nos salvamos nosotros solos, sin ayuda de nadie. Tú no has violado nuestro territorio para ayudarnos en la lucha por nuestra supervivencia, sino para intentar pervertir nuestra simiente, seduciendo a una de nuestras hembras. No contabas con que ella te desprecia, como todos nosotros, ni que, sabiendo que tú los seguías, ella y su marido, Licaón, te han traído hasta aquí para que cayeras en nuestra celada. Eres un ingenuo y me eres simpático. Pero Ligeia tiene razón. Es necesario que mueras, o de lo contrario traerás aquí al hombre, y entonces sí que nuestra pérdida será segura.

Y dicho esto, se lanzó desde su peña dando ladridos cortos que pusieron en marcha a toda la jauría. Hocicudo supo que era su fin, pero trató de escapar. No había dado ni tres pasos cuando recibió la primera dentellada en un costado. Luego se unieron muchas más. Luchaba frenéticamente, dando zarpazos y lanzando sus fauces hacia sus atacantes. Pero estos eran demasiados y esquivaban sus mordiscos con facilidad. De pronto, sintió que una boca se agarraba a su garganta y comenzaba a asfixiarlo con un mordisco que parecía un beso sofocador. Era Ligeia, a la que el jefe de la manada había otorgado excepcionalmente el privilegio de matar a Hocicudo. Este pudo sentir su presencia, divina y mortal, y no luchó más. Si su amada lo mataba, él no debía resistirse.