martes, 26 de agosto de 2008

¡JODER CON LAS OVEJAS!

Luis Ignacio era un pastorcillo de esos de flauta y zurrón. Habría quedado de fábula en un Belén, llevando a hombros una rolliza y apestosa oveja para ofrecérsela al Niño Jesús, o mejor a San José, que a buen seguro sabría dar cuenta del animal.

Pero Luis Ignacio era un pastorcillo de casi cincuenta años y unos ciento veinte kilos de peso. Ya peinaba canas y verle con la flauta en los labios resultaba casi una incongruencia. No era posible explicarse cómo un homo burgerkingensis como él podía correr detrás del rebaño sin rodar por laderas, tropezar con peñascos y resbalar en riachos. El propio Luis Ignacio se maravillaba de su buena suerte. Miraba a sus ovejas queridas y pensaba: "¡qué buena es esta vida conmigo!". Ayudado por su fiel perro pastor, de nombre "Hocicudo" por obvias razones que no es necesario explicar, reunía sus ovejas y su par de carneros y los llevaba al redil. Feliz tras haber cumplido su jornada, se iba al Bar de Pepe, donde le ponían las hamburguesas más grasientas y las cocacolas más interminables del pueblo. Y allí, comiendo hamburguesa tras hamburguesa, y bebiendo cocacola tras cocacola, se quedaba el buen hombre, hasta que un sopor antinatural, una especie de coma hiperglucémico, le obligaba a abandonar el local para irse a su cama a eso de las diez, porque a las cuatro y media de la mañana siguiente debía estar de nuevo en planta para sacar su rebaño a pastar.

Pero a la mañana siguiente se produjo un cambio imprevisto en su rutina. Hocicudo no estaba. Había olisqueado una hembra en celo, la primera que se pasaba en meses por aquella zona, y Luis Ignacio no había tenido la previsión de atar a su perro, pues no recordaba que se acercaba la época en que los machos huyen de sus hogares en pos de su destino biológico. Luis Ignacio no entendía nada de destinos biológicos, pues él se había "quedado para cuidar ovejas", como le decían en tono de guasa sus amigos del Bar de Pepe. Así que se le puede disculpar por haberse olvidado por una vez de las prevenciones mínimas necesarias ante los previsibles desboques instintivos de su perro.

Ese día, por tanto, Luis Ignacio tuvo que llevar él mismo a sus ovejas al prado. Y entonces se dio cuenta. Sin Hocicudo, sus ovejas no daban un solo paso fuera del redil. Su vida feliz de pastor obeso e hiperglucémico estaba sufriendo el mayor revés que imaginar cabía, porque hasta entonces Luis Ignacio siempre había creído que él era el dueño del rebaño. Ahora comprendía que esa prerrogativa sólo correspondía a su díscolo perro, y que él no era más que el titular nominal de unas ovejas que no le hacían ni caso, y que respondían a sus aspavientos de gordo con "beees" de chufla.

No había nada que hacer, así que volvió a cerrar la cancela y se fue al Bar de Pepe, a desayunar. Pepe no le esperaba tan temprano, así que se sorprendió sobremanera al verle entrar atravesando cabizbajo la cortinilla de cuentas de toda la vida, la de los bares de toda la vida que ya no se ve más que en los pueblos muertos de asco del interior del país.

- ¡Pero bueno! ¡Tú, aquí, a estas horas! ¡Y qué mala cara traes!

Luis Ignacio no respondió a este saludo tan inusual, por matinal y por la extrañeza manifestada con él, sino que se dirigió a una de las mesitas, sentándose con dificultad en el taburetito que Pepe, con bastante mala uva, ponía para que los gordos se cayeran al suelo.

- ¡Bueno! ¿Qué va a ser?

Pero hoy Luis Ignacio no estaba de humor para darse atracones.

- Un cortadito, por favor.
- ¿Nada más?
- No.

Pepe sirvió a Luis Ignacio su cortado, que éste se bebió en silencio. Luego pagó y se marchó.

Se dirigió a su casa. No tenía nada mejor que hacer, así que se tendió en su jergón y, como es natural, se quedó dormido.

Y durmiendo, tuvo sueños. En uno de ellos, se acercaba al redil de sus ovejas, y las miraba melancólicamente. De pronto, una de las ovejas, una de las más viejas, grande y carinegra, se le acercó, y antes de que Luis Ignacio pudiera decir pú ni mú, se irguió sobre sus dos patas (traseras), y le habló con voz ovina.

- ¿Y cuaaaándo vaaaas a haceeeer aaaaalgo?

Luis Ignacio se despertó sobresaltado y sudoroso en su jergón. Era casi la hora del almuerzo, pero seguía sin hambre.

Continuará, un día de estos...