martes, 20 de enero de 2009

DEL CAPITULO 14 DE "TODO FLUYE", DE VASILI GROSSMAN

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En el centro del distrito no se podía comprar pan debido al sistema de cartillas de racionamiento. Tampoco en las estaciones se podía comprar, ni en los quioscos, porque habían puesto militares de guardia y no dejaban que nadie se acercara. Ni siquiera se encontraba en el mercado negro.

Desde otoño la gente se alimentó a base de patatas, pero sin pan pronto se acabaron. Para Navidad se empezó a sacrificar el ganado. Pero aquella carne era toda piel y huesos. A las gallinas ya las habían matado antes, naturalmente. La carne tardó poco en agotarse, no quedaba ni una gota de leche, en todo el pueblo no se encontraba un solo huevo. Y lo que era peor, nada de pan. En el pueblo habían requisado todo el grano. Ni siquiera había semilla para plantar en primavera: habían confiscado hasta el último grano de reserva. Todas las esperanzas estaban puestas en los cereales de invierno. Pero todavía se encontraban bajo la nieve, la primavera quedaba lejos, y el pueblo había sucumbido a la hambruna. Se habían comido toda la carne, todo el mijo, y también las patatas; en las familias numerosas ya se había agotado prácticamente todo.

El terror les atenazó. Las madres miraban a los hijos y comenzaban a gritar de miedo. Gritaban como si les hubiese entrado una serpiente en casa. Y aquella serpiente es la muerte, el hambre. ¿Qué hacer? Los campesinos no pensaban en otra cosa: comer. Salivan, contraen la mandíbula y tragan, pero la saliva no sacia. Si por la noche te despertabas, todo alrededor estaba sumido en el silencio, ni una conversación, ni una armónica. Como en una tumba. Sólo el hambre ronda por las calles, no duerme. Los niños, en las cabañas, lloran desde la mañana: piden pan. Y la madre, ¿qué puede darles? ¿Nieve? Y nadie corre en su ayuda. De los miembros del Partido sólo obtienen una respuesta: "Deberían haber trabajado, no quedarse con los brazos cruzados". O bien: "Buscad en vuestras casas, en vuestro pueblo habéis enterrado grano para tres años".

Pero en invierno no había todavía verdadera hambre. Se sentían débiles, claro, las barrigas se les hincharon de comer mondas de patatas, pero no llegaron a tener edemas. Comenzaron a extraer de debajo de la nieve las bellotas, las secaron, el molinero preparó la muela e hizo harina de bellota. Con aquella harina elaboraban pan o, para ser más exactos, galletas. Eran muy oscuras, más oscuras que el pan de centeno. Algunos añadían salvado, otros mondas de patatas trituradas. Las bellotas pronto se acabaron: el bosque de robles era pequeño, y tres pueblos se habían lanzado allí a la vez. De la ciudad llegó un delegado del Partido, se dirigió al soviet rural y dijo: "¡Mírenlos, a esos parásitos! En lugar de trabajar siguen desenterrando bellotas con las manos desnudas".

Los alumnos de los cursos superiores fueron a la escuela hasta la primavera, pero los más pequeños dejaron de acudir en invierno. En primavera la escuela cerró sus puertas: la maestra se había ido a la ciudad. La enfermera también se marchó del puesto de asistencia médica: no tenían nada para comer. Y además, el hambre no se cura con medicinas. El pueblo se quedó solo, en derredor del desierto, y en las isbas gente hambrienta. También dejaron de venir varios representantes desde la ciudad. ¿Para qué iban a venir? No había nada que arrebatar a los hambrientos, por tanto no hacía falta ir allí. Tampoco valía la pena proveerles de asistencia médica ni de educación. Cuando el Estado no puede sacar nada de una persona, ésta se convierte en algo inútil. ¿Para qué instruirlos? ¿Para qué curarlos?